Bien, sí, en cierto sentido. Pero también me enamoré de los Estados Unidos apenas llegué. Tenía nueve años cuando nos mudamos desde Montreal al corazón del Chicago de los inmigrantes, donde cursé la escuela primaria y secundaria. Después, uno va a la universidad y todo cambia. Yo era un chico callejero de Chicago. Y me encantaba serlo.
No sé si me rebelé contra ellos, pero me divertían las bromas que se hacían al respecto. Como esa sobre Henry James, que decía que rumiaba más de lo que mordía, ¡ja, ja, ja!. Philip Rahv era bueno para ese tipo de bromas. Fue el editor del "Partisan Review" cuyas ideas acerca de la escritura más se acercaban a la mía. Una de las ocurrencias más famosas de Rahv era que los escritores estadounidenses se dividían entre pieles rojas y carapálidas. Los carapálidas eran los escritores anglos como Henry James y T.S. Eliot, cuya prosa estaba bordada con un toque de refinada alta literatura. La sensibilidad "pielrroja" de Ralph Ellison era rebelde. Añadía una sana vitalidad a la literatura estadounidense, sus modelos eran las novelas rusas y francesas del siglo XIX, a las que se sumaba el desenfado típicamente estadounidense.
Usted es uno de los escritores más elásticos en cuanto a la faceta técnica, y frecuentemente usa un narrador en primera persona. ¿No le resulta engorroso atenerse a un narrador en primera persona durante toda la novela?
El próximo semestre voy a dictar un curso en la Universidad de Boston, sobre Joseph Conrad, y he descubierto que Conrad tiene un hormiguero de narradores. Está Marlowe, el narrador, y después hay otros que cuentan sus historias. El propio lord Jim. Hay toda clase de gente que narra. Y me dije, ¿para qué necesito tantos narradores, tantos puntos de vista? Me produce impaciencia. ¿Por qué debo depender de estas personalidades que no tienen nada que ver conmigo? Hay demasiadas intervenciones. Está esa espantosa necesidad de interpretar o examinar detalladamente los hechos, la necesidad de repasarlo todo desde muchos puntos de vista. ¿Para qué? ¿Necesitamos todas esas interpretaciones?
Usted ha dicho que le gusta escribir breve, no siempre lo ha hecho, pero lo hace ahora. En ese sentido, al tener un narrador en primera persona, puede despojarse de gran parte del mobiliario.
Sí.
Pero después llega el momento en que desea que alguien observe al narrador en primera persona. Ya sea negativamente, como en el caso de "Lord Jim", o aunque sea para ofrecer otro enfoque. Me preguntó si no ha pensado en eso.
La gente se asigna la tarea de lanzarse sobre la experiencia para explicar lo ocurrido y, con frecuencia, esa explicación es una intelectualización, y por lo tanto hay una tendencia natural a confundir todos los puntos de vista. Es innecesario. Sólo sirve para entorpecer el relato.
Usted dice que... hay que contar la historia.
Exactamente.
Cambiando de dirección, ¿cómo fue su infancia?
A los ocho años pasé mucho tiempo en hospitales. Tenía una infección pulmonar que me impedía respirar. Fue secuela de una neumonía de la que me recobré. Pero fui un niño enfermizo.
¿Así que era un chico callejero y también un lector?
Sí. Cuando salí del hospital estaba muy débil, me había pasado casi un año en cama. Así que tenía que ponerme al día, y me esforcé por ponerme a la altura de los otros niños. En la escuela nos hacían memorizar mucha poesía. Memoricé gran parte de "El viejo marino", y los monólogos de Shakespeare.
¿Cuál fue su mayor influencia en la adolescencia? ¿James Joyce fue el autor que más ocupaba su mente?
En el barrio tenía un grupo de amigos. Uno de ellos, Sydney Harrison, que empezó como columnista del "Chicago Daily News", tenía un primo, Wolfie, quien solía ir a París de vacaciones, y casi siempre traía libros que estaban prohibidos en Estados Unidos. El "Ulises" fue uno de ellos. Se lo pasó a Sydney, y Sydney me lo pasó a mí. Yo tenía quince años, y empecé a leerlo por mi cuenta, sin ninguna ayuda. Trabajé en eso, porque sabía que era muy importante. No entendí algunas cosas. No entendía que la carta para Molly Bloom trataba del adulterio, no teníamos experiencia al respecto cuando éramos chicos, en Chicago. Me llevó cinco o seis años darme cuenta de que la carta era del amante de Molly Bloom y de que Leopold lo sabía todo. El "Ulises" fue mi educación. Mi educación fuera de la escuela.
¿Esa mezcla de lo alto y lo bajo es lo que usted quiso infundirle a la novela estadounidense?
Sí, en la larga tradición del lugar del novelista y la novela dentro de la sociedad civilizada, la novela es una suerte de escuela rudimentaria donde uno aprende los problemas más importantes de la vida. Es un correctivo de la necedad de la propia familia, que siempre quiere que todo sea amable, pulido... No había nada amable ni cultivado en la vida de la calle de Chicago.
Entonces, a pesar de que usted es el novelista estadounidense más admirado por los intelectuales, en su obra siempre parece estar un poco en pie de guerra contra ellos...
Creo que tiene que ver con la manera en que uno se ve a sí mismo y a los demás como miembros de una clase educada. Especialmente si uno tiene la mala suerte de que lo llamen intelectual. La gente casi universalmente considera que el alter ego es el yo educado que observa la vida, comenta sobre ella, identifica los hechos importantes y cosas así, de manera que cuando uno llega al final de la vida, ha cometido una cantidad de errores, un montón de equivocaciones y "gaffes" intelectuales, pero no importa porque uno las corregirá antes de que caiga el telón. Es muy raro que se ponga tanto énfasis en la vida intelectual. Muchos de los grandes novelistas del siglo XIX no veían las cosas así. O al menos combatían la idea de ser intelectuales, especialmente los rusos. Pero la gente me considera intelectual, y cree que al final de la vida uno tiene muchas respuestas, pero no es así.
¿Y en su obra usted sigue discutiendo con los intelectuales?
Los intelectuales han caído en el descrédito por sí mismos. Por otro lado, son graduados de las universidades, y representan el deseo de sus padres de que sus hijos estén colmados de compasión. La gente trata de estar a la altura de esas ideas para complacer a sus padres, pero las cosas no son así en este país. Esta es la tierra de las oportunidades, y las oportunidades que brinda son las de enriquecerse rápidamente. En las películas, la gente tiene una vida libre, sin responsabilidad, pero el hecho es que cada mañana se abren las puertas de las fábricas y la gente va a trabajar. Que haya tanta gente dispuesta a aceptar responsabilidades es un hecho que nadie puede explicar. Nadie parece maravillarse por eso. El otro día pensaba que nunca le dije a mi padre que sería un escritor, y me pregunté por qué. Después entendí: le estaba mintiendo, le dije que iba a ser profesor, para que me mantuviera en la universidad. Le mentí deliberadamente.
¿Cree que sus lectores entienden que en el novelista se da esa tensión, esa disputa? ¿Qué el novelista favorito de los intelectuales puede tener profundas razones para luchar contra ellos?
Bueno, es difícil entender eso. No nacimos para convertirnos en intelectuales que pueden explicar todo lo que ocurre.
A veces los escritores tienden a discutir con los escritores que los han precedido, con escritores muertos. O quieren llegar a un público específico. ¿A quién piensa usted que se está dirigiendo ahora?
Bien, a veces, creo que las sociedades bíblicas están en lo cierto. Entregan gratuitamente ejemplares de la Biblia a los hoteles, albergues, hospitales y cárceles. A todo el mundo.
Sí, ¿pero la novela expresa todavía su visión de mundo?
Bien, parte de esa visión era que nosotros, los escritores, éramos diferentes de las personas en las que podríamos habernos convertido. Yo era un fanático del béisbol, pero además de que me gustaba ese deporte, nosotros, los que queríamos convertirnos en escritores, teníamos un gusto por el lenguaje que no era común a todos. Uno sentía que pertenecía a un grupo privilegiado que tenía un estimulante interior del que los otros carecían.
¿Y no sentía también que estaba entrando en un mundo un poco secreto, al que no podían seguirlo el carnicero o el panadero?
Es algo de lo que suelo hablar con Philip Roth. Cuando empezamos a ser escritores no entendíamos la situación cultural en la que nos hallábamos. De haberla entendido, no hubiéramos estado tan complacidos. No hubiéramos aceptado la idea de que uno podía convertirse en escritor y que la gente podría entender lo que uno escribía, por más que uno dijera las cosas de manera excéntrica. Philip me dijo que si hubiéramos entendido cómo eran las cosas, de que no había público para nosotros, no hubiéramos persistido.
¿Y le parece que es así?
Yo era terriblemente terco, y hubiera persistido.
¿Qué le entusiasma ahora?
El enorme tema de lo que ha hecho la inteligencia individual para transformar la vida. Antes no solíamos entender nuestros cuerpos. Cosas como el funcionamierito del aparato digestivo. Ahora hemos llegado al punto de no entender la alta tecnología de esta civilización, y tendemos a tomarla como algo que forma parte de la naturaleza. Es extraño, porque vivimos entre productos de la mente, entre objetos que son productos de la imaginación humana, sin entender de ellos más de lo que hubiera entendido el hombre primitivo. Eso es lo que me preocupa, mi proyecto privado de llegar al fondo de eso. Pero no se puede. Siempre se acaba en el misterio. Freud era biologista, y puso todas sus fichas a la reproducción humana. Se lo agradezco, pero dejó de lado ciertos temas... su insistencia en que la religión es sólo sublimación, por ejemplo, ¿qué significa? Siempre me interesaron las ideas de Rudolph Steiner, porque le prestó atención a cosas a las que nadie presta atención... el hecho de que tenemos alma, espíritu, y de que no hay pruebas de que la muerte sea el final. Pero la gente considera que interesarse por esas cosas es sólo un capricho en un novelista.