13 de octubre de 2022

Trotsky revisitado (XLIX). Guerras y revoluciones (3)

Pierre Broué: Sus conclusiones sobre la Revolución Francesa
 
A partir de los años ’50 Pierre Broué es profesor de secundaria en las ciudades de Nyons, Beaune y Montereau y, en la década siguiente, ya Doctor en Letras, da clases como profesor de Historia Contemporánea en el Institut d'Études Politiques de Grenoble, sin por ello abandonar la militancia sindical en el mundo de la enseñanza al organizar el Syndicat National de l'Enseignement Secondaire (Sindicato Nacional de Enseñantes de Secundaria - SNES). También articula la Organisation Communiste Internationaliste (OCI) y forma una generación de militantes que tendría una activa participación en las protestas estudiantiles y sindicales que se llevaron a cabo en Francia, especialmente en París, conocidas como “Mayo del 68”. Durante la década de los ’60 publica “Le Parti Bolchevique. Histoire du PC de l'URSS” (El Partido Bolchevique. Historia del PC de la URSS), obra en la que explica la depredación de los ideales revolucionarios de 1917 a manos del régimen estalinista. Así mismo prologa una selección de artículos de Trotsky sobre Francia publicados bajo el título “Le mouvement communiste en France” (El movimiento comunista en Francia). En ellos Trotsky se remontó a la Revolución Francesa y las contradicciones sociales en su desarrollo, las que “se estabilizan y se desestabilizan bajo la forma de situaciones de doble poder”. “En la gran Revolución Francesa -escribió-, la Asamblea Constituyente, cuya espina dorsal eran los elementos del Tercer Estado, concentra en sus manos el poder, aunque sin despojar al rey de todas sus prerrogativas. El período de la Asamblea Constituyente es un período característico de la dualidad de poderes, que termina con la fuga del rey y no se liquida formalmente hasta la instauración de la República”. Seguidamente, la tercera y última parte del artículo de Pierre Broué “Trotsky y la Revolución Francesa”.

 
Ahora bien, la burguesía aspiraba a ese bienestar social. La caída de Robespierre en el 9 Termidor es, en un sentido, la revancha de la burguesía en sus aspiraciones reprimidas en nombre de las necesidades políticas: “Termidor se basa en un fundamento social. Es una cuestión de pan, de carne, de vivienda, y en lo posible, de lujo. La igualdad jacobina burguesa, que reviste la forma de la reglamentación de lo máximo, restringía el desarrollo de la economía burguesa y la extensión del bienestar burgués. Sobre este punto, los termidorianos sabían lo que querían: en la Declaración de los Derechos del Hombre, excluyeron el párrafo esencial: ‘Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos’. A quienes pedían el restablecimiento de este importante párrafo jacobino, los termidorianos les dirán que eso estaba equivocado y, en consecuencia, era peligroso; naturalmente, los hombres eran iguales en derechos, pero no en sus actitudes y en sus bienes. Termidor es una protesta directa contra el carácter espartano y contra el esfuerzo hacia la igualdad”.
La primera eta­pa en el camino de la reacción fue el Termidor. Los nue­vos funcionarios y propietarios querían gozar en paz de los frutos de la revolución. Los viejos jacobinos intran­sigentes constituían un obstáculo en su camino; pero los nuevos estratos propietarios no osaban aparecer con su bandera propia. Necesitaban esconderse detrás de los jacobinos. Durante un lapso breve utilizaron a algu­nos Jacobinos de segundo o tercer orden. Trotsky destaca que el 9 Termidor fue concebido, organizado y llevado adelante por los “jacobinos de izquierda” levantados contra el terror que también amenaza a un cierto número de bandidos de la Convención. Cita a Georges Lefebvre mostrando que “la tarea de los termidorianos consistía en representar al 9 Termidor como un episodio secundario, una simple purga de elementos hostiles para preservar el núcleo fundamental de los jacobinos y para continuar su política tradicional”. También indica, siempre según Georges Lefebvre, que “en el primer período del Termidor, el ataque no fue dirigido contra los jacobinos, como un todo, sino solamente contra los terroristas”. Los jacobinos no fueron golpeados como jacobinos, sino como terroristas, como robespierristas.
Sobre el significado del Termidor, Trotsky recalca que Barère afirma a la Convención, en nombre del Comité de Salvación Pública, que nada importante ha ocurrido durante el 9 Termidor. Quizás los actores de los hechos lo sentían así y sin duda el acontecimiento, y sobre todo, sus consecuencias, no respondieron concretamente a sus expectativas. Pero fueron superados rápidamente por la reacción que, en realidad, no habían provocado, sino encarnado: “El Termidor francés, desencadenado por los jacobinos de izquierda, se volvía finalmente en reacción contra los jacobinos. Terroristas, ‘montagnards’, jacobinos se volvieron términos injuriosos. En las provincias, los árboles de la libertad fueron talados y la insignia tricolor fue pisoteada”. Los propios termidorianos culpan al pasado y, como ya lo notaba Aulard, no se conforman con “haber matado a Robespierre y sus amigos”, sino que los calumnian presentándolos ante Francia como leales al rey y traidores vendidos al extranjero, “agentes de Pitt y Cobourg”. “El temor a la crítica, escribe Trotsky, es el miedo a las masas”.
¿Termidor no es más que una “reacción”? ¿Y con qué límites? ¿O es la primera etapa de la “contrarrevolución”? A la segunda pregunta, Trotsky responde claramente: “La respuesta depende la extensión que le demos, en cada caso concreto, al concepto de ‘contrarrevolución’. El cambio social que se dio entre 1789 y 1793 fue de carácter burgués. En esencia se redujo a la sustitución de la propiedad feudal fija por la ‘libre’ propiedad burguesa. La contrarrevolución ‘correspondiente’ a esta revolución tendría que haber significado el restablecimiento de la propie­dad feudal. Pero el Termidor ni siquiera intentó tomar esta dirección. Robespierre buscó apoyo entre los artesanos, el Directorio entre la burguesía mediana. Bonaparte se alió con los banqueros. Todos estos cambios, que por supuesto no sólo tenían un sentido político sino también un sentido social, se dieron sin embargo sobre la base de la nueva sociedad y el nuevo estado de la burguesía”.
Precisa más, por otra parte: “El vuelco del 9 Termidor no liquidó las conquis­tas básicas de la revolución burguesa pero traspasó el poder a manos de los jacobinos más moderados y conservadores, los elementos más pudientes de la sociedad burguesa”. De lo que se trata finalmente en el Termidor, es del “reparto de ventajas del nuevo régimen social entre las diferentes fracciones del Tercer Estado victorioso”, y este reparto está hecho en detrimento de las capas más desfavorecidas que habían sido el agente de la continuación y la profundización de la revolución, en detrimento de los que Jean Paul Marat llamaba “las clases oprimidas”. En ese sentido, como en el sentido de la democracia política, Termidor constituye una profunda reacción.
Bajo las formas de esa reacción, Trotsky escribe en las últimas páginas de su “Stalin”: “Los jacobinos se mantuvieron sobre todo gracias a la presión de las calles sobre la Convención. Los termidorianos, es decir, los jacobinos desertores, intentaron emplear el mismo método, pero con fines opuestos. Comenzaron a organizar a los hijos bien vestidos de la burguesía, a los ex ‘sans-culottes’. Estos miembros de la juventud dotada, o simplemente los ‘jóvenes’ como los llamaba con indulgencia la prensa conservadora, se convirtieron en un factor muy importante de la política nacional que, a medida que los jacobinos fueron expulsados de sus puestos administrativos, estos ‘jóvenes’ ocupaban su lugar”.
La burguesía termidoriana se caracterizaba por su profundo odio a los “montagnards”, porque sus propios dirigentes habían sido tomados entre los hombres que habían dirigido a los “sans-culottes”. La burguesía, y con ella, los termidorianos, temían ante todo una sublevación popular. Es precisamente durante este período que se formaba plenamente la conciencia de clase en la burguesía francesa: ella detestaba a los jacobinos y a los semi-jacobinos con un odio rabioso, como los traidores a sus intereses más sagrados, como los desertores que se pasaron al bando enemigo, como renegados. Restan los límites que Trotsky asigna al Termidor en el pasado: “Termidor, es la reacción después de la revolución, pero una reacción que no llega a cambiar la base social del nuevo orden”.


Desde el punto de vista de las tendencias fundamentales, en la pluma de Trotsky, no es fácil hacer la distinción entre “Termidor” y “Bonapartismo”, cada vez que el tema es abordado indirectamente. Es que uno surge del otro con tan pocas conmociones que el golpe de estado del 18 Brumario, perfectamente logrado con éxito como se sabe, presenta todas las características del golpe de estado fallido. Trotsky escribe que esta continuidad es perceptible a través de los hombres de entonces: “Muchos termidorianos salieron antiguamente del partido jacobino del que Bonaparte mismo fue miembro; y entre los antiguos jacobinos, el Primer Cónsul, más tarde Emperador de los Franceses, encontró sus más fieles servidores”. En realidad, la situación abierta por iniciativa de los termidorianos ha sido, en las condiciones dadas, el glacis para la instalación del bonapartismo. La inestabilidad política amenazaba por ambos lados al nuevo régimen social y el remedio fue la dictadura del sable, que aportó la estabilidad deseada. Todavía era necesario que esto fuera posible concretamente.
Trotsky escribe: “Para que el pequeño corso pudiera levantarse por encima de la joven nación burguesa, era preciso que la revolución hubiera cumplido previamente su misión fundamental: que se diera la tierra a los campesinos y que se formara un ejército victorioso sobre la nueva base social. En el siglo XVIII, la revolución no podía ir más allá: lo único que podía hacer era retroceder. En este retroceso se venían abajo, sin embargo, sus conquistas fundamentales. Pero había que conservarlas a toda costa. El antagonismo, cada día más hondo, pero sin madurar todavía, entre la burguesía y el proletariado, mantenía en un estado de extrema tensión a un país sacudido hasta los cimientos”.
En estas condiciones, se precisaba un “juez nacional”. Napoleón dio al gran burgués la posibilidad de reunir pingües beneficios, garantizó a los campesinos sus parcelas, dio la posibilidad a los hijos de los campesinos y a los desheredados de robar en la guerra. El juez tenía el sable en la mano y desempeñaba personalmente la misión del alguacil. El bonapartismo del primer Bonaparte estaba sólidamente fundamentado. Sin embargo, no habría que hacerse una idea falsa del “arbitraje” del Bonaparte que “concilia” los intereses divergentes, sino solamente los que se basan en una misma base social y dirige, en consecuencia su fuerza, su poder más concentrado contra las capas más oprimidas. Trotsky escribe: “Llevando hasta sus últimas conse­cuencias la política del Termidor, Napoleón no só­lo combatió al mundo feudal sino también a la ‘chus­ma’ y a los círculos democráticos de la pequeña y mediana burguesía; de esta forma concentró los frutos del régimen nacido de la revolución en manos de la nueva aristocracia burguesa”.
En una de sus brillantes fórmulas -y muy bien traducidas por Maurice Parijanine-, se extiende para demostrar la concentración real del poder del supuesto “árbitro”: “El guardia no está en la puerta, sino en el tejado de la casa; pero la función es la misma. La independencia del bonapartismo es, en un grado extraordinario, exterior, demostrativa, decorativa: su símbolo es el manto imperial. Pero con el manto imperial se termina así la historia de la Gran Revolución Francesa”.
La lectura o la relectura de los pasajes de la obra de Trotsky que tocan al pasar a la Revolución Francesa aviva el disgusto por la ausencia de un trabajo específico que podría haber consagrado y permite, dicho sea de paso, medir la cortedad de vista de los editores de los años de 1930 que no le encomendaron, luego de haber leído “Historia de la Revolución Rusa”, una obra sobre ella. Página tras página, una brillante observación o una rutilante dosis de humor, un resumen, muestran lo que se ha perdido con esta laguna. Levanta su voz con un éxito particular contra los representantes de las clases o los grupos que buscan en la maldad o en la deshonestidad de su pretendido adversario la causa de sus propias derrotas y siempre ven su mano como la del malvado. Así, ironiza sobre los girondinos imputando a los jacobinos “la responsabilidad de las masacres de septiembre, la desaparición de un colchón en un cuartel y la propaganda a favor de la ley agraria”. Así, filosofa sobre la necesidad de las clases amenazadas de consolarse de sus males encontrando una explicación al alcance de su nivel de conciencia: de Fersen asegurando que el dinero prusiano fluye suavemente en los jacobinos y que es así como ellos “compran” a la plebe y la arrojan a las calles a manifestar.
Un análisis fino de las condiciones de la preparación de la insurrección del 10 de agosto lo lleva a constatar que se trata de una insurrección cuya fecha fue citada de antemano por la lógica de las cosas. Cita para la ocasión una frase de Jaurès, en donde subraya la enorme pertinencia respecto a esto: “Las secciones, al someter la cuestión al examen de la Asamblea Legislativa, no se entregaban para nada a una ‘ilusión constitucional’; allí no había más que un método para preparar la insurrección asegurando así su camuflaje legal. Para apoyar sus peticiones, las secciones, lo sabemos, se sublevaron al son del clarín, con las armas en la mano”.


En otro momento, constatando el contraste entre la Revolución Francesa y la Revolución Inglesa que la había precedido, indica que porque Francia había “saltado por encima la Reforma, la iglesia católica en calidad de iglesia del Estado logra a vivir hasta la revolución” y que esta encontró “expresión y justificación” no “en los textos bíblicos, sino en las abstracciones democráticas”. Tendrá intenciones, por otra parte, de destacar esta patada dirigida a los patrones, de derecha o de izquierda, de la III República francesa, cuando está escribiendo su historia de la Revolución Rusa: “Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura de Robespierre, pueden permitirse ellos hoy el lujo de seguir disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad”.
Y es sobre esta ironía a los regentes de la III República que ahora vamos a esforzarnos a responder a las preguntas planteadas al comienzo de este estudio. El 22 de agosto de 1917, criticando en “Proletari” a los “conciliadores” mencheviques y los social-revolucionarios, Trotsky trazaba al pasar este resumen memorable: “A fines del siglo XVIII, hubo en Francia una revolución que se llamó, correctamente, ‘la gran Revolución’. Fue una revolución burguesa. En el transcurso de una de sus fases, el poder cayó en manos de los jacobinos que eran apoyados por los ‘sans-culottes’, es decir, los trabajadores semi-proletarios de las ciudades, y que interpusieron entre ellos y los girondinos, el partido liberal de la burguesía, los cadetes de esa época, el rectángulo neto de la guillotina. Solamente es la dictadura de los jacobinos la que dio a la Revolución Francesa su importancia histórica, que hizo de ella la gran Revolución”.
Y continúa: “Sin embargo, esta dictadura fue instaurada no solamente sin la burguesía, sino también contra ella y a pesar de ella. Robespierre, a quien no le fue dado iniciarse en las ideas de Plejanov, invirtió todas las leyes de la sociología y, en lugar de darle la mano a los girondinos, les cortó la cabeza. Esto era cruel, sin dudas. Pero esta crueldad no impidió que la Revolución Francesa se vuelva ‘grande’ en los límites de su carácter burgués. Marx ha dicho que ‘el terrorismo francés en su conjunto no fue más que una manera plebeya de terminar con los enemigos de la burguesía’. Y, como esta burguesía tenía miedo de sus métodos plebeyos para terminar con los enemigos del pueblo, los jacobinos no solamente privaron a la burguesía del poder, sino que también le aplicaron una ley de hierro y de sangre cada vez que ella hacía el intento de detener o moderar el trabajo de los jacobinos. En consecuencia, está claro que los jacobinos han llevado a término una revolución burguesa sin la burguesía”.
A pesar de muchos desarrollos destacables, sin embargo es imposible responder a la pregunta de saber si Trotsky fue formalmente un historiador de la Revolución Francesa, como lo fue de la Revolución Rusa, y una respuesta negativa no podría aportar nada al conocimiento de Trotsky o de la Revolución Francesa. Por el contrario, estamos interesados en saber si, al abordar la historia de la “gran Revolución Francesa” como un elemento comparativo en varias obras dedicadas a otro tema, Trotsky, ha hecho la labor de historiador, es decir, ha contribuido a nuestra comprensión de este fenómeno histórico capital, en el comienzo de la época contemporánea. Por lo demás, sabemos -y ya hemos destacado- que nunca trató este tema en sí mismo, que la información que utiliza ya está a disposición de todos en los libros y en los archivos de documentos, lo que hace de su trabajo lo que la Universidad acuerda en calificar de trabajo de “segunda mano” y que nosotros preferimos considerar como una “interpretación”.
Tratemos de buscar nosotros mismos los recursos para calificar y caracterizar las notas históricas con las que Trotsky ha sembrado su obra y que conciernen a la Revolución Francesa, ya que sus críticos más determinados finalmente han eludido el obstáculo. Hemos apreciado, en los pasajes que hemos releído de la pluma de Trotsky sobre la gran Revolución Francesa, trozos de bravura que traza su escritura brillante, que en la atmósfera revolucionaria, es fuente de la mejor inspiración, y urgente solicitud de su capacidad de comprender y explicar, su gusto y su don del fresco gigantesco, del movimiento, de lo que él llama “el desarrollo histórico”.


Y luego existe Trotsky como revolucionario y no como “sociólogo”, según los términos de Gottschalk: el hombre que reflexiona en una perspectiva histórica, que busca precedentes en la historia, que quiere descubrir y verificar en la acción de las leyes del desarrollo histórico, del movimiento, ese movimiento que anima el fresco y se llama revolución. Existe el hombre que compara, identifica, distingue, evalúa, proyecta, porque no quiere “recomenzar eternamente la historia desde el principio”, porque es un hombre de acción comprometido en la transformación del mundo. Trotsky quiere hacer de la historia, a través del estudio del pasado, una herramienta de la comprensión del presente para su transformación. Esto es probablemente lo que le reprochen sus críticos atados a la representación de un “acontecimiento único”, y para quienes el ejercicio de la profesión de historiador no es, sin duda, más que un medio de ganarse la vida.
En lo que nos concierne, modestamente, y sin buscar rebajar a los historiadores profesionales -que somos- que buscan y encuentran documentos y testimonios y explican acontecimientos únicos o encadenados, mentalidades o modos de vida, no podemos más que constatar cuán viva es la imagen de la Revolución Francesa escrita al pasar por Trotsky. Quizás haya que agregar que este inmenso episodio de la historia de la humanidad que él denominaba “la gran Revolución Francesa”, ha aportado al revolucionario ruso elementos para comprender las batallas que ha librado, ganadas o perdidas. Al menos en un terreno en donde la pregunta puede obtener una respuesta es en el del Ejército Rojo. Por lo que Trotsky ha concluido de la historia de la Revolución Francesa y de sus guerras, los volúmenes de “Escritos militares” permiten entender que el fundador y jefe del Ejército Rojo de 1918 hasta el fin de la guerra civil siempre tuvo puesta la mirada en los soldados de 1793.
Ya se trate de la utilización de “comisarios políticos” sobre el modelo de “representantes en misión”, del empleo masivo de oficiales profesionales -por lo tanto, del Antiguo Régimen- castigados con la muerte en caso de derrota, de la combinación entre elección y promoción de los jóvenes jefes que se revelaban como entrenadores de hombres y, finalmente, de la cobertura de la moral de los combatientes por la resplandeciente retórica del “pacto con la muerte”, está claro que aquí, conscientemente, se ha hecho el lazo entre las dos revoluciones. Esta constatación no bastará para hacer de Trotsky un miembro de la Academia de Ciencias Históricas con título póstumo, pero al menos tendrá el mérito de subrayar la importancia de la historia escrita para los hombres que tienen la ambición de hacer historia sin más.