17 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXIII). Aptitudes y conocimientos (7)

Martín Kohan: Los crónicos desencuentros entre vanguardia artística  y revolución política

“¿Qué articulación posible existe entre vanguardia política y vanguardia estética, 
ahí donde el gesto de ruptura más radical del estado de cosas en la sociedad y el gesto de ruptura más radical del estado de cosas en el arte coinciden, de hecho, en la apelación a un mismo término?” se pregunta Martín Kohan en “La vanguardia permanente”, ensayo publicado en 2021. Entre 1923 y 1925 Trotsky escribió varios artículos sobre los problemas de la cultura en general y de la revolución en particular. La mayoría de ellos fueron publicados en “Pravda” y, en 1927, pasarían a formar parte de “La cultura en el período de transición”. “El arte de la revolución -escribió-, que refleja abiertamente todas las contradicciones de un período de transición, no debe ser confundido con el arte socialista, cuya base falta aún. No hay que olvidar, sin embargo, que el arte socialista saldrá de lo que se haga durante este período de transición”. Seguidamente se reproducen fragmentos del capítulo “Cerca de la revolución” del libro mencionado, en el que Kohan se explaya sobre las controversias, surgidas en la Unión Soviética tras la revolución, entre el futurismo ruso y el realismo socialista.
 
“Hay que ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”. De pronto el planteo crítico cobra la forma de una consigna. La frase es de Walter Benjamin y consta en el artículo que le dedicó al surrealismo en 1929. Después dirá también: “La tensión original de la sociedad secreta tiene que explotar en la lucha objetiva”. Y más adelante, que hay que unir la revuelta a la revolución. Así concibe Benjamín a la vanguardia, o así concibe a esa vanguardia, la que apostó a sustraerse de los parámetros del control racional: en términos de una ebriedad liberadora, con la tuerza de las revueltas, con las tácticas de los conspiradores como inspiración. Ahora bien: en todo eso percibe Benjamin tanto una potencia como una insuficiencia. Su reclamo de que la sociedad secreta explote en la lucha objetiva para hacer que la revuelta se una a la revolución no es otra cosa que una interrogación sobre la relación entre vanguardia y política. La revuelta surrealista es urticante y perturba la sensibilidad burguesa; aun así (o por eso mismo), es preciso reclamarle su anexión a la revolución política. Esa anexión, por supuesto, no es sencilla ni se agota en la adhesión al Partido Comunista por parte de los surrealistas franceses. Hay algo que excede la instancia de los pronunciamientos personales y tiene que ver con la concreta conversión de la revuelta en revolución (de la revuelta artística en revolución política).
Que esa trama es complicada pudo Benjamin comprobarlo “in situ”, a lo largo de los dos meses que pasó en la Unión Soviética entre fines de 1926 y comienzos de 1927. Su “Diario de Moscú” registra cierto desaliento acerca de las políticas culturales que se iban implementando. Y eso que, para entonces, todavía no había llegado lo peor. Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución suponía no solamente una exigencia de politización dirigida a las vanguardias, sino también la expectativa de que la propia revolución política se contagiara del frenesí de una liberación de esa índole. Ese optimismo debió atenuarse en los días de Moscú. Pero se sostuvo, como ambición y como convicción, en el texto que, un par de años después, ponía el foco en el surrealismo.
No fue el surrealismo, sin embargo, sino el futurismo, la vanguardia artística a la que le tocó encontrarse en una situación revolucionaria efectiva: en la Rusia de 1917. Su búsqueda de innovación asumía otras características, pero apuntaba igualmente a una ruptura radical para la fundación sustancial de algo nuevo: un nuevo lenguaje en un mundo tecnológicamente nuevo. La revuelta y la revolución están ocurriendo en el mismo momento y en el mismo sitio. Tienen que unirse, en efecto, pero ya están de alguna manera unidas. La “afinidad psicológica” de la que habla Boris Kagarlitsky responde a eso: lo que el Partido Bolchevique, con Lenin como referente, estaba haciendo con la sociedad en Rusia es lo que el futurismo, con Maiakovsky como referente, estaba haciendo con el arte. Esa afinidad tal vez fuera menos psicológica que política, ahí donde una revolución es política y un posicionamiento artístico se resuelve a serlo también.
Afinidad: Anatoli Lunacharsky, Comisario de las Artes de la Revolución, consigna con ecuanimidad que “los futuristas fueron los primeros en acudir en ayuda de la revolución”. Y ante las presiones de quienes sostenían que la revolución del proletariado, una vez triunfante, debía impulsar y desarrollar una cultura proletaria solamente, Lunacharsky alegaba: “No es ninguna desgracia que el régimen obrero-campesino preste importante apoyo a los artistas innovadores”. Hay un gesto de hospitalidad de la revolución a los futuristas: les hacen un lugar. Claro que Máximo Gorki está también ahí: amigo personal de Lenin, escritor de la revolución, pero cultor del realismo literario (en las antípodas del vanguardismo). Y están los defensores de la “proletcult”, en el álgido debate de si debía ser esa, esa y ninguna otra, la cultura que había que establecer, o si había algo artificioso en ese afán, ya que tal cosa debía alcanzarse en la decantación histórica del proceso revolucionario y no como resolución “ad hoc” implementada desde arriba. A la vanguardia futurista le tocaba también un lugar en el vértigo de los acontecimientos, ahí donde la revolución debía entablar su propia relación con el arte (y no sólo lo inverso).
Maiakovsky aprecia esa hospitalidad y se dispone, por ende, a depurar “nuestro viejo nosotros”, porque si hay algo que la revolución clarifica es que en el arte tiene que haber más que un “amor ‘oscarwildeano’ por la pura estética”. Descarte del esteticismo, en efecto, ante la evidencia de que “la imagen debe ser tendenciosa”, esto es, debe asumir siempre una posición política. La postura de Maiakovsky queda perfectamente definida: hay que plegar la poesía a los propósitos de la revolución. El futurismo, como vanguardia, será ni más ni menos que eso: la poesía de la revolución. Y Vladimir Maiakovsky, por eso mismo, será su poeta. La adhesión es visiblemente firme, enfática, rotunda. Pero surge entretanto una fatídica dificultad: el lugar que la revolución le reserva a esta vanguardia no es exactamente ese. Hay hospitalidad, sí. Les hacen lugar, sí. Pero no exactamente ese. Les dan cabida, antes que nada, como reconocimiento al pronto apoyo que obtuvieron de ellos apenas la revolución se produjo.
Y les dan cabida, también en razón de una premeditada amplitud en cuanto a criterios estéticos: “Facilitar el libre desarrollo de todos los individuos y grupos artísticos”, sostiene Lunacharsky; y por lo tanto no oponen ningún obstáculo al desarrollo de lo artísticamente nuevo. Esta apertura manifiesta y aquel reconocimiento político no suponen, sin embargo, en cualquier caso, que el futurismo vaya a ser algo así como la expresión artística de la revolución, avalada oficialmente por la propia revolución. La admisión de las vanguardias no implica que se les conceda el lugar central de un arte oficializado. La exacta correspondencia entre vanguardia y revolución, de la que la vanguardia se muestra exultantemente segura, no es percibida así por la revolución. Para Lunacharsky (como para Lenin y como para Trotsky), el futurismo puede ser un arte “en” la revolución. Pero no por eso el arte “de” la revolución.


El propio Trotsky, en sus debates con las corrientes de vanguardia, objetó que hubiera una “exagerada negación futurista del pasado”, lo cual para él tiene más de “un nihilismo bohemio que de un revolucionario proletario”. Porque la revolución, aun en ese pleno impulso de transformación radical del mundo social existente, no dejaba de encarnarse en “una tradición que nos servía de apoyo”. ¿Qué decir, o qué alegar, cuando es ni más ni menos que Trotsky quien señala la necesidad de considerar una tradición al interior del proceso revolucionario? Se trata de un desarrollo dialéctico y no de una liquidación unidireccional y rígida. Maiakovsky acusa recibo. Dispuesto, una vez más, a revisar “nuestro viejo nosotros”, admite haber sido demasiado tajante en el rechazo de los clásicos (Pushkin, Dostoievsky, Tolstoi), porque habían “sofocado todo lo que era nuevo”; se dispone a revisar su táctica, esto es, a reconocerles un valor literario, acatando buenamente la corrección que la revolución le señala.
Hay en este vínculo tanto de cooperación como de conflicto (los términos son de Kagarlitsky), vanguardia y revolución se conectan y se convocan, en efecto, pero salta a la vista que no hay verdadera reciprocidad: que los futuristas están haciendo en el arte lo que los bolcheviques están haciendo en la sociedad es una plena convicción para los futuristas; no así, sin embargo, para los bolcheviques. La identificación dista mucho de ser mutua. Maiakovsky ajusta los términos de su rupturismo literario (no se trata solamente de destruir, sino también de construir, etc.), de forma de poder abocarse a forjar la poesía de la revolución: poesía de vanguardia, y por lo tanto, de la revolución. Pero la revolución, mientras tanto, va adoptando una tesitura distinta, en notoria asimetría: no consagra ninguna línea estética en particular (tampoco la del futurismo), más bien tiende a consentirlas todas, bajo un criterio de apreciable amplitud y, en todo caso, dar los debates ahí donde pudiesen ser necesarios.
Así procede la revolución con los futuristas: los admite y les discute. Lunacharsky es explícito en cuanto a la decisión de no imponer determinadas líneas estéticas desde el Estado. Consigna, eso sí, que Lenin tiene una opinión mayormente desfavorable respecto del futurismo. Y a Maiakovsky, concretamente, lo encuentra complicado y efectista (rescata apenas algún que otro poema de su obra, no mucho más). Lunacharsky especifica que Lenin “nunca convirtió sus simpatías y antipatías estéticas en ideas directrices”. Sea. Pero queda consignado también que sus preferencias literarias se inclinaban hacia el lado de Máximo Gorki y de León Tolstoi (dos autores sobre los que escribió); esto es, hacia el lado de la novela realista. Lunacharsky reparte argumentos: es cierto que la revolución “exige una expresión realista, una forma transparente”; pero no es menos cierto, en todo caso, que fueron “los artistas de las tendencias nuevas”, y no los autores realistas, los que primero salieron al encuentro de la revolución. Los bolcheviques pagan, por así decir, su deuda de gratitud con los futuristas y su pronta adhesión; sus afinidades literarias, sin embargo, aun cuando no quisieran imponerlas, iban muy por otro lado.
De entre ellos, sin duda alguna, quien se mostraba más abierto a las nuevas tendencias en el arte era Trotsky. Esa misma apertura, sin embargo, esa marcada permeabilidad, es la que en definitiva da su relieve a las críticas que les dirige a los futuristas. Provienen del mejor dispuesto. Y marcan problemas concretos: que el futurismo está todavía demasiado apegado a la bohemia burguesa de la que proviene, de ahí el tenor de su belicosidad; que esa belicosidad se precipita a la negación de todo el pasado, incluso de aquel que ofrece una tradición revolucionaria que no habría que desatender; que en la exagerada predilección formal por el puro sonido incurre en un infantilismo de izquierda; que su escasa (o nula) llegada a las masas no se debe únicamente a que todavía no están dadas las condiciones para que esa llegada sea posible, sino también al hecho de que el futurismo conserva algo de esa esfera reducida en la que surgió y se constituyó; que su integración orgánica al comunismo no termina de lograrse, ya que “en sus obras relacionadas con la revolución, el futurismo se estiliza”. Estas críticas al aliado no lo invalidan como aliado. Pero dañan irreversiblemente la ilusión de una plena identificación entre revolución política y vanguardia estética, la premisa de que no podían sino imbricarse en un juego de complementariedad que era prácticamente un destino.


Lejos de eso, la revolución que efectivamente se produce, la de octubre de 1917 en Rusia, es receptiva con la vanguardia estética que se desarrollaba justo entonces y justo ahí, pero lejos está de reconocerla en una suerte de parangón que la haría su equivalente en el ámbito artístico. Su aceptación (que es menos un apoyo que la revolución otorga a la vanguardia que la aceptación del apoyo que antes la vanguardia le otorgó) está plagada de disensos y rectificaciones. En definitiva, ninguna complacencia y ninguna cordialidad alcanzarán a disimular un hecho incontestable: el hecho de que la revolución (esto es, sus hacedores) se sienten desde un primer momento más cómodos con la tradición de la novela realista. Ese tipo de literatura que, admiradores de Balzac, encomiaron Marx y Engels. La que cuenta en Rusia con una tradición bien definida: la de Tolstoi. La que procura a la revolución una alternativa óptima para un posible “escritor del régimen”: Máximo Gorki. La que se apoya en esa transparencia de formas elogiada por Lunacharsky por su mejor eficacia política: el realismo como estética ideal para un arte concebido desde una función cognoscitiva, una función de esclarecimiento de las conciencias en su propósito de representar el mundo social tal como es, y así revelarlo.
Esta mayor afinidad con el realismo determinará toda una serie de desencuentros crónicos entre vanguardia y revolución. Una y otra vez los posicionamientos revolucionarios o protorrevolucionarios, en el plano político, se inclinarán por una literatura de realismo social, de “mensaje” o de “denuncia”, vale decir, por la alternativa estética más conservadora, no viendo en las vanguardias más que el lujo pequeñoburgués del jugueteo inofensivo con las formas. En la Rusia de la Revolución no se había llegado a este punto. Es un escenario cargado de conflictos, y es lo que lo vuelve interesante. Lo es en el sentido de que es más interesante que haya habido dificultades y tensiones en la incorporación del futurismo a la revolución bolchevique, que lo que habría sido una mera exclusión, el gesto estrecho y mezquino de un apartamiento liso y llano. Porque no fue eso lo que pasó. Pero es eso lo que pasaría.
Lenin era más afín al realismo literario, pero no tenía la intención de imponer sus gustos personales como lineamientos directrices del Estado. Trotsky tenía sus desacuerdos con los futuristas (como los tenía con los formalistas); pero eso no lo llevó a desecharlos, sino a entablar una discusión con ellos (como la entabló con los formalistas también). Las cosas, sin embargo, se modificarían en la revolución y en su posición con respecto al arte. Lenin muere en 1924. Trotsky es expulsado de la Unión Soviética en 1928. Para entonces, la vanguardia va pasando a ser relegada (no discutida, sino relegada) por el aparato de Estado: pasando de no ser preferida (nunca lo fue) a ser recelada, retaceada y por fin directamente repudiada. El suicidio de Maiakovsky en abril de 1930, dramatiza en acto esta divergencia ya insalvable. A la vanguardia no sólo no se le reconoce el carácter de un equivalente estético de la revolución política, sino que se la empieza a segregar por contrarrevolucionaria. Cuando, en 1932, se establezca en la Unión Soviética que el realismo socialista es la doctrina estética oficial, las vanguardias pasarán a estar condenadas y a ser perseguidas.
Las cosas han cambiado, y no precisamente para bien. Las vanguardias ya no se enfrentan con la tradición, o con el museo, o con la institución arte; sino con un antivanguardismo activo. Y ese antivanguardismo activo, hostil y a la ofensiva, no proviene de los sectores reaccionarios de la cultura (lo cual es de esperar, y en efecto, así ocurre) o de las inflexiones más reaccionarias de la política (lo cual es de esperar, y en efecto, así ocurre: para el nazi-fascismo, las vanguardias son “arte degenerado”). Proviene de esa gran revolución política de la que los futuristas se sintieron (y fueron) parte. ¿La revolución terminó, entonces, traicionando a la vanguardia? No necesariamente. Habría que considerar, más bien, que la revolución fue ella misma traicionada. De hecho, Trotsky dirá que el futurismo ruso fracasó ahí donde la revolución rusa dejó de ser una revolución verdadera. Lunacharsky saldrá al cruce de esta tesitura.


El realismo socialista, consagrado como doctrina estética oficial en la Unión Soviética, equivale, en definitiva, a un certificado de defunción para el futurismo ruso (como lo fue también para el formalismo ruso). El mapa conceptual se reformula, y se reformula también la relación entre arte y política. Se esfuma aquella disposición inicial a consentir distintas líneas, formas diversas. Ahora hay una sola que se valida -el realismo- invalidando a las demás. Lo que se espera ahora del arte (y en verdad: lo que se le exige) es que refleje la realidad del mundo social tal como es. Y eso solo puede hacerlo el realismo. Procurar una representación de la realidad social verdadera y objetiva, que sirva para contrarrestar toda falsificación de la conciencia. El arte sirve al conocimiento y a la plasmación de la verdad, representando la realidad social de manera fidedigna. Lo hace para criticar la inhumanidad de la sociedad capitalista (realismo crítico) o bien para revelar los logros de la sociedad soviética (realismo socialista), pero en cualquier caso encuentra en la estética realista su condición imprescindible.
El realismo, planteado en estos términos, deja de ser una estética apreciada, o incluso favorecida, como podía serlo por lo pronto para Lenin, que se complacía con las novelas de Gorki como no lograba hacerlo con los versos de Maiakovsky. El realismo pasa ahora a ser un imperativo, un deber ser: el arte tiene que representar la realidad social en su verdad objetiva, para poder así revertir todas las formas de falsificación que dañan las conciencias y contribuyen a alienarlas. Quien desista del realismo se hará cómplice de esa falsificación. Y eso solo puede ser repudiado y combatido. De ahí que, a diferencia del período leninista, el establecimiento del realismo socialista como doctrina estética oficial en el estalinismo supuso no ya un relegamiento eventual de las vanguardias, sino su persecución y su cancelación. Lejos de aquella ilusión inicial de que vanguardia y revolución se proyectaban la una en la otra, ahora la revolución (o bien, lo que queda de ella; o mejor: lo que han hecho con ella) declara a las vanguardias como enemigo nodal en la esfera del arte.
Esta concepción del arte encontrará en Zhdánov (comisario cultural soviético: burócrata de profesión) su implementación más mecánica y más tosca. Pero encontrará en Georg Lukács un teórico sofisticado y sensible. Es Lukács quien mejor analiza cuáles fueron los alcances del realismo burgués del siglo XIX, esa gran tradición literaria que tuvo en Balzac y en Stendhal, en Dickens y en Tolstoi, a sus mejores exponentes. Como clase ascendente que fue, y mientras lo fue, la burguesía contó con esa posibilidad: la de una representación fiel, dinámica y verdadera del mundo social en su totalidad. A esa gran tradición del realismo literario se remite Georg Lukács, y la reclama para el socialismo. Porque no fue sino al entrar en su decadencia -esto es, cuando dejó de ser como clase un motor de progreso histórico universal y en su lucha contra el proletariado devino en retardataria- que el gran realismo burgués sucumbió. Sucumbió en la imposibilidad de una representación de la realidad social que no estuviera distorsionada por un detallismo finalmente vacuo y una visión estática y, por lo tanto, engañosa (el naturalismo: Émile Zola, Gustave Flaubert), o bien en una deformación formalista de esa realidad, anulada por medio de un subjetivismo paralizante, una patologización inconducente o un sinsentido sin salida (el vanguardismo: Kafka, Joyce, Dos Passos, Beckett).
Cuesta ver al realismo socialista como un heredero de la vanguardia. Nítidamente fue su verdugo total (esa variante del policial clásico, eventualmente: la del que asesina para heredar, pero entonces lo que hereda está negado). Difícil es otorgar a Josef Stalin la condición de hacedor del proyecto vanguardista, bajo esa creación de un mundo nuevo que es propia de la revolución, tanto como considerarlo el ejecutor de la revolución (o sí, pero ahí donde “ejecución” remite a fusilamiento, que es lo que hizo con casi todos los revolucionarios de 1917). Ni vanguardista ni revolucionario, entonces, sino más bien lo opuesto: el doble aniquilador de lo uno y de lo otro. El que se ocupó de aplastar, a veces incluso personalmente, no ya lo que pudiera perdurar de aquellas vanguardias de los años ‘20, sino los elementos vanguardistas (condenados como “desvíos”) que pudieran aflorar (es decir, “interferir”) en la música de Dimitri Shostakovich, por ejemplo, o en las películas de Serguei Eisenstein (que no eran precisamente dos artistas en disidencia frontal con el régimen).