12 de octubre de 2022

Trotsky revisitado (XLVIII). Guerras y revoluciones (2)

Pierre Broué: El analista de la Revolución Francesa
 
A fines de los años ‘40, Broué siendo uno de los dirigentes del Mouvement Jeunes Communistes de France (Movimiento de Jóvenes Comunistas de Francia), formó parte de una delegación para un campo de trabajo en Yugoslavia, por esas fechas enfrentada a la URSS. Durante los siguientes cuarenta años será uno de los intelectuales más importantes de la corriente “Lambertista”, inspirada por uno de los principales líderes del movimiento trotskista internacional, Pierre Boussel (alias Lambert). En cuanto a Trotsky, puede decirse que dedicó varios textos a la Revolución Francesa. La estudió profundamente y, a lo largo de las vicisitudes de su vida política, no dejó de mantenerse al tanto de los trabajos científicos sobre el tema. Entre sus lecturas predilectas figuraban la “Histoire de France” (Historia de Francia) de Jules Michelet; la “Histoire politique de la Révolution Française” (Historia política de la Revolución Francesa) y “Recueil de documents pour l'histoire du Club des Jacobins de Paris” (Recopilación de documentos para la historia del Club de los Jacobinos de París) de Alphonse Aulard; y la “Histoire socialiste de la Révolution Française” (Historia socialista de la Revolución Francesa) de Jean Jaurès por la que confesaba una especial admiración. Conoció también la obra de Albert Mathiez, especialmente “La vie chère et le movement social sous la Terreur” (La carestía de la vida y el movimiento social bajo el Terror) y “La Révolution Française” (La Revolución Francesa), cuya importancia apreciaba al igual que los primeros trabajos de Georges Lefebvre sobre el tema. A continuación, la segunda parte de “Trotsky y la Revolución Francesa”, el artículo de Pierre Broué escrito en 1977.

 
La Revolución Francesa es la resultante de una alianza objetiva duradera entre las masas campesinas, levantadas contra los aristócratas y el viejo régimen feudal, y los “sans-culottes” de las ciudades, y especialmente de París. No son las masas campesinas las que empezaron el combate sistemático contra la aristocracia y sus privilegios en los campos, aunque de una manera u otra, no han dejado de llevarlo adelante durante siglos. Sino que es la burguesía la que ha desatado el verdadero proceso de liberación. Trotsky escribe: “En Francia, la lucha contra el absolutismo de la Corona, la aristocracia y los príncipes de la Iglesia obligó a la burguesía, representada por sus diferentes capas, a hacer, a finales del siglo XVIII, una revolución agraria radical. La clase campesina independiente salida de esta revolución fue durante mucho tiempo el sostén del orden burgués”.
Sin embargo, el desarrollo concreto lo lleva a hacer algunos retoques y matices a este cuadro general, en las páginas del mismo volumen. Efectivamente, la lucha contra la detención de la revolución en su mitad, contra el renacimiento de la contrarrevolución es lo que ha anudado la alianza que le ha permitido a la revolución ir hasta el final en el terreno social y la destrucción del antiguo Régimen. Durante cinco años, los campesinos franceses se sublevaron en todos los momentos críticos de revolución, oponiéndose a un acomodamiento entre los propietarios feudales y los propietarios burgueses. Los “sans-culottes” de París, al derramar su sangre por la república, liberaron a los campesinos de las trabas del feudalismo. Entonces, fundamentalmente “los municipios rurales se convierten en manto del levantamiento campesino contra la legalidad burguesa protectora de la propiedad feudal”. Pero al mismo tiempo, este empuje del campesinado sólo podía tener sentido porque en las puertas del poder, en París, los “sans-culottes” combatiendo por la república, les ofrecían un régimen político que los protegía de las tentativas de restauración (contrarrevolución).
La primera Constitución francesa (1791), basada en la ficción de la independencia completa de los poderes legislativo y ejecutivo, ocultaba en realidad, o se esforzaba en ocultar al pueblo, la dualidad de poderes reinante: de un lado, la burguesía, atrincherada definitivamente en la Asamblea Nacional después de la toma de la Bastilla por el pueblo; del otro, la vieja monarquía, que se apoyaba aún en la aristocracia, el clero, la burocracia y la casta militar, sin hablar ya de las esperanzas en una intervención extranjera. Este régimen contradictorio albergaba la simiente de su inevitable derrumbamiento. En este atolladero no había más salida que destruir la representación burguesa poniendo a contribución las fuerzas de la reacción europea, o llevar a la guillotina al rey y a la monarquía. París y Coblenza tenían que medir sus fuerzas en este pleito.
De hecho una segunda dualidad de poder está por surgir incluso antes de la guerra y de la caída del rey: “Pero antes de que las cosas terminen en este dilema -escribió Trotsky-: la guerra o la guillotina, entra en escena la Comuna de París, que se apoya en las capas inferiores del ‘Tercer Estado’ y que disputa, cada vez con mayor audacia, el poder a los representantes oficiales de la nación burguesa. Surge así una nueva dualidad de poderes, cuyas primeras manifestaciones observables ya en 1790, cuando todavía la gran y mediana burguesía se hallan instaladas a sus anchas en la administración del Estado y en los municipios. En un principio, las secciones de París mantenían una actitud de oposición frente a la Comuna, que se hallaba todavía en manos de la honorable burguesía. Pero con el gesto audaz del 10 de agosto de 1792, las secciones se apoderan de ella. En lo sucesivo, la Comuna revolucionaria se levanta primero frente a la Asamblea Legislativa y luego frente a la Convención; ambas rezagadas con respecto a la marcha y a los fines de la revolución, registraban los acontecimientos, pero no los promovían”.
Y es por este avance de la dualidad de poder que Trotsky llega a la conclusión del Terror y a la dictadura del Comité de Salvación Pública: “Los explotadores han empantanado tanto el carro de la sociedad que, para destrabarlo, hace falta una obstinada energía y esfuerzos verdaderamente revolucionarios. Los Jacobinos nos han ofrecido, hace ciento cuarenta años, un ejemplo formidable. Son los pobres, la plebe, los explotados los que han creado el gobierno de la Montaña, el gobierno más fuerte que haya conocido Francia y es ese gobierno el que ha salvado a Francia en las circunstancias más trágicas”.
La ley del desarrollo revolucionario a través de las dualidades de poder no deja de jugar y Trotsky continúa: “La necesidad de la dictadura, tan característica lo mismo de la revolución que de la contrarrevolución, se desprende de las contradicciones insoportables de la dualidad de poderes. El tránsito de una forma a otra se efectúa por medio de la guerra civil. Además, las grandes etapas de la revolución, es decir, el paso del poder a nuevas clases o sectores, no coinciden de un modo absoluto con los ciclos de las instituciones representativas, las cuales siguen, como la sombra al cuerpo, a la dinámica de la revolución. Cierto es que, al fin de cuentas, la dictadura revolucionaria de los ‘sans-culottes’ se funde con la dictadura de la Convención; pero ¿de qué Convención? Una Convención de la cual han sido eliminados por el Terror los girondinos, que todavía ayer dominaban en sus bancas; una Convención cercenada, adaptada al régimen de la nueva fuerza social”.


Pero verdaderamente se trata de una ley general de desarrollo de la revolución y de la contrarrevolución. Trotsky concluye: “Así, por los peldaños de la dualidad de poderes, la Revolución Francesa asciende en el transcurso de cuatro años hasta su culminación. Y desde el 9 Termidor, la revolución empieza a descender otra vez por los peldaños de la dualidad de poderes. Y otra vez la guerra civil precede a cada descenso, del mismo modo que antes había acompañado cada nueva ascensión”.
En estas condiciones, se entiende que Trotsky no haya podido ser, en ningún caso, un admirador de los jacobinos, aunque sea capaz de rendirle el homenaje que merecen según su opinión. Para él, el mérito de Robespierre y de los suyos ha residido en la proclamación del principio revolucionario y en su defensa encarnizada contra la Europa feudal. Pero comparte íntegramente la apreciación de Engels -de acuerdo con Marx en este punto- en su carta a Kautsky del 20 de febrero de 1887, en la cual él explica que el Terror sólo tiene sentido en tiempos de guerra: “Una vez preservadas las fronteras gracias a las victorias militares y después de la destrucción de esta fanática Comuna que había querido llevar la libertad a los pueblos a punta de bayoneta, el Terror, como arma de la Revolución, se sobreviviría a sí mismo”. Es verdad que Robespierre estaba entonces en la cima de su poder, pero -dice Engels- “a partir de ahora el Terror se volvió para él un medio para su propia preservación y, de repente, se convertía en un absurdo”. 
En su polémica contra Lenin quien, como sabemos, había intentado asociar “jacobinismo” con “socialismo” en un famoso párrafo de su folleto “Un paso adelante, dos pasos atrás”, Trotsky ha pintado un fresco despiadado del “jacobinismo” como fenómeno histórico situado en el pasado, y aunque haya reconocido equivocarse en el contenido en la polémica contra Lenin, nunca volvió a esto y, sin ninguna duda, no tenía ninguna razón para volver.
Detrás del ardor y las fórmulas tajantes de la polémica dentro del movimiento socialista, más allá del duro discurso, se oculta el siguiente análisis que presentamos: “El jacobinismo -escribe él- es el apogeo en la tensión de la energía revolucionaria en la época de la autoemancipación de la sociedad burguesa. Es el máximo de radicalización que podía producir la sociedad burguesa, no por el desarrollo de sus contradicciones internas, sino por su retroceso y su represión; en la teoría, el llamado a los Derechos del Hombre, abstracto, del ciudadano, abstracto, en la práctica, la guillotina”.
Aquí también, los jacobinos no se comportan de acuerdo con principios abstractos, aunque los agiten, sino que se comportan como hombres en un callejón sin salida, porque el contexto económico y social de la época no da ninguna base para la perduración de su poder y el desencadenamiento del Terror es para ellos un medio de violar las leyes de la historia que deben sufrir: “La historia debía detenerse para que los jacobinos pudiesen conservar el poder, porque todo movimiento en avance debía oponer unos a otros los diversos elementos que, activa o pasivamente, sostenían a los Jacobinos y debía así, por sus fricciones internas, debilitar la voluntad revolucionaria que encabezaba la Montaña. Los jacobinos no creían y no podían creer que su verdad -la Verdad- se apoderará cada vez más de las almas a medida que el tiempo avance. Los hechos le demostraron lo contrario: de todas partes, de todas las fisuras de la sociedad salían intrigantes, hipócritas, ‘aristócratas’ y moderados. Mantener el apogeo del empuje revolucionario al instituir el ‘estado de sitio’ y determinar las líneas de demarcación con el filo de la guillotina, tal era la táctica que se dictaba a los Jacobinos por su instinto de conservación política”.
Capaces, en el momento del peligro supremo de “hacer encolerizar” a los “sans-culottes” y de movilizar las masas en defensa de la “nación” por medio de ese “patriotismo” que creaban sobre la base del principio revolucionario y la defensa incondicional contra el extranjero, los jacobinos de 1793 no tenían un programa susceptible de inscribirse en la realidad de su tiempo: “Los jacobinos eran utopistas. Se fijaban como tarea ‘fundar una república sobre las bases de la razón y la igualdad’. Querían una república igualitaria sobre la base de la propiedad privada; querían una república de la razón y de la virtud en el marco de la explotación de una clase por la otra. Sus métodos de lucha no hacían más que derivarse de su utopismo revolucionario: ubicados en el filo de una gigantesca contradicción, apelaban en su ayuda al filo de la guillotina”.


Trotsky muestra luego cómo esta situación objetiva cortaba a los Jacobinos de toda salida política y les cortaba la hierba bajo los pies a pesar de todas sus declamaciones voluntaristas llamadas a desaparecer en el más negro de los pesimismos: “Los jacobinos eran puros idealistas. Creían en la fuerza absoluta de la Idea, de la ‘Verdad’ y consideraban que ninguna hecatombe de seres humanos sería superflua para construir el pedestal de esa verdad. Todo lo que se apartaba de los principios que ellos proclamaban de la moral universal no era más que el fruto del vicio y de la hipocresía. ‘Sólo conozco dos partidos -decía Maximilien Robespierre en uno de sus últimos grandes discursos, el famoso discurso del 8 Termidor- el de los buenos y el de los malos ciudadanos’. A una fe absoluta en la idea metafísica se correspondía una desconfianza absoluta con respecto a los hombres reales. La ‘sospecha’ era el método inevitable para servir a la ‘Verdad’ al mismo tiempo que el deber supremo del ‘verdadero patriota’. Ninguna comprensión de la lucha de clases, de ese mecanismo social que determina el choque ‘de las opiniones e ideas’, y así, ninguna perspectiva histórica, ninguna certeza que algunas contradicciones en el terreno de las opiniones e ideas se profundizarían inevitablemente mientras que otras se atenuarían a medida que se desarrollara la lucha de las fuerzas liberadas por la revolución”.
El veredicto de Trotsky sobre la acción heroica de los jacobinos es tan severo como el de la historia, según él: “La historia tenía que detenerse para que los Jacobinos pudieran conservar su posición por más tiempo; pero no se detuvo. Ya no quedaba más que pelearse despiadadamente contra el movimiento natural hasta su agotamiento total. Toda pausa, toda concesión, por mínima que fuese, significaba la muerte. Esta tragedia histórica, este sentimiento de lo irreparable, animan el discurso que pronunció Robespierre el 8 Termidor en la Convención y que retomó esa misma noche en el Club de los Jacobinos: ‘En la carrera en que estamos, detenerse antes del final es morir y habremos retrocedido vergonzosamente. Ustedes han ordenado el castigo de algunos criminales, autores de todos los males, que se atreven a resistir a la justicia nacional, y se los sacrifica por los destinos de la patria y de la humanidad: atengámonos entonces a todos los flagelos que pueden acarrear las facciones que se agitan impunemente. Dejen flotar las riendas de la revolución por un momento, verán al despotismo militar apoderarse de ella y a los jefes de las facciones derrocar a la representación nacional civil; un siglo de guerras civiles y de calamidades desolará a nuestra patria y moriremos por no haber querido apoderarnos de un momento determinado en la historia de los hombres para fundar la libertad; someteremos a nuestra patria a un siglo de calamidades y las maldiciones del pueblo se fijarán en nuestra memoria ¡que debía ser querida para el género humano!’”
Finalmente, es a Trotsky a quien debemos una de las descripciones más severas de la obstinación terrorista en el poder: “Los jacobinos levantaban entre ellos y el moderantismo el filo de la guillotina. La lógica del movimiento de clase iba contra ellos y se esforzaban en decapitarla. Delirio: esta hidra siempre tenía muchas cabezas; y las cabezas consagradas a los ideales de virtud y de verdad eran cada vez más raras. Los jacobinos se ‘purificaban’ debilitándose. La guillotina no era más que el instrumento mecánico de su suicidio político, pero el propio suicidio era la salida fatal de su situación histórica sin esperanza, situación en la que se encontraban los representantes de la igualdad sobre la base de la propiedad privada, los profetas de la moral universal en el marco de la explotación de clase. ‘Se necesitan grandes crisis para purificar un cuerpo engangrenado: hay que cortar los miembros para salvar el cuerpo. Mientras tengamos malos dirigentes, podremos estar equivocados; pero cuando sepamos cuáles son los verdaderos Jacobinos, serán nuestros guías, nos uniremos a Danton, a Robespierre y salvaremos al Estado’”.


Un año y medio más tarde, en el momento en que Danton y muchos otros de los “auténticos jacobinos” habían sido decapitados como miembros atacados por la gangrena, en el mismo club, empleando casi las mismas palabras, otro jacobino hablaba y volvía a hablar de “depuración”: “Si nos purgamos, es para tener el derecho de purgar a Francia. No dejaremos ningún cuerpo heterogéneo en la República: los enemigos de la libertad deben temblar, porque el arma está levantada; será la Convención quien la arrojará. Nuestros enemigos no son tan numerosos como se nos quiere hacer creer; pronto serán puestos en evidencia, y aparecerán en la escena de la guillotina. Se dice que queremos destruir la Convención: no, ella permanecerá intacta; pero queremos cortar las ramas muertas de ese gran árbol. Las grandes medidas que tomamos se parecen a ráfagas de viento que hacen caer los frutos agusanados y dejan los frutos buenos en el árbol; después de esto, ustedes podrán recoger los que queden: estarán maduros y sabrosos; llevarán la vida a la República. ¿Qué me importa que las ramas sean muchas si están podridas? Vale más que queden unas pocas, con la condición que sean verdes y fuertes”.
A Trotsky le gusta citar a Jean Paul Marat, lúcido analista de la revolución que se despliega ante él y con él. Para él, Marat ha sido “tan calumniado por los historiadores oficiales” -y lo es todavía en gran medida-, porque él ha sentido el “cruel revés social” de las revoluciones sociales. Lo cita casi de memoria cuando escribía en julio de 1792: “La revolución se realiza y se sostiene por las clases bajas de la población, por estos seres heridos que la insolente riqueza trata de canallas. Después de ciertos éxitos al inicio, el movimiento finalmente es derrotado: siempre le faltan conocimientos, recursos, armas, jefes, un plan de acción, se queda indefenso frente a los conspiradores que tienen experiencia, astucia y habilidad”. 
Indiscutiblemente, a fines del siglo XVIII, “las clases oprimidas” no tienen ni los conocimientos, ni la experiencia, ni la dirección capaces de llevarlas a la victoria. Sin embargo, en el momento de mayor peligro, han demostrado tensar toda su energía en nombre de las perspectivas que se presagian, pero semejante esfuerzo, tanto para un individuo como para cientos de miles, colectivamente, está forzosamente limitado en el tiempo y da lugar a un relajamiento o a un reflujo, la desilusión ante la flaqueza de los resultados, la apatía ante la ausencia o la confusión de las perspectivas. Y esto estaba en un contexto tal que Robespierre había intentado mantener el poder de los restos del partido jacobino y había fracasado.
Trotsky subraya, por otra parte, que las causas de lo que podemos llamar la “impotencia del jacobinismo” hay que buscarlas no solamente en el terreno de la subjetividad de las masas, sino en la objetividad de las relaciones sociales. Escribe: “El cansancio de las masas y la desmoralización de los cuadros contribuyeron también en el siglo XVIII a la victoria de los termidorianos sobre los jacobinos. Pero bajo estos fenómenos, en realidad temporales, se realizaba un proceso orgánico más profundo. Los jacobinos estaban apoyados por las capas inferiores de la pequeña burguesía, alzadas por la poderosa corriente, y como la revolución del siglo XVIII respondía al desarrollo de las fuerzas productivas, no podía menos que llevar al fin y al cabo a la gran burguesía al poder”.
Algunos años antes, había expresado la misma idea en una forma algo diferente, quizás un poco más detallada, al escribir: “La caída de los jacobinos estaba predeterminada por la falta de madurez de las relaciones sociales: la izquierda (artesanos y comerciantes arruinados), privada de la posibilidad de desarrollo económico no podía constituir un apoyo firme para la revolución; la derecha (burguesía) crecía inevitablemente; además, Europa, económica y políticamente más atrasada, impedía que la revolución se extendiera más allá de los límites de Francia”. Sigue su verdadero veredicto sobre el balance de Robespierre y de los suyos: “La política de los jacobinos, a pesar de ser la más clarividente, era incapaz de modificar radicalmente el curso de los acontecimientos”.
En realidad, pasado el peligro exterior e interior, aparentemente asegurada la obra esencial de la revolución, la burguesía, momentáneamente apartada por el empuje de los “sans-culottes”, sólo podía surgir de nuevo. Para “encolerizar” a estos últimos, hubiera sido necesario satisfacer sus reivindicaciones más urgentes, asegurar, en palabras muy significativas, su “subsistencia”. Pero las medidas de orden económico, “la igualdad jacobina burguesa”, escribe Trotsky, “que reviste la forma de la reglamentación de lo máximo, restringía el desarrollo y la extensión del bienestar burgués”.