4 de octubre de 2022

Trotsky revisitado (XLII). Críticas y reproches (16)

Paul Avrich: La reorganización de la Armada soviética
 
“Toda buena persona en el fondo es anarquista”, afirmó Avrich cuando el Queens College de la City University of New York lo nombró catedrático distinguido. En “Kronstadt, 1921” se propuso derribar la versión tradicional que aseguraba que la revuelta era un centro de la contrarrevolución. Por el contrario, Avrich aseguró que la rebelión fue la última trinchera de las masas contra la centralización burocrática, la dictadura del partido único y la liquidación de la república soviética. Ya en 1917, inspirándose en el ejemplo de la Comuna de París, habían proclamado la República de Kronstadt independiente; en dos oportunidades habían salvado la revolución. Sin embargo, la sublevación de los marineros llevó a Lenin a declarar: “En Kronstadt no quieren saber nada con los Guardias Blancos, pero tampoco con nosotros”. Tras la represión Trotsky declaró: “Esperamos todo lo que pudimos a los camaradas marineros confundidos para que vieran con sus propios ojos a donde los estaba llevando el motín”. Y Avrich, medio siglo más tarde, afirmaría: “Kronstadt presenta una situación en la cual el historiador puede simpatizar con los rebeldes y conceder, no obstante, que los bolcheviques estuvieron justificados al someterlos. Al reconocer este hecho se capta en verdad toda la tragedia de Kronstadt”. Seguidamente, la tercera y última parte de los fragmentos seleccionados de “Kronstadt, 1921”.

 
Entretanto, Alexander Berkman y Emma Goldman, al enterarse del ultimátum bolchevique, resolvieron hacer lo posible por impedir un baño de sangre. El 5 de marzo, junto con dos de sus camaradas enviaron una carta a Zinoviev proponiéndole que se formara una comisión imparcial para mediar en la disputa. La comisión se compondría de cinco personas, dos de ellas anarquistas, e iría a Kronstadt para tratar de elaborar una solución pacífica. Fue el hambre y el frío, decía la carta, combinada con la ausencia de cualquier alivio a sus agravios, lo que impulsó a los marineros a la protesta abierta, pero los auténticos contrarrevolucionarios podrían tratar de explotar la situación a menos que se le encuentre una solución inmediata, no por la fuerza de las armas sino por un acuerdo amistoso. Recurrir a la violencia sólo serviría para agravar las cosas y ayudar a la causa de los Blancos. Al mismo tiempo, el uso de la fuerza por parte de un gobierno de Trabajadores y Campesinos contra los trabajadores y campesinos mismos produciría un efecto profundamente desmoralizador sobre el movimiento revolucionario internacional.
Apenas había comenzado la lucha el 8 de marzo, cuando el Soviet de Petrogrado anunció con tono de triunfo que los rebeldes “ya estaban en plena derrota”. El mismo día Lenin, en un discurso que pronunció en la sesión de apertura del Xº Congreso del Partido en Moscú, mostró igual confianza con el resultado. “No tengo aún las últimas noticias de Kronstadt -dijo-, pero no abrigo ninguna duda de que esta rebelión será liquidada dentro de unos pocos días”. Estas declaraciones, como se vio después, eran prematuras. En realidad el asalto del 8 de marzo resultó un fracaso liso y llano. Los comunistas perdieron centenares de hombres sin lograr abrir siquiera una brecha en las defensas de Kronstadt. En su apuro por reprimir la revuelta, desplegaron una fuerza insuficiente -quizás unos 20.000 hombres en total- e hicieron preparativos inadecuados para un asalto exitoso a la poderosa fortaleza. Tropas que habían sido elegidas por su fidelidad defeccionaron en el momento crucial, en parte porque se resistían a hacer fuego contra marineros y soldados comunes como ellos mismos, pero sobre todo por temor a cruzar el hielo abierto sin protección de ninguna clase, expuestos al fuego cruzado devastador de las baterías y fuertes de Kronstadt.
Como era de esperar, los principales blancos de la cólera de Kronstadt fueron Zinoviev y Trotsky, que “se sientan en sus blandos sillones de las iluminadas habitaciones de los palacios zaristas y consideran cuál es la mejor manera de verter la sangre de los insurgentes”. Zinoviev incurrió en la abominación de los marineros como patrón del partido de Petrogrado que había reprimido a los obreros en huelga y que durante la rebelión se rebajó hasta el punto de tomar como rehenes a las propias familias de aquéllos. Pero la “bestia negra” del furor rebelde fue Trotsky. Comisario de Guerra y presidente del Consejo Revolucionario de Guerra, Trotsky fue responsable del duro ultimátum del 5 de marzo y de ordenar el ataque que se produjo tres días más tarde.
Se le dirigió todo un arsenal de epítetos: “sangriento mariscal de campo Trotsky”, “el genio del mal en Rusia” que “como un halcón cae sobre nuestra heroica ciudad”, un monstruo de la tiranía “sumergido hasta las rodillas en la sangre de los obreros”. “Oye, Trotsky -declaraba el periódico “Izvestia” de Kronstadt el 9 de marzo-, los líderes de la Tercera Revolución están defendiendo el verdadero poder de los soviets contra el ultraje de los comisarios”. Los rebeldes, fieles a su mentalidad populista, trazaron una línea tajante entre Trotsky y Zinoviev por un lado y Lenin por el otro -entre los traidores boyardos y el zar al cual aquéllos ocultaban el sufrimiento del pueblo-. Tradicionalmente, las clases bajas rusas habían dirigido su cólera no contra el gobernante mismo, al cual veneraban como su padre ungido, sino contra sus corruptos e intrigantes asesores, en los cuales veían la encarnación de todo lo pernicioso y malvado. No se trataba del remoto autócrata que oprimía a los pobres: “Dios está en lo alto de los cielos -decía el viejo proverbio-, y el zar está lejos”. Más bien, eran los terratenientes y funcionarios que actuaban en cada lugar los que esquilmaban a los campesinos y a la gente de las ciudades, manteniéndolos en la miseria y la degradación.
Es bastante interesante el hecho de que la conducta de Lenin en la rebelión de Kronstadt haya tendido a consolidar esta imagen. Durante la primera semana, mientras Trotsky y Zinoviev estaban en escena en Petrogrado profiriendo amenazas y preparando una ofensiva contra los insurgentes, Lenin permaneció en Moscú, comprometiéndose sólo en lo que respecta a firmar la orden del 2 de marzo, por la cual se ponía fuera de la ley a Kozlovsky y a sus supuestos cómplices. Ninguna vez mencionó su nombre el diario de Kronstadt, que en su lenguaje característico estaba ocupado denunciando a los “gendarmes” Trotsky y Zinoviev por “ocultar la verdad” al pueblo. Sin embargo, el 8 de marzo, en la sesión de apertura del Xº Congreso del Partido, Lenin surgió de entre bambalinas y condenó la revuelta como obra de generales de la Guardia Blanca y elementos pequeño-burgueses de la población. Después de este discurso el Comité Revolucionario de Kronstadt lo criticó por primera vez. Los campesinos y obreros, dijo el diario rebelde “Izvestia”, “nunca creyeron una palabra a Trotsky y Zinoviev” pero no esperaban que Lenin se vinculara con su “hipocresía”. Un poema publicado en “Izvestia” hablaba amargamente de él calificándolo de “zar Lenin”, y el diario denunciaba entonces a “la firma de Lenin, Trotsky y compañía”, mientras que antes sólo había hablado de “Trotsky y compañía, sedientos de sangre”.
No obstante, incluso entonces Lenin fue tratado con un grado de simpatía que lo mantuvo aparte de la gente vinculada con él. De acuerdo con el diario rebelde “Izvestia” del 14 de marzo, Lenin había dicho a sus colegas durante una reciente discusión de la cuestión de los sindicatos: “Todo esto me aburre mortalmente. Aun sin mi enfermedad, me gustaría mandar todo el asunto al diablo y huir a cualquier parte”. “Pero -comentaba ‘Izvestia’- las cohortes de Lenin no le permitirían huir. Él es su prisionero, y debe proferir calumnias como lo hacen ellos”. Aquí tenemos, en su forma más pura, la antigua leyenda del zar benevolente como cautivo sin remedio de sus traidores boyardos. Lenin siguió siendo venerado como una especie de figura paterna.


Por consiguiente, cuando se arrancaron los retratos de Trotsky y de otros líderes bolcheviques de las paredes de las oficinas de Kronstadt, se permitió que subsistieran los de Lenin. La misma actitud persistió aun después de haber sido ahogada en sangre la rebelión. En un campo de concentración finlandés, Yakovenko, vicepresidente del Comité Revolucionario Provisional, distinguía tajantemente entre Lenin y sus colegas. Yakovenko, marinero barbudo, alto y de poderosa contextura, había luchado del lado bolchevique en la Revolución de Octubre y se sintió indignado ante la traición de los ideales y promesas por el Partido. Con su rostro rojo de cólera se desató contra el “asesino Trotsky” y el “bribón Zinoviev”. “Respeto a Lenin -dijo-. Pero Trotsky y Zinoviev lo arrastran consigo. Me gustaría tenerlos a estos dos en mis manos”.
Trotsky, en particular, era el símbolo viviente del Comunismo de Guerra, de todo aquello contra lo cual se habían rebelado los marineros. Su nombre se vinculaba con la centralización y la militarización, con la disciplina de hierro y la regimentación. En la cuestión de los sindicatos, había adoptado una línea dura y dogmática, en contraste con el enfoque considerado y conciliatorio de Lenin. Tenía en poca consideración al campesinado como fuerza revolucionaria, mientras que Lenin había comprendido siempre que resultaba esencial la cooperación de la población rural para alcanzar y mantener el poder, actitud que sus contemporáneos ortodoxos despreciaban como una supervivencia de la herejía Narodnik. En cambio Trotsky era intolerante, flamígero y altanero, mostraba lo que Lenin en su famoso “testamento” iba a llamar una “muy excesiva confianza en sí mismo”. Lenin mismo era estimado por sus hábitos simples de vida y su falta de pretensiones personales.
Además, Lenin era Gran Ruso de la región media del Volga, el corazón de la Rusia campesina. Frugal, no ostentoso, austero, era considerado como un simple hijo de Rusia que compartía las ansiedades del pueblo y era accesible a éste en su época de sufrimiento. Trotsky y Zinoviev, por contraste, eran de origen judío y estaban identificados con el ala internacionalista del movimiento comunista, más bien que con Rusia misma. Zinoviev, de hecho, era presidente del Comintern y Trotsky, según el Comité Revolucionario de Kronstadt, fue responsable durante la Guerra Civil por la muerte de millares de personas inocentes “de una nacionalidad diferente de la suya”.
Aunque los rebeldes negaban al mismo tiempo todo prejuicio antisemita, no hay duda de que los sentimientos contra los judíos eran muy fuertes entre los marineros del Báltico, muchos de los cuales provenían de Ucrania y de los confines occidentales, que eran las regiones clásicas de virulento antisemitismo en Rusia. Para hombres con antecedentes campesinos y obreros, los judíos eran un chivo emisario habitual en épocas de estrechez y desazón. Además, sus sentimientos regionalistas los llevaban a desconfiar de los elementos “ajenos” que residían en su medio, y como la revolución había eliminado a los terratenientes y a los capitalistas, su hostilidad se dirigía entonces contra los comunistas y los judíos, que ellos tendían a identificar.
Diremos al pasar que los marineros estaban bien al tanto del origen judío de Trotsky y Zinoviev, que conocían por lo menos a través de la abundante propaganda antisemita desatada por los Blancos durante la Guerra Civil, en su esfuerzo por vincular al comunismo con una conspiración judía. “Bronstein (Trotsky), Apfelbaum (Zinoviev), Rosenfeld (Kamenev), Steinberg, todos ellos son iguales a millares de otros verdaderos hijos de Israel”, decía un panfleto Blanco que acusaba a los bolcheviques judíos de complotarse para asumir el poder mundial. Que fantasías como ésta circulaban dentro de la flota del Báltico resulta evidente por las memorias de un marinero apostado en la base naval de Petrogrado en la época del levantamiento de Kronstadt. En un pasaje particularmente malévolo, ataca al régimen bolchevique como la “primera República Judía” y rotula a los judíos de “nueva clase privilegiada”, una clase de “príncipes soviéticos”.
El autor reserva su peor veneno para Trotsky y Zinoviev (o Bronstein y Apfelbaum, como a menudo los llama), mientras califica al ultimátum dirigido por el gobierno a Kronstadt como el “ultimátum del judío Trotsky”. Estos sentimientos, afirma, eran ampliamente compartidos por sus camaradas, que estaban convencidos de que los judíos y no los campesinos y obreros rusos eran los reales beneficiarios de la revolución: los judíos tenían en su poder los puestos directivos dentro del Partido Comunista y del Estado soviético; infestaban las oficinas gubernamentales, especialmente el Comisariado de Alimentación, para prever que sus congéneres judíos no padecieran hambre; e incluso los destacamentos de inspección caminera -la odiada institución-, aunque estaban compuestos en un 90% por verdaderos rusos, eran casi siempre comandados por judíos; tales creencias prevalecían, sin duda, tanto en Kronstadt como en Petrogrado, si no más.


Aunque los rebeldes experimentaban sólo desprecio por los funcionarios comunistas, no sentían hostilidad hacia los miembros rasos del Partido o los ideales del comunismo como tal. Es cierto que algunos de los miembros del Comité Revolucionario Provisional, cuando se los entrevistó luego en Finlandia, hablaron con amargura de los comunistas que “usurparon los derechos del pueblo”. Pero su antagonismo se había agudizado a raíz de la sangrienta represión de la revuelta, y en todo caso pensaban en el liderazgo del partido más bien que en sus adherentes comunes. Pese a toda su animosidad hacia la jerarquía bolchevique, los marineros nunca requirieron la disolución del partido o que se lo excluyera de desempeñar un rol en el gobierno o la sociedad rusos. “Soviets sin comunistas” no era, como sostuvieron a menudo tanto autores soviéticos como no soviéticos, un lema de Kronstadt.
Por su ferocidad, la batalla de Kronstadt igualó a los más sangrientos episodios de la Guerra Civil. Las pérdidas fueron muy grandes por ambas partes, pero los comunistas, forzados a atacar a través del hielo abierto contra defensores fuertemente atrincherados, pagaron un precio mucho mayor. En el período del 3 al 21 de marzo, según informes de la sanidad oficial, los hospitales de Petrogrado albergaban a más de 4.000 heridos y casos de shock, mientras que 527 hombres más murieron en sus lechos. Estas cifras no incluyen, por supuesto, al gran número que pereció en la batalla. Después de la lucha había tantos cadáveres esparcidos por el hielo que el gobierno finlandés pidió a Moscú que los retirara por temor de que, al llegar el deshielo, fueran llevados a la costa por el mar y crearan un riesgo para la salud. Una estimación baja de fuentes oficiales aprecia el total de muertos comunistas en alrededor de 700, con 2.500 heridos o afectados por shock traumático. Otra estimación lleva las pérdidas rojas a 25.000 muertos y heridos. Sin embargo, según Harold Quarton, cónsul norteamericano en Viborg que estaba bien informado, las bajas soviéticas totales llegaron a alrededor de 10.000 hombres, cálculo que parece razonable si se refiere a todos los muertos, heridos y desaparecidos en conjunto.
Las pérdidas de los rebeldes fueron menores, pero de ninguna manera insignificantes. No disponemos de ninguna cuna confiable, pero un informe lleva el número de muertos a 600, con más de 1.000 heridos y cerca de 2.500 prisioneros durante la batalla. Entre los muertos, no fueron pocos los masacrados en las etapas finales de la lucha. Una vez dentro de la fortaleza, las tropas atacantes tomaron venganza por sus camaradas caídos, en una orgía de derramamiento de sangre. Una medida del odio que se había acendrado durante el asalto fue el pesar expresado por un soldado, de que no se hubieran utilizado aviones para ametrallar a los rebeldes que huían hacia Finlandia a través del hielo. Trotsky y Kamenev, su Comandante en Jefe, aprobaron el uso de la guerra química contra los insurgentes, y si Kronstadt hubiera resistido mucho más, se habría llevado a cabo un plan para lanzar un ataque con gases mediante proyectiles y globos, ideado por cadetes de la Escuela Superior Militar de Química.
Pero el significado de la rebelión no pasó inadvertido en el Xº Congreso, cuando éste se reunió en Moscú el 8 de marzo. Al mostrar a plena luz la intensidad de la oposición popular, la revuelta despertó el sentimiento de la urgencia de los procedimientos y despejó todas las dudas acerca de la necesidad de realizar una reforma inmediata. El Partido comprendió la amenazante advertencia de los hechos. Había quienes conjeturaban, en verdad, que la sublevación podría no haber ocurrido nunca si la NPE se hubiera implantado un mes antes. Sea como fuere, hubo acuerdo general en que las reformas no admitían más demoras, pues se corría el riesgo de que los bolcheviques fueran desalojados del poder por una arrolladora marea de cólera popular. Kronstadt, según dijo Lenin, “iluminó la realidad mejor que cualquier otra cosa”. Lenin comprendió que el motín no era un incidente aislado sino que formaba parte de una amplia situación de inquietud que abarcaba los levantamientos ocurridos en el campo, los disturbios de las fábricas, y el creciente fermento dentro de las fuerzas armadas. La crisis económica del Comunismo de Guerra, observó Lenin, se había transformado “en una crisis política: Kronstadt”, y el futuro del bolcheviquismo pendía de un hilo.


El Xº Congreso del partido, uno de los más dramáticos de la historia bolchevique, señaló un cambio fundamental en la política soviética. Años antes, Lenin había establecido dos condiciones para la victoria del socialismo en Rusia: el apoyo de una revolución proletaria en el oeste y una alianza entre los obreros y campesinos rusos. En 1921 no se había cumplido ninguna de estas condiciones. Como resultado, Lenin se vio forzado a abandonar su creencia de que sin el apoyo de una revolución europea era imposible la transición al socialismo. Aquí reside, en esencia, la semilla del “socialismo en un solo país”, doctrina desarrollada por Stalin unos pocos años más tarde y que acarreó una disminución del proceso revolucionario, una adaptación a las potencias capitalistas del exterior y al campesinado interno. La necesidad inmediata y predominante, de la cual dependía todo lo demás, era aplacar a la población rural rebelde. Como explicó Lenin al Congreso, “sólo un acuerdo con el campesinado puede salvar la revolución socialista en Rusia hasta que se produzca la revolución en otros países. Debemos satisfacer los deseos económicos del campesinado medio e introducir el libre comercio -declaró-, pues de otro modo será imposible la preservación del poder del proletariado en Rusia, vista la demora de la revolución mundial”.
Así, el 15 de marzo, el Xº Congreso del Partido aprobó la medida que constituyó la piedra angular de la Nueva Política Económica: reemplazó a las recolecciones compulsivas de alimentos por un impuesto en especies que concedió a los campesinos el derecho de disponer de sus excedentes en el mercado libre. Éste fue sólo el primero de una serie de pasos que llevaron del Comunismo de Guerra a una economía mixta. Se descartó una propuesta presentada en VIIIº Congreso de los Soviets, de que se realizara una campaña de siembra bajo dirección centralizada. Se retiraron en todas partes los destacamentos armados que inspeccionaban las carreteras y los ferrocarriles y revivió el comercio entre la ciudad y las aldeas. Además, se licenciaron los ejércitos de trabajo de Trotsky y se concedió a los sindicatos un cierto grado de autonomía, incluido el derecho a elegir a sus funcionarios y a someter a libre debate todos los problemas que afectaban los intereses de los trabajadores. Decretos subsiguientes restablecieron la iniciativa privada en los comercios al menudeo y la producción de bienes de consumo, mientras que el Estado retenía en sus manos los “niveles máximos de comando” de la economía: la industria pesada, el comercio exterior, los transportes y las comunicaciones.
La NPE logró aliviar, en buena medida, las tensiones de la sociedad rusa. Sin embargo, no consiguió satisfacer las exigencias de Kronstadt y sus simpatizantes. Sin duda, había terminado la confiscación de grano y se habían retirado los destacamentos camineros, disuelto los batallones de trabajo y asegurado a los sindicatos un cierto grado de independencia respecto del Estado. Pero las granjas estatales permanecían intactas, y se había restaurado parcialmente el capitalismo en el sector industrial. Además, contrariamente a los principios de la democracia proletaria, los viejos directores y especialistas técnicos siguieron dirigiendo las grandes fábricas; los obreros siguieron siendo víctimas de la “esclavitud asalariada”, excluidos como antes de todo rol directivo.
Tampoco hubo, por supuesto, una resurrección de la democracia en la vida militar. El derecho a elegir comités de barco y comisarios políticos siguió siendo un problema sin solución. Después de Kronstadt ya no se habló más de descentralizar la autoridad o de relajar la disciplina militar dentro de la flota. Por el contrario, Lenin propuso a Trotsky que se desmantelara la flota del Báltico, puesto que los marineros no eran confiables y el valor militar de los buques era cuestionable. Pero Trotsky se las arregló para persuadir a su colega de que era innecesario un paso tan drástico. En cambio, la Armada soviética fue purgada de todos sus elementos disidentes y completamente reorganizada, a la vez que las escuelas de cadetes navales se llenaron de miembros de la juventud comunista para asegurar un liderazgo fiel en el futuro.