Jean Philippe Divès: Un error político y una
revisión teórica errónea
Jean Philippe Divès (1966) fue dirigente en la organización Voix des Travailleurs (VdT). Luego se integró a la Ligue Socialiste des Travailleurs (LST), parte de la Ligue Internationale des Travailleurs (LIT). Más tarde militó en la Ligue Communiste Révolutionnaire (LCR) hasta la fundación del Nouveau Parti Anticapitaliste (NPA) en febrero de 2009. En éste se convirtió en uno de los editores de su revista teórica “L’Anticapitaliste”. Fue integrante del Consejo de Redacción de la revista internacional “Nouveau cours” y en 2002 publicó en coautoría con el economista y profesor emérito de la Université Paris-Nord François Chesnais el libro “¡Qué se vayan todos! Le peuple argentin se soulève” (El pueblo argentino se levanta). Colaborador habitual en la revista “Carré Rouge”, en ella publicó el artículo “URSS. Estalinismo y trotskismo. El presente ayuda a comprender mejor el pasado”, buena parte del cual se reproduce a continuación. En él critica la contrarrevolución burocrática estalinista y las construcciones políticas e ideológicas del Estado a las que dio lugar, tal como lo fue el atribuir al Estado y a la economía burocrática el carácter de “tercer sistema histórico”, esto es, otra vía posible de desarrollo que se agregó a la capitalista y a la socialista. “Desde este punto de vista -dice Divès-, es evidente que Trotsky tenía razón cuando insistía en el carácter transitorio del Estado soviético. Pero esto no le quita a Castoriadis, a Shachtman, a Munis o a Cliff el mérito de haber criticado, desde un punto de vista marxista revolucionario, su teoría desastrosa según la cual el Estado es ‘obrero’ porque la economía esta nacionalizada”.
En la segunda parte de los años ‘20, cuando la fracción estalinista extendía y consolidaba su poder luego de haber liquidado toda democracia en el partido y los soviets, una fuerte polémica opuso a los trotskistas y a la corriente “decista” (Centralismo Democrático) dirigida por Timothée Sapronov y Vladimir Smirnov. Para ellos, que la clase obrera perdiera todo poder, incluso toda posibilidad de expresión democrática, significaba la victoria de la contrarrevolución y el fin del Estado obrero, lo que implicaba la necesidad de preparar una nueva revolución contra la burocracia. Trotsky no estaba de acuerdo con esta perspectiva ya que, según él, la victoria de la contrarrevolución no podía pasar más que por la restauración del poder de la burguesía. No le atribuía a la fracción estalinista un carácter contrarrevolucionario sino “centrista”, es decir, intermedio entre revolución y contrarrevolución, y consideraba que a medida que la lucha de clases se intensificara, tanto en la URSS como internacionalmente, el “centro estalinista” debería necesariamente estallar y dividirse entre la Oposición de Izquierda y la fracción de derecha dirigida por Bujarin, Rikov y Tomski. Esta última, según Trotsky, representaba los intereses de los kulaks y de los nepmen (capas sociales que se habían enriquecido en el marco de la “nueva política económica”). De ahí el peligro de la restauración capitalista y de la contrarrevolución.
En 1928/29 se produjo la colectivización forzada de los campos y la industrialización a ultranza. Millones de campesinos que la rechazaron fueron deportados, encarcelados y masacrados o condenados al hambre, mientras se imponía el desarrollo de la industria al precio de la intensificación de la explotación de los trabajadores y la degradación de su nivel de vida, así como también la generalización del trabajo esclavo en los campos, las colonias y las poblaciones especiales del Gulag. Al mismo tiempo, la fracción estalinista eliminó a la “derecha bujarinista” con la cual todavía se repartía el poder y fue dueña absoluta del país. La contrarrevolución burocrática pegó un salto cualitativo, no sólo político sino también económico y social: se había asegurado el control de toda la economía.
Trotsky,
en vez de denunciar el agravamiento de la política de la burocracia y de su
mano dura sobre la sociedad, le dio sostén crítico. Según él no sólo se asistía
a un “vuelco a la izquierda”, sino que “sería erróneo negar que fuera posible
que el zigzag actual desarrollara en un curso proletario consecuente”, y “en
todo caso, por la naturaleza de sus ideas y sus tendencias, la Oposición debe
hacer todo para que este zigzag se profundice y nos lleve hacia un vuelco serio
comprometido con la vía de Lenin”, escribió el 12 de julio de 1928 en una carta
al VIº Congreso de la Internacional Comunista. Este vuelco fue un terrible
factor de confusión dentro de la Oposición de Izquierda, que llevó a la
capitulación a muchos de sus miembros que consideraban, con razón o sin ella,
que Stalin retomaba los aspectos esenciales de su programa. Entre ellos Preobrajensky, Radek, Ivan Smirnov, Smilga y Serebriakov.
Estas
medidas que hubieran podido, se decía, salvar las bases sociales del Estado
soviético, son las que llevaron a la estatización completa de la economía. De
ahí a considerar que el Estado era proletario porque la economía no capitalista
estaba en manos del Estado, no había más que un paso… que se dio efectivamente
más tarde. Esta concepción, que Trotsky mantuvo hasta su muerte, fue formulada
por primera vez de manera sistemática en abril de 1931, en el documento
“Problemas del desarrollo en la URSS”, redactado como “Proyecto de tesis de la
Oposición de Izquierda Internacional sobre la cuestión rusa”. Este texto
comenzaba tratando “la naturaleza de clase de la Unión Soviética” afirmando:
“Los procesos contradictorios de la economía y de la política en la URSS se
desarrollan sobre la base de la dictadura del proletariado. La naturaleza de un
régimen social está determinada, por encima de todo, por las relaciones de
propiedad. La nacionalización de la tierra, de los medios de producción
industriales, junto con el monopolio del comercio exterior a manos del Estado,
constituyen los fundamentos del orden social en la URSS”.
Se trataba de una revisión teórica de toda la tradición marxista anterior, incluyendo lo que Trotsky había defendido hasta ese momento. Como subrayara Max Shachtman (el principal dirigente del Workers’ Party de Estados Unidos), “es el estalinismo quien está en el origen de la teoría según la cual la economía es socialista simplemente porque la propiedad es estatal. El estalinismo tuvo necesidad de eso para consumar su contrarrevolución”. Para los marxistas y para el conjunto de los bolcheviques, siempre había sido evidente que “la naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del poder político, del Estado. Jamás afirmaron que porque la economía estuviera en manos del Estado, entonces, el Estado sería proletario”.
En 1928, Trotsky mismo afirmaba una vez más que “el carácter socialista de la industria está determinado y asegurado de manera decisiva por el rol del partido, los lazos voluntarios que existen al interior de la vanguardia proletaria, la disciplina consciente de los administradores, de los funcionarios sindicales, de los miembros de las células de fábrica, etc. Si constatamos que este tejido se relaja, se desagrega, es evidente que en poco tiempo no quedará nada del carácter socialista de la industria, de los medios de transporte, etc., estatizados. La propiedad del Estado sobre los medios de producción se transformará primero en ficción jurídica y, muy pronto, incluso ésta será barrida. Aquí también la cuestión se reduce a mantener nexos conscientes con la vanguardia proletaria, y a protegerla del moho del burocratismo”. Y Shachtman continuaba: “En resumen, la naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del poder político. En los años ‘30, se hizo evidente que cuando el proletariado perdió todo poder político e incluso toda posibilidad de reformar el régimen estalinista, éste no reintrodujo el capitalismo (como Trotsky había pronosticado equivocadamente). Es recién entonces que Trotsky se ve obligado a cambiar su posición por completo. Afirma entonces que el hecho de que el Estado continuara poseyendo la propiedad determinaba su carácter de Estado obrero. Esto no se encuentra en ninguno de sus escritos anteriores. Sólo lo encontramos en las doctrinas del estalinismo.
Recién en 1935/36, Trotsky, consecuente al mismo tiempo con su oposición al estalinismo y a su caracterización de la URSS, termina de elaborar la doble teoría del “Estado obrero burocráticamente degenerado” y de “la revolución política” que debía ser dirigida no contra sus “bases económicas” sino contra el poder político de la burocracia. Dividiendo en dos la totalidad real que representaba el Estado soviético, afirmaba que estábamos en presencia, simultáneamente, de una “dictadura de la burocracia” en el plano político y de una “dictadura del proletariado” en el plano económico y social, siendo este segundo aspecto el determinante. En su texto de 1939, “Una vez más sobre la naturaleza de la URSS”, llegó incluso a aceptar la definición de la URSS como un “Estado obrero contrarrevolucionario”. Es decir, un Estado que se suponía defendía los intereses de los trabajadores y que al mismo tiempo los súper-explotaba y los masacraba; o que podía servir a los intereses del socialismo internacional llevando adelante guerras de conquista con el fin de ampliar o proteger los intereses de su capa social dominante. La misma burocracia se desdoblaba y se le atribuía un doble “papel”: contrarrevolucionario, en la medida en que oprimía a los trabajadores, pero progresivo en relación a la burguesía, porque supuestamente defendía, aunque minándolas en el largo plazo, las bases del Estado obrero.
Se trataba de una revisión teórica de toda la tradición marxista anterior, incluyendo lo que Trotsky había defendido hasta ese momento. Como subrayara Max Shachtman (el principal dirigente del Workers’ Party de Estados Unidos), “es el estalinismo quien está en el origen de la teoría según la cual la economía es socialista simplemente porque la propiedad es estatal. El estalinismo tuvo necesidad de eso para consumar su contrarrevolución”. Para los marxistas y para el conjunto de los bolcheviques, siempre había sido evidente que “la naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del poder político, del Estado. Jamás afirmaron que porque la economía estuviera en manos del Estado, entonces, el Estado sería proletario”.
En 1928, Trotsky mismo afirmaba una vez más que “el carácter socialista de la industria está determinado y asegurado de manera decisiva por el rol del partido, los lazos voluntarios que existen al interior de la vanguardia proletaria, la disciplina consciente de los administradores, de los funcionarios sindicales, de los miembros de las células de fábrica, etc. Si constatamos que este tejido se relaja, se desagrega, es evidente que en poco tiempo no quedará nada del carácter socialista de la industria, de los medios de transporte, etc., estatizados. La propiedad del Estado sobre los medios de producción se transformará primero en ficción jurídica y, muy pronto, incluso ésta será barrida. Aquí también la cuestión se reduce a mantener nexos conscientes con la vanguardia proletaria, y a protegerla del moho del burocratismo”. Y Shachtman continuaba: “En resumen, la naturaleza de la economía está determinada por la naturaleza del poder político. En los años ‘30, se hizo evidente que cuando el proletariado perdió todo poder político e incluso toda posibilidad de reformar el régimen estalinista, éste no reintrodujo el capitalismo (como Trotsky había pronosticado equivocadamente). Es recién entonces que Trotsky se ve obligado a cambiar su posición por completo. Afirma entonces que el hecho de que el Estado continuara poseyendo la propiedad determinaba su carácter de Estado obrero. Esto no se encuentra en ninguno de sus escritos anteriores. Sólo lo encontramos en las doctrinas del estalinismo.
Recién en 1935/36, Trotsky, consecuente al mismo tiempo con su oposición al estalinismo y a su caracterización de la URSS, termina de elaborar la doble teoría del “Estado obrero burocráticamente degenerado” y de “la revolución política” que debía ser dirigida no contra sus “bases económicas” sino contra el poder político de la burocracia. Dividiendo en dos la totalidad real que representaba el Estado soviético, afirmaba que estábamos en presencia, simultáneamente, de una “dictadura de la burocracia” en el plano político y de una “dictadura del proletariado” en el plano económico y social, siendo este segundo aspecto el determinante. En su texto de 1939, “Una vez más sobre la naturaleza de la URSS”, llegó incluso a aceptar la definición de la URSS como un “Estado obrero contrarrevolucionario”. Es decir, un Estado que se suponía defendía los intereses de los trabajadores y que al mismo tiempo los súper-explotaba y los masacraba; o que podía servir a los intereses del socialismo internacional llevando adelante guerras de conquista con el fin de ampliar o proteger los intereses de su capa social dominante. La misma burocracia se desdoblaba y se le atribuía un doble “papel”: contrarrevolucionario, en la medida en que oprimía a los trabajadores, pero progresivo en relación a la burguesía, porque supuestamente defendía, aunque minándolas en el largo plazo, las bases del Estado obrero.
Es cierto
que Trotsky, en su artículo “La URSS en la guerra”, en setiembre de 1939,
admitió la posibilidad teórica de un nuevo modo de explotación no capitalista y
afirmó que si la burocracia estalinista sobrevivía a la Segunda Guerra Mundial,
sería necesario rever la caracterización de la URSS. Sin embargo, en su
orientación política concreta predominaron los aspectos más negativos de su
teoría. La primera gran ruptura en la IV internacional después de su fundación
oficial en 1938 -la exclusión de la minoría del SWP (Socialist Workers Party)
norteamericano dirigido por Shachtman, con la mayoría de su organización
juvenil dirigida por Hal Draper- fue provocada por las divergencias sobre la
cuestión de la URSS y por la intransigencia e intolerancia de Trotsky y de los
partidarios de sus tesis reagrupados alrededor de James Cannon. La obra citada,
que presenta el punto de vista de la minoría, aporta un número de datos
desconocidos. Podemos señalar que, contrariamente a la idea extendida en el
movimiento trotskista después de que en 1942 el SWP publicara “En Defensa del
marxismo” -una selección de los textos de Trotsky dirigidos contra la tendencia
minoritaria-, el debate de 1939, que terminó con la ruptura, no trataba ni
sobre la naturaleza sociológica de la URSS, ni sobre la cuestión de su defensa.
La cuestión en discusión era si los trotskistas debían apoyar o no que las
tropas soviéticas invadieran el este de Polonia mientras los nazis invadían el
oeste -en aplicación del pacto germano-soviético-, y también Finlandia y los
países bálticos. La minoría afirmaba que esta política del estalinismo iba en
contra de los intereses de la revolución mundial y debía ser combatida. Cannon
y sus partidarios, al contrario, le daban un apoyo entusiasta.
Con
respecto a Finlandia, Trotsky estimaba que “el Ejército Rojo en Finlandia
expropia las propiedades de los terratenientes e introduce el control obrero,
preparando de esta manera la expropiación a los capitalistas”, que “los
estalinistas están obligados a dar un formidable impulso a la lucha de clases
bajo su forma más aguda”, y además que “la guerra soviético-finlandesa comienza
ya, visiblemente, a prolongarse como una guerra civil, en la que el Ejército
Rojo -por el momento- está en el mismo campo que los pequeños campesinos y los
obreros”. Sabemos que no sólo no se produjo nada de esto, sino que la invasión
rusa provocó un sentimiento de defensa nacional del cual la burguesía
finlandesa sacó su mayor provecho, y que en algunos meses las tropas de Stalin
fueron derrotadas.
En lo que
concierne a Polonia, el 18 de septiembre de 1939 el Comité Político del SWP
adoptó una resolución cuyo primer punto decía: “En las condiciones que
prevalecen actualmente en Polonia, nosotros aprobamos la invasión de Stalin a
Polonia como una medida que impide a Hitler tomar el control de toda Polonia, y
como una medida de defensa de la Unión Soviética contra Hitler. Entre Hitler y
Stalin, preferimos a Stalin”. En cuanto a los países bálticos, poco tiempo
después de la división, el SWP escribió el 27 de julio de 1940 en su órgano
“Socialist Appeal”, bajo el título “Sovietización del Báltico: un paso
adelante”: “cuando el Soviet Supremo de la URSS, en su próxima reunión ponga a
consideración la demanda de los Parlamentos de Lituania, Letonia y Estonia de
ser incorporados a la Unión Soviética (no hay ninguna duda de que lo hará),
será otra vez evidente que los fundamentos de la Revolución de Octubre se
mantienen a pesar de Stalin. La conquista fundamental de la Revolución de
Octubre, la nacionalización de la propiedad privada de los medios de
producción, se extiende a otros territorios y ningún trabajador consciente
puede plantear la menor objeción”. En Polonia, como en los países bálticos, lo
que quedó en la memoria fue la violación de la soberanía nacional -asociada a
la complicidad abierta con el nazismo-, y el movimiento obrero se encontró
mucho más debilitado, dado que estos crímenes habían sido cometidos en nombre
del comunismo.
Después de la guerra, las mismas causas producirían los mismos efectos, agravados por la pérdida del fundador de la IV Internacional. La asimilación de la mitad de Europa por la URSS condujo a la gran mayoría de los trotskistas -a partir de que ellos mantuvieron su antigua caracterización sobre la URSS- a considerar que se habían formado nuevos “Estados obreros”, que tenían la especificidad de ser “burocráticamente deformados desde el inicio”. La burocracia estalinista sería capaz (incluso según los más ortodoxos de los trotskistas) de generar nuevas dictaduras del proletariado y transiciones al socialismo. No hizo falta esperar mucho tiempo para que la mayoría europea de la IV Internacional profundizara su adaptación al estalinismo, al punto de preconizar una alianza con los partidos estalinistas y un entrismo “sui generis” en su seno. El resultado fue la gran ruptura de 1952/53, cuyos efectos, junto con otros problemas, jamás se revirtieron. El mismo tipo de orientación oportunista se desarrolló, bajo diferentes formas, cuando las direcciones formadas o integradas en el molde estalinista (Tito, Mao Tse Tung, Ho Chi Minh, Fidel Castro) tomaron el poder en el marco de procesos revolucionarios antiimperialistas y anticapitalistas, pero no proletarios ni socialistas. Y el último golpe les fue asestado a los trotskistas en 1989/91, cuando esperaban que las movilizaciones antiburocráticas desembocaran en la mítica “revolución política”.
¿Qué es lo que define a un Estado proletario o, dicho de otro modo, cuáles son las condiciones de la transición al socialismo? Después del estalinismo, estas cuestiones están en el corazón de toda estrategia dirigida a reorganizar, reconstruir o desarrollar una alternativa marxista revolucionaria a escala nacional e internacional. El punto de partida indispensable debe ser reconocer que la revolución socialista sólo puede ser un proceso plenamente consciente, conducido y asumido libremente por la mayoría de los trabajadores. En una palabra, que la divisa marxista tan utilizada y tan vapuleada: “la emancipación de los trabajadores debe ser obra de los trabajadores mismos”, debe ser tomada al pie de la letra. La historia demostró de manera dramática que, si tal no fuera el caso, las formaciones sociales no capitalistas pueden generar nuevas formas de opresión, de explotación y de alienación, que se elevarán como formidables obstáculos contra la lucha por el socialismo, y que llevan inevitablemente a volver a la explotación capitalista.
Esto implica la defensa permanente de la democracia (y por ende el pluralismo político) no como un “plus” eventualmente deseable sino como una condición “sine qua non”. A mil leguas de toda idealización de la democracia burguesa, sino de la democracia más directa posible, a través de organismos como los soviets, los consejos, las comunas o todo otro nombre que adquieran, que permita conjurar los peligros indisociables de la delegación permanente de poderes y de la ausencia del control. Desde este punto de vista, queda claro que la crítica hecha por Rosa Luxemburgo a Lenin y Trotsky era pertinente aún más allá de lo que su autora podía imaginar en aquella época.
La experiencia de la URSS y de los otros Estados burocráticos enseña que sin un proceso de socialización, de desarrollo de la gestión y de la apropiación directa por los trabajadores y los oprimidos de todos los aspectos de la vida económica social y política, desde la empresa hasta el gobierno, la dinámica propia del Estado hace que éste último fácilmente degenere y se vuelva contra la revolución. Si parece asumido que un mínimo de Estado es indispensable después del derrocamiento del poder burgués, la orientación preconizada antes de octubre de 1917 por Lenin, del “debilitamiento” del “Estado proletario”, debe igualmente ser tomado al pie de la letra si se quiere que el proceso revolucionario se desarrolle en una perspectiva de emancipación.
En fin, si se considera que una o varias organizaciones políticas son indispensables debido a la existencia en el seno de la clase obrera de niveles de consciencia extremadamente diferentes que sólo la organización de “vanguardia” puede tender a elevar y a unificar, no es menos necesario enterrar en los basureros de la historia el modelo fracasado del partido guía, que “orienta” y “dirige” a los trabajadores consultándolos apenas de vez en cuando. El rol de un partido marxista revolucionario digno de este nombre no puede ser sino el de ayudar a la clase obrera a auto-determinarse y a orientarse en un sentido socialista. Esto implica un tipo de organización y de funcionamiento diferente de las desviaciones que el movimiento trotskista produjo durante decenios.