MELANCOLIA DEL PECETO
Juan Sasturain
Argentina (1945)
Una tarde de otoño el peceto subió con pasos cortos y esforzados por Plaza Francia arriba desde Libertador y entró en la Biblioteca Nacional. Pidió en el primer piso el Diccionario de la Real Academia Española, después en el segundo una enciclopedia en veinte gordos tomos y se buscó como cualquier nombre propio o común con pretensiones de estar: culo, Sarmiento, azotillo, felicidad o castañuelas. Tal vez el tonto peceto buscó mal, dudaba en la grafía con "c" sola o "sc" como Discépolo -que aparecía: Armando, Enrique Santos- pero lo cierto es que él no estaba. No sólo no figuraba entre los cortes españoles más vistosos sino que simplemente el peceto no existía en general. Hay quienes conjeturan, acaso con criterio, que de entonces data la extraña conducta del peceto, una carne poco demostratativa, insegura de sí, tímida y sólo comparable en perfil bajo a la aguja y las entrañas, e incluso más callado que el mondongo. Otros no. Son aquellos que sostienen hipótesis de premisas más flagrantes, y lo ven atrapado en una lucha amarga y despareja: no es fácil, argumentan, competir con cortes parrilleros pictóricos de buena y aceitada prensa nacional aunque no sean -argentinos al fin- sino groseros, entreverados de grasa o puro hueso de descarte. El melancólico peceto navega así, en salsa anodina y plato de vieja, sin un destino jugoso ni otra aventura a la vista que un agridulce mechado violador. Anomia, marginación y monotonía lo han confinado al horno con papas, el corte regular y el aderezo burocrático. A la hora del elogio, cocineros hipócritas suelen felicitarlo por prolijo mientras comentan por lo bajo qué boludo.
CADA NOCHE
Eduardo Abel Gimenez
Argentina (1954)
Cada noche, en el Museo Entomológico, un ejemplar de Cithaerias Pyritosa ingresado en 1949 y clasificado en 1952 despierta misteriosamente de un profundo letargo, se desprende de sus ataduras y parte a realizar la tarea encomendada. Está afuera menos de quince minutos. Luego vuelve a acomodarse en su sitio de la vitrina, donde permanecerá inmóvil por otras veintitrés horas y tres cuartos. A la mañana siguiente, un nuevo titular sangriento llenará la primera página de los periódicos sensacionalistas.
VECINAL
Roberto Gutiérrez Alcalá
México (1961)
Se llama Aurora, es delgada y menuda, y tiene la piel muy pálida. De seguro no pasa de los treinta y cinco. Vive en el 206 con su esposo y sus dos hijos pequeños. Cuando llegamos a vivir aquí, en marzo del año pasado, fue ella quien nos dio la bienvenida, porque en ese entonces era la encargada de administrar los cuatro edificios. Por cierto, a pesar de su frágil apariencia, poco tiempo después supo encarar a varios vecinos que se habían retrasado en el pago del mantenimiento. Les puso un ultimátum: o pagan lo que deben o se les corta el gas. Como era de esperarse, no le hicieron caso. El día que se venció el plazo, Aurora le ordenó al conserje que subiera a la azotea de cada edificio, cerrara las llaves del gas de los vecinos morosos y las bloqueara con candados que ella misma se encargó de comprar en una ferretería. Obviamente, los afectados gritaron, amenazaron, pero ella no se dejó intimidar. Entonces, aquéllos no tuvieron otra salida que pagarle lo que debían. Norma me ha contado que a veces viene por las tardes y le pide permiso para hablar por teléfono. Mientras lo hace, sus niños se quedan parados junto a ella, muy quietecitos, sin decir ni hacer nada. Durante una de esas llamadas, Norma se enteró de que tiene problemas con el esposo. Luego, ella misma se lo confirmó. Parece que él conoció a otra mujer; además, no le da dinero suficiente para comida, ropa, colegiaturas... Por eso decidió vender suéteres y vajillas de plástico. Según Norma, le estaba yendo bastante bien. Pero de buenas a primeras comenzó a sentir unos fuertes dolores en el estómago y a vomitar todo lo que comía. Es un tumor, le dijeron. El conserje dice que se la llevaron el martes en la noche y que está grave. Ayer en la mañana me encontré a su esposo y sus hijos en las escaleras del edificio.
- Buenos días -dijo él.
- Buenos días -dije yo-, y me hice a un lado para dejarlos pasar.
EL PROGRAMA
Víctor Montoya
Bolivia (1958)
Cierto día me uní a un hombre que refería este episodio. En la mina se reunieron cuatro obreros bajo la luz mortecina y alguien preguntó:
- ¿Qué desean compañeros?
El primero contestó:
- Conquistar el aumento salarial.
El segundo:
- Matar al general.
El tercero:
- Organizar un frente único de trabajadores.
El cuarto, emanando una voz acumulada durante años, dijo:
- Tener un programa revolucionario y que los agentes del dictador rodearan mi casa y me despertaran a balazos y, sin tener tiempo siquiera para vestirme, huir con el programa entre ráfagas y gritos y, perseguido por jaurías hambrientas y caballos a galope, sin dormir ni comer, llegar con vida hasta esta misma galería.
Los mineros, al cabo de masticar la última hoja de coca, miráronse taciturnos, confundidos, hasta que el más viejo rompió el silencio:
- ¿Y qué ganarías con eso?
- El programa -fue la respuesta.
EL VUELO DEL PAJARO ELEFANTE
Angel Olgoso
España 1961
Avanzo a través del túnel que excavé durante meses en la toba blanda. Me arrastro por este nauseabundo arroyo con la desesperación de los que se saben imantados por fuerzas fatales, de los que han infligido dolor, de los que han sido martillos inclementes para numerosos clavos. Después de dos horas de angustia, mi cuerpo asoma fuera de la boca del túnel. El zumbido de los oídos desaparece. Logro esquivar los reflectores en el mortal damero del patio de la prisión. Me muevo como un veneno recién inoculado. Acometo sin respiro los vastos y resbaladizos muros de cantería. Tras ocultar las sábanas encordadas, atento a los paseos de los guardianes, me interno en las sombras reconocibles de la tercera galería. Puedo escuchar el roce de mis pisadas y el frotecillo asombrado del mecanismo de la suerte. Por fin estoy ante los barrotes. Inspiro profundamente, adelgazándome, y me deslizo entre ellos. Con infinito alivio regreso a las dulzuras de mi celda, a salvo de la aturdidora, extenuante y espantosa libertad.
RUBIA
Carlos Nine
Argentina (1944)
Diana era una falsa rubia que sufría en silencio. Su porte elegante no era suficiente para asegurarle el éxito social que tanto ambicionaba. Paseaba invariablemente por la rambla, al atardecer, con su ataché repleto de cosméticos y una coqueta sombrilla roja. Movía rítmicamente sus piernas en secuencias alternadas de 3-2-3 y también 1-3-1, pero era inútil, no pasaba un catzo. Desesperada, recurrió a Jacobo, el famoso estilista, en busca del diagnóstico correcto.
- Te faltan tetas, m'hija -le espetó el experto tras un rápido vistazo.
- Pero... ¿de qué habla, imbécil? -contestó ella evidentemente irritada por la falta de tacto del profesional-. Tengo lo que hay que tener y además, me teñí de rubio ceniza con reflejos de Plutonio -remató la falsa blonda.
- Plutonio las pelotas. O te ponés tetas o no te dan ni cinco de bola. El color del pelo es elemento visual, y ésta es una época táctil. En estos tiempos los impresionistas se morirían de hambre, ¿entendés babieca?
Diana pareció derrumbarse ante la cruda solidez del esteta, y bajando la barbilla, murmuró:
- Está bien, proceda...
Un mes después, Diana se paseaba por la playa, al atardecer, sin sombrilla ni ataché, pero con unas tetas de novela, y con su pelo natural. Sin embargo, estos adminículos la cohibían de tal manera que vacilaba al caminar, bajaba los ojos y se restregaba las manos con gesto suplicante. La farsa duró poco tiempo. Diana volvió al rubio Plutonio, arrumbó las tetas en el desván de los recuerdos, y continuó paseando por la rambla al atardecer, serena, tranquila, al saber que hiciera lo que hiciera, jamas tendría aceptación social.
PERDER LA CABEZA
Roberto Gutiérrez Alcalá
México (1961)
Ayer, lo confieso, perdí la cabeza. Alguien debió de haber dado la voz de alarma, pues a los diez minutos un grupo de personas se presentó en mi domicilio.
- Somos del Comité Pro Defensa de la Integridad Individual y Social -dijo un hombre de aspecto saludable-. ¿Nos permite pasar?
- Adelante -dije.
- ¿Se encuentra usted bien?
- Un poco confuso.
- Caballero, entremos en materia: ¿por qué perdió la cabeza?
- Bueno, verá: estoy enamorado y...
- Esa no es razón para perder la cabeza -atajó una mujercita elegantemente vestida y de ademanes nerviosos.
- Sí, lo sé -dije-. Aunque...
- Nada, nada. ¿Se imagina qué sería del mundo si todos perdiéramos la cabeza cada vez que el amor embargara nuestros corazones? ¡El caos!
- Es que...
- Caballero, en realidad no nos interesa saber por qué perdió la cabeza -dijo el hombre-. Estamos aquí para encontrarla y para reprenderlo severamente.
- Bien.
- ¿Tiene idea de dónde pudo haberla perdido?
- No.
- Haga memoria... -dijo un anciano de mirada acuosa y cristalina.
- Me levanté a las siete -dije-. Luego de vestirme, sonó el teléfono. Era Olga. No recuerdo qué me dijo, sólo sé que perdí la cabeza cuando dejó de hablar. Tal vez rodó debajo de la cama...
- Ya revisé ahí -dijo una joven que momentos antes había visitado mi cuarto-. No hay más que un par de pantuflas viejas y mucho polvo.
- ¡Oh! -exclamó la mujercita.
- Caballero -dijo el hombre que parecía llevar la batuta-, si lo desea, puede perder un dedo, una mano, incluso una pierna... Sin embargo, la sociedad no puede permitir que uno de sus miembros pierda la cabeza. La cabeza, óigame bien, debe permanecer siempre en su sitio.
- Sí -dije.
- Además -dijo el anciano-, hablando desde un punto de vista meramente estético, un individuo que pierde la cabeza adquiere una apariencia bastante fea. Si pudiera verse...
- Cada uno de nosotros peinará una zona -anunció el cabecilla-. Así nos resultará más fácil encontrarla. Mientras tanto, usted aguardará sentado en este sofá. Confío en que no intentará huir.
- ¡Por supuesto que no!
- Muy bien. Manos a la obra -dijo, y se desperdigaron por toda la casa.
Inmóvil en el sofá, rogué al cielo para que la busca terminara pronto. Creo que fui escuchado, pues al rato la joven reapareció con mi cabeza bañada en lágrimas y con el pelo revuelto. Apenas la reconocí. La joven dijo que la había encontrado en el cuarto de servicio, y me la dio. Yo me la coloqué de inmediato y, antes que pudiera poner en orden mis pensamientos, aquellas buenas personas me dijeron que, si me atrevía a perderla otra vez, el castigo, entonces, sería ejemplar. Luego se despidieron amablemente y emprendieron la retirada.
TELEQUINESIA
Raúl Brasca
Argentina (1948)
- Habrá que creer o reventar -le dijo el hombre que salía de la habitación cuando él entraba.
El terminó de entrar. La mujer esperó que se sentara, cerró los ojos y, con voz cavernosa, llamó a la mesa provenzal que estaba en el primer piso. Moviendo ágilmente las patas, como un perfecto cuadrúpedo amaestrado, la mesa bajó por la escalera.
- Esto es increíble -exclamó él.
Y, antes de que pudiera explicarse mejor, reventó.
LAS GANAS
Carlos Alvahuante
México (1978)
El metro no llega. José consulta el gran reloj digital que cuelga del techo del andén: 7:52. Es la tercera vez que lo hace y las tres veces el resultado ha sido el mismo. O se trata del minuto más largo de su vida o el reloj está descompuesto. Las demás personas, unas quince dispersas por el andén, parecen no darse cuenta. De nada. Sólo siguen esperando. El calor es asfixiante en la estación. José imagina lo que sería salir a refrescarse, sentarse en la banqueta, disfrutar de la noche, de un cigarro y del recuerdo de Norma. Se encamina hacia las escaleras, pero a los pocos pasos se arrepiente: podría ser que mientras él no estuviera llegara el metro. Las otras personas lo observan. José se pone nervioso, le gustaría decirles que no lo vean, que no tiene nada raro, que es una persona como cualquier otra esperando el metro, que de todos modos ya ni extraña tanto a Norma, que... No dice nada. Ocupa nuevamente su lugar, baja la mirada y espera. Mete las manos en los bolsillos del pantalón. Luego las saca y se truena los dedos. Luego las vuelve a meter y, de reojo, con mucho disimulo, checa el reloj del andén: 7:52. Sonríe. Si el reloj no está descompuesto, entonces él es quien lo está. Sólo para cerciorarse, le pide la hora a una mujer que se encuentra a su lado. Ella le da la hora, 7:52, y la espalda. José permanece inmóvil. Contempla a la mujer y a las demás personas, quienes actúan con naturalidad. O mejor dicho, no actúan; esperan. ¿Será que de verdad no se han dado cuenta? José insiste. Oiga, ¿está segura de que son las siete cincuenta y dos? La mujer ni siquiera se da la vuelta, únicamente levanta el brazo para que José pueda leer por sí mismo la hora. Gracias. Son las 7:52. El metro no llega. Después de una recitación silenciosa de las Coplas a la muerte de su padre y una acalorada discusión interna sobre la posibilidad de que haya vida más allá de la muerte, José levanta la mirada y la conduce muy despacio hacia el gran reloj digital. Por un instante, apenas una fracción de segundo, los números rojos desaparecen. Lo que sucede enseguida es casi simultáneo, a una velocidad espeluznante: el reloj marca las 7:53. José oye que el metro se aproxima, la mujer se vuelve y lanza un grito, un hombre que está a unos pasos de la mujer deja caer el periódico abierto y empalidece, las llantas se bloquean en un desesperado intento por frenarse y el metro cierra los ojos. El periódico desciende lentamente, en zigzag. Antes de que toque el suelo, José alcanza a agradecer que el metro al fin haya llegado: con semejante espera, ya se le andaban quitando las ganas.
CHISTE
Cecilia López
México (1964)
Nació como todos los chistes, por generación espontánea en medio de una conversación. Sin embargo, este chiste veía más allá y quiso ser cuento... Así, antes que nada tenía que cambiar su inicio para que no sonara a ahitienesquestaún. En el principio quedó el verbo. Ahora debía crecer, redondearse, ser más ancho y profundo. Se empezó a meter de todo, ideas, metáforas, adjetivos, sustantivos, cláusulas, vueltas de tuerca y comas y puntos y rayas. No obstante, cómo les sucede con frecuencia a los cuentos, éste no supo dónde parar y en sus entrañas procreó personajes a granel, quienes luego luego se trajeron sus historias, sus anécdotas y, cómo veían que aquél resistía, fueron a llamar a sus árboles genealógicos. Ya encarrerado, la prosa y el verso, la ética, la moral y la filosofía formaron su cuerpo, al que llamaba corpus, porque se creía mucho. Pero a pesar de todo no pudo deshacerse de su origen primigenio, por eso la Biblia tiene su chiste.