François Mauriac: La pulcritud narrativa de su
autobiografía
François Mauriac (1885-1970) fue uno de los
escritores conservadores franceses de mayor prestigio. Después de su educación
inicial en la marianista Ecole Sainte Marie Grand Lebrun en Caudéran, distrito
de Burdeos, cursó estudios de Letras en la Université de Bordeaux y luego los amplió
en la École Nationale des Chartes. Durante la Primera Guerra Mundial, sirvió en
la Cruz Roja en Salónica (Grecia). Luego fue presidente de la Société des Gens
de Lettres (Sociedad de Hombres de Letras - SGDL) y miembro de la Académie Française
(Academia Francesa). Católico heterodoxo, comenzó su carrera literaria como
poeta, pero cosechó sus mayores éxitos como novelista. “Le désert de l'amour”
(El desierto del amor), “Le baiser au lépreux” (El beso al leproso), “Dialogue
d'un soir d'hiver (Diálogo en una noche de invierno), “Le fleuve de feu” (El
río de fuego), “L'enfant chargé de chaînes” (El niño cargado de cadenas), “La fin
de la nuit” (El fin de la noche), “Les anges noirs” (Los ángeles negros), “Les chemins
de la mer” (Los caminos del mar) y “Le noeud de vipères” (Nudo de víboras)
figuran entre sus obras más apreciadas. También escribió varios ensayos críticos
como “Le roman” (La novela), “Le romancier et ses personnages” (El novelista y
sus personajes), “Souffrances et bonheur du chrétien” (Sufrimientos y alegrías
cristianas), “Blaise Pascal et sa soeur Jacqueline” (Blas Pascal y su hermana
Jacqueline) y “Mozart et autres écrits sur la musique” (Mozart y otros escritos
sobre música), además de los tomos de biografías “La vie de Jean Racine” (La
vida de Jean Racine) y “La vie de Jésus” (La vida de Jesús). Además incursionó
en la dramaturgia escribiendo las obras teatrales “Les mal aimés” (El no amado),
“Asmodée” (Asmodeo), “Passage du malin” (Paso del maligno) y “Le feu sur la terre”
(Fuego en la tierra). Miembro de la Academia Francesa desde 1933, fue editor de
las revistas “Les Lettres Francaises” y “Le Cahier Noir”, y colaborador en los
periódicos “L'Écho de Paris”, “Le Figaro” y “L'Express”. Luego, al estallar la
Segunda Guerra Mundial, formó parte de la Resistencia Francesa contra la
invasión nazi y, durante la Guerra de Liberación de Argelia, denunció la
tortura y las exacciones del ejército francés. En 1929, Mauriac criticaba la “solidaridad
mortal” entre la Iglesia y los partidos de la derecha francesa y había
calificado a la burocracia soviética como “termita bolchevique”. Era el mismo
año en que Trotsky lanzaba “Moia Zhizn. Opyt autobiografii” (Mi vida. Ensayo
autobiográfico), su autobiografía escrita durante su exilio en Turquía. En el
prólogo aseguraba que “mi primera idea fue limitarme a trazar, rápidamente,
unos cuantos esbozos autobiográficos, que vieron la luz en los periódicos.
Advertiré que, desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la forma en que
esos ensayos llegasen a manos del lector. Más, como todo trabajo tiene su
lógica, cuando los artículos periodísticos iban tocando a su fin, era
cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el tema. En vista de ello, decidí
escribir un libro, acometiendo de nuevo el trabajo sobre una escala mucho mayor.
Pero estas memorias no son una fotografía inanimada de mi vida, sino un trozo
de ella. En sus páginas, el autor sigue librando el combate que llena su
existencia. La exposición es análisis y es crítica; el relato es a la par
defensa y ataque, y más éste que aquélla. Creo sinceramente que es la única
manera de imprimir a una biografía una elevada objetividad; es decir, de darle
una fisonomía en la que vivan los rasgos de una persona y de una época. La
objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia con que una
hipocresía averiada trata al amigo y al adversario, procurando sugerir
solapadamente al lector lo que sería incorrecto decirle a la cara. De esta
mentira y de esta celada convencional -que no otra cosa son- yo no pienso
servirme. Ya que me he sometido a la necesidad de hablar de mí mismo -hasta hoy
no sé de nadie que haya conseguido escribir una autobiografía sin hablar de su
persona-, no tengo por qué ocultar mis simpatías y mis antipatías, mis amores
mis odios”. La aparición de esta obra tuvo resonancia aun en Estados Unidos,
país en el cual fue publicada por la editorial Charles Scribner’s Sons de Nueva
York. Para promocionarla difundió un aviso en la primavera de 1930: “La
asombrosa historia de vida de un revolucionario eterno, ex jefe del ejército de
Rusia soviética y líder junto con Lenin en el levantamiento que derribó un
imperio y dejó sorprendido al mundo. Emil Ludwig dice de él: ‘Un gran escritor
ha expuesto aquí su fantástica vida de tal manera que hace que me pregunte por
qué las gentes continúan leyendo novelas o las escriben incluso’”. Mauriac, que
afirmaba que el autor de una autobiografía estaba condenado a todo o nada y
sugería que no dijese nada si no iba a decirlo todo, la leería veinticinco años
después y su lectura le llevaría a escribir un comentario sobre la
autobiografía de Trotsky en uno de los capítulos de su libro “Memoires
interieurs” (Memorias interiores), publicado en abril de 1959. En esta obra Mauriac,
que para los agnósticos era un mojigato y para los católicos un sacrílego, reveló
desde la intimidad de sus recuerdos de infancia hasta las obras que marcaron su
formación literaria, con comentarios eruditos sobre autores clásicos como Blas Pascal
y Jean Racine, del siglo XIX como Gérard de Nerval, Maurice de Guérin y Arthur Rimbaud,
y contemporáneos como André Gide, Georges Bernanos, Marcel Proust y Paul
Claudel. Poco después, el 2 de junio de 1959, publicaría en el periódico
italiano “Corriere della Sera” un artículo titulado “Trockij e Stalin” (Trotsky
y Stalin) -el que también integraría el tomo de sus memorias- en el cual dejó
en claro que, a pesar de su ferviente catolicismo, admitía claramente que
apreciaba las ideas socialistas. Lo que se reproduce seguidamente es su
comentario sobre “Mi vida” de Trotsky.
Yo había
metido la nariz en la autobiografía de Trotsky con ideas preconcebidas, y
confieso que éstas no eran muy inocentes. Las coyunturas actuales de la Unión
Soviética y la desintegración de Stalin me incitaron a abrir este libro
voluminoso. Pues bien esta extraordinaria novela política (ya que nunca la
historia fue más fabulosa me hizo descubrir un gran escritor, y creo, una obra
maestra. Un libro voluminoso, sin duda; más de seiscientas y densas páginas.
Hacía dos años que lo había llevado al campo y volvía a encontrarlo cada vez
que regresaba; estaba allí, sobre la mesa, pero su extensión me desanimaba.
Llego a Málagar en medio de un torrente de papel impreso y, tan abundante es el tiempo del que dispongo, que cada libro tiene una pequeña posibilidad de ser leído. No porque aquí haya más tiempo que en la ciudad. Como ningún día se diferencia del otro, esta semejanza crea una similitud entre semana y semana; en una casa de campo, las jornadas son largas y el tiempo es corto. El alumno de escuela que fuimos, y que jugó en este jardín, sigue allí, con nuestros propios hijos, que hace mucho han dejado de ser niños, y en este instante una de mis nietas es la que merodea en torno a mi sillón. ¿Cómo establecer una diferencia entre mi estadía de hace veinte años, de diez años atrás o la del año pasado? Aparte de los muertos nada cambió en los últimos cincuenta años, pero no es verdad que ellos se fueron muy velozmente. No volverán. Cada habitación de esta casa está habitada por uno de ellos. Carecemos de la noción de velocidad por falta de puntos de referencia. Sabemos, pero no sentimos que estamos precipitados.
Llego a Málagar en medio de un torrente de papel impreso y, tan abundante es el tiempo del que dispongo, que cada libro tiene una pequeña posibilidad de ser leído. No porque aquí haya más tiempo que en la ciudad. Como ningún día se diferencia del otro, esta semejanza crea una similitud entre semana y semana; en una casa de campo, las jornadas son largas y el tiempo es corto. El alumno de escuela que fuimos, y que jugó en este jardín, sigue allí, con nuestros propios hijos, que hace mucho han dejado de ser niños, y en este instante una de mis nietas es la que merodea en torno a mi sillón. ¿Cómo establecer una diferencia entre mi estadía de hace veinte años, de diez años atrás o la del año pasado? Aparte de los muertos nada cambió en los últimos cincuenta años, pero no es verdad que ellos se fueron muy velozmente. No volverán. Cada habitación de esta casa está habitada por uno de ellos. Carecemos de la noción de velocidad por falta de puntos de referencia. Sabemos, pero no sentimos que estamos precipitados.
Lo que da su posibilidad en el campo a los libros que llevamos en nuestras valijas es que no hay ninguno al que no podamos recurrir, como un hombre que se ahoga se aferra al primer salvavidas. Mi madre solía decir (me parece oírla) “en el campo la tristeza se apodera de uno”. Sí, nos invade cuando menos la esperamos, nos aprieta la garganta y sin prevenirnos, y dejándonos sin fuerza para buscar en nuestra biblioteca algún consuelo, algún moralista que pueda brindarnos razones irrefutables para no estar más tristes en el campo que en la ciudad.
El primer libro que encontramos es la mejor solución porque nos desorienta y no guarda relación con lo que se parece a nuestra tristeza, si estamos tristes. Pero gracias a Dios, no es la tristeza la que en el tiempo gris de esta primavera tardía me hizo recurrir a la espesa biografía de Trotsky. La desintegración de Stalin desenmascaró en cierto modo la estatua insultada de su más ilustre víctima. Con la muerte de Trotsky el campo quedó libre ante la burocracia encarnada por Stalin: la burocracia, es decir, la Rusia eterna. Insisto en mi convicción de que desde el punto de vista de la Europa liberal, fue una suerte que el apóstol seductor (para los socialistas) de la revolución permanente haya sido remplazado por el horror estalinista: Rusia se convirtió en una nación poderosa, pero la Revolución (en Europa) fue reducida a la impotencia.
Hay en Trotsky una seducción evidente. En primer término, el lector burgués siempre se sorprende de que un revolucionario conserve algún parecido con el común de los mortales. Me sentí arrebatado desde las primeras páginas como me habían arrebatado Tolstoi y Gorki. Si Trotsky no hubiera sido el militante de la revolución marxista habría ocupado su sitio entre esos maestros. Lo seres viven en torno suyo, nos imponen su fisonomía singular. Pero sobre todo él, este niño atento y grave, abre los ojos al mundo, ¡con que extraña fijeza! Su universo es el de una pequeña explotación rural donde la injusticia social aparece poco, donde es corta la distancia entre obreros y patrones.
¿Qué
ocurre en el interior de este niño judío educado al margen de toda religión? ¿Y
no es precisamente por esto que la pasión por la justicia acapara toda su energía?
Escritor nato, a medida que crece, el adolescente no se convierte en el pequeño
Rastignac, el
personaje de Balzac que todos conocemos. Ni siquiera ambiciona hacer carrera en
la revolución o por ella. Simplemente, quiere cambiar el mundo. En este niño
colmado de talento, este niño siempre primero de la clase en todas las
materias, ¿qué mano misteriosa corta una tras otra las raíces del interés
personal, lo desprende y finalmente lo arranca de un destino normal para
precipitarlo en un destino casi siempre trágico donde las prisiones, las
deportaciones y las huidas sirven de intermedio a un interminable exilio?
En 1918, durante la batalla en torno a Kazán, Trotsky denuncia el pusilánime fatalismo histórico que, en todas las cuestiones concretas y privadas, se refieren pasivamente a leyes generales, dejando de lado el resorte principal: el individuo vivo y actuante. Este Trotsky vivo y actuante nos parece menos inhumano que su sangriento adversario. Pero después de todo puede ser porque gracias a su autobiografía lo conocimos cuando niño y seguimos la trayectoria de su infancia hasta reconocerlo en el hombre implacable que no titubeará un instante en derribar, cada vez que lo considere útil, a los socialistas revolucionarios.
Es por esta vertiente que Trotsky se vincula con el resto de la humanidad corriente: plantea la cuestión, se interroga ante la sangre vertida, nos da sus razones (algunas de las cuales parecen válidas) de su implacabilidad. “La revolución es la revolución, escribe, porque lleva todas las contradicciones de su desarrollo a una alternativa: la vida o la muerte”. Sí, pero es de dicha alternativa que surgió Stalin al derrotar a Trotsky. Es ésta la que sirvió de excusa a todas las hecatombes, y los inocentes sacrificados se convirtieron en aquellos penitentes que se acusaban a sí mismos y daban la razón a sus verdugos.
Es verdad que Trotsky recusa a priori nuestras indignaciones burguesas: a sus ojos, nosotros somos mucho más feroces que cualquier terrorista. “Estas reflexiones, escribe, no tienen por objeto justificar el terror revolucionario. Si intentáramos justificarlo significaría que se tiene en cuenta la opinión de los acusadores. ¿Pero quiénes son ellos? Los organizadores y los explotadores de la gran carnicería mundial. ¿Los nuevos ricos que en honor de soldado desconocido queman el incienso de su cigarro después de la cena? ¿Los pacifistas que negaban la guerra mientras ésta no se ha la declarado?”. Es preciso leerlo de corrido: ni un trazo que tiembla ante el objetivo.
Hombre duro este Trotsky, cuyo endurecimiento voluntario no destruye la secreta humanidad. Desde el principio de su lucha contra Stalin es evidente que se trata menos de un conflicto de intereses que de una oposición carnal entre dos naturalezas. Ya que en vida de Lenin, Stalin merodeó en torno de Trotsky, lo buscó, aspiró a entrar en su círculo familiar. “Pero, dice Trotsky, me repugnaba por los rasgos de su carácter que luego constituyeron su fuerza: estrechez de intereses, empirismo, psicología grosera, un extraño cinismo de provinciano emancipado de muchos prejuicios por el marxismo, pero sin remplazarlos”.
Trotsky sería devorado por Stalin. El verdadero tiburón, el tiburón auténtico, triunfó sobre aquel que conservaba algo humano bajo sus escamas. ¡Cómo se traiciona Trotsky en ciertas encrucijadas de su vida! Por ejemplo en su cariño por Markine, un marinero del Báltico que se había convertido en su guardaespaldas y en el de su mujer y de sus dos hijos. Los hijos de Trotsky adoraban a Markine. ¡Cuánto dolor cuando su padre se entera de la muerte de Markine!
“Sobre la mesita de los niños estaba su retrato. Llevaba su gorra con las cintas que flotaban. “Muchachos, muchachos, mataron a Markine. En mi presencia, dos rostros pálidos, tensos por la crispación de un dolor repentino. El trato de Markine con nuestros hijos era igual a igual. Les confiaba sus proyectos y los secretos de su vida. A nuestro Serioja, que tenía nueve años, le había contado que una mujer que él amaba profundamente desde hacía mucho tiempo lo había abandonado. Serioja, con los ojos llenos de lágrimas, había confesado el secreto a su madre”. Pero es preciso leer toda esta historia que el indómito Trotsky concluye de este modo: “Dos pequeños cuerpos temblaron largo rato bajo sus mantas, en la noche calmada, cuando recibimos la siniestra noticia. Sólo la madre escuchó sus inconsolables sollozos”.
Cuando más pienso más me convenzo que un Trotsky triunfante habría influido sobre las masas socialistas de la Europa liberal y que habría atraído todo lo que rechazó el estalinismo en una oposición irreductible: Stalin fue, literalmente “repugnante”. Pero es por esto también que fue el más fuerte, y los rasgos que nos brindan la imagen de un Trotsky casi fraternal son los mismos que lo debilitaron y lo perdieron.