5 de octubre de 2022

Trotsky revisitado (XLIII). Críticas y reproches (17)

Kostas Mavrakis: Su incapacidad para el análisis concreto
 
Doctor en Filosofía y Artes Visuales, pintor y filósofo, el greco-francés Kostas Mavrakis (1936) fue durante muchos años profesor en el departamento de Filosofía de la Université de Vincennes à Saint-Denis (Universidad de París VIII). De ideología maoísta, en su obra “Du trotskysme. Problèmes de théorie et d'histoire” (Sobre el trotskismo. Problemas de la teoría y la historia) somete a Trotsky, su pensamiento y su obra a un severo examen crítico. 
Entre los temas revaluados por este académico se encuentran, según su opinión, la incapacidad de Trotsky para el análisis concreto, su dogmatismo atemporal, su antiburocratismo burocrático, el “economicismo” que comparte con Stalin, sus conceptos de “revolución permanente” en comparación con los de Lenin y Mao, y sus puntos de vista y los de Stalin sobre la Revolución China. También analiza los rasgos fundamentales del trotskismo y expone una serie de apuntes críticos sobre algunas organizaciones trotskistas que se conformaron en muchos lugares del mundo, inclusive en su país natal. A renglón seguido se puede leer la primera parte de los fragmentos escogidos de la obra citada.

La incapacidad para el análisis concreto, que afectó a Trotsky a lo largo de toda su vida militante, resultaba de su incomprensión de la dialéctica materialista, aún más grave en él que en Bujarin, aunque menos flagrante, ya que, prudentemente, sólo hizo raras incursiones en las altas esferas de la filosofía marxista. Cuando se aventuró en ella, especialmente durante su polémica contra Burnham, el resultado no superó el nivel elemental. Denigra la lógica formal, pero ignora los avances de la lógica simbólica desde Hilbert, Péano y Russell. Se imagina que admitir la dialéctica supone el rechazo del principio de identidad, o que se lo encierre en tareas elementales y subalternas. Además, la lógica formal sería inaplicable, aun aproximativamente, a fenómenos que presentaran cambios cuantitativos apreciables. De hecho, Trotsky confunda la lógica aristotélica con las consecuencias metafísicas que de ella extraen abusivamente ciertos filósofos, al negar el movimiento y el cambio. Conoce tan poco lo que es la dialéctica, que se imagina que el modo de exposición de Marx en “El capital” sería un vano artificio surgido de la pedantería filosófica.
Cuando razona como político, Trotsky es más serio aunque su concepción del materialismo no es menos esquemática. Por eso, se le escapa en general la necesidad de los rodeos de la lucha revolucionaria, y aun cuando en principio los admite no puede comprender su naturaleza e implicancias. Trotsky, aunque según sus propias palabras haya pasado por la escuela de Lenin, fue aplazado por la historia en la materia más importante: la ciencia política. Lenin le dirige una crítica fundamental al decir de él que en todas sus tesis, encara la cuestión desde el ángulo del principio general.
Se sabe que en 1917 los bolcheviques tomaron el poder inscribiendo en sus banderas esta triple consigna: paz para el pueblo, pan para los trabajadores, tierra para los campesinos. Sin embargo, la paz que reclamaban era sin anexiones ni indemnizaciones. Ahora bien, los alemanes no lo entendían así. Desde antes de octubre, los soldados rusos habían empezado a votar por la paz con sus suelas. Se desertaba de las trincheras del frente. Lenin, por consiguiente, se encontró frente a este problema: cómo, sin ejército, asegurar la supervivencia del poder proletario en el momento en que el imperialismo alemán se preparaba para el asalto. Optó por aceptar las condiciones alemanas, por desastrosas que fueron, entregando espacio para ganar tiempo. Entonces quedó en minoría en el Comité Central, frente a una coalición que dirigida por Bujarin, partidario de la guerra revolucionaria. Por otra parte, Trotsky, cuyo punto de vista (que se impuso momentáneamente) se resumía en la consigna “ni guerra ni paz” o, más precisamente “interrumpimos la guerra, pero no firmamos la paz, desmovilicemos el ejército.
Era una jugada de póker fundada en tres postulados, que se revelaron falsos los tres: la actitud del gobierno soviético incitaría al proletariado alemán a rebelarse antes del ataque de las tropas del Kaiser; el poder bolchevique no podría mantenerse en Rusia a menos que recibiera una ayuda de los proletariados victoriosos en los países de Europa occidental, y finalmente, tercer postulado, el formulado en enero de 1918 en una carta a Lenin: “Vamos a declarar que ponemos fin a las negociaciones de Brest-Litovsk, pero no firmaremos la paz. No estarán en condiciones de lanzar una ofensiva contra nosotros”. Los hechos le infligieron un pronto desmentido, que costó caro a Rusia. En suma, Trotsky era incapaz de analizar la situación concreta.
Al volatilizarse el ejército que los enfrentaba, a los alemanes les bastaba con tomar el tren para ir a Petrogrado. Es lo que hicieron. Fue necesario detenerlos aceptando precipitadamente sus nuevas condiciones, mucho más onerosas que las precedentes. Sin embargo, al firmar la paz, el gobierno soviético obtuvo un respiro gracias al cual organizó un ejército nuevo, donde entraron en gran número los campesinos animados por el deseo de defender las tierras expropiadas. Algunos meses más tarde, las consecuencias de la paz de Brest-Litovsk habían desaparecido. Retrospectivamente, la posición de Lenin nos parece obvia, y la de Trotsky absurda. Incluso si se trata de una ilusión óptica, en estas graves circunstancias, cuando se jugaba el futuro de la revolución, el formalismo trotskista en partir de los principios y, no de la realidad, condujo a errores en toda la línea.
Estos principios, por lo demás, eran los de la revolución permanente, que pueden resumirse en esta fórmula: para el proletariado ruso es imposible mantenerse en el poder a menos que lo ayude el triunfo de la revolución en Occidente. Para Trotsky, la contradicción principal es siempre la contradicción fundamental de toda nuestra época, a saber, la que opone el capital al trabajo. Para él, por consiguiente, la alternativa era: revolución mundial o derrota mundial del proletariado. Por el contrario, Lenin veía que, en la coyuntura de comienzos de 1918, la contradicción principal era la que oponía la necesidad de mantener el poder soviético con la imposibilidad de hacer que la mayoría campesina combatiera por su defensa. La alternativa, por consiguiente, era la paz inmediata a cualquier precio (plazo indispensable para los bolcheviques) o la destrucción de su poder. Aferrarse resueltamente al primer término era la condición de todo éxito ulterior.


Las mismas carencias -el dogmatismo abstracto y la incapacidad para el análisis concreto- se manifestaron aún más claramente en Trotsky en cuanto estuvo confrontado con los problemas económicos, muy prosaicos quizá, pero decisivos en cuanto a la supervivencia del poder de los soviets. Mejor armado que nadie para asegurar la aplicación de la línea adoptada por Lenin y el Comité Central, se tornaba peligroso cuando intentaba resolver por sí mismo los problemas.
Durante la Guerra Civil, y luego como Comisario de Transportes, Trotsky dio pruebas de una notable capacidad de organizador y de jefe. Combatió eficazmente el desorden y la negligencia, inspirando en sus subordinados la energía que lo animaba a él, y arreglando así, en poco tiempo, situaciones muy peligrosas.
Sin embargo, no por eso se puede concluir, como lo hacen sus discípulos, que era capaz de calzar las botas de Lenin. Éste le reprochará en su “Testamento” su exagerada admiración por el aspecto puramente administrativo de las cosas. Esta crítica, en la pluma de Lenin, tiene una significación precisa que remite a una insuficiencia redhibitoria de quien es su objeto. En otros términos, “dejarse arrastrar por las prácticas de administración” quiere decir pretender resolver todos los problemas que se plantean al nivel central más elevado sin tener en cuenta las repercusiones de tal o cual decisión en el campo de la lucha de clases, sus efectos en cuanto al fortalecimiento o debilitamiento del poder proletario. Se puede verificar cuánta razón tenía Lenin si se consideran algunas posiciones adoptadas por Trotsky en cuestiones de la reconstrucción económica de la URSS después de la introducción de la NEP.
En la época del “comunismo de guerra” había preconizado la militarización del trabajo, lo que sin duda correspondía a una necesidad en las condiciones de ese período. Pero, mientras Lenin había calificado al “comunismo de guerra” de “error necesario” (es decir, impuesto por las circunstancias), pero error al fin, en el sentido de que no se podía deducir de él una norma universal aplicable a una de las etapas de la transición al socialismo, y también en el sentido de que había que abandonar esa política en cuanto fuera posible, Trotsky había mantenido y generalizado sus concepciones en el Xº Congreso, el que había proclamado la nueva política económica. Según Trotsky, el trabajo forzado “alcanzaría su más alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo”. La militarización del trabajo, decía, “es la base del socialismo”.
Como había puesto en marcha los transportes durante la campaña de Polonia usando métodos autoritarios, incluso burocráticos, Trotsky, ebrio de su éxito, pretendió erigir en regla lo que no era más que un expediente con miras a enfrentar una situación crítica. Amenazó con “sacudir” a los dirigentes electos de los distintos sindicatos, como lo había hecho con los de los transportes. Dicho de otro modo, quería reemplazar a esos dirigentes electos por otros, nombrados por el Estado. Se atrajo una resuelta respuesta de Lenin, pero se negó a dejarse convencer y llevó la ceguera y la obstinación hasta comenzar una lucha de fracciones contra el Comité Central. Durante esa controversia, Lenin mostró que Trotsky “olvidaba el abc del marxismo” al querer mantener el debate en el terreno económico. En una palabra, no se trata de hacer administración económica sino economía política, que puede ser económicamente fructífera sólo en la medida en que no comporte errores políticos.
Son esas luchas que Lenin recordaba cuando escribía su carta al Comité Central sobre la admiración de Trotsky por el aspecto administrativo de las cosas. Le reprochaba ser incapaz de analizar concreta y dialécticamente la coyuntura de la lucha de clases en toda su amplitud y en toda su complejidad, con la intención de definir las tareas del momento. Durante la controversia sobre la planificación bajo la NEP, Lenin había podido comprobar además que el método de pensamiento de Trotsky consistía en deducir de los principios más generales del socialismo las “soluciones” para los problemas económicos planteados por la vida sin ninguna mediación entre los dos niveles (sin análisis teórico concreto), lo que a veces produce la impresión de que salta de una cosa a otra que no tiene ninguna relación con la primera.
En “El nuevo curso” (enero de 1924), Trotsky describe lo que debe ser una economía socialista planificada. Luego introduce lo que llama una “complicación”, a saber, la existencia del mercado. Para superarla, plantea cierto número de exigencias secundarias. Ahora bien, la esencia misma de la NEP, tal cual fue definida por Lenin, comprende un trámite y una deducción exactamente inversos a los de Trotsky: ¿cómo fundar una verdadera planificación estatal centralizada sobre un inmenso mercado campesino privado, disperso, que se desarrolla y reacciona espontáneamente sobre la base de las leyes del capitalismo? Trotsky esquiva la dificultad con una nueva exigencia abstracta: un conocimiento exacto de las condiciones del mercado y de las previsiones “económicamente justas”.


Esta exigencia es abstracta porque, incluso si se dan algunos medios realistas, el mínimo de conocimientos y de previsiones sin los cuales una planificación no es más que una broma o una utopía, exige un cambio radical de la estructura de la producción y del mercado agrícolas (cambio que históricamente tomó la forma de la colectivización de 1929).
Ahora bien, Trotsky no encara en 1924 la colectivización y el abandono de la NEP. Piensa que, mediante algunas correcciones y algunas “modificaciones necesarias”, será posible que la economía estatal se adapte al mercado campesino a medida que éste se desarrolle. No explica cómo obtener este resultado, pasa de la definición deductiva del modo de producción socialista al puro y simple problema de la “aplicación”: algunas mejoras de detalle, una adaptación progresiva, y liquida así toda la ciencia leninista de la estrategia y de la táctica. Trotsky exige, desde 1922-23, una planificación centralizada: ¿pero quién va a planificar? No un aparato de Estado ideal sino ese aparato burocrático heredado del zarismo cuya crítica despiadada hace Lenin. Cuando el aparato del Estado es todavía, en buena medida, solidario con el estado anterior de la formación social, no puede ser el eslabón principal de la ofensiva económica del poder de los soviets.
Un ejemplo significativo del método de Trotsky es la posición que adoptó en la cuestión de la dictadura de las finanzas o dictadura de la industria. En 1923 y 1924, se desarrolló un conflicto entre el Gosplan (Comité para la Planificación Económica) y el Narkomfin (Comisariado del Pueblo para las Finanzas). El primero exigía que se reconociera la subordinación de las finanzas a la planificación industrial, es decir, el poder de fijar la política de créditos a la industria no en función de los imperativos de una sana política monetaria, sino en función de las necesidades del desarrollo industrial. Por su parte, el Narkomfin defendía su autonomía. Estrictamente, la posición del Gosplan era la única justa para una economía socialista. Pero la NEP no es el socialismo; no es más que una fase preliminar que prepara las condiciones de la ofensiva por venir. Dejando jugar al mercado en condiciones casi normales, el poder soviético reanima el proceso espontáneo de acumulación interrumpido por la guerra; prepara además, de la misma manera, la base elemental de informes sin los cuales un plan es imposible.
En tanto que herramienta principal del mercado, la moneda representa, a este nivel, un papel decisivo. Su estabilización aparece como un objetivo fundamental, al cual los otros se subordinan, como el objetivo final en relación con las condiciones preliminares. Ahora bien, Trotsky sostiene enteramente las reivindicaciones del Gosplan, no da ninguna importancia al problema de la moneda, y se contenta con afirmar sin ninguna justificación que la estabilización de la moneda depende de la dictadura de la industria. Aquí se trasluce toda la actitud de la oposición trotskista: una actitud de todo o nada, que plantea en principio que, si no se ponen inmediatamente las contradicciones fundamentales del socialismo y sus determinaciones fundamentales a la orden del día, todo el resto no es más que empirismo sin principios.
Al refutar la línea trotskista en su informe del 3 de abril de 1925 en la sesión del ejecutivo ampliado, Bujarin exclamaba: “Pedir la dictadura de la industria sobre las finanzas es no ver que la industria depende de las posibilidades agrícolas”. De manera general, era abstracto reconocer el mercado como punto de unión de las dos economías, sin preocuparse de las condiciones prácticas de su funcionamiento -en primer lugar, de la moneda-. Como además la moneda se invertía bajo la NEP en el marco del mercado y del funcionamiento normal de la ley del valor, con el papel de revelador bajo las grandes líneas de la estructura de producción, de consumo y de reproducción, su depreciación hipotecaba pesadamente la preparación del trabajo de planificación.
De hecho, lo que la oposición cuestionaba globalmente en nombre de un “esquema general del socialismo” en realidad riguroso pero planteado como una “exigencia previa de hecho”, es el principio mismo de un estadio reformista (en el sentido de no revolucionario), es decir, que no afectara lo que es esencial en períodos largos y en una teoría general de los modos de producción. Ahora bien, es justamente el principio de una fase reformista (con todos los aspectos incoherentes, contradictorios, aparentemente sin principios, que semejante fase comporta) lo que es la gran innovación teorizada por Lenin con el nombre de NEP, una fase de repliegue táctico que prepara las condiciones necesarias de la ofensiva socialista por venir. En todas las cuestiones de la actualidad política del momento, el trotskismo aparece como un conjunto de exigencias radicales deducidas de un esquema general del modo de producción socialista -sin consideración de los estadios y las fases- y un rechazo de toda medida parcial, así como una negligencia sistemática para todo lo que se relacione con la realización práctica. La característica principal del trotskismo era la ausencia de una teoría de las contradicciones, de una teoría de las fases y los estadios, y en consecuencia la ausencia de una teoría de la estrategia y de la táctica.


En 1928 Stalin se enfrentaba con un problema concreto para cuya solución la teoría marxista no ofrecía una fórmula lista. Los kulaks, únicos agricultores que disponían de excedentes apreciables, almacenaban su grano y amenazaban dejar desprovistas a las ciudades, descontentos al no poder obtener bastantes productos industriales por el precio que se les ofrecía. Por otra parte, el desarrollo de la industria previsto por el primer Plan Quinquenal suponía el aumento de la población urbana, y por consiguiente necesidades aumentadas en materia de provisión de alimentos. Este círculo vicioso tenía dos salidas: una consistía en aflojar las riendas a los kulaks, ayudándolos a arruinar a los pequeños campesinos y a levantar grandes explotaciones capitalistas de alta productividad. Trotsky y sus partidarios (especialmente Rakovsky) estaban absolutamente convencidos de que Stalin se embarcaría en este camino.
El otro era el de la colectivización y la industrialización acelerada. Era necesario actuar rápido, o de lo contrario las tensiones producidas por la lucha contra los kulaks podrían volverse demasiado peligrosas. Los kulaks, en efecto, habían logrado unir a su alrededor a la mayoría de los campesinos. Desencadenaban el terror blanco contra los cuadros comunistas y los campesinos pobres que querían unirse a los koljoses. Había que quebrar esa resistencia inmediatamente, o si no ella quebraría el poder proletario. Si los comunistas libraban contra los kulaks una batalla de desgaste, serían ellos quienes se desgastarían, no sus enemigos. Era necesaria una batalla de decisión rápida. La colectivización y la industrialización debían, además, marchar a la par, incluso si inicialmente esto exigía sacrificios. La primera permitía obtener excedentes mayores gracias a los cuales se podría invertir; la segunda proveería los tractores y las máquinas agrícolas que hicieran atrayentes los koljoses y dieran una producción aún más elevada.
La línea seguida por Stalin en esta coyuntura se parecía en más de un aspecto a la preconizada por Trotsky en 1924, lo que por lo demás no le daba la razón retrospectivamente ya que las condiciones reunidas en 1929 no estaban dadas en 1924. Al comprobar que Stalin “plagiaba” su programa, Trotsky no concluyó que debía unirse al Comité Central como lo hicieron entonces miles de sus partidarios, sino que optó por un cambio completo en sus propias concepciones. De ese modo, continuaba separándose de Stalin y preservaba su razón de ser en tanto que jefe de la “oposición”. Condenó la liquidación de los kulaks y afirmó que los koljoses no eran viables y se derrumbarían por sí mismos, ya que no disponían de maquinaria moderna. Según él, fusionar pequeñas granjas con equipo primitivo equivalía a reunir barcas para hacer un transatlántico. No veía que la simple cooperación y la división del trabajo manual bastaran para asegurar a los koljoses una productividad superior. Entonces reclamó su disolución como si fueran no rentables, incluso ficticios. Así, si bien es cierto que el bloque de trotskistas y “derechistas” del que habló Stalin no tuvo existencia organizada, no es menos cierto que la crítica trotskista coincidía con las posiciones bujarinistas en su defensa de la pequeña burguesía rural.
Como todos los reformismos, el de Trotsky era al mismo tiempo utópico y reaccionario. Utópico, porque una transformación gradual y pacífica de las estructuras siempre se ha revelado imposible. Reaccionario, porque al perseguir esa utopía, se desembocaría en el mantenimiento del statu quo. Trotsky reprochó a la planificación soviética el querer ir demasiado rápido, el apuntar a resultados máximos y no óptimos. De hecho, el ascenso del fascismo, con la amenaza de guerra implícita en ello, imponía una industrialización acelerada. Era necesario avanzar a marchas forzadas. Se jugaba la supervivencia del poder proletario. En un discurso pronunciado en 1931, Stalin exclamaba: “¡No, no es posible, camaradas! ¡No se debe disminuir el ritmo! Al contrario, hay que aumentarlo en la medida de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades. A esto nos obliga el compromiso que hemos tomado ante los obreros y los campesinos de la URSS. Esto lo exigen nuestras obligaciones con la clase obrera del mundo entero. Marchábamos cincuenta o cien años detrás de los países más adelantados. En diez años, tenemos que ganar este terreno. O lo hacemos o nos aplastan”. Diez años más tarde, los ejércitos de Hitler invadían la URSS.