En términos de lo que sucede y de lo que leo con más interés, veo los signos claros de una combinación de géneros. Cito como ejemplo a John Berger, Claudio Magris y W.G. Sebald, que marcan algo con lo que me siento emparentado: la mezcla de máquinas narrativas o géneros establecidos, que son como ríos en los que uno entra. Esta fuerte presencia de géneros que suponen una decisión relacionada con la escritura fue muy polémica en su momento, pero que ya no lo es; la alta literatura ha dejado de ser el espacio exclusivo de la combinación libre y la creatividad pura. Los géneros se definen básicamente porque están estereotipados y estructurados, es decir, porque ofrecen la versión positiva de un procedimiento fijo; en la alta literatura esto se ha visto a menudo como algo poco factible, aunque hoy hay un reconocimiento a la elegancia de la repetición de ciertas fórmulas. Junto con este uso hay un mecanismo que articula los géneros.
¿Y cómo se produce la articulación entre los diferentes ríos narrativos?
Pienso que, en algunos relatos situados en la frontera de la literatura actual, los géneros se combinan con una tentativa autobiográfica: el sujeto que habla, que narra la historia, está conectado con el autor. Escritores como Berger, Magris, Sebald o el Italo Calvino de "Si una noche de invierno un viajero" representan el estado actual de la novela: la autobiografía mezclada con la reflexión y el uso de los géneros.
Dices que te atrae el modelo del relato como investigación; esto ilustra tu enorme cercanía con el género policíaco, que has explorado y contribuido a difundir. ¿Por qué elegir justamente este tipo de literatura que podemos llamar menor, siguiendo la acepción de Gilles Deleuze?
Hay dos respuestas que se superponen, la primera es autobiográfica. Hace varios años trabajé dirigiendo una colección policíaca, de modo que tuve que leer una enormidad de libros para seleccionar lo que quería traducir, algo que sucede hoy día: hay que leer mucho para encontrar algo que valga la pena. Así comprobé la cantidad de novelas policíacas que se publican, al menos en inglés. Conocemos sólo la punta del iceberg: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, los grandes escritores del género, pero debajo de ellos hay una producción increíble. Aprendí a leer rápido las novelas policíacas, que por lo general marchan bien en las primeras treinta páginas, al presentar el ambiente; sin embargo, hasta que no aparece la intriga no se ve si el escritor es realmente diestro. Con esto quiero decir que mi primera relación con el género estuvo ligada a una lectura cuantitativa; así empecé a darme cuenta de que se manejaban ciertas fórmulas narrativas muy eficaces, y de que esto podía ser una manera de entender un funcionamiento que no era exclusivo del género. La segunda respuesta tiene que ver con la historia de la novela policíaca. Uno se topa, por ejemplo, con la sorpresa de un Edgar Allan Poe: un escritor sumamente sofisticado, conectado con la imagen de la bohemia y la vanguardia a la Baudelaire, y a la vez un autor popular, con una extraordinaria intuición sobre la cultura de masas de la época. Poe inventa un género que es una negociación entre la cultura de masas y la cultura popular, un nuevo espacio que arranca siendo microscópico -tres pequeños relatos escritos en 1841 o 1842- y que se expande hasta inundar el imaginario contemporáneo. Hoy tenemos no sólo la gran producción de novelas de la que hablaba sino también las series de televisión y las películas: el imaginario policíaco ha invadido el mundo moderno. Hemos visto, así pues, cómo el invento personal de Poe se convirtió en una forma de narrar con una presencia notable. Ahora bien, ¿porqué este género ha logrado capturar el imaginario colectivo del último siglo y medio? Según creo, por su manera de ver la sociedad desde el crimen y de establecer varios vínculos: entre ley y verdad, entre dinero y moralidad, entre poder y corrupción. El género policíaco es un gran modo de narrar la sociedad sin hacer literatura política en el sentido más directo. Ahí está el otro punto de interés para mí: es una forma que da cuenta de la relación entre literatura y sociedad y que permite construir ficciones en sincronía con el funcionamiento social.
Siempre me ha cautivado el relato femenino en sentidos múltiples, la percepción de la realidad desde un lugar que habitualmente ha sido condenado a una óptica cotidiana, privada. Para mí esto tiene que ver con el nexo entre la literatura y la circulación social de relatos, un asunto que me apasiona: cómo circulan las narraciones en una sociedad y qué vínculo tenemos con la narración como una de las experiencias centrales de nuestra relación con el mundo. El relato femenino es una de esas narraciones sociales, y creo que la atracción que siento por él se condensa en "La loca y el relato del crimen", de 1975, el único cuento policíaco puro que he escrito; en "La ciudad ausente" ahondo en el relato femenino, que se convierte casi en la novela misma. Lo que sucede con "Plata quemada" es que está ligado a una etapa previa; escribí la primera versión del libro en los años setenta y no lo retomé sino hasta tiempo después. Aquí hay una intención de hacer funcionar un imaginario épico que es ajeno al relato femenino, aunque también algo que descubrí en el proceso de escritura: la feminización de la figura masculina. Los protagonistas tienen los emblemas de la masculinidad a flor de piel, plenamente visibles, y sin embargo entre ellos se desatan pasiones y relaciones sentimentales, de modo que podemos hablar de una elaboración temática: el gaucho asociado al relato femenino.
"Inventar una máquina es fácil, si usted puede modificar las piezas de un mecanismo anterior. Las posibilidades de convertir en otra cosa lo que ya existe son infinitas". ¿Sería factible ver en estas frases un "ars" narrativa, una toma de conciencia literaria? Pienso sobre todo en lo que has hecho en "Respiración artificial" y "La ciudad ausente": "convertir en otra cosa" los "Diarios" de Franz Kafka, en el primer caso, y "El museo de la novela de la Eterna", de Macedonio Fernández, y "Finnegans Wake", de James Joyce, en el segundo.
Hay, en efecto, una idea en torno a la reestructuración de las narraciones: la historia que se vuelve a contar con otro registro, otro tono de voz. Esa es obviamente la lección de Joyce: vamos a contar de nuevo la "Odisea". Los estudiosos han enloquecido al tratar de establecer los nexos del "Ulises", pero me parece que lo que la crítica joyceana no advierte es que esos nexos con un relato anterior son útiles para quien escribe el libro y no para quien lo lee; al autor le sirven como una suerte de mapa por seguir. Para la ruta que quería recorrer, Joyce construyó un esqueleto basado en Homero, del que tomó no la "Ilíada", el momento épico, sino la "Odisea", el momento novelístico, la historia privada del sujeto moderno; esto lleva a pensar que el origen de la subjetividad no es Edipo, el sujeto estructurado, sino Ulises, el sujeto vagabundo o errante. Pero insisto: no creo que para un lector sea necesario conocer las referencias que circulan en un relato. Por ejemplo: si leo alguno de los escritores que me gustan -Wüliam Faulkner, Juan Rulfo-, no estoy seguro de poder captar todas las referencias históricas, ya que en cada relato hay algo implícito que no se termina de aprehender. El buen lector, por supuesto, sería el que es capaz de reconstruir esa red de señales, aunque a la vez debe tener la libertad de abordar un texto sin pensar en relaciones cifradas. Ahora bien, como estamos dentro de una tradición talmúdica, algunos establecemos una conexión entre la literatura y cierto tipo de lectura infinita y proponemos enigmas y retos al lector; Beckett, Borges y Joyce han sido grandes maestros en este rubro. Y para volver a Joyce: hay una noción cristalizada alrededor de "Ulises" como modelo de la construcción de la subjetividad, entendida como el movimiento que entraña la errancia y la pérdida del hogar; es decir, el sujeto se erige por la condición de forastero, aquel que llega a un sitio al que no pertenece y que le produce un hondo extrañamiento. Esto tiene mucho que ver con el imaginario contemporáneo.
Hablemos de la ficción paranoica, un concepto que has acuñado y al que le dedicaste un seminario impartido en 1997 en la Universidad de Princeton.
Lejos de entenderlo en el sentido psiquiátrico, para mí es un modo de definir el estado actual del género policíaco. Después de pasar por la novela de enigma y la novela de la experiencia, por llamarla así, nos topamos con la figura del complot, que me atrae especialmente: el sujeto no descifra un crimen privado sino que se enfrenta a una combinación multitudinaria de enemigos; atrás quedó la relación personal del detective con el criminal, que redundaba en una especie de duelo. La idea de la conspiración se conecta también con una duda que se plantearía así: ¿cómo ve la sociedad al sujeto privado? Yo digo que bajo la forma de un complot destinado a destruirlo, o en otras palabras: la conspiración, la paranoia están ligadas a la percepción que un individuo diseña en torno a lo social. El complot, entonces, ha sustituido a la noción trágica de destino. Recordemos que el sujeto debía leer en el oráculo el carácter cifrado de su futuro, que ya estaba predicho; la tragedia establecía un nexo entre los que conocían ese destino, los dioses que emitían mensajes oscuros, y el individuo que los interpretaba bien o mal. Me parece que hoy los dioses han sido reemplazados por el complot, es decir, hay una organización invisible que manipula la sociedad y produce efectos que el sujeto también trata de descifrar. Estos serían los dos polos de la ficción paranoica: por una parte es el estado del género policíaco; por otra, la manera en que la literatura nos dice cómo el sujeto privado lee lo político, lo social.
"Intento contar muchas historias en una sola historia ", declaraste en alguna ocasión. ¿Estarías de acuerdo en que tus novelas funcionan como "matrioshkas" narrativas? ¿De dónde viene esta idea?
De una tradición, la forma breve, que ha tenido una enorme importancia en la literatura argentina; pensemos en Borges, en Cortázar, en Silvina Ocampo. En el cruce del gusto por la concentración narrativa, y la exigencia de una trama que expande las historias, nace esta poética, que se ilusiona con la posibilidad de mantener la intensidad de la forma breve en el interior de la novela. Es un desafio terrible, por supuesto: escribir una novela que tenga la fuerza del relato concentrado. Esa es la fórmula que he intentado aplicar en mis libros, y por eso la novela me lleva mucho tiempo: habitualmente escribo una historia y al reescribirla aparece otra, y otra, y otra, asi que trato de no sacar las historias que se van sucediendo en el proceso de escritura, para hacerlas coexistir. Hablaríamos entonces de una versión concentrada de la gran expansión narrativa, es decir, de una especie de expansión concentrada. Esa es la ilusión: por un lado, lograr un relato autobiográfico delirante que combine géneros; por otro, trabajar con un microrrelato que se expanda.
Emilio Renzi, el personaje que has diseñado para desdoblarte en varios textos, ¿es más un modo de narrar que un "álter ego" en el sentido estricto de la palabra?
Más bien es una especie de doble, amenazador como todos los dobles, porque ya sabemos que esta figura tiene que ver con la muerte. Su envejecimiento me interesa en particular. Aunque hace algunas cosas que nunca hice -por ejemplo, él es periodista y yo no he trabajado como personal de planta en un periódico, sólo como colaborador-, muchos rasgos que lo caracterizan están tomados de mi propia vida. Hay otra cuestión que descubrí después de que Renzi apareciera en unos primeros relatos, básicamente en el cuento que bautiza "La invasión" y en "El fin del viaje", de "Nombre falso": la posibilidad de que los personajes de una novela se trasladen a otra, algo que por supuesto -y por desgracia- no es de mi invención y que se detecta en un amplio sector de la narrativa contemporánea. Los escritores del "nouveau román" decían tener relación con Balzac porque había sido el primero en utilizar este procedimiento; yo tenía en mente experiencias más concretas: Faulkner, Onetti, el Stephen Dedalus de Joyce, es decir, la aparición no de muchos personajes sino de uno solo. En mi caso se trataba de ver si era factible secretamente la biografía de alguien a lo largo de una serie de relatos, que contaban otras historias pero que de modo paralelo se ocupaban de la vida de Renzi. Esto me plantea una encrucijada. Un camino es seguir el gesto de Pessoa con sus heterónimos, que a veces me atrae y que reproduciría algunas cosas que ya hice: por ejemplo, Renzi apareció primero en "La invasión", después como responsable de una antología de cuentos policíacos que yo realicé, y más tarde firmó notas que me pedían para periódicos y revistas. Es un camino muy tentador: escribir y publicar un libro no con mi nombre sino como Emilio Renzi, para ver qué efecto provoca. La otra ruta, que en cierto sentido está implícita en la figura de Renzi, es explorar los cambios que sufre un personaje que el escritor elige como tema de su obra; para mí, cada novela sería una forma de contar un momento de la vida de Renzi, sin que él sea el centro de la trama. Ahora estoy escribiendo mi cuarta novela, "Blanco nocturno", en la que él es de nuevo el narrador, como pasa en "Respiración artificial"; es un texto en el que trabajo desde hace tiempo y que ocurre durante la guerra de las Malvinas, aunque el conflicto no se cuenta. Es una historia de amor que también tiene que ver con el diario de Renzi, al que he tomado como protagonista para ver si logro sacármelo de encima.
Eres de los pocos escritores contemporáneos de Latinoamérica que privilegian la literatura como diálogo con el lector y no como monólogo del autor. ¿Te inclinas entonces por la lectura como acto creativo?
A la par de la novela estoy escribiendo un libro de ensayos, "¿Qué es un lector?", donde lo que intento no es hacer una historia de la lectura sino rastrear cómo el lector es ficcionalizado en distintas novelas: es decir, una historia del lector como tal, como figura retratada en diversos textos literarios. Busco instantes en que estén los lectores narrados y no los reales; quizá después incorpore algunas escenas reales de lectura, momentos en que los escritores cuentan situaciones como lectores: la primera vez que leyeron determinado texto, la historia que tienen con un libro. El lector, por lo tanto, es una imagen ficcional que también ha sido representada en la literatura; se podría armar una antología con todos los lectores inventados por gente como Borges y Vladimir Nabokov, pero la figura que yo trato de seguir es anónima: los lectores no tienen más nombre que el que reciben en el instante en que alguien los ve leer. Con este libro tengo la ilusión de que rastrear dicha figura me permita decir algo sobre qué significa leer novelas.