22 de noviembre de 2022

Trotsky revisitado (LXXVI). Aptitudes y conocimientos (10)

Maurice Merleau Ponty: Su defensa de la coerción gubernamental

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el pensamiento de Merleau Ponty, además de estar regido por la Escuela Fenomenológica, había recibido influencias existencialistas y marxistas por parte de Sartre. Con él y Simone de Beauvoir fundó la revista “Les Temps Modernes” (1945), en la cual se desempeñó como editorialista político. Mientras tanto, sucesivamente fue profesor de Filosofía en la Université de Lyon, de Psicología y Pedagogía en La Sorbonne y, finalmente, de Filosofía Teórica en el Collège de France. En los últimos años de la década del ’50, tras justificar intelectualmente el accionar soviético durante la Guerra Fría, abandonó su militancia política debido al conocimiento de las atrocidades del estalinismo y a la ausencia de una autocrítica por parte del Partido Comunista Francés. No obstante siguió considerando al marxismo como una importante teoría para la acción política. El distanciamiento del comunismo supuso una importante transformación en su vida y obra: por un lado abandonó la redacción de “Les Temps Modernes”, y por el otro terminó la amistad que le unía a Jean Paul Sartre. De sus obras se destacan “La structure du comportement” (La estructura del comportamiento), “Sens et non sens” (Sentido y sinsentido), “Les aventures de la dialectique” (Las aventuras de la dialéctica), “Fenomenología de la percepción” (Fenomenología de la percepción), “L'oeil et l'esprit” (El ojo y el espíritu) y “Humanisme et terreur. Essai sur le problème communiste” (Humanismo y terror. Ensayo sobre el problema comunista), obra esta última de la cual se transcriben a renglón seguido la segunda y última parte de los trozos escogidos.

 
Al negarse a seguir a la ultraizquierda, al admitir que la violencia revolucionaria y el elemento subjetivo no pueden disociarse de las estructuras económicas establecidas por la Revolución de Octubre, Trotsky reconoce que el radicalismo sería aquí contrarrevolucionario y reencuentra a Bujarin. La diferencia es de grado, no de naturaleza. Es verdad que pasado cierto punto la cantidad se convierte en calidad y que formar bloque no es capitular. Pero la última declaración de Bujarin muestra a su manera tanto orgullo como los escritos de Trotsky exiliado. La izquierda tiene su ultraizquierda, la que la acusará también de “cobardía política”. A medida que se alejaba de la acción y del poder y veía a la U.R.S.S. no ya desde el punto de vista de quien gobierna sino a través de los testimonios de la oposición perseguida y desde el punto de vista de quien es gobernado, Trotsky estaba inclinado a idealizar la historia pasada -la que había contribuido a hacer-, y a obscurecer la historia presente, aquella que él sufría.
Nos entran deseos de releer a los opositores de izquierda los brillantes textos que escribía en 1920 para defender la dictadura. Contestarían que en 1920 existía la dictadura del proletariado, de la cual el Partido no era sino su fracción consciente y los jefes los representantes elegidos, y que por lo tanto, al menos en el interior del Partido, había lugar para la fraternidad revolucionaria. Al actuar, si no en virtud de un mandato expreso de la humanidad existente, al menos por delegación del proletariado, la dictadura tenía motivos para utilizar la violencia contra el proletariado y sus representantes políticos. Esta concepción teórica requeriría todo un examen. Sería preciso preguntarse si la dictadura del proletariado existió alguna vez más allá de la conciencia de los dirigentes y de los militantes más activos. Al lado de los militantes estaban las masas no conscientes. La dictadura para sí misma podía bien ser dictadura del proletariado, pero el obrero apolítico o el campesino atrasado no pudieron reconocerse en ella sino durante algunos breves episodios de la Revolución. El Partido es la conciencia del proletariado, pero como todo el mundo admite que el proletariado no es totalmente consciente, eso quiere decir que una fracción de las masas piensa y quiere por procuración.
Está fuera de duda que en muchos momentos decisivos de la Revolución Rusa, las resoluciones del Partido sobrepasaban las voluntades del proletariado. En esta medida el Partido substituía a las masas y su papel consistía más bien en explicar y justificar frente a ellas las decisiones ya elaboradas y no sólo en recoger sus opiniones. Lenin decía más o menos que “el Partido no debe estar detrás del proletariado ni al lado, debe estar adelante, pero solamente un paso”. Esta frase famosa muestra bien hasta qué punto estaba lejos de una teoría de la revolución por los jefes. Pero también muestra que la dirección revolucionaria ha sido siempre una dirección, y que si debía ser seguida por las masas, le era preciso entonces precederlas. Lenin y sus compañeros hacían lo que las masas querían en su voluntad profunda y en la medida en que ellas eran conscientes de sí mismas, pero obrar según la voluntad profunda de alguien significa precisamente ejercer sobre él una violencia, como el padre que prohíbe a su hijo realizar un casamiento tonto “por su bien”. El proletariado no puede ejercer él mismo la dictadura: delega sus poderes. O bien se quiere hacer una revolución, y entonces es preciso pasar por eso, o bien se quiere a cada instante tratar a cada hombre como un fin en sí, y entonces no se hace absolutamente nada.
No le reprochamos pues a Trotsky el haber utilizado en su tiempo la violencia sino que lo haya olvidado, que retome contra la dictadura que él sufre los argumentos del humanismo formal que le parecieron falsos cuando los dirigían a la dictadura que él ejercía. ¿La dictadura de antes utilizaba la violencia contra el enemigo de la clase y la de ahora la utiliza contra viejos bolcheviques? Puede ser que la oposición, en la situación presente, haya hecho el juego del enemigo de clase. Formalmente, la dictadura es la dictadura. Y sin duda el contenido varió, pero el pasaje de la dictadura de 1920 a la de 1935 se hace por transiciones insensibles y nunca inmotivadas.  Trotsky escribía en 1920: “Sin las formas de coerción gubernamental que constituyen el fundamento de la militarización del trabajo, el reemplazo de la economía capitalista por la economía socialista no sería más que una palabra hueca”.


Defendía el principio de una dirección autoritaria de las fábricas contra el de una dirección colectiva por los obreros, la idea de un “frente de trabajo”, la obligación para los obreros de trabajar en el puesto que les era asignado. “La verdad es que en un régimen socialista si no hubiera aparato de coerción no habría Estado. El Estado se disolvería en la comunidad de producción y de consumo. La vía del socialismo no deja de pasar por la tensión más alta de la estatización. Antes de desaparecer, el Estado reviste la forma de dictadura del proletariado, es decir, del más despiadado gobierno que exista, de un gobierno que abarca imperiosamente la existencia de todos los ciudadanos”.
¿La libertad política? De observarla escrupulosamente se la convertiría en su contrario. Una asamblea constituyente con mayoría conciliadora fue elegida en 1917. Si se hubiera tenido el tiempo de dejar que las cosas maduraran se habría visto al cabo de dos años, dice Trotsky, que los socialistas revolucionarios y los mencheviques, en último análisis, habrían formado bloque con los minoritarios y que el proletariado y los bolcheviques eran los únicos capaces de llevar adelante la Revolución. Pero “si nuestro Partido se hubiese remitido, para todas las responsabilidades, a la pedagogía objetiva del curso de las cosas, los acontecimientos militares hubiesen bastado para determinarnos.
El imperialismo alemán podía apoderarse de Petrogado cuya evacuación había comenzado el gobierno de Kerensky. La pérdida de Petrogrado hubiera sido mortal entonces para el proletariado ruso cuyas mejores fuerzas eran en ese entonces las de la flota del Báltico y de la capital roja. No se puede pues reprochar a nuestro Partido haber querido remontar el curso de la historia, sino más bien haber saltado algunos grados de la evolución política. Pasó por encima de los socialistas revolucionarios y de los mencheviques para no permitir al militarismo alemán pasar por encima del proletariado ruso y concluir la paz con la Entente en detrimento de la Revolución”. Pero entonces puede decirse que Stalin salta por encima de la oposición para no permitir al militarismo alemán saltar por encima del único país donde las formas socialistas de producción han sido establecidas.
¿La libertad de prensa? Kautsky la reclamaba en nombre de esta idea incontrovertible de que no hay verdad absoluta, ni hombre o grupo que pueda vanagloriarse de poseerla, que los mentirosos y los fanáticos de la verdad se encuentran en todos los campos. A lo cual Trotsky contestaba vigorosamente: “Así, para Kautsky, la revolución en su fase aguda, cuando se trata para las clases de vida o de muerte, sigue siendo como antes una discusión literaria con vistas a establecer la verdad. ¡Qué profundo es! Nuestra 'verdad' no es ciertamente absoluta. Pero por el hecho que en la hora actual vertemos sangre en su nombre, no tenemos ninguna razón, ninguna posibilidad de comenzar una discusión literaria sobre la relatividad de la verdad con todos los que nos critican esgrimiendo cualquier argumento. Nuestra tarea no consiste tampoco en castigar a los mentirosos y alentar a los justos de la prensa de todas las tendencias, sino únicamente ahogar la mentira de clase de la burguesía y asegurar el triunfo de la verdad de clase del proletariado, independientemente del hecho que existen en los dos campos fanáticos y mentirosos”.
Las ideas por las cuales se vive y se muere son, por ese mismo hecho, absolutas, y no se puede al mismo tiempo tratarlas como verdades relativas que podrían ser confrontadas tranquilamente con otras y “libremente criticadas”. Pero si en nombre de su absoluto Trotsky considera como relativo el absoluto de los mencheviques, ¿cómo podría sorprenderse que un día otros a su vez consideren como relativo el absoluto de Trotsky en nombre de sus propias convicciones? Trotsky pone en evidencia el elemento de subjetividad y de Terror que contiene toda revolución, aun marxista. Pero a partir de esto, toda crítica al estalinismo que enjuicie formalmente al Terror, puede aplicarse a la Revolución en general.
Estando en el poder, Trotsky sentía vivamente que la historia, aun cuando en su conjunto puede ser considerada en perspectiva como historia de la lucha de clases, tiene necesidad en todo momento de ser pensada y deseada por los individuos para llegar a su solución revolucionaria, que hay momentos privilegiados, que las ocasiones perdidas pueden modificar por largo tiempo el curso de las cosas, que por consiguiente es preciso aprehenderlas a medida que se presenten aunque no tengamos tiempo de convencer primeramente a las masas y que, en definitiva, la historia debe ser hecha en la violencia y no se hace por sí misma. Cuenta en algún lado que un día, trabajando junto a Lenin, le preguntó: “Si nos fusilaran, ¿qué sucedería con la Revolución”. Lenin pensó un momento, sonrió y contestó simplemente: “Tal vez, después de todo, ni nos fusilen”. Aun cuando una revolución va “en el sentido de la historia”, tiene necesidad de la iniciativa de los individuos. Kautsky decía: “Rusia es un país atrasado en el cual la revolución proletaria sucedió demasiado temprano; mejor hubiera sido dejarla madurar antes que forzar a la historia y comprometer al proletariado ruso sobre un camino dentro del cual no puede triunfar si no es por la violencia. Es necesario conocer una locomotora antes de ponerla a andar”. A lo cual contestaba Trotsky con fuerza: “Si se espera conocer el caballo para montar a caballo, nunca se sabrá hacerlo”.
Existen todas las transiciones desde la dictadura, según Trotsky, a la dictadura, según Stalin, y no hay entre el camino leninista y el camino estalinista una diferencia que sea absoluta. Nada permite decir con precisión: aquí termina la política marxista y comienza la contrarrevolución. El terror culmina en la revolución y la historia es terror porque existe una contingencia. Cada uno encuentra sus motivos en los hechos y los plantea en una perspectiva del futuro que en rigor no puede demostrarse.


Trotsky concibe la dirección revolucionaria en función de la lucha de clases y de las grandes líneas de la historia universal. Stalin establece su política en función de las circunstancias particulares a nuestro tiempo: revolución en un solo país, fascismo, estabilización del capitalismo en Occidente y, al decir que el camino estalinista comienza con el fracaso de la revolución alemana de 1923, Trotsky reconoce al menos que se adaptó a la historia inmediata. En esas condiciones cada uno puede acusar al otro de ser el “enterrador de la revolución”. Trotsky habla de la contrarrevolución estalinista. Pero al considerar el uso que la burguesía hace de la crítica trotskista, Bujarin dice en su última declaración: “El destino de Trotsky es la política contrarrevolucionaria”. Habría una verdad absoluta que desempatara a los adversarios si el mundo y la historia estuviesen terminados. Cuando todo haya sido consumado, entonces, y sólo entonces, lo actual igualará lo posible porque no existirá nada más que lo pasado. En ese momento ya no tendrá sentido decir que la historia, conducida por los hombres en forma diferente, hubiera podido ser diferente: en la hipótesis de una historia acabada, de un mundo totalizado, esas otras posibilidades se convierten en imaginarias y todo ser concebible se reduce al ser que ha sido.
Pero, precisamente, somos actores en una historia abierta, nuestra praxis reserva la parte de lo que no es para ser conocido, sino para ser hecho; la praxis es un ingrediente del mundo y es por eso que el mundo no existe sólo para ser contemplado, sino también para ser transformado. La hipótesis de una conciencia sin porvenir y de un fin de la historia resulta para nosotros irrepresentable. Siempre, en tanto haya hombres, el porvenir estará abierto, no habrá en lo que le concierne más que conjeturas metódicas y no un saber absoluto. Una revolución, aún basada sobre una filosofía de la historia, es una revolución forzada, es violencia, y correlativamente la oposición conducida en nombre del humanismo puede ser contrarrevolucionaria. Esto podía escapársele a Trotsky, jefe y exiliado. Los militantes que quedaban en sus sitios lo veían. “Correríamos el riesgo de cometer un crimen levantando a los trabajadores hambrientos, atrasados, inconscientes, contra su propia vanguardia organizada, la única que tienen, por más desfalleciente y gastada que esté. Correríamos el riesgo, al buscar la renovación de la Revolución, de desencadenar las fuerzas enemigas de las masas campesinas”, escribió Víctor Serge.
La ironía de la suerte nos hace hacer lo contrario de lo que pensábamos hacer, nos obliga a dudar de nuestras evidencias, a recusar nuestra conciencia como siendo capaz de mistificaciones, y pone en el orden del día no solamente el Terror que ejerce el hombre sobre el hombre, sino en primer término este terror fundamental que en cada uno de nosotros es la conciencia de sus responsabilidades históricas. Plegarse o negarse: el problema existe, puesto que Bujarin y Trotsky tienen razones para discutir la línea del Partido; razones tiene Bujarin para volver al Partido; razones tiene Stalin para pasar por encima de la oposición si quiere darle un porvenir a la Revolución, sin que pueda reconocerse a cualquiera de esas posiciones el privilegio de una verdad absoluta en nombre de una ciencia de la historia. Las divergencias políticas en el interior de una misma filosofía marxista no son sorprendentes, puesto que la acción marxista quiere a la vez el movimiento espontáneo de la historia y transformarla, puesto que nada indica en los hechos, de una manera evidente, en qué momento es preciso inclinarse ante ellos, en qué momento por el contrario es preciso hacerles violencia, puesto que nuestro planteo en perspectiva y la “única solución posible” que ella indica expresan una decisión ya tomada, así como nuestras decisiones traducen alrededor nuestro el aspecto del pasaje histórico, y puesto que en definitiva este conocimiento operante cuya fórmula general dio el marxismo, debe reconsiderarse sin cesar y buscar difícilmente su camino manteniéndose a la misma distancia tanto del oportunismo como de la utopía.


La historia es terror porque necesitamos avanzar dentro de ella, y no siguiendo una línea recta, siempre fácil de trazar, sino elevándonos a cada momento sobre una situación general que cambia, como un viajero que avanzara dentro de un paisaje inestable que se modifica a sus propios pasos, donde lo que era obstáculo puede convertirse en pasaje y donde el camino recto puede convertirse en sinuoso. Una realidad social que nunca está separada de nosotros, que no está determinada en sí como un objeto, y que depende de nuestra praxis en toda la extensión del presente y del porvenir, no nos ofrece a cada momento un único posible. Aun el éxito de una política no podría probar que únicamente esa política podía triunfar. Tal vez otra línea se hubiese presentado como posible si al menos se la hubiera escogido y seguido. Parece entonces que la historia ofrece más enigmas que problemas.
Pero esto es sólo un comienzo y una verdad a medias. Fijar la ambigüedad y la contingencia en el corazón de la historia; comprender, pues, todos los personajes del drama, referir todas las opiniones sobre la historia a decisiones en rigor facultativas, concluir, en fin, que no se trata de tener razón puesto que el presente y el porvenir no son objetos de ciencia, sino de hacer o de actuar, consiste en un irracionalismo que no puede sostenerse por la razón decisiva que nadie lo vive, ni siquiera el que lo profesa. El filósofo abstracto que considera las opiniones una tras otra, no encuentra la instancia última que dé razón a una de ellas y concluye que la historia es terror, adopta por su cuenta una actitud de espectador en la que se encuentra a lo sumo un terror bastante literario, olvida decir que ese género de pensamiento está unido a una situación muy precisa, la de diferentes modalidades de una situación fundamental. Lo que se propone el marxismo es resolver radicalmente el problema de la coexistencia humana más allá de la opresión de la subjetividad absoluta, de la objetividad absoluta, de la seudo solución del liberalismo. En la medida en que da un cuadro pesimista del comienzo de nuestra situación -conflicto y lucha a muerte-, el marxismo guardará siempre un elemento de violencia y de terror.
Si es verdad que la historia es una lucha, si el racionalismo mismo es una ideología de clase, no hay ninguna posibilidad de reconciliar inmediatamente a los hombres haciendo uso de la “buena voluntad”, como decía Kant, es decir, de una moral universal por encima de las luchas. “Es preciso saber consentirlo todo -decía Lenin-, todos los sacrificios, hasta utilizar, en caso de necesidad, todas las estratagemas, utilizar la astucia, los procedimientos ilegales, el silencio, la disimulación de la verdad para penetrar en los sindicatos y permanecer en ellos, y proseguir a cualquier precio la acción comunista”. Y Trotsky mismo comentaba: “La lucha a muerte no se concibe sin tácticas de guerra, en otros términos, sin mentira y engaño”. Decir la verdad, proceder con conciencia, son las coordinadas de la falsa moralidad; la verdadera moralidad no se ocupa de lo que pensamos o queremos, sino de lo que hacemos; nos obliga a asumir de nosotros mismos una visión histórica. El comunista desconfiará entonces de la conciencia en sí mismo y en los demás. La conciencia no es buen juez de lo que hacemos porque estamos comprometidos en la lucha histórica y hacemos más, menos u otra cosa de lo que pensábamos hacer. El comunista se niega por método a creer a los otros bajo palabra, a tratarlos como sujetos razonables y libres. ¿Cómo habría de hacerlo puesto que están como él mismo expuestos a la mistificación? Detrás de lo que dicen y piensan deliberadamente, quiere encontrar lo que son, el papel que representan, tal vez a pesar de ellos, en la colisión de los poderes y en la lucha de clases. Debe aprender a conocer el juego de las fuerzas antagonistas, y los escritores, aun reaccionarios que la han descrito, son para los comunistas más preciosos que aquéllos, aun progresistas, que la han ocultado bajo las ilusiones liberales.