Diego Rojas: Escenas de su vida literaria y el
relieve de sus libros
El
periodista argentino Diego Rojas (1977) es un especialista en el periodismo de
investigación y el periodismo cultural. Nacido en Buenos Aires, publica sus
notas en el portal www.plazademayo.com y en los diarios “Perfil”, “Infobae” y
“Política Obrera”. También ha publicado en las revistas culturales “ADN” y “Ñ”,
editadas por los diarios “La Nación” y “Clarín” respectivamente, y fue redactor
de la revista “Veintitrés” y editor de la revista “Contraeditorial”. Fue
coordinador del proyecto radiofónico “Proa Radio” de la Fundación Proa y editor
de libros. Entre los de su autoría pueden citarse “¿Quién mató a Mariano Ferreyra?”,
“Argentuits, pasiones políticas en 140 caracteres”, “El kirchnerismo feudal” y
“La izquierda. Héroes, rebeldes y leyendas de la revolución socialista en la
Argentina”. En coautoría con Mariana Romano ha publicado “Pasen música. El caso
Santiago Maldonado en la era de la posverdad”. Así mismo, es autor de numerosos
artículos publicados en los medios citados, entre ellos “La esférica de Borges,
o cómo Jorge Luis explicó la divinidad del fútbol”, “Proyecto X: vigilen a la
clase obrera”, “Una familia muy formal”, “El enemigo rojo”, “Borges traductor
de Bradbury, una tapa hecha con pulpa de ombú y grabados para despertar a la
clase obrera”, “Los anti Papa” y “Qatar 2022: pasiones, injusticias, deporte y
relativismo cultural”, entre muchísimos otros. A continuación pueden leerse
partes de su artículo titulado “Un León Trotski inesperado: escenas de su vida
literaria y de cómo hasta sus libros fueron perseguidos”, aparecido en la
Sección Cultura del diario en línea “Infobae” el 5 de junio de 2022.
Cuando
Karl Marx, a instancias de sus hijas Jenny y Laura, contestó el famoso
Cuestionario, un juego victoriano de moda en la época en que los Marx vivían en
Londres, además de señalar que su ocupación preferida era “ser un ratón de
bibliotecas”, al momento de responder por una máxima con la que se
identificara, el barbudo pensador y autor de “El Capital” no dudó y dijo: “Homo
sum: nihil humani a me alienum puto”. Se trata de una alocución latina que
formaba parte de la comedia “El enemigo de sí mismo”, escrita por Publio
Terencio (El africano), un dramaturgo que vivió entre 190 y 159 antes de
Cristo, y que había nacido en Cartago bajo la condición de esclavo. Significa:
“Nada de lo humano me es ajeno” y por los siglos de los siglos se convirtió en
un lema a seguir por muchos grandes hombres de la Historia. Marx entre ellos.
Algunos de sus seguidores tomaron la posta, como Lev Davidovich Bronstein, conocido por su seudónimo, Trotsky, quien fuera -junto a Lenin- uno de los máximos líderes de la Revolución Rusa de octubre de 1917 y que construyera de la nada el Ejército Rojo. Más tarde, Trotsky se convertiría en el más tenaz opositor a las políticas burocráticas de Iosif Stalin, quien lo perseguiría incansablemente, quitándole el pasaporte soviético, enviándolo al exilio y, finalmente, asesinándolo a través del agente de la inteligencia estalinista Ramón Mercader, que le hundió un picahielos de acero en el cráneo.
Cuando a Trotsky le preguntaban por su oficio, respondía: “Periodista”, y su estilo escritural sobresalía en la literatura política de la época, cualquiera fuera su tendencia. Por algo, en la redacción de “Iskra”, la revista de los exiliados marxistas rusos en Europa, lo habían bautizado con el sobrenombre “Pluma”, con el que firmaba sus notas, sorprendidos por su talento como escritor. Un talento que se reveló no sólo en sus dotes para la escritura, sino para la lectura, las polémicas literarias, su opinión sobre psicoanálisis y ciencia y, finalmente, cómo tras su asesinato continuó provocando debates muy acalorados entre cenáculos literarios a la vez que su nombre impulsó incidentes editoriales-diplomáticos y, así y todo, su legado fue militado por algunos de los más relevantes escritores argentinos de esta época.
Ese talento de Trotsky para la escritura es percibido hoy mismo por muchos lectores y lectoras que lo disfrutan en la novela de aventuras “La fuga de Siberia en un trineo de renos”, que editó Siglo XXI y que fue uno de los libros más vendidos por la prestigiosa editorial en la última Feria del Libro. Realmente es una novela de aventuras, con un ritmo acaloradamente glaciar (transcurre en las cercanías del Polo Norte) que se mantiene en las dos partes del escrito. La primera corresponde al trayecto que recorre junto a otros presos políticos rumbo a los confines del mundo -en Siberia- guiados por la soldadesca. La segunda narra la huida misma del castigo de la justicia del zar por su accionar socialista. Es que en 1905, a los 25 años, Trotsky había sido presidente del Soviet de San Petersburgo, que durante sus dos meses de sesión se convirtió en un ente de representación de los trabajadores de la entonces capital del Imperio Ruso y que desafió al mismo poder del zar. Luego del fracaso de la Revolución de 1905, los dirigentes del levantamiento, entre ellos Trotsky, fueron arrestados.
Aquel primer exilio siberiano le había servido para escribir crítica literaria en el periódico “Eastern Review”, escribe su biógrafo inglés Dave Renton, quien enumera artículos de debate sobre Friedrich Nietzsche, reseñas de Émile Zola, Guy de Maupassant, Henrik Ibsen, Gabriele D’Annunzio y los rusos Nikolai Gogol, el poeta Gleb Ivánovich Uspensky y Máximo Gorki, entre otros. Evidentemente, Trotsky (que firmaba esas notas como “Antídoto”) leía literatura con método y regularidad. En realidad, Renton dice que era un “lector voraz” y que “devoraba” novelas, libros de ciencia, política y hasta religión. En el exilio siberiano comenzó a leer a Darwin y a Freud y pudo leer, por primera vez de primera mano, “El Capital”. Pocos años antes se definía como “populista” y fue su compañera Alexandra quien lo condujo a las ideas del marxismo.
La actividad política en el exilio europeo luego de su segunda fuga, la que narra el libro editado por Siglo XXI, fue in crescendo al mismo tiempo que Europa asistía a convulsiones sociales en alza. Su derrotero incluía Londres, Viena (donde compartió cafés, charlas y debates con los seguidores de Freud y con la efervescente vanguardia artística en plena ebullición) y Múnich, luego Francia y España, deportación tras deportación, hasta tomar un trasatlántico a los Estados Unidos, donde vivió en el barrio negro del Bronx, en Nueva York. (Una digresión: hay que señalar el interés que tomó en Trotsky el psicoanálisis, a tal punto que, más tarde y antes de que los planteos fisiologistas-psiquiátricos basados en los estudios de Pavlov se convirtieran en la política oficial estalinista -que prohibió el psicoanálisis-, él defendía a Freud: “¿Qué se puede decir de la teoría psicoanalítica de Freud? ¿Es compatible con el materialismo, como lo cree Radek y yo también?”, escribió).
Trotsky volvió a Rusia en 1917: se había producido la Revolución de Febrero que había derrocado al zar. Se uniría allá a quienes propugnaban avanzar hacia el Estado obrero. El triunfo de los revolucionarios se produjo en octubre de ese año. Trotsky, que era reconocido popularmente como uno de los líderes de la revolución, armó un ejército, comandó la diplomacia de guerra soviética y no dejó de observar cómo se desarrollaban los debates en el campo cultural, que también vivía su propia turbulencia. A la vez, la revolución en Alemania -que Trotsky consideraba fundamental para el avance de la nueva nación soviética y su proyecto socialista- había sido derrotada. Lenin estaba inhabilitado de participar como siempre en la vida política rusa debido a un ataque cerebrovascular que lo postró mientras el poder de Stalin iba en alza: había comenzado el enfrentamiento acerca del rumbo de la Unión Soviética, que definiría el siglo XX a nivel mundial, entre las visiones de Stalin y Trotsky.
Algunos de sus seguidores tomaron la posta, como Lev Davidovich Bronstein, conocido por su seudónimo, Trotsky, quien fuera -junto a Lenin- uno de los máximos líderes de la Revolución Rusa de octubre de 1917 y que construyera de la nada el Ejército Rojo. Más tarde, Trotsky se convertiría en el más tenaz opositor a las políticas burocráticas de Iosif Stalin, quien lo perseguiría incansablemente, quitándole el pasaporte soviético, enviándolo al exilio y, finalmente, asesinándolo a través del agente de la inteligencia estalinista Ramón Mercader, que le hundió un picahielos de acero en el cráneo.
Cuando a Trotsky le preguntaban por su oficio, respondía: “Periodista”, y su estilo escritural sobresalía en la literatura política de la época, cualquiera fuera su tendencia. Por algo, en la redacción de “Iskra”, la revista de los exiliados marxistas rusos en Europa, lo habían bautizado con el sobrenombre “Pluma”, con el que firmaba sus notas, sorprendidos por su talento como escritor. Un talento que se reveló no sólo en sus dotes para la escritura, sino para la lectura, las polémicas literarias, su opinión sobre psicoanálisis y ciencia y, finalmente, cómo tras su asesinato continuó provocando debates muy acalorados entre cenáculos literarios a la vez que su nombre impulsó incidentes editoriales-diplomáticos y, así y todo, su legado fue militado por algunos de los más relevantes escritores argentinos de esta época.
Ese talento de Trotsky para la escritura es percibido hoy mismo por muchos lectores y lectoras que lo disfrutan en la novela de aventuras “La fuga de Siberia en un trineo de renos”, que editó Siglo XXI y que fue uno de los libros más vendidos por la prestigiosa editorial en la última Feria del Libro. Realmente es una novela de aventuras, con un ritmo acaloradamente glaciar (transcurre en las cercanías del Polo Norte) que se mantiene en las dos partes del escrito. La primera corresponde al trayecto que recorre junto a otros presos políticos rumbo a los confines del mundo -en Siberia- guiados por la soldadesca. La segunda narra la huida misma del castigo de la justicia del zar por su accionar socialista. Es que en 1905, a los 25 años, Trotsky había sido presidente del Soviet de San Petersburgo, que durante sus dos meses de sesión se convirtió en un ente de representación de los trabajadores de la entonces capital del Imperio Ruso y que desafió al mismo poder del zar. Luego del fracaso de la Revolución de 1905, los dirigentes del levantamiento, entre ellos Trotsky, fueron arrestados.
Aquel primer exilio siberiano le había servido para escribir crítica literaria en el periódico “Eastern Review”, escribe su biógrafo inglés Dave Renton, quien enumera artículos de debate sobre Friedrich Nietzsche, reseñas de Émile Zola, Guy de Maupassant, Henrik Ibsen, Gabriele D’Annunzio y los rusos Nikolai Gogol, el poeta Gleb Ivánovich Uspensky y Máximo Gorki, entre otros. Evidentemente, Trotsky (que firmaba esas notas como “Antídoto”) leía literatura con método y regularidad. En realidad, Renton dice que era un “lector voraz” y que “devoraba” novelas, libros de ciencia, política y hasta religión. En el exilio siberiano comenzó a leer a Darwin y a Freud y pudo leer, por primera vez de primera mano, “El Capital”. Pocos años antes se definía como “populista” y fue su compañera Alexandra quien lo condujo a las ideas del marxismo.
La actividad política en el exilio europeo luego de su segunda fuga, la que narra el libro editado por Siglo XXI, fue in crescendo al mismo tiempo que Europa asistía a convulsiones sociales en alza. Su derrotero incluía Londres, Viena (donde compartió cafés, charlas y debates con los seguidores de Freud y con la efervescente vanguardia artística en plena ebullición) y Múnich, luego Francia y España, deportación tras deportación, hasta tomar un trasatlántico a los Estados Unidos, donde vivió en el barrio negro del Bronx, en Nueva York. (Una digresión: hay que señalar el interés que tomó en Trotsky el psicoanálisis, a tal punto que, más tarde y antes de que los planteos fisiologistas-psiquiátricos basados en los estudios de Pavlov se convirtieran en la política oficial estalinista -que prohibió el psicoanálisis-, él defendía a Freud: “¿Qué se puede decir de la teoría psicoanalítica de Freud? ¿Es compatible con el materialismo, como lo cree Radek y yo también?”, escribió).
Trotsky volvió a Rusia en 1917: se había producido la Revolución de Febrero que había derrocado al zar. Se uniría allá a quienes propugnaban avanzar hacia el Estado obrero. El triunfo de los revolucionarios se produjo en octubre de ese año. Trotsky, que era reconocido popularmente como uno de los líderes de la revolución, armó un ejército, comandó la diplomacia de guerra soviética y no dejó de observar cómo se desarrollaban los debates en el campo cultural, que también vivía su propia turbulencia. A la vez, la revolución en Alemania -que Trotsky consideraba fundamental para el avance de la nueva nación soviética y su proyecto socialista- había sido derrotada. Lenin estaba inhabilitado de participar como siempre en la vida política rusa debido a un ataque cerebrovascular que lo postró mientras el poder de Stalin iba en alza: había comenzado el enfrentamiento acerca del rumbo de la Unión Soviética, que definiría el siglo XX a nivel mundial, entre las visiones de Stalin y Trotsky.
Durante una tregua acordada en 1924, Trotsky publicó “Literatura y revolución”, ensayos que planteaban debates con los diferentes grupos que conformaban un campo cultural efervescente (reflejo de una sociedad que se encontraba atravesando el periodo más agitado de su historia). La discusión más conocida que Trotsky entabló en el libro es la que tiene con la escuela formalista, cuyo representante más visible era Viktor Shklovski, de quien reconocía el impulso materialista de analizar la creación literaria a partir del lenguaje mismo. Trotsky decía que el grupo de Shklovski había hecho pasar de la alquimia a la química a los estudios literarios, sin embargo, les reprochaba quedarse en esa inmanencia del lenguaje, que los apartaría de la observación de los fenómenos sociales a la hora de analizar la creación y los denominaba entonces “idealistas”.
“Literatura y revolución” es un libro donde debate con varias escuelas. Las páginas dedicadas a los formalistas son las más intensas, sin embargo, el tiempo probablemente le ha dado la razón a Shklovski y su grupo. El formalismo propició los estudios literarios más potentes del siglo XX, condujo a los trabajos posteriores de críticos literarios como Mijail Bajtin -fundamental a la hora de hablar sobre literatura- y planteó las bases a los estudios lingüísticos de Valentin Volóshinov o Pavel Medvedev, que revolucionarían su propio campo. Pese a ponerse en una vereda opuesta, Trotsky no dejaba de tender su mano a los formalistas, a la vez que escribía: “Nadie va a pretender imponerles temas a los poetas, ¡escriban sobre lo que se les ocurra!” y era, en definitiva, la voz de un hombre que podía considerarse formado y con conocimiento de la crítica literaria que les planteaba una opinión y ofrecía una discusión. Más tarde, el estalinismo cerraría el “debate” mediante la censura y hasta la muerte. Los post-formalistas se reunían secretamente, firmaban con seudónimo, escribían en el destierro y Pavel Medvedev fue arrestado en las Grandes Purgas estalinianas de 1936 y su cuerpo desaparecido (un testimonio dio cuenta de que había sido fusilado en el confinamiento de los millares de presos del estalinismo).
Trotsky era más duro con los grupos artísticos que decían expresar el nuevo arte soviético y la cultura proletaria, acaso porque veía en estas posturas el germen de lo que sería la política cultural estalinista. Por caso, el Proletkult era una organización político cultural con miles de miembros y la dirección de Aleksandr Bogdánov -que llegó a formar parte del Comité Central bolchevique- que propugnaba un arte proletario que se deshiciera de toda influencia del pasado burgués. Para Trotsky, eran ideas no solamente equivocadas, sino “peligrosas”: “‘Literatura proletaria’ y ‘cultura proletaria’ son peligrosas porque comprimen erróneamente el porvenir cultural dentro de los estrechos límites actuales; falsean la perspectiva, no respetan las proporciones, adulteran las medidas y cultivan la peligrosísima arrogancia de los pequeños círculos”, sostiene.
Les dice a los Proletkult: “Sería extraordinariamente superficial dar el nombre de cultura proletaria ni siquiera a los éxitos más valiosos de los representantes individuales de la clase trabajadora”. El planteo de “cultura proletaria” sería puesto en marcha, en mayor o menor medida, con el “realismo socialista” estalinista que comenzaría en los años ‘30. Por el contrario, luego de la publicación de “Literatura y revolución”, treinta y seis escritores de la talla de Pilniak, Esenin, Mandelshtam, Bábel, Zóshchenko y Alekséi Tolstoi, entre otros, firmaron una carta colectiva respaldando el combate de Trotsky por la libre expresión de las distintas corrientes literarias.
En los últimos tiempos el ensayista y crítico cultural ruso-alemán Boris Groys rescató las olvidadas experiencias de los “cosmistas” soviéticos, grupos también impulsados por Bogdánov que proponían centrar las tareas de la Unión Soviética en hacer habitable la Luna y Marte, también debido al postulado de que, una vez realizada la revolución, se debía alentar el descubrimiento de la vida eterna que pronto haría a la Tierra muy pequeña para todos. El “cosmismo” tenía una escuela poética e incluso Bogdánov había escrito una novela de ciencia ficción llamada “Estrella roja”, que transcurría en Marte. Trotsky los despachaba en el debate llamándolos adeptos al “misticismo”. Bogdánov, que experimentaba en su cuerpo periódicas transfusiones de sangre como medio para rejuvenecer, falleció en 1928 luego de una transfusión que lo contagió de malaria y de tuberculosis.
En su libro, Trotsky esbozó el programa según el cual ni el Partido ni el Estado debían intervenir: “El arte no es una materia en la que el Partido deba dar órdenes”, escribió. Pero cuando el libro se publicó, los acontecimientos se agolparon. El enfermo Lenin moría, Stalin avanzaba hasta desplazar a Trotsky de la dirección del Partido y acusar a los “trotskistas” de boicotear la revolución. El poder estalinista -que propugnaba el socialismo en un solo país en oposición a la tesis trotskista de la necesidad de la revolución internacional- era omnímodo y Trotsky, en pocos años, sería expulsado del Partido así como sus seguidores y, como en la época del zar, condenado al destierro, esta vez, en Alma Ata, Kazajistán.
Es en el destierro donde Trotsky leyó a Louis Ferdinand Céline y su revulsivo “Viaje al fin de la noche”. Escribió, entonces: “Céline estremece de arriba abajo el vocabulario de la literatura francesa” pero pronostica: “Hay una disonancia que debe resolverse: o el artista se adapta a las tinieblas, o verá la aurora”. Céline adheriría abiertamente al nazismo y expondría un feroz antisemitismo. Mientras tanto, el acorralamiento de Trotsky era brutal. Raleado de todos lados, sólo le quedaba aguardar por el destierro dictado por Stalin en 1928. Quien fuera el presidente del primer Soviet de la historia era despojado de la nacionalidad soviética y comenzaba su peregrinaje sin visa por el mundo.
Los partidos comunistas bajo la órbita estaliniana hacían de la demonización de Trotsky, acusado de agente del imperialismo inglés, una campaña permanente. En la Argentina (donde si los militantes del PC escuchaban que llovía en Moscú, abrían entonces el paraguas y se ponían el sobretodo), el poeta y militante Raúl González Tuñón lanzaba la revista “Contra”, que intentaba sumar diversas miradas de izquierda en el campo de la cultura. De ese modo, en su segundo número, una nota firmada por José Gabriel y titulada “El titán encadenado” se refería a Trotsky como el más grande revolucionario de la historia junto a Lenin, y brindaba una guía de lectura de sus libros a la vez que denunciaba la traición de Stalin a la revolución china. “Contra” duraría tres números más. En el último número, González Tuñón afirmaría que “todo trotskista es un contrarrevolucionario”. Luego del asesinato de Trotsky en 1940, González Tuñón titularía un conjunto de versos como “Muerte de un traidor”.
Es conocido que el revolucionario desterrado fue recibido por el muralista Diego Rivera y Frida Kahlo. El líder surrealista André Breton arribaría a la casa de los Rivera-Kahlo para tener una serie de conversaciones que culminarían con el acuerdo para redactar un manifiesto sobre la libertad del arte, en oposición al “realismo socialista” que estrangulaba a los creadores por parte de un Estado que les dictaba una estética oficial y única posible. Finalmente, el “Manifiesto por un Arte Independiente”, fue firmado por Diego Rivera y Breton (Trotsky no firmó para su mayor efectividad), y plantea que la revolución “debe garantizar un régimen anarquista para la creación intelectual” (es decir, ajeno al Estado) y “toda libertad al arte”.
En 1941, la revista “Babel”, que se editaba en la Argentina y Chile y era dirigida por Samuel Glusberg, que firmaba sus notas con el seudónimo de Enrique Espinoza, le dedicó un número homenaje a Trotsky. El artículo de Espinoza hacía un raconto de la intelectualidad izquierdista sumida al estalinismo y rendía homenaje al militante asesinado. Por el contrario, Raúl González Tuñón celebraba el homicidio así: “En Coyoacán, palacete campestre pagado por el dinero norteamericano, ha muerto León Trotsky, literato notable, hombre pequeño y traidor del Partido Comunista y de la Unión Soviética. Nunca fue antifascista. En la radio de Ámsterdam por diez mil dólares -en los años terribles- dirigió al “New York Times” un mensaje -él, el hombre de la ‘revolución permanente’- delatando y calumniando a sus viejos camaradas del Partido. Hoy que la prensa reaccionaria del mundo canta loas a su pobre cadáver de viejo resentido arrojándole la final paletada de tierra de ignominia, cómo se agranda la figura de Lenin cuya memoria fue escupida por los que hoy exaltan al Traidor, y cómo se agranda la figura de Stalin, el fantasma del fascismo y del imperialismo, la expresión suprema de nuestra causa y de nuestro Partido. Atrás, pequeño hombre. Recién ahora tu carne torturada de envidia y fiebre oscura, tendrá un sentido, una función, pero los pueblos y el Partido no olvidarán que hubo un traidor. Atrás, pequeña sombra de lúcida maldad. Silencio sobre la tumba del pobre León Trotsky, cuidador de conejos, esposo y padre. Que su ceniza tenga paz, pero no su memoria”.
Tuñón no estaba solo: El gran poeta T.S. Elliot en 1944 rechazó publicar la novela clásica de George Orwell “Rebelión en la granja” por “trotskista”. La carta de rechazo al texto en la editorial Faber and Faber, en la que Elliot era uno de los directivos, decía: “No estamos convencidos de que éste sea el correcto punto de vista desde el que criticar la situación política del tiempo presente”, en referencia a la alianza entre Gran Bretaña y la URSS durante la Segunda Guerra Mundial. “El punto de vista positivo, que considero en general trotskista, no es convincente”, señalaba T.S. Elliot. Orwell publicaría “Rebelión en la granja” un año después en otra editorial.
Pero no es este el único incidente político editorial. Hubo uno mucho mayor y de implicancias diplomáticas internacionales y una magnitud poco conocida. Acá cerquita: en el Chile de Salvador Allende. El director de “Publicaciones Especiales” Alejandro Chelén, socialista, propuso publicar “Historia de la Revolución Rusa” en dos tomos. Y comenzó el lío. El director editorial, Joaquín Gutiérrez, comunista, se opuso. La cuestión pasó primero al Comité Editorial del Departamento que dirigía Chelén y que, luego de una acalorada discusión entre los integrantes de las tendencias políticas y la negativa total del PC a dar sus votos, por un voto del representante del MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria) se aprobó el proyecto. Las galeras del libro se imprimieron, pero el departamento de Corrección, dominado por los comunistas, se negó a revisarlas. Lo hicieron otros trabajadores de la editorial. “Historia de la Revolución Rusa” fue un éxito de ventas. Los ocho mil ejemplares de los dos grandes tomos se vendieron en su totalidad a la velocidad de la luz. Un mes después una segunda edición tendría quince mil copias.
Además del legado político de Trotsky quedan sus libros como muestra de una potencia escritural que no se limita al análisis político o el manifiesto, sino que cobra altura cuando los hechos de la realidad se hilvanan para cobrar una narratividad literaria que empapa al lector de un clima de clase, de época o de exilio. Es cuestión de abrir las tapas y comenzar a pasar las páginas del libro. Dicen que si tiene tapas impresas con tinta roja, se lee mejor.