Paul Avrich: Su concepción militar de la mano de
obra
Avrich fue
profesor en el Queens College de la City University of New York durante la
mayor parte de su vida y toda su obra ensayística se basó en sus
investigaciones históricas sobre los anarquismos ruso y norteamericano. Entre
sus libros más destacados, además de los citados en la entrada anterior,
figuran “Russian Rebels. 1600-1800” (Rebeldes
rusos. 1600-1800), “Anarchist portraits” (Retratos anarquistas), “Sacco and
Vanzetti. The anarchist background” (Sacco y Vanzetti. El trasfondo
anarquista), “An american anarchist. The life of Voltairine de Cleyre” (Una
anarquista americana. La vida de Voltairine de Cleyre), “The Haymarket tragedy”
(La tragedia de Haymarket), “Mollie Steimer. An anarchist life” (Mollie
Steimer. Una
vida anarquista) y “Anarchist voices. An oral history of anarchism in America”
(Voces anarquistas. Una historia oral del anarquismo en América) y “Sasha and
Emma. The anarchist odyssey of Alexander Berkman and Emma
Goldman” (Sasha y Emma. La
odisea anarquista de Alexander Berkman y Emma Goldman). A continuación, la
segunda parte de los fragmentos de “Kronstadt, 1921”.
Después de una lucha larga y encarnizada, con grandes pérdidas por ambos bandos, los rebeldes fueron sometidos. El levantamiento provocó de inmediato una apasionada controversia que nunca se apaciguó. ¿Por qué se sublevaron los marineros? Según los bolcheviques, eran agentes de una conspiración de la Guardia Blanca tramada en el oeste de Europa por emigrados rusos y los Aliados que los apoyaban. Sin embargo, para sus simpatizantes esos marineros fueron mártires revolucionarios que lucharon por restaurar la idea del soviet contra la dictadura bolchevique. La represión de esta revuelta constituyó, según ese punto de vista, un acto de brutalidad que descalabró el mito de que la Rusia Soviética era un “Estado de obreros y de campesinos”. Como consecuencia, una cantidad de comunistas del exterior cuestionaron su fe en un gobierno que podía tratar tan despiadadamente una auténtica protesta de masas. En este respecto, Kronstadt fue el prototipo de sucesos posteriores que llevarían a los radicales desilusionados a romper con el movimiento y a buscar la pureza original de sus ideales. La liquidación de los kulaks, la Gran Purga, el pacto nazi-soviético, la denuncia de Stalin por Kruschev, produjeron un éxodo de miembros y simpatizantes del partido que se convencieron de que la revolución había sido traicionada.
Es importante, sobre todo, examinar los motivos antagónicos de los insurgentes y de sus adversarios bolcheviques. Los marineros, por un lado, eran fanáticos revolucionarios y, como todos los fanáticos a lo largo de la historia, deseaban recobrar una época pasada en la cual la pureza de sus ideales no había sido aún mancillada por las exigencias del poder. Los bolcheviques, en cambio, que habían surgido victoriosos de una sangrienta Guerra Civil, no estaban dispuestos a tolerar ningún nuevo desafío a su autoridad. A lo largo del conflicto cada bando se comportó de acuerdo con sus propios fines y aspiraciones particulares. Decir esto no equivale a negar la necesidad del juicio moral. Sin embargo, Kronstadt presenta una situación en la cual el historiador puede simpatizar con los rebeldes y conceder, no obstante, que los bolcheviques estuvieron justificados al someterlos. Al reconocer este hecho se capta en verdad toda la tragedia de Kronstadt.
En el otoño de 1920 la Rusia Soviética comenzó a pasar por inquieto período de transición de la guerra a la paz. Durante más de seis años el país había conocido una continua intranquilidad, pero en ese año, después de la guerra mundial, la revolución y la guerra civil, la atmósfera se iba despejando. El 12 de octubre el gobierno soviético firmó un armisticio con Polonia. Tres semanas más tarde el último de los generales Blancos, el barón Peter Wrangel, tuvo que huir por mar y así se ganó la Guerra Civil, aunque ésta dejó al país desgarrado y ensangrentado. En el sur, Nestor Makhno, el guerrillero anarquista, seguía en libertad, pero en noviembre de 1920 su ejército, que había sido temible, fue dispersado y ya no constituyó una amenaza para el gobierno de Moscú. Se había recuperado Siberia, Ucrania y el Turquestán, junto con la cuenca carbonífera del Donetz y los campos petrolíferos de Bakú; en febrero de 1921 un ejército bolchevique completó la reconquista del Cáucaso capturando Tiflis y poniendo en fuga al gobierno menchevique de Georgia. Así, luego de tres años de existencia precaria, en que su destino pendió de un hilo día a día, el régimen soviético pudo jactarse de ejercer un control efectivo sobre la mayor parte del vasto y amplio territorio de Rusia.
El fin de la Guerra Civil señaló una nueva era en las relaciones soviéticas con otros países. Los bolcheviques, archivando sus esperanzas de una inminente sublevación mundial, trataron de obtener el “período de respiro” que se les había negado en 1918 a raíz del estallido del conflicto civil. Entre las potencias occidentales, a raíz de ello, se habían esfumado las expectativas de un inminente colapso del gobierno de Lenin. Ambos bandos deseaban tener relaciones más normales y, a fines de 1920, no había ningún motivo para que este deseo no se realizara; al levantarse el bloqueo aliado y detenerse la intervención armada en Rusia Europea, se eliminaron los obstáculos más serios que se oponían al reconocimiento diplomático y a la reanudación del comercio. Además, durante el curso del año se habían celebrado tratados formales con los vecinos de Rusia ubicados sobre el Báltico, es decir, con Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania; y en febrero de 1921 se firmaron pactos de paz y amistad con Persia y Afganistán, mientras que estaba en perspectiva un acuerdo similar con los turcos. Entretanto, emisarios soviéticos en Londres y en Roma, negociaban acuerdos comerciales con una cantidad de naciones europeas y las perspectivas del éxito en tales negociaciones eran brillantes.
El
alimento siguió constituyendo el peor problema: pese a la fuerte declinación de
la población urbana, los abastecimientos no eran aún suficientes. Los operarios
iban perdiendo su energía física y caían víctimas de todas las formas de
desmoralización. A fines de 1920 la productividad promedio había descendido a
un tercio de la tasa de 1913. Impulsados por el frío y el hambre, los hombres
abandonaban sus máquinas durante días enteros para juntar madera y víveres en
el campo circundante. Viajaban a pie o en vagones de ferrocarril atestados,
llevando sus posesiones personales y los materiales que habían podido sustraer
de las fábricas, con el fin de intercambiarlos por cualquier alimento que
pudieran conseguir. El gobierno hizo todo lo posible para detener este tráfico
ilegal. Se distribuyeron destacamentos armados que bloqueaban los caminos con
el fin de vigilar el acceso a las ciudades y confiscar los preciosos sacos de
alimentos que los “especuladores” traían de vuelta para sus familias. La brutalidad
de los destacamentos camineros se hizo proverbial en todo el país, y los
comisariatos de Moscú se vieron inundados de quejas por los métodos arbitrarios
que se aplicaban.
Otra queja
importante de la clase trabajadora era la referente a la creciente
regimentación del trabajo bajo el sistema del Comunismo de Guerra. La fuerza
impulsora de este desarrollo fue Trotsky, el Comisario de Guerra. Alentado por
el éxito que había obtenido cuando logró dar forma a un Ejército Rojo rápidamente
improvisado, Trotsky trató de aplicar métodos similares de disciplina militar a
la tambaleante economía industrial. En enero de 1920, el Consejo de Comisarios
del Pueblo decretó, en gran medida por instigación de Trotsky, una obligación
general de trabajo para todos los adultos capaces y autorizó, al mismo tiempo,
la asignación de personal militar ocioso para tareas civiles. A medida que se
aproximaba el fin de la Guerra Civil, destacamentos enteros de soldados del
Ejército Rojo, en lugar de ser licenciados, eran mantenidos como “ejércitos de
trabajo” y se los destinaba a tareas tendientes a aliviar la creciente crisis
petrolera y del transporte y a salvar del colapso a las industrias básicas. Se
emplearon miles de veteranos en cortar madera, sacar carbón de las minas y
reparar vías férreas, mientras otros millares eran asignados a tareas pesadas
en las grandes fábricas urbanas. Entretanto, se intentó reforzar la disciplina
laboral entre la fuerza civil de trabajo para reducir los hurtos y el
ausentismo y elevar la producción individual. Sin embargo, los resultados de
estas medidas políticas fueron desalentadores.
Como era
de esperar, el endurecimiento de la disciplina y la presencia de tropas en las
fábricas provocaron un fuerte resentimiento en los obreros regulares y
violentas quejas contra la “militarización del trabajo” en las reuniones de fábricas
y de sindicato. Y los soldados, por su parte, estaban ansiosos de volver a su
hogar una vez terminada la guerra. A muchos rusos les parecía que la
“militarización del trabajo” había perdido su justificación en el momento mismo
en que el gobierno trataba de ampliarla. Los líderes mencheviques compararon la
nueva regimentación con la esclavitud egipcia, cuando los faraones utilizaban
el trabajo forzado para construir las pirámides. Insistían en que la compulsión
no lograría más éxito en la industria que el que había logrado en la agricultura.
Con gran alarma de los observadores gubernamentales, tales argumentos iban
obteniendo una resonancia positiva entre los operarios de las industrias, cuya
desilusión respecto de los bolcheviques y de su programa de Comunismo de Guerra
se iba aproximando al punto de las demostraciones abiertas contra el régimen.
Los
bolcheviques, que alentaron el control por los obreros en 1917 como medio para
minar al Gobierno Provisional, se vieron entonces forzados a actuar para no ser
devorados por la misma marea que había tragado a sus predecesores. Así, a
partir de junio de 1918 se nacionalizaron las grandes fábricas y se abandonó en
forma gradual el control por los obreros, instaurándose en cambio la dirección
unipersonal y una estricta disciplina de trabajo. En noviembre de 1920 cuatro
de cada cinco grandes empresas estaban ya bajo dirección individual y la
nacionalización se había extendido a la mayoría de las pequeñas fábricas y
talleres. Cuando era posible, los “especialistas burgueses” volvían a sus
cargos para proveer el asesoramiento y la supervisión técnica que tanto se
requerían. Antes de terminar el año la proporción de empleados burocráticos
respecto de trabajadores manuales era de aproximadamente el doble que en 1917.
Había
comenzado a florecer una nueva burocracia. Se trataba de un conjunto mixto,
formado por personal administrativo veterano y neófitos sin práctica alguna;
sin embargo, pese a las dispares valoraciones y perspectivas que tenían,
compartían intereses peculiares que les eran propios y que los apartaban de los
obreros del taller. Para estos últimos, la restauración del enemigo de clase en
un lugar dominante dentro de la fábrica significó una traición a los ideales de
la revolución. Según su punto de vista, su sueño de democracia proletaria,
realizado momentáneamente en 1917, les era arrebatado para reemplazarlo por los
métodos coercitivos y burocráticos del capitalismo. Los bolcheviques habían
impuesto la “disciplina de hierro” en las fábricas, establecido destacamentos
armados para imponer por la fuerza la voluntad de la dirección, y contemplado
el uso de odiosos métodos de eficiencia tales como el “sistema de Taylor”. Que
esto lo hiciera un gobierno en el que habían confiado y que pretendía gobernar
en su nombre, era un amargo trago para los trabajadores.
No es de
extrañar entonces que durante el invierno de 1920-1921, en que la dislocación
económica y social alcanzó un punto crítico, no pudieran ya silenciarse las
murmuraciones de descontento, ni siquiera apelando a amenazas de expulsión con
pérdida de las raciones. En las reuniones de fábrica, donde los oradores
denunciaban en tono colérico la militarización y burocratización de la
industria, las referencias críticas a las comodidades y privilegios de que
gozaban los funcionarios bolcheviques suscitaron gritos indignados de acuerdo
por parte de los oyentes. Los comunistas, se afirmaba, siempre obtenían los
mejores trabajos y parecían sufrir menos hambre y frío que todos los demás.
Comenzaron a surgir, a menudo simultáneamente, el antisemitismo y el
anti-intelectualismo; se formuló el cargo de que los bolcheviques pertenecían a
una estirpe extranjera de intelectuales judíos que habían traicionado al pueblo
ruso y contaminado la pureza de la revolución.
Este creciente sentimiento de amargura y desilusión coincidió con un período de aguda controversia dentro del Partido Comunista mismo, donde no dejaba de manifestarse oposición a la política del Comunismo de Guerra. La controversia, que continuó desde diciembre de 1920 hasta marzo de 1921 y alcanzó su clímax en el Xº Congreso del Partido, se centraba sobre el rol de los sindicatos en la sociedad soviética. Durante la prolongada y turbulenta disputa, Trotsky, guiado por la concepción militar de la mano de obra a la que había llegado mientras era Comisario de Guerra, estaba en favor de la subordinación total de los sindicatos al Estado, que debía ser el único dotado de autoridad para designar y despedir funcionarios sindicales. Los más decididos opositores a este plan eran los miembros de la Oposición de Trabajadores, grupo compuesto en gran medida por obreros y ex obreros que habían conservado su lealtad y simpatías proletarias. Lo que perturbaba especialmente a la Oposición de Trabajadores era el aparente cambio del régimen soviético que se había transformado en un nuevo Estado burocrático dominado por una minoría no proletaria.
Este creciente sentimiento de amargura y desilusión coincidió con un período de aguda controversia dentro del Partido Comunista mismo, donde no dejaba de manifestarse oposición a la política del Comunismo de Guerra. La controversia, que continuó desde diciembre de 1920 hasta marzo de 1921 y alcanzó su clímax en el Xº Congreso del Partido, se centraba sobre el rol de los sindicatos en la sociedad soviética. Durante la prolongada y turbulenta disputa, Trotsky, guiado por la concepción militar de la mano de obra a la que había llegado mientras era Comisario de Guerra, estaba en favor de la subordinación total de los sindicatos al Estado, que debía ser el único dotado de autoridad para designar y despedir funcionarios sindicales. Los más decididos opositores a este plan eran los miembros de la Oposición de Trabajadores, grupo compuesto en gran medida por obreros y ex obreros que habían conservado su lealtad y simpatías proletarias. Lo que perturbaba especialmente a la Oposición de Trabajadores era el aparente cambio del régimen soviético que se había transformado en un nuevo Estado burocrático dominado por una minoría no proletaria.
Creció rápidamente el descontento en las ciudades, a medida que las huelgas y las demostraciones iban sucediendo a las reuniones de fábrica. Los trabajadores salieron a la calle con banderas y carteles que exigían el “libre comercio”, mayores raciones y la abolición de las requisiciones de cereales. Tampoco se detuvieron en exigencias económicas. Algunos de los manifestantes querían la restauración de los derechos políticos y las libertades civiles, y había incluso algunos carteles en que se solicitaba la reimplantación de la Asamblea Constituyente, mientras otros llevaban una leyenda más chocante: “Abajo los comunistas y los judíos”. Al comienzo, las autoridades trataron de frenar las manifestaciones con promesas de atenuación, pero tal procedimiento resultó inútil y hubo que llamar a las tropas regulares y a los cadetes de la escuela militar para restablecer el orden. Tan pronto como comenzaron a aplacarse los disturbios en Moscú, una oleada más seria de huelgas se difundió por la ex capital Petrogrado. Un aire de tragedia se cernía sobre la ciudad, que sólo era “un fantasma de lo que había sido -según la describe una contemporánea-, con sus filas diezmadas por la revolución y la contrarrevolución, y con un futuro inmediato incierto”. Situada en el ángulo noroeste de Rusia, alejada de los centros principales de abastecimiento alimentario y petrolífero, Petrogrado sufría aún más que Moscú por el hambre y el frío. Las reservas disponibles de alimentos habían bajado a sólo un quinto de los disponibles antes de la Primera Guerra Mundial.
Los habitantes de las ciudades marchaban kilómetros a pie hacia las selvas vecinas, sin ropas de abrigo ni calzado decente, para cortar maderas con el fin de calentar sus hogares. A comienzos de febrero de 1921, más del 60% de las fábricas más grandes de Petrogrado se vieron forzadas a cerrar sus puertas por falta de petróleo. Entretanto, los abastecimientos alimentarios prácticamente habían desaparecido. Los obreros y soldados hambrientos mendigaban por las calles un pedazo de pan. Los ciudadanos encolerizados protestaban contra el sistema no equitativo de racionamiento que favorecía a algunas categorías de la población más que a otras. Las tensiones se agravaron al saberse que los miembros del partido recibieron zapatos y vestimentas nuevas. Rumores de esta clase, que siempre abundan en épocas de tensión y estrechez, recibieron amplio crédito y se contaron como factores prominentes en el tumulto que precedió a la revuelta de Kronstadt. Es importante detenerse en estos primeros casos de rebelión espontánea en Kronstadt, porque en muchos respectos presagiaban los tormentosos eventos de marzo de 1921.
La primera perturbación seria ocurrida en Kronstadt comenzó en octubre de 1905, en el momento álgido de la revolución, y estableció una pauta que iba a resultar cada vez más habitual en los años siguientes. Primero se celebró una asamblea masiva en la Plaza del Ancla. Millares de marinos y soldados descontentos se reunieron para ventilar sus motivos de queja. Junto con los pedidos habituales de una mejor provisión de comida v vestimenta, una paga más alta, turnos de menor duración y un relajamiento de la disciplina militar, hubo gritos en favor del derrocamiento inmediato de la autocracia y de la inauguración de una república democrática con plenas libertades civiles para todos. En los días siguientes los ánimos se excitaron con rapidez. El 26 de octubre estalló en Kronstadt una rebelión abierta. La revuelta, de origen completamente espontáneo, degeneró con rapidez en una orgía de pillaje y destrucción semejante a los motines ocurridos durante el reinado de Pedro el Grande. Multitudes de marineros y soldados corrían excitados por las calles de la ciudad rompiendo las vidrieras de los negocios e incendiando edificios. Se levantaron barricadas y varias casas fueron ocupadas tomo protección contra el esperado arribo de fuerzas punitivas de Petersburgo. El amotinamiento duró dos días y dejó diecisiete muertos y ochenta y dos heridos antes de que las tropas gubernamentales pudieran restablecer el orden. Se arrestó a casi mil amotinados, muchos de los cuales fueron condenados a prisión o al exilio, aunque no se dictó ninguna sentencia de muerte.
El Comité Defensa pidió la inmediata liberación de los tres funcionarios comunistas que habían sido aprisionados por los marineros el 2 de marzo: “Si les tocáis un solo cabello a los camaradas detenidos, responderán de ello las cabezas de los rehenes”. El anuncio se hizo el 5 de marzo, el mismo día en que el gobierno emitió su ultimátum a los rebeldes. El 7 de marzo “Izvestia” de Kronstadt respondió con el pedido de que se liberara a los rehenes en el término de 24 horas: “La guarnición de Kronstadt declara que los comunistas gozan aquí de plena libertad y sus familias están absolutamente a salvo. No se seguirá aquí el ejemplo del Soviet de Petrogrado, pues consideramos que tales métodos son muy vergonzosos y malignos, aunque los provoque la furia desesperada. Nunca hemos presenciado antes, en toda lii historia, actos semejantes”. Sin embargo, nada surgió de este llamado.