8 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXVI). Guerras y revoluciones (20)

Ignacio Iglesias: Su juicio sobre los revolucionarios españoles

Ignacio Iglesias (1912-2005) participó en la fundación de las Juventudes Comunistas de Asturias, de las que fue expulsado acusado de trotskista. Tras conocer a Andreu Nin (1892-1937) se afilió a la Izquierda Comunista de España, organización que, en septiembre de 1935, se fusionó con el Bloque Obrero y Campesino dando nacimiento al POUM. Iglesias participó en la reunión fundacional y quedó a cargo de la dirección de la organización juvenil, la Juventud Comunista Ibérica. En julio de 1936 pasó a formar parte del equipo del diario “La Batalla”, órgano central del POUM, en el que se reveló como periodista político. Tras la detención de Nin marchó al exilio en Francia, donde fue detenido, procesado y condenado a ser encarcelado en el presidio de Eysses, primero, y después deportado al campo de concentración de Dachau. A su regreso de Alemania, Iglesias se incorporó al Comité Ejecutivo del POUM y escribió numerosos artículos políticos. Entre sus obras más destacadas merecen citarse “Trotsky y la revolución española”, “El proceso contra el POUM. Un episodio de la revolución española”, “La fase final de la Guerra Civil” y “León Trotsky y España”. Lo que sigue es “Trotsky y la izquierda marxista en España”, texto que forma parte del libro “Experiencias de la revolución española”.

 
Examinando objetivamente, a la altura de nuestro tiempo, cuanto escribió Trotsky respecto a la Revolución Española, sobre todo al período concerniente a la Guerra Civil, se tiene la fundada impresión de que no supo ni quiso apearse del rocinante de sus ilusiones. Esas ilusiones consistían en querer ver en todas partes una reedición del Octubre ruso. No sólo sus interpretaciones de los acontecimientos las hizo siempre a través del prisma de la Revolución Bolchevique, sino que las actitudes o soluciones que proponía resultaban en todo instante un calco perfecto de las adoptadas por él y Lenin en 1917. Para Trotsky, pues, la Revolución Rusa resultaba un modelo perfecto y único. Y cuando le argüían que las condiciones de España, por ejemplo, eran otras, respondía desdeñoso que ese era el “argumento acostumbrado de todos los oportunistas” y que las “homilías abstractas de este género producen una impresión nada seria”. Nin, en una conferencia que pronunció en abril de 1937, le contestó de manera indirecta, al afirmar que “las fórmulas de la Revolución Rusa, aplicadas mecánicamente, conducirán al fracaso”, agregando que “de la Revolución Rusa hay que tomar no la letra, sino el espíritu”. Pero tal parece que para Trotsky letra y espíritu eran una sola y única cosa.
Incluso en varios de sus escritos del período de la Guerra Civil, considera algunos aspectos de esta última como si se tratara de un calco de la Guerra Civil rusa, hablándonos de regimientos y no de divisiones y poniendo en un mismo plano la caballería roja y la aviación ítalo-germana en cuanto a su eficacia. Verdad es que también afirmó que si “al frente de la España republicana se hubieran encontrado los revolucionarios y no los agentes poltrones de la burguesía, el problema del armamento nunca hubiera jugado un papel preponderante”. ¿Es que era suficiente el verbo revolucionario para hacer frente a un ejército moderno, bien pertrechado, como lo fue entonces el franquista? Para él, sin duda sí; el verbo que tenía que corresponder a un programa definido, detallado, escrito negro sobre blanco, sin lugar para la improvisación, ya que para Trotsky la revolución era algo puesto en ecuación y que debe desarrollarse con la misma implacable lógica que una operación algebraica. Sin embargo, se ha visto que en toda revolución, como en la vida misma, cada día y a veces cada hora exige improvisaciones, soluciones inesperadas para poder enfrentarse con problemas nuevos que no dejan de producirse y que nadie puede codificar.
Por tanto, según él, lo que faltó en la Guerra Civil española no fue el armamento adecuado, sino un programa y el agente encargado de aplicarlo, es decir, un Partido revolucionario, pero un Partido revolucionario con una política justa: en una palabra, un Partido bolchevique-leninista. Este fue en todo momento el estribillo incansable de Trotsky. Lo de la política justa se halla en cada página suya, pero sin que jamás nos haya aclarado en qué consiste realmente. ¿Es acertar en la actuación inmediata, al igual que el tirador atina en la diana? ¿Es ver cumplidos sucesivamente todos los objetivos propuestos con antelación? ¿Es, pura y simplemente, triunfar? Si lo justo de una política ha de basarse en sus efectos prácticos, entonces se trata de simple pragmatismo y William James habrá de reemplazar a Marx. Asimismo habrá que creer, en tal caso, que Trotsky, predicador incansable de la llamada política justa, jamás logró practicarla, puesto que al cabo de cuentas fue el eterno derrotado desde que se le escapó el poder de las manos en la Unión Soviética. ¿Quién tuvo entonces una política justa, Trotsky el vencido o Stalin el vencedor?, y ¿de qué le sirvió luego su política justa, ya que fue incapaz de crear en torno suyo un verdadero movimiento revolucionario?
El espíritu crítico de Trotsky fue agudo y permanente, a la par que incansable. Puede decirse que criticó todo y a todos. Ahora bien, ese espíritu crítico se detenía súbitamente en cuanto era necesario analizar sus propias posiciones políticas, sus juicios o el resultado de sus abundantes vaticinios. Cuanto él dijera había que aceptarlo como atinado y asimismo infalible. El fracaso o el simple error propios le eran ajenos, puesto que en su conducta mostró que no existían más errores y fracasos que los de los otros. Sus análisis o sus simples afirmaciones los consideró siempre exactos y justos; los de los demás, equivocados a priori por ser diferentes a los suyos.


Su intransigencia era tal que la elevó a la categoría superior de verdadero culto; ni siquiera se detenía ante sus propios compañeros de organización, los cuales, a la menor diferencia de criterio, eran inexorablemente condenados. Anidaba, pues, en él una indudable actitud inquisitorial. Y como no le era posible enviar a la hoguera a los herejes, se contentaba con cubrirlos de denuestos y colgarles el sambenito de traidores. Lo decimos sin tapujos: Trotsky, al igual que Stalin, como hiciera antes Lenin, pecó del gravísimo defecto, verdadera desviación del espíritu, de que su intolerancia convirtiera la discrepancia política en delito de opinión, cuando no en crimen de opinión.
Con el POUM y sus dirigentes se comportó en forma inquisitorial, negándose a cal y canto a escuchar el menor argumento contrario, presentando los hechos a su antojo, incluso atribuyéndole posiciones políticas que no adoptó jamás. ¿Cuáles fueron las principales acusaciones de Trotsky contra el POUM? Ya las hemos señalado anteriormente, pero las repetiremos una vez más: haber firmado el pacto electoral de febrero de 1936; no haber conquistado el poder en julio, tras la sublevación militar; haber entrado a formar parte del Gobierno de la Generalidad; no haber denunciado implacablemente al resto de las organizaciones y, sobre todo, a sus dirigentes; haber mostrado un franco espíritu de conciliación, en particular respecto a los anarquistas, etc. Es decir, resumiendo: el POUM tenía que haber hecho lo que no hizo y haber dejado de hacer lo que hizo. Para Trotsky nada existe de positivo, de acertado, de justo en su actuación. Nacido con el estigma del pecado original, el POUM estaba condenado a no merecer la más mínima aprobación.
Trotsky, desde Noruega primero y desde Méjico después, critica sin conocimiento de causa y sin disponer de información seria. Y sus delegados que iban a Barcelona, en lugar de estudiar sobre el terreno la verdadera situación y extraer las conclusiones necesarias, repetían en la capital catalana lo dicho por Trotsky a miles de kilómetros. Es decir, no son ellos los que desde España informan a Trotsky, sino que es Trotsky el que a distancia informa a los que están en España. Lo curioso del caso, digno de estudio psicológico, es que cuando Trotsky recibe de sus enviados unos informes en los que éstos se limitan a reproducir lo que él les dijo en sus cartas o artículos, el viejo revolucionario cree confirmados sus puntos de vista y no ve que es víctima de una lamentable mistificación.
De esta manera, actuando en circuito cerrado, sin la menor relación con la realidad cotidiana, empeñados en que los problemas se adaptaran a sus principios y no los principios a los problemas, los trotskistas desempeñaron en España o con respecto a España un papel totalmente negativo. No solo no actuaron, sino que ni tan siquiera estudiaron a fondo un problema cualquiera; su papel era criticar, criticar y criticar. Verdad es que no hacían otra cosa que imitar a Trotsky, que empeñado en criticar criticaba todo, hasta lo incriticable. Por ejemplo, cuando reprochó al POUM de disponer de “su propio local, su propia emisora de radio, su propia imprenta, sus propias milicias”, lo cual mostraba una vez más su supina ignorancia de la realidad española, puesto que todas las organizaciones -hasta las más reducidas, como el Partido Sindicalista o el Partido Federal- disponían asimismo de sus locales, imprentas, etc. Por lo demás, Trotsky había olvidado que durante la Revolución rusa aconteció lo mismo, hasta que los bolcheviques se incautaron de todo al establecer su dictadura.
Más de una vez nos hemos preguntado los motivos de la iracundia de Trotsky contra un partido que, de todas las maneras, se hallaba más próximo a sus ideas que cualquier otro; contra unos hombres que habían militado a su lado -como Nin y Andrade- y que no obstante las discrepancias políticas seguían conservándole gran respeto. Tal vez el hecho de que el POUM se creó contra el parecer de Trotsky -partidario de que se ingresara entonces en el Partido Socialista- podía explicar en parte esa actitud suya. Pero sólo en parte y hasta ciertos límites.
Creo que la respuesta a nuestra pregunta nos llegó años después, cuando se descubrió que la GPU había logrado introducir en el Secretariado Internacional de la organización trotskista a agentes suyos. Durante la Revolución Española, el elemento más activo de ese Secretariado, el colaborador más íntimo de León Sedov, el hijo de Trotsky, fue un tal Zborowski, un ruso-polaco que se hacía llamar Etienne; éste resultaba sospechoso a algunos trotskistas, pero Trotsky lo defendió siempre. Emigrado a los Estados Unidos en 1941, allí descubrió la policía su calidad de agente de la GPU. No cabe duda que había recibido de Moscú la orden de envenenar las relaciones de Trotsky con el POUM, orden que cumplió sin duda con todo éxito.


No hemos querido afirmar, ni mucho menos, al comentar la actitud de Trotsky respecto al POUM, que esta organización tuvo siempre una política acertada e irreprochable. Se equivocó en ocasiones, al igual que a lo largo de la historia han errado no pocas veces todas las organizaciones. A pesar de toda la mitología creada en torno al Partido Bolchevique -establecida a posteriori por los que fueron sus dirigentes para justificar su supuesta superioridad sobre el resto de los partidos-, sabemos que también conoció sus titubeos y equivocaciones. No fue la suya una trayectoria en línea recta, ni sus cambios tácticos fueron calculados matemáticamente. Lo reconoció Lenin en su libro “La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”: “Toda la historia del bolchevismo, antes y después de la Revolución de Octubre, está llena de tumbos, de conciliaciones y de compromisos”. Trotsky lo sabía, mas con su peculiar dialéctica se curaba en salud contra toda crítica: “Marx cometió faltas, Lenin cometió faltas, el Partido Bolchevique en su conjunto las cometió también. Pero esas faltas fueron corregidas a tiempo, gracias a la exactitud de su línea fundamental”.
Existe, pues, una línea fundamental que es la que determina la llamada política justa. Pero por lo que Trotsky ha dicho y repetido, sólo está al alcance del bolchevismo-leninismo, especie de albacea universal; los demás partidos, el resto de las organizaciones, surgieron y existen para traicionar al proletariado, en nombre del cual actúa exclusivamente el bolchevismo-leninismo. Insistimos en que todo esto es pura mitología. Jamás existió, ni existe, ni probablemente existirá un tipo único de partido obrero ideal -con una línea fundamental y una política justa-, capaz de conducir a los trabajadores, de la misma manera que la niñera conduce al niño de la mano ordenándole lo que debe hacer y lo que le está prohibido, hasta el socialismo.
Sí, sin la menor duda el POUM cometió errores antes y después del 19 de julio de 1936, aunque no correspondan a los denunciados por Trotsky y los trotskistas. Error fue, creo, el no haber aprovechado el reingreso en la CNT de los sindicatos treintistas, acordado en el Congreso que esta última celebró en Zaragoza, en mayo de 1936, es decir, en vísperas casi de la guerra civil, para intentar hacer lo mismo con los sindicatos de la FOUS, controlados por militantes poumistas; en todo caso hubo que intentarlo inmediatamente después del 19 de julio, antes que se estableciera la sindicalización forzosa y la CNT estableciera un acuerdo tácito con la UGT que prácticamente dejaba de lado a la citada FOUS. El precipitado ingreso de ésta en la UGT solo sirvió para dar a la organización ugetista un realce e importancia que no tenía ni merecía en Cataluña, de lo cual se aprovechó pronto el estalinismo. La política sindical del POUM fue errónea y lo pagó luego duramente.
Tampoco fue acertado el nombramiento de Nin como consejero de la Generalidad, ya que era absolutamente necesario en la Secretaría Política del Partido, de la misma manera que lo eran en la dirección algunos de los dirigentes enviados al frente al mando de los milicianos. El POUM, organización pequeña, no podía pagarse el lujo de distraer en mil tareas a los mejores de sus militantes. Asimismo erró al no prepararse adecuadamente para la clandestinidad después de las jornadas de mayo de 1937; se dejó engañar por la tregua establecida por el estalinismo, subestimando la fuerza de este último. En fin, su equivocación original fue querer ser desde el día mismo de su fundación el verdadero Partido Comunista, el continuador de la tradición bolchevique, precisamente en unos tiempos en que el comunismo se había desacreditado y en que el bolchevismo sólo servía para obtener la aversión de las masas anarcosindicalistas. Trotsky reprochó el POUM no ser un partido bolchevique; mas su defecto verdadero consistió precisamente en querer ser un partido bolchevique. El lenguaje que empleó siempre en su prensa y en sus mítines, remedo del leninista, no era el más adecuado para hacerse escuchar por los trabajadores cenetistas, por tanto para extender su influencia entre las masas populares.


Sin embargo, su error capital -en el que por cierto participaron todas las otras organizaciones- fue el de juzgar a la Unión Soviética y al Partido Comunista según criterios que ya estaban superados. En efecto, continuaba predominando entonces la idea que la URSS seguía siendo un Estado obrero, que cabía criticar objetivamente pero al que había que defender por encima de todo. El POUM compartió este punto de vista falso. A causa de ello se juzgó superficialmente la actuación del Partido Comunista de España, considerando sus cambios de táctica como otros tantos errores. En realidad, el error consistió en creer que el estalinismo se equivocaba, cuando ciertamente su política era consecuente con la de la nueva clase social instalada en Moscú. Durante nuestra guerra se estimó que los comunistas hacían la política de los republicanos burgueses, siendo así que practicaban su propia política; no eran los republicanos los que se aprovechaban y se servían de los comunistas, sino que eran éstos los que se servían y se aprovechaban de los republicanos.
Todos los errores cometidos por el POUM y que hemos enumerado -salvo el último, que para Trotsky no podía ser error ya que la compartía-, debieron antojársele “peccata minuta”, puesto que jamás los aludió. Su interés, su pasión y su persistente ofuscación recayeron en otras cuestiones más fácilmente polémicas, por tanto más superficiales e intrascendentes, a las cuales aplicó impertérrito su esquema de la Revolución Rusa sin aceptar la más mínima modificación. Cabe preguntarse si esa terca intransigencia no ocultaba en última instancia una incapacidad real para poder llegar al fondo del problema, que no era otro que el de la nueva clase social que había surgido en el seno del Estado soviético y que logró instalarse en la dirección del mismo. Por eso sus críticas, a veces atinadas, en general no ofrecían perspectiva alguna y terminaban por ser discurso vacío o letra muerta; otras veces se transformaban en pura abstracción, en irrealidad, en algo que aunque lo pareciese no era de nuestro mundo.
Por no querer o no poder encararse con la realidad soviética, para Trotsky el problema del movimiento comunista era simplemente una crisis de dirección; bastaba, pues, con desalojar a Stalin y a su pandilla para que el comunismo internacional y la Unión Soviética recuperaran la buena savia del bolchevismo; la bandera revolucionaria volvería a ondear de nuevo a los cuatro vientos. El problema consistía, por tanto, en derrocar a los malos y reemplazarlos por los buenos. Puro maniqueísmo, inadmisible en gente que se dice marxista.
Es notorio que Trotsky, que desde 1930 a 1934 sobre todo, había prestado suma atención a los acontecimientos políticos españoles, se va luego desinteresando casi totalmente, cuando el proceso revolucionario se agudiza todavía más. ¿Por qué esta anomalía? La respuesta es fácil: al desaparecer en España la sección trotskista, se siente alejado de cuanto sucedía o podía suceder. También le falta, cierto, la información necesaria -que antes le facilitaba Nin- a causa de su desconocimiento de la lengua española. Y cuando el 19 de julio de 1936 los trabajadores españoles se lanzan a una lucha decisiva que conmueve al mundo entero, Trotsky, que no obstante disponía de una prensa internacional que dedicaba grandes espacios a los acontecimientos de España, se siente casi ajeno a ellos. No recibe la Revolución Española con ese júbilo que entonces abrazó a amplias masas en todos los países. Era la primera revolución que se producía desde hacía unos cuantos años. Como sabía que el trotskismo estaría ausente de la misma, no le otorgó el interés obligado.
En consecuencia, estamos casi tentados a afirmar que si no hubiese existido el POUM, Trotsky habría escrito muy breves líneas sobre la revolución y la guerra civil españolas. Todos sus breves artículos de esa época son meramente polémicos, dedicados exclusivamente a combatir la política del POUM. Su aislamiento, su impotencia ante los acontecimientos, le hicieron aún más sordo y ciego a cuantas objeciones le hacían sus camaradas más desinteresados, a cuantas lecciones le daba la realidad cotidiana de un mundo que se movía, que se transformaba, cuyo centro de gravedad era entonces España. Primer actor de esa Revolución Rusa de 1917 que terminó por devorarlo, tuvo la tendencia muy humana -más poco política y condenada al fracaso- de querer dar a la misma una significación universal, presentándola como un único modelo a copiar en todas partes y en cualquiera de las situaciones. Marx señaló en su tiempo la tendencia de los revolucionarios a imitar los personajes de las revoluciones del pasado. Trotsky, hasta los últimos instantes de su vida, se empeñó en imitarse a sí mismo.