11 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXIX). Aptitudes y conocimientos (3)

Pablo A. Pozzi: El historiador objetivo y pasional

El historiador argentino Pablo A. Pozzi (1965), especialista en historia social contemporánea y, particularmente, la historia de la clase obrera post 1945 tanto en Estados Unidos como en la Argentina, se doctoró en Historia en la Stony Brook University de Nueva York. Es profesor titular de la cátedra de Historia de los Estados Unidos de América en la Facultad de Filosofía y Letras, y profesor de la Maestría en Historia Económica en la Facultad de Ciencias Económicas, ambas de la Universidad de Buenos Aires. También es miembro del Consejo Consultivo Institucional del Archivo Nacional de la Memoria de la Secretaría de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. Fue representante electo por América Latina al Concejo Internacional de la International Oral History Association (IOHA) y editor de “Palabras y Silencios”, su publicación oficial. Ha publicado artículos y libros sobre la historia de las sociedades argentina y norteamericana, entre los que se destacan: “La oposición obrera a la dictadura. 1976-1982”, “Luchas sociales y crisis en Estados Unidos. 1945-1993”, “Los setentistas. Izquierda y clase obrera. 1969-1976”, “Huellas imperiales. Estados Unidos, de la crisis de acumulación a la globalización capitalista”, “Por las sendas argentinas. El PRT-ERP, la guerrilla marxista”, “La decadencia de Estados Unidos”, “Historia oral e historia política. Izquierda y lucha armada en América Latina”, “Invasiones bárbaras en la historia de Estados Unidos”, “Por el camino del Che. Las guerrillas latinoamericanas. 1959-1990” y “Trabajadores y conciencia de clase en Estados Unidos”. Lo que sigue es su artículo “Trotsky y la historia”, publicado en noviembre de 2002 en la página web del Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones León Trotsky (ceip.org.ar).

Hace unos años escribí que, para mí, el oficio del historiador en la década de 1970 ofrecía la promesa de comprender al ser humano, me explicaba por qué nacionalidades y culturas diferentes habían producido imágenes a veces dispares y a veces similares, por qué un obrero en China y otro en Buenos Aires se comportaban esencialmente igual, mientras se planteaba como una disciplina socialmente útil para la liberación de la clase obrera. Subyacente a todo existía una inexorable fe en la gente común que decía que la historia era una mirada al pasado desde el presente hacia el futuro: podíamos aportar entendiendo lo que había ocurrido para evitar cometer los mismos errores; los seres humanos podíamos tomar decisiones racionales en pos del bien común sólo si comprendíamos las causas históricas de los problemas sociales. En otras palabras, me dediqué a la historia porque me fascinaba y, además, era útil y estaba comprometida con la liberación social.
En ese proceso personal hubo una cantidad de figuras que fueron fundamentales: el heroísmo de Espartaco, el sacrificio del Che, el temple del Tio Ho, la confianza en la revolución de Trotsky. Este último tenía la importancia de que no sólo era un revolucionario, no sólo había hecho la gran revolución rusa y, luego, perseguido había sabido vivir a la altura de sus ideales, sino que, además, había sido un gran historiador. En aquel entonces, cuando era un joven alumno de posgrado leía fascinado la “Historia de la Revolución Rusa” de León Trotsky. El gran revolucionario e historiador me hizo entrar en crisis con una práctica por la cual la militancia iba por un carril y lo intelectual por otro. En Trotsky se veía claramente una fusión de teoría y praxis por la cual la labor del historiador era lo que yo deseaba: útil a la sociedad, a los explotados, a la clase obrera. Para ser un buen militante había que desarrollar el intelecto, o sea ser un buen estudiante. Y para ser un buen intelectual había que cotejar las ideas, cotidianamente, con una práctica social vinculada con la clase obrera. Era un modelo distinto de intelectual al que pululaba en las universidades: marxista, militante, creativo, no dogmático, con una formación cultural envidiable, y profundamente serio y científico en lo que hacía. En síntesis, era el mejor ejemplo de lo que un marxista debía ser. Es más, ni siquiera lo podían acusar de no tener “excelencia académica” como dirían el día de hoy. Así muchos nos forjamos profesionalmente, aunque fuera tímidamente, con el modelo del intelectual trotskista. No quiero decir que en lo personal lograra cumplir cabalmente con esta aspiración pero siempre fue un objetivo y una especie de benchmarking  (punto de referencia), para usar la moderna terminología tan cara a los explotadores actuales de la clase obrera.
La excelencia de Trotsky como historiador fue admitida aun por aquellos que no acordaron con él como revolucionario, desde el “Times Literary Supplement” de Londres hasta el historiador liberal E.H. Carr. Entre los historiadores marxistas siempre fue un modelo a seguir. Inclusive para Perry Anderson, Trotsky era “el primer gran historiador marxista”. Si bien la afirmación de Anderson puede ser puesta en duda -al fin y al cabo ¿qué podríamos decir de Federico Engels y “Las guerras campesinas en Alemania”?-, es indudable que el método y la filosofía de la historia de Trotsky impactaron a varias generaciones de historiadores marxistas.
De hecho, Trotsky tomó la historiografía de Engels y la desarrolló para crear un enfoque historiográfico propio, particular y más influyente de lo que se quiere admitir. Evidentemente cada uno fue producto de su época. La protagonista histórica de Engels era la guerra de clases. A partir de su experiencia propia, Trotsky tomó esto y, manteniendo a la clase obrera como protagonista central, lo articuló con el papel del partido marxista y de los revolucionarios socialistas. Así, si los estudios históricos de Engels apuntaban a reforzar el concepto de la guerra de clases como motor de la historia, develando la tendencia histórica de la sociedad clasista, para Trotsky la historia explicaba el presente y contribuía de definir el accionar futuro.


Este enfoque combinó el estudio del pasado con presentismo, la objetividad con pasión, la seriedad científica con relevancia y función social, la profundidad y complejidad con una historia para nada aburrida. La historia de Trotsky jamás deja indiferente y siempre hace pensar. Si bien la “Historia de la Revolución Rusa” es su obra histórica más conocida, la realidad es que, al decir de Norman Geras en “Literatura de la revolución. Ensayos sobre el marxismo”, Trotsky era “un historiador que producía literatura de revolución”. De hecho su obra histórica es muy vasta, aunque también de una calidad bastante variada. De toda esta obra quizás “1905” y los distintos trabajos sobre José Stalin junto con la “Historia de la Revolución Rusa”, sean los más representativas del aporte historiográfico de Trotsky.
“1905” ha sido una obra, en general, subestimada e ignorada. Sin embargo, este estudio se constituye en una historia económica marxista junto con una sensibilidad por los hechos particulares y por un rigor teórico que van a marcar debates históricos posteriores. Trotsky comienza su explicación de las particularidades del desarrollo ruso señalando que este tuvo una característica de “invernadero”. O sea, el capital para el desarrollo fue importado y no acumulado dentro de las fronteras nacionales, como lo había sido en el caso británico. Aunque substancialmente feudal, Rusia también se caracterizó por la existencia de una industria altamente capital intensiva aun antes de la abolición de la servidumbre. Si bien en Gran Bretaña las ciudades surgieron como centros productivos, en Rusia estas fueron principalmente centros administrativos y comerciales, por lo que se desarrollaron como vínculos dependientes de un sistema capitalista mundial y no como una base productiva autosuficiente. Todas las características rusas se combinaron para producir un cuadro de desarrollo desigual.
En esto Trotsky seguía a Plejanov, que había tomado prestado diversos conceptos de historiadores rusos que le otorgaban una importancia especial al papel socio-económico del Estado. Sin embargo, en “1905” Trotsky rechazaba la filosofía general de la historia que había sido popularizada por Plejanov, por la cual había fórmulas universalmente aplicables a todos los procesos históricos nacionales. Para el autor de “1905”, “donde no hay características particulares” no hay historia, sino solamente “una geometría seudo-materialista”. Así, si bien la historia es universal, también tiene sus características especiales determinadas por los procesos históricos particulares. Por ende, la historia del capitalismo abarca Gran Bretaña y Rusia con especificidades en cada proceso nacional.
Asimismo, otro aporte historiográfico asentado en “1905” tiene que ver con la complejidad de los fenómenos socio-históricos. “Las clases no pueden ser vistas a simple vista, en general se mantienen detrás de la escena”. Y también: “Una insurrección de las masas no es hecha: se logra en sí misma. Es el resultado de relaciones sociales y no el producto de un plan. No puede ser creada; puede ser prevista”. Es indudable que Trotsky logró incorporar un elemento fundamental a la comprensión de la complejidad del proceso histórico revolucionario: el de la espontaneidad vinculada con el desarrollo de condiciones objetivas y subjetivas. Por ende la huelga crea a los huelguistas que, a su vez, crean la huelga.
El método y los aportes teórico-históricos que Trotsky realizó en “1905” se profundizan y aclaran en “Historia de la Revolución Rusa”. Como obra histórica esta última es notable desde cualquier punto de vista: tiene el poder de comunicar la intensidad y la urgencia de los eventos mientras los explica en profundidad. Anatoly Lunacharsky escribió en “Siluetas revolucionarias” que los artículos y los libros de Trotsky eran “un discurso congelado, era literario en su oratoria y un orador en literatura”. Una vez más el esquema se repite, desde las características del desarrollo ruso a los eventos de la toma del poder en octubre de 1917. Aún más que en “1905”, Trotsky se revela como poseedor de una sensibilidad especial para las consecuencias del fenómeno de un desarrollo desigual y combinado.
Uno de los aspectos más interesantes de “Historia de la Revolución Rusa” es la visión de la historia como teatro y del teatro como historia. En cierto sentido es una historia fácil de seguir y apasionante, con elementos comunes a los historiadores de la II Internacional: la historia presentada como una evolución orgánica que va de lo general/estructural a lo específico/coyuntural desarrollándose en el escenario cuasi teatral de la vida humana. Así los personajes históricos son actores que se encuentran enmarcados por el guión que impone el proceso histórico. Martov es visto como “el Hamlet del socialismo democrático”, Kerensky y Kornilov son presentados como disputándose el papel de Napoleón Bonaparte, mientras que las masas entran en escena como sujetos colectivos. Dirá Trotsky de Martov y sus seguidores: “¡Todos ustedes están lamentablemente aislados, en bancarrota, su papel se ha terminado! Vayan a donde les corresponde de ahora en más: ¡al basurero de la historia!”. Claramente, en este “teatro” se recupera la noción de progreso histórico tan cara a Marx: más allá de los individuos y de la justicia, la historia se desarrolla inexorablemente en un proceso de guerra de clases que acumula triunfos y derrotas.


Esto último va a generarle a Trotsky algunos problemas años más tarde para poder analizar la lucha contra Stalin. Si la historia representa un progreso inexorable de la guerra de clases ¿cómo podemos explicar el triunfo estalinista, o sea el de los mediocres o el de la maldad? Para explicar esto va a recurrir al concepto del ser humano en la historia. En este sentido tratará de contraponer la figura de Lenin (exaltándola) a la de Stalin (presentada en términos casi psicopatológicos). Escribirá Trotsky en 1935 en su “Diario del exilio”: “Si no hubiera estado presente en 1917 en Petersburgo, la Revolución de Octubre igualmente hubiera ocurrido, a condición de que Lenin estuviera presente y en la dirección”. Lo importante aquí es que Trotsky vulnera su propia teoría de la historia por la cual las masas y el personaje se articulan y producen mutuamente para crear el fenómeno histórico y así hacer desarrollar (progresar) la historia. De alguna manera el autor de “Historia de la Revolución Rusa” trata de saldar el problema planteando que “Lenin no fue un accidente en el desarrollo histórico, sino más bien fue el producto de la historia rusa”. De esta manera, Lenin sería el portador del progreso, al igual que Stalin representa la personificación del “atraso” ruso.
Ahora, en este proceso ¿qué pasa con las masas en la historia? ¿Qué papel cumplen los que son, tanto en “1905” como en la “Historia de la Revolución Rusa”, los protagonistas centrales de la historia? A pesar del problema, Trotsky era demasiado buen historiador y marxista como para no reconocer el problema. Y aquí retoma el concepto del desarrollo desigual y combinado para aplicarlo al estalinismo: si bien Stalin personificó el atraso, también implicó un progreso histórico, ya que el Estado obrero deformado implicaría el desarrollo histórico de las características particulares rusas. Y, una vez más, “donde no hay características particulares” no hay historia, sino solamente “una geometría seudo-materialista”. De ahí que Stalin fuera no sólo un producto de un desarrollo histórico particular sino que, en una dialéctica histórica, también era creador y el producto de la burocracia soviética que era, a su vez, producto del desarrollo histórico desigual y combinado de Rusia. A pesar de todo para Trotsky, la historia no fue una simple obra de teatro con moraleja por la cual la Justicia, sea cual fuere su definición, siempre triunfa. Para él, un estudio histórico en profundidad revela motivaciones y tendencias en el proceso social y, por ende, también determina la acción política que debe ser desarrollada para transformar la realidad. La filosofía de la historia de Trotsky es a la vez dialéctica y enigmática, generando numerosos problemas de reconciliación entre las distintas partes.
Esta visión influyó fuertemente en numerosos otros historiadores. Hombres como Isaac Deutscher marcaron fuertemente los estudios históricos. Sus estudios de Stalin y del mismo Trotsky son reconocidamente hitos historiográficos. “La revolución y la guerra de España” de Pierre Broué y Emile Témime, publicada en 1997, es, aun hoy, una de las grandes obras de la historia contemporánea. Son estos dos últimos los que expresaron con gran claridad la importancia del presentismo histórico, retomando una concepción cara a la filosofía de la historia de Trotsky. Así “la revolución y la guerra de España distan mucho de haber sido un asunto puramente español. Todos los gobiernos que participaron en ella se explican por intereses inmediatos pero también por intereses generales, de esos que llamamos ‘históricos’. Tal como ayer los asuntos del Vietnam o de Corea, y hoy los de Cuba, los del Congo o de otras partes, los asuntos de España no podían arreglarse en el interior de sus fronteras. Estas luchas civiles conciernen, finalmente, a todas las potencias y a todos los pueblos, pues no son más que un aspecto particular de la crisis que estremece a la humanidad”.
Muchos más adhirieron a esta filosofía. En el contexto americano, uno de los más interesantes fue el gran historiador caribeño Cyril L. R. James. Su principal obra fue “Los jacobinos negros”, publicada en 1938, sobre la independencia de Haití. Esta obra inmediatamente trae a la memoria la “Historia de la Revolución Rusa” de Trotsky. James consideraba que la obra de Trotsky se contaba entre las mayores obras de historia de Tucídides en adelante, y la utilizó como guía de su propia obra. Si el trasfondo de “Historia de la Revolución Rusa” era el atraso de Rusia, la de James se sustentaba en la modernidad de Santo Domingo. En cada caso, los grandes desarrollos en la producción habían colocado una sociedad ostensiblemente periférica en el centro del mercado mundial. En ambos casos, una insurrección exitosa había sido enfrentada por múltiples enemigos externos y con una población demasiado analfabeta para poder manejar la complejidad de los asuntos que de repente tenía entre sus manos. En ambos casos, el gobierno revolucionario se vio obligado a recurrir a los restos de la antigua burocracia a riesgo de enajenar a las masas.
Sin embargo, James había aprendido de Trotsky. Así, por ejemplo, si bien Trotsky trató a la Comuna de Kronstadt como un mero incidente sin rescatar los posibles aportes revolucionarios de fuerzas como los anarquistas, James consideró la condena de Toussaint hacia el nacionalismo negro de Moisé (para proteger a sus aliados blancos) como una catastrófica desconexión entre el revolucionario negro y las masas. No que la revolución no pudiera, o necesitara, llevar adelante estos hechos, sino más bien que necesitaba explicárselos a las masas en profundidad. James termina su obra con otra similitud al método de “Historia de la Revolución Rusa”: el desarrollo desigual y combinado significó que el bárbaro Stalin triunfó en Rusia y el bárbaro Dessalines en Santo Domingo, y ambos debieron gobernar a través del terror.


He aquí, también, algo importante que “Los jacobinos negros” comparte con “Historia de la Revolución Rusa”. A diferencia de buena parte de la posterior historia social primermundista -que estudió la historia de la clase obrera, las mujeres o los negros en un contexto nacional con ausencia de actividad revolucionaria- ambas obras estaban firmemente enraizadas en la continuidad del proceso histórico desde las revoluciones francesa e inglesa hasta el mundo contemporáneo. Tanto Trotsky como James pertenecieron a esa escuela del historicismo marxista cuyo internacionalismo era la piedra basal del análisis histórico.
Finalmente, la coincidencia entre ambos abarcó no sólo el método sino la filosofía de la historia. C. L. R. James, al igual que Trotsky, profundizó la relación entre el ser humano y el movimiento histórico más claramente que muchos cuando escribió sobre la independencia de Haiti: “Toussaint no hizo la revolución. Fue la revolución la que hizo a Toussaint. Y ni siquiera eso es toda la verdad. El poder de Dios o la debilidad del hombre han sido responsabilizados por la caída de imperios y el surgimiento de sociedades nuevas. Esas concepciones elementales se prestan a un tratamiento narrativo por el que los historiadores más famosos tienen más de artistas que de científicos: escribían tan bien porque veían tan poco. Hoy, por reacción natural tendemos a personificar a las fuerzas sociales y los grandes hombres son meros instrumentos en las manos del destino económico. Como tantas veces, la verdad no queda en alguna parte en medio de estas proposiciones. Los grandes hombres hacen la historia, pero sólo aquella historia que es posible hacer. Así el escritor busca no sólo analizar, sino demostrar en su movimiento las fuerzas económicas de la época; el cómo moldean a la sociedad y a la política, a seres humanos en masa y a individuos”.
Lo que emerge de lo anterior es una propuesta historiográfica y de historiador que tiene una singular relevancia el día de hoy. Parte de esto es que, creo, a Trotsky le hubiera importado muy poco cuán “trotskistas” somos, y mucho más cuán materialistas históricos y dialécticos. Esto último entendido como una ciencia abierta, en permanente crecimiento y no como dogma. Un aspecto central a esta filosofía de la historia es la relevancia de nuestra tarea: la historia como estudio científico y liberador. Así, la relación entre Trotsky y la historia -su legado para el historiador actual- trasciende los rótulos, los partidismos, las sectas para anclarse fuertemente en la revolución proletaria y en el marxismo, creador, militante y transformador. La historia de Trotsky es una historia viva, apasionante y apasionada, lúcida y frontal; es científica y politizada. Sus hipótesis son desafíos constantes que, además de hacernos pensar, nos permiten aceptarlas o rechazarlas y, sobre todo, construir otras nuevas. Por debajo yace su profundo humanismo radical y su concepción de que la historia puede aportar a la liberación de la conciencia del ser humano. Al decir de Broué y Témime: “Jean Jaurés, que fue también un historiador, confiesa que, durante la Revolución, se habría sentado de buen grado al lado de Robespierre. Sigámoslo por el camino de la franqueza. Todas las precauciones de que se rodean la investigación y la crítica científicas no suprimen, en definitiva, ni nuestros sentimientos, ni nuestros reflejos personales. ¿Por qué ocultarlo?”.