Jean Jacques Marie: Caos, miseria y hambruna
durante la guerra civil rusa
El
historiador francés Jean Jacques Marie (1937), uno de los más conocidos
investigadores de la historia de la Unión Soviética, publicó en julio de 2009
“Trotsky, un revolucionario sin fronteras”. Esta biografía de Trotsky está
cimentada en un profundo trabajo de investigación en los archivos rusos,
abiertos de manera parcial a los investigadores a comienzos del presente siglo.
En el prólogo, el autor afirma que dentro del modo de producción vigente en el
que la mayoría de los trabajadores deben vender su fuerza de trabajo para
vivir, y una minoría la compra y la explota pagando por ella lo menos posible
para poder mantener sus privilegios, no es de extrañar que Trotsky sea
vilipendiado, ya que, sin dudas, representa el objetivo de ayudar a los
explotados a cambiar radicalmente ese estado de cosas a través de la
socialización de los medios de producción. En esta obra, su autor presenta una
cronología que sintetiza los principales hechos históricos en el contexto de la
vida de Trotsky. En el capítulo “Guerra civil” narra en forma pormenorizada
todos los problemas que debió enfrentar el Partido Bolchevique y señala en
particular las necesidades políticas de ese momento de conjugar la acción del
Partido y la del Estado, y las bases para el surgimiento de lo que más tarde
sería la burocracia soviética. A renglón seguido se reproduce la primera parte
de ese capítulo.
En las
fronteras de Rusia, a 30 kilómetros de Petrogrado, la revolución finlandesa
desencadenada a mediados de enero de 1918 por la izquierda socialdemócrata
agoniza. Con la ayuda de la división alemana de Von der Goltz, los blancos
aplastan a los rojos a principios de abril y desatan un terror inaudito;
mujeres y prisioneros, alineados delante de muros o fosas, son abatidos a
disparos de ametralladora; se elimina a los heridos y se amontona a 80 mil
prisioneros en las cárceles o en los primeros campos de concentración de la
guerra civil. El saldo del terror asciende a 35 mil muertos, fusilados,
arrebatados por el hambre y el tifus... Hambrienta,
Petrogrado, donde 50 mil soldados y marineros desmovilizados a fines de enero
merodean desmoralizados, se encuentra en una situación ingobernable. La
población se alimenta con un pan negro gomoso y mondaduras de papa. La carne,
aun la de caballo reventado, es escasísima. El hambre provoca el enojo de los
obreros que hasta ayer votaban a los bolcheviques.
Algunos días antes, el naciente Ejército Rojo se ha visto obligado a desarmar por la fuerza a 6 mil marineros que habían abandonado sus buques de guerra sin devolver sus armas y municiones. Es imperativo, pues, instalarse en Moscú, donde, en esta época, todavía pueden encomiarse carne, leche y pan de verdad. El 10 de marzo a la noche, un tren lleva a esa ciudad a Lenin, los miembros del Comité Central y los integrantes del gobierno, salvo Zinóviev, presidente del Soviet de Petrogrado, y Trotsky, cuya presencia debe mitigar el descontento de los comunistas petrogradenses. Pero Trotsky, en desacuerdo (ya) con la injerencia en las decisiones estratégicas y técnicas de los “especialistas” (ex oficiales), apenas dirige durante 24 horas las cuestiones militares de la ciudad. El 14 de marzo Lenin lo hace designar Comisario de Guerra y presidente del Consejo Supremo de Guerra. Trotsky viaja a Moscú para ocupar su cargo. Se instala en el Kremlin, con sus dos hijos, en un apartamento de cinco habitaciones del ala de los Jinetes frente a las tres habitaciones de Lenin situadas en el extremo del corredor. El apartamento se comunica con el comedor del gobierno. Si bien el ejercicio del poder les evita el hambre, Trotsky y los demás dirigentes bolcheviques llevan una existencia bastante espartana. En las reuniones oficiales, Lenin hace repartir agua hervida como bebida.
La función de comisario de Guerra que Trotsky va a cumplir hasta enero de 1925 reestructura su personalidad y transforma al publicista militante y polemista en organizador exigente y meticuloso. Centenares de fotografías lo muestran con el casco puntiagudo y de orejeras sobre la cabeza, ceñido en un largo capote gris, mandando, saludando, arengando, condecorando, en la Plaza Roja o en el frente. Su cargo de comandante modela la imagen que tienen de él los cuadros del Partido, militantes, soldados, trabajadores o campesinos, toda vez que modifica o altera duraderamente su comportamiento y su manera de abordar los problemas.
Antes de consagrarse a la construcción de un nuevo ejército, debe afrontar el IV Congreso extraordinario de los soviets, al que preceden los inquietantes resultados de una consulta a éstos sobre la paz y la guerra. Los miembros del Partido Social Revolucionario, llamados eseristas -en este caso los de izquierda-, que representan una cuarta parte de la asamblea, denuncian la paz de Brest-Litovsk y reclaman la reanudación de la guerra contra Alemania.
Algunos días antes, el naciente Ejército Rojo se ha visto obligado a desarmar por la fuerza a 6 mil marineros que habían abandonado sus buques de guerra sin devolver sus armas y municiones. Es imperativo, pues, instalarse en Moscú, donde, en esta época, todavía pueden encomiarse carne, leche y pan de verdad. El 10 de marzo a la noche, un tren lleva a esa ciudad a Lenin, los miembros del Comité Central y los integrantes del gobierno, salvo Zinóviev, presidente del Soviet de Petrogrado, y Trotsky, cuya presencia debe mitigar el descontento de los comunistas petrogradenses. Pero Trotsky, en desacuerdo (ya) con la injerencia en las decisiones estratégicas y técnicas de los “especialistas” (ex oficiales), apenas dirige durante 24 horas las cuestiones militares de la ciudad. El 14 de marzo Lenin lo hace designar Comisario de Guerra y presidente del Consejo Supremo de Guerra. Trotsky viaja a Moscú para ocupar su cargo. Se instala en el Kremlin, con sus dos hijos, en un apartamento de cinco habitaciones del ala de los Jinetes frente a las tres habitaciones de Lenin situadas en el extremo del corredor. El apartamento se comunica con el comedor del gobierno. Si bien el ejercicio del poder les evita el hambre, Trotsky y los demás dirigentes bolcheviques llevan una existencia bastante espartana. En las reuniones oficiales, Lenin hace repartir agua hervida como bebida.
La función de comisario de Guerra que Trotsky va a cumplir hasta enero de 1925 reestructura su personalidad y transforma al publicista militante y polemista en organizador exigente y meticuloso. Centenares de fotografías lo muestran con el casco puntiagudo y de orejeras sobre la cabeza, ceñido en un largo capote gris, mandando, saludando, arengando, condecorando, en la Plaza Roja o en el frente. Su cargo de comandante modela la imagen que tienen de él los cuadros del Partido, militantes, soldados, trabajadores o campesinos, toda vez que modifica o altera duraderamente su comportamiento y su manera de abordar los problemas.
Antes de consagrarse a la construcción de un nuevo ejército, debe afrontar el IV Congreso extraordinario de los soviets, al que preceden los inquietantes resultados de una consulta a éstos sobre la paz y la guerra. Los miembros del Partido Social Revolucionario, llamados eseristas -en este caso los de izquierda-, que representan una cuarta parte de la asamblea, denuncian la paz de Brest-Litovsk y reclaman la reanudación de la guerra contra Alemania.
Un día de julio de 1918, Trotsky ve llegar al Kremlin a su padre, despojado de todos sus bienes. El anciano, que acaba de cumplir setenta años, ha hecho a pie los alrededor de 200 kilómetros que separan Yanovka de Odesa, y el resto del camino en tren, entre los blancos y los rojos igualmente hostiles al ciudadano Bronstein. Trotsky gestiona su afectación a una granja del Estado donde el anciano trabajará hasta su muerte en diciembre de 1922, sin volver a ver casi nunca a su hijo. La guerra civil estalla en esta época. Durante tres años, la Rusia soviética va a enfrentarse a los ejércitos blancos, reforzados por la intervención de ingleses, alemanes, franceses, japoneses, estadounidenses, griegos, polacos, rumanos y legionarios checoslovacos, en medio de levantamientos campesinos que culminarán en marzo de 1921 con la insurrección de Kronstadt. Fue entonces cuando surgieron los momentos clave y los problemas candentes ante los cuales se encontró Trotsky en su intento de crear un ejército centralizado, frente a la oposición feroz de una parte de los comunistas a su política.
Sus comienzos son arduos. En principio, debe crear un nuevo ejército de la nada, en un país donde merodean jirones del viejo ejército en derrota, cuya descomposición total no ha dejado más que ruinas y cuyos equipos, así como las existencias de armas abandonadas, se dejan ver casi por doquier. Por eso, en un primer momento el naciente Ejército Rojo se basa en el voluntariado y suma destacamentos de guardias rojos inexpertos. Le es preciso superar el doble legado del desorden general y el hambre. La desarticulación económica y social ha pervertido la idea misma de disciplina y suscitado el rechazo de todas las reglas. El 21 de marzo, Trotsky exige: “Trabajo, orden, perseverancia, disciplina, abnegación”. Y el 28 de marzo proclama: “El trabajo, la disciplina y el orden salvarán la República soviética”. Hace hincapié en la multiplicación de las dificultades en las fábricas, los sindicatos, los ferrocarriles, los organismos administrativos, que son el resultado de la “amplitud de las tendencias a la desorganización, el individualismo, el anarquismo, la avidez que observamos sobre todo entre los numerosos elementos desclasados del antiguo ejército y también en algunos elementos de la clase obrera”.
El 7 de junio, en el Iº Congreso de comisarios políticos, insiste: “Todo el período precedente ha significado un duro quebranto de la disciplina del trabajo; en las capas profundas del pueblo se ha formado un elemento indeseable de obreros y campesinos desclasados”. Denuncia “el anarquismo elemental, el remoloneo, la picardía” y proclama la necesidad de “un orden y una disciplina revolucionarios”. El reclutamiento voluntario decidido en febrero para formar los primeros destacamentos del Ejército Rojo no es, pues, más que un compromiso provisorio entre la disgregación del antiguo ejército y la constitución de uno nuevo, que sólo podrá basarse en la conscripción obligatoria de los obreros y campesinos; los burgueses, poco confiables, deben quedar sujetos a faenas militares forzadas en la retaguardia. En el decreto del 22 de abril de 1918 sobre la instrucción militar obligatoria, Trotsky incluye un artículo que estipula: “Los hombres cuyas convicciones religiosas no toleren el uso de las armas son convocados a instruirse únicamente en las funciones que no requieran el uso de éstas”.
La experiencia vivida de la descomposición de la vieja sociedad que se prolonga y del caos generado por ella, a la vez móvil y producto de la revolución, consuma en él una modificación psicológica radical, iniciada en octubre de 1917. Durante catorce años, Trotsky, teórico, periodista, orador de masas, había visto con disgusto el centralismo, propiciado un gran liberalismo y mostrado limitadas capacidades de organizador. En octubre mismo, en medio de la fiebre y el jubiloso desorden reinantes en el Soviet de Petrogrado, había tomado a salto de mata medidas dictadas en gran parte por la situación. Ahora, debe organizar un Ejército Rojo en medio del hambre que hará estragos en la Rusia soviética hasta el último día de la guerra civil.
El 4 de junio, Trotsky declara: “La población de las ciudades empieza a abotagarse por el hambre, el Ejército Rojo no es capaz de defenderse a causa de la falta de provisiones. El hambre golpea a las puertas de nuestras ciudades, de los talleres, las fábricas y las aldeas”. En un discurso del 9 del mismo mes, cita los telegramas angustiados que recibe de todas partes. De Pavlovsky Posad: “La población está hambrienta, no hay pan y no sabemos de dónde sacarlo”; de la provincia de Nizhni-Nóvgorod: “El 30% de los obreros están ausentes a causa del hambre”; de Sérguiyev Posad: “Dadnos pan, o moriremos"; de Ikiansk: “En las fábricas de Maltsevo y Briansk, la mortalidad es enorme, sobre todo entre los niños; como producto de la hambruna, el tifus hace estragos en el distrito”; de Kline: “Desde hace dos semanas, no hay en Kline una migaja de pan”; de Dorogobuki; “Gran hambruna y epidemias masivas”.
El 9 de junio de 1918, Lenin establece comités de campesinos pobres encargados de rastrear los excedentes retenidos por los llamados campesinos acomodados o ricos, para repartirlos entre las poblaciones necesitadas de las ciudades y el campo a precios inferiores a los del mercado, y prohibir o al menos reducir, el comercio libre y especulativo. La requisición de cereales y su intensificación con el paso de los meses para hacer frente a la hambruna y la guerra civil son motivos de irritación en el campo. La medida, sin embargo, es de débil alcance hasta enero-febrero de 1919.
La cuestión central de la guerra civil es el aprovisionamiento. En las ciudades, las raciones alimentarias más elevadas apenas superan, en teoría, las 2 mil calorías. Es cierto, muchos habitantes tienen varias cartillas y, por lo tanto, varias raciones: registran los nacimientos en distintos lugares, conservan las cartillas de los reclutados por el ejército, no declaran los fallecimientos, etc., pero esas maniobras no aumentan la masa de alimentos por repartir. Ahora bien, la sociedad está subordinada a la guerra, que drena todos los recursos y agota todas las energías. Trotsky vuelve sin descanso a esta cuestión. En noviembre de 1918 señala ante el congreso de los soviets: “El país entero no tiene otra misión que el aprovisionamiento del ejército. Todas las fuerzas y todos los medios del país pertenecen al Ejército Rojo”. Pero los soldados rojos, corroídos por el hambre y en andrajos, carecen de cartuchos, y los caballos mal alimentados se agotan rápidamente y mueren tanto en el frente como en la retaguardia.
A criterio de Trotsky, la solución de esos problemas materiales antecede a cualquier elaboración táctica o estratégica. En un telegrama a Lenin del 1º de agosto de 1919 insiste sobre esta exigencia primordial: “Ni la agitación ni la represión pueden hacer apto para el combate a un ejército de soldados descalzos, andrajosos, hambrientos y devorados por los piojos”, inevitablemente asolado por la deserción. La carencia de material y municiones es tan crucial como la cuestión del hambre. En junio de 1919, Trotsky denuncia “la situación inadmisible y criminal de los suministros militares”. El 27 de julio del mismo año afirma: “La principal razón de la pérdida de Jarkov y Ekaterinoslav ha sido la falta de cartuchos”. El Ejército Rojo combate sin reservas de suministros. La correspondencia entre Lenin y Trotsky a lo largo de la guerra orquesta el mismo motivo central, el material falta o no llega.
El problema de los transportes es igualmente agudo. La red caminera rusa es floja y mediocre. Las rutas aptas para vehículos automotores son escasas, y las de tierra están empapadas y embarradas una buena tercera parte del año. El transporte en carros exige la requisición de caballos de tiro, que el campesino se resiste a entregar. Los transportes ferroviarios, desmantelados por la guerra, deteriorados, de una lentitud desesperante, no pueden garantizar con normalidad los movimientos de tropas, el envío de refuerzos, el transporte del material y los suministros. El 29 de noviembre de 1918, Trotsky constata: “El aprovisionamiento enviado al frente se amontona en las estaciones de clasificación”, donde suele ser objeto de saqueos.
La situación sanitaria, además, es catastrófica. Lo que Trotsky dice del 5º ejército vale para todos: “Ni médicos, ni medicamentos, ni transportes sanitarios. Los heridos son cargados en vagones para ganado”, en convoyes que se detienen durante horas, en medio de un frío glacial o bajo la canícula, a veces sin que nadie se ocupe de ellos para darles de comer o beber, por falta de órdenes escritas. Un día de junio de 1919, Trotsky se ahoga de rabia. En el sur, un convoy de heridos y tíficos transportados en vagones sin camas, sin enfermeros y sin médicos llega a la estación de Liski. Uno de los trenes, que transporta a más de cuatrocientos heridos y enfermos, permanece allí todo el día sin recibir el más mínimo alimento.
Trotsky denuncia esta negligencia burocrática en el periódico “V Puti” (por él creado) del 10 de junio de 1919: nadie ha avisado a las autoridades de Liski de la llegada del convoy. Al no tener una orden de pago, estas últimas no han alimentado a los heridos y los enfermos, que “se retorcían de dolor, hambre y sed en sus cobijas llenas de sangre, sobre los tablones sucios de los vagones. No se les daba nada porque un individuo no había liberado el dinero. ¿Es posible imaginar crueldad más absurda y burocracia más desvergonzada, aun en los tiempos más innobles del zarismo más abyecto?”. Por el momento, lo que aquí denuncia en forma violenta sólo es un sistema de negligencia e irresponsabilidad; más adelante, en una Rusia arruinada, se cristalizará en una suma de intereses particulares y luego en una capa social específica que Trotsky designará con el nombre de burocracia.
Aún cuando los heridos y los enfermos lleguen a buen puerto, su situación no es mucho más envidiable. La miseria y el bloqueo que impide toda compra de medicamentos y hasta de jabón transforman en “morideras” los hospitales, donde se amontona a los pacientes en las habitaciones y los pasillos, dos por cama, e incluso en el suelo, invadidos por colonias de piojos que propagan el tifus. Las epidemias se cobran más víctimas que los ejércitos blancos. Así, en enero de 1919, el tifus hace estragos en el país. Falto de medios y de medicamentos, el Comité Central lanza para combatirlo una semana de la limpieza, poco eficaz por carencia de instrumentos para implementarla.
Trotsky insiste en el “adiestramiento” de los soldados: sin automatismos militares, destaca, no hay soldado y por lo tanto ejército. “A nuestro juicio -dice-, el adiestramiento significa enseñar al soldado a valerse racionalmente de sus manos, sus piernas, su sable, su fusil, y a hacerlo de manera automática. Un músico sólo puede llegar a ser bueno si sabe recorrer automáticamente el teclado con los dedos. Del mismo modo, el soldado debe servirse automáticamente de su cuerpo, de su arma. Cuanto más automática es su técnica más libre es su pensamiento”. De ese modo, toma a la costumbre, que Lenin le reprochará en su testamento, de resolver los problemas por decisión administrativa, y al mismo tiempo multiplica el número de sus enemigos.
Por otro lado, Trotsky atribuye gran importancia a la agitación y la propaganda políticas. No hay, pues, Ejército Rojo sin moral, y no hay moral sin ideal ni convicción. Se consagra entonces a forjar una unidad moral en ese ejército, una unidad de la que carecen desesperadamente los blancos, divididos en facciones rivales, corrientes que se detestan, de los llamados socialistas populares moderados a los monárquicos. A fin de presentarlo como un fanático del terror, con frecuencia se trunca una de sus frases. Trotsky dice, es cierto: “No se pueda llevar a la muerte a multitudes de hombres si el mando no cuenta en su arsenal con la pena capital”, pero agrega de inmediato: “Sin embargo, no es el terror lo que constituye los ejércitos. El cimiento más fuerte de nuestro ejército fueron las ideas de Octubre”. De allí el cuidado que pone en la redacción cotidiana del periódico “V Puti”. Subraya además la necesidad de despertar el entusiasmo de los soldados y los comandantes. A menudo lo consigue.
Trotsky acumula a la cabeza del Ejército Rojo las funciones de organizador, acicate, administrador y caudillo de multitudes. Su capacidad para desempeñar esos diferentes papeles lo erige en catalizador del ejército e impulsa a los dirigentes bolcheviques a solicitarle con insistencia, aún en los momentos más duros de sus disensiones con Lenin, que se traslade en persona a tal o cual punto de un frente próximo a romperse. El 22 de agosto de 1918, por ejemplo, Lenin y Sverdlov, el hombre uniformado de cuero negro que, con la ayuda de su mujer, guarda en la cabeza y en sus pequeñas libretas todo el organigrama del aparato del partido, le telegrafían: “Su presencia en el frente surte efecto sobre soldados y ejército entero”. El 21 de mayo de 1919, Lenin insiste “personalmente con vigor” en que acuda a aplastar una insurrección. “De otro modo -agrega- no hay esperanza de victoria”.
Por grande que sea el lugar que otorga a la moral, Trotsky considera que el entusiasmo y los discursos inflamados no pueden reemplazar las buenas condiciones indispensables para el funcionamiento de un ejército. Eso es lo que hacen Stalin y Voroshílov en el frente sur. Por eso adjudica gran importancia a los prejuicios nacionales. El 18 de abril de 1919 alerta al Politburó sobre una cuestión delicada: los letones y los judíos constituyen una enorme proporción de las tropas de la Checa situadas en las inmediaciones del frente o en la retaguardia, pero su porcentaje en el frente mismo es bastante escaso, lo cual facilita la propaganda chovinista en el Ejército Rojo. Solicita, en consecuencia, una distribución más pareja de los militantes de las diversas nacionalidades entre el frente y la retaguardia. Se le da satisfacción verbal, pero no se sabe si la resolución no quedó sumergida, como tantas otras, en un océano de papeles. En octubre de 1923, Trotsky recordará que los blancos han utilizado en su propaganda la presencia de un judío a la cabeza del Ejército Rojo.
Al concentrar su atención en los problemas de organización, moral y aprovisionamiento, que en su opinión son prioritarios, reduce las cuestiones de estrategia a la solución de los datos materiales que permiten organizar la liquidación consecutiva de los frentes a partir del centro. Dificultad complementaria: sus muchos adversarios entre los cuadros del Partido Bolchevique impugnan de manera constante sus métodos y sus resultados. Así, Ordzhonikidze, amigo de Stalin, exclama en una carta a Lenin: “¿Dónde están el orden, la disciplina y el ejército regular de Trotsky? ¿Cómo ha dejado que las cosas degeneraran a tal punto? Es inconcebible”.