Jean Jacques Marie: Los albores de la burocracia
soviética
Jean
Jacques Marie es considerado uno de los mejores especialistas franceses del
período soviético de Rusia y también de la Rusia postsoviética. Es autor de una
numerosa cantidad de ensayos plenos de completos análisis sobre los temas
tratados en cada uno de ellos. Merecen citarse “Les paroles qui ébranlèrent le
monde. Anthologie bolchevique. 1917-1924” (Palabras que estremecieron al mundo.
Antología bolchevique. 1917-1924), “Voyager avec Karl Marx, le Christophe
Colomb du Capital” (Viajando con Karl Marx, el Cristóbal Colón del Capital),
“Les femmes dans la révolution russe” (Mujeres en la revolución rusa),
“Khrouchtchev. La réforme imposible” (Kruschov. La reforma imposible) y
“L'antisémitisme en Russie. De Catherine II à Poutine” (El antisemitismo en Rusia.
De Catalina II a Putin). Ha escrito también obras dedicadas específicamente a
Lenin y a Stalin, por ejemplo sus biografías y “Lénine. La révolution
permanente” (Lenin. La revolución permanente) y “Vivre dans la Russie de
Lénine” (Vivir en la Rusia de Lenin) con respecto al primero, y “1953, les
derniers complots de Staline. L'affaire des blouses blanches” (1953, las
últimas tramas de Stalin. El caso de las blusas blancas) y “Rapport sur le
culte de la personnalité et ses conséquences” (Informe sobre el culto a la
personalidad y sus consecuencias) con respecto al segundo. Pero sobre quien más
escribió fue sobre Trotsky: “Trotsky et la Quatrième Internationale” (Trotsky y
la Cuarta Internacional), “Le trotskisme” (El trotskismo) y “Trotsky,
révolutionnaire sans frontiers” (Trotsky, revolucionario sin fronteras), del
cual se reproduce a continuación la sexta y última parte del capítulo “Guerra
civil”.
El 25 de
abril de 1920, el ejército polaco, financiado y asesorado por Francia, invade
Ucrania, arrolla al Ejército Rojo y toma Kiev el 6 de mayo. Pero el intenso
odio al Pan (señor) polaco desencadena una verdadera movilización popular. La
contraofensiva del Ejército Rojo, iniciada el 25 de mayo, barre al invasor,
aunque Wrangel lo ataque al norte de Crimea. El 12 de junio, los rojos
reconquistan Kiev y, a principios de julio, llegan a las inmediaciones de la
frontera ruso-polaca propuesta en 1919 por el diplomático inglés Curzon. ¿Hay
que seguir adelante e invadir Polonia? El Comité Central discute esa posibilidad:
Trotsky está en contra, Stalin se muestra reticente, Lenin se pronuncia a
favor. El avance del Ejército Rojo, conjetura este último, cristalizará el
impulso revolucionario de las masas polacas y, a través de la Polonia
sovietizada, Rusia tendrá a su alcance la clase obrera alemana. Escéptico
acerca de la capacidad de un ejército ruso de ganar la adhesión de los
campesinos y obreros polacos, y temeroso de que pierda el aliento luego de su
contraofensiva fulminante, Trotsky sugiere que Moscú haga a Varsovia propuestas
de paz. Sólo Radek y Ríkov lo apoyan.
El II Congreso de la Internacional se celebra entonces en plena ofensiva sobre Varsovia, del 17 de julio al 7 de agosto. Trotsky, alejado de la dirección de las operaciones militares en Polonia, deja el frente en varias oportunidades para participar en los debates, en los que sólo tiene un papel menor. En especial, pone punto final al congreso presentando un manifiesto del que es autor, durante una sesión solemne en el Gran Teatro, abierta a numerosos militantes. Describe la descomposición del mundo capitalista presa del caos que “amenaza devorar toda la civilización humana” y destruye la democracia: “Ni una sola cuestión importante se decide por mayoría de votos. El principio democrático ya no es más que un recuerdo”. Más allá de los muros del congreso, la guerra sigue asolando el país.
Wrangel despliega su ofensiva en el sur. Trotsky se traslada a la zona. En el oeste, una vez que el Ejército Rojo cruza la frontera étnica de Polonia, el 20 de julio, la deserción hace estragos en sus filas: en una semana, casi 50 mil soldados, coincidentes en arrojar al invasor polaco fuera del país, reniegan de proseguir la guerra más allá. La policía militar polaca interroga a los prisioneros del Ejército Rojo acerca de los dirigentes soviéticos: una opinión favorable sobre Trotsky equivale a cincuenta azotes; sobre Lenin sólo veinticinco, y sobre los demás quince. El 14 de agosto la contraofensiva polaca frente a Varsovia arrolla al Ejército Rojo, que retrocede 400 kilómetros. Sin embargo, el Politburó, animado por los informes engañosos del frente, aún tiene esperanzas en una contraofensiva. Es el momento que Trotsky elige para dar un gran golpe en los transportes. Como la dirección del sindicato de ferroviarios, apoyada por Tomski, presidente del Consejo Central de los sindicatos y miembro del Comité Central, se resiste, Trotsky lo disuelve el 28 de agosto y establece, con el acuerdo del Politburó, un Comité Central de Transportes que reúne el Comisariado de Transportes y el sindicato de ferroviarios. La fusión del Estado y el sindicato es total pero efímera.
La derrota en Polonia genera alboroto en el partido. Destituido de sus funciones militares y llamado a Moscú, Stalin solicita el 30 de agosto una comisión investigadora de la operación polaca. Al día siguiente, en el Politburó, Trotsky afirma tomar en cuenta sus propuestas. Lenin se niega. A mediados de septiembre, Trotsky persuade al Politburó de iniciar conversaciones con el gobierno polaco, que también está sin aliento y al que Londres y París aconsejan negociar. El 12 de octubre se firma el armisticio con Polonia.
La revolución madura en otros lugares. En Italia la patronal metalúrgica decide a fines de agosto de 1920 reducir los salarios. Los obreros italianos declaran la huelga general. El norte del país se cubre entonces de consejos obreros que ocupan las fábricas. El Partido Socialista italiano multiplica las declaraciones incendiarias pero no hace nada; el grupo comunista de Gramsci cree que la revolución consiste en hacer funcionar las fábricas ocupadas y la Confederazione Generale del Lavoro, cuyo secretario I.udovico D'Aragona ha participado en el congreso de la Internacional Comunista, firma a espaldas de los metalúrgicos, un acuerdo con la patronal que desarticula su movimiento. Dos años después, D'Aragona se felicitará de haber salvado a Italia del bolchevismo.
El 9 de noviembre la caballería roja, luego de una docena de cargas furiosas, franquea el estrecho de Perekop que separa Crimea del continente. El ejército de Wrangel se hunde; el general blanco lo licencia y lo evacúa con la ayuda de la marina francesa. De ese modo, el Ejército Rojo cuenta en su haber con victorias sobre los ejércitos blancos, los ejércitos populares de los eseristas, el ejército campesino anarquista de Majnó, las bandas de aventureros sublevados como Grigoriev, Zeleny y otros y las hordas de campesinos insurrectos de Tambov y Tiumen, así como, además, sobre las tropas de los catorce países que intervinieron en Rusia, de los japoneses a los griegos pasando por los alemanes, los ingleses, los franceses, los rumanos y los polacos. Sin embargo, como hemos visto, Trotsky lo califica sin ilusiones de ejército que no puede tener gran peso en las mesetas de Europa, y demasiado débil para enfrentar a un ejército regular. Si ha vencido, lo ha hecho ante todo por razones sociales: los campesinos, aun cuando aquí y allá se rebelaron contra él, estaban animados por una voluntad feroz de no devolver las tierras que habían tomado a los antiguos propietarios; los obreros, incluso los que eran hostiles a los bolcheviques, no querían el retorno ni de los patrones ni de la monarquía. Para unos y otros, esos logros eran las “conquistas de Octubre”.
El II Congreso de la Internacional se celebra entonces en plena ofensiva sobre Varsovia, del 17 de julio al 7 de agosto. Trotsky, alejado de la dirección de las operaciones militares en Polonia, deja el frente en varias oportunidades para participar en los debates, en los que sólo tiene un papel menor. En especial, pone punto final al congreso presentando un manifiesto del que es autor, durante una sesión solemne en el Gran Teatro, abierta a numerosos militantes. Describe la descomposición del mundo capitalista presa del caos que “amenaza devorar toda la civilización humana” y destruye la democracia: “Ni una sola cuestión importante se decide por mayoría de votos. El principio democrático ya no es más que un recuerdo”. Más allá de los muros del congreso, la guerra sigue asolando el país.
Wrangel despliega su ofensiva en el sur. Trotsky se traslada a la zona. En el oeste, una vez que el Ejército Rojo cruza la frontera étnica de Polonia, el 20 de julio, la deserción hace estragos en sus filas: en una semana, casi 50 mil soldados, coincidentes en arrojar al invasor polaco fuera del país, reniegan de proseguir la guerra más allá. La policía militar polaca interroga a los prisioneros del Ejército Rojo acerca de los dirigentes soviéticos: una opinión favorable sobre Trotsky equivale a cincuenta azotes; sobre Lenin sólo veinticinco, y sobre los demás quince. El 14 de agosto la contraofensiva polaca frente a Varsovia arrolla al Ejército Rojo, que retrocede 400 kilómetros. Sin embargo, el Politburó, animado por los informes engañosos del frente, aún tiene esperanzas en una contraofensiva. Es el momento que Trotsky elige para dar un gran golpe en los transportes. Como la dirección del sindicato de ferroviarios, apoyada por Tomski, presidente del Consejo Central de los sindicatos y miembro del Comité Central, se resiste, Trotsky lo disuelve el 28 de agosto y establece, con el acuerdo del Politburó, un Comité Central de Transportes que reúne el Comisariado de Transportes y el sindicato de ferroviarios. La fusión del Estado y el sindicato es total pero efímera.
La derrota en Polonia genera alboroto en el partido. Destituido de sus funciones militares y llamado a Moscú, Stalin solicita el 30 de agosto una comisión investigadora de la operación polaca. Al día siguiente, en el Politburó, Trotsky afirma tomar en cuenta sus propuestas. Lenin se niega. A mediados de septiembre, Trotsky persuade al Politburó de iniciar conversaciones con el gobierno polaco, que también está sin aliento y al que Londres y París aconsejan negociar. El 12 de octubre se firma el armisticio con Polonia.
La revolución madura en otros lugares. En Italia la patronal metalúrgica decide a fines de agosto de 1920 reducir los salarios. Los obreros italianos declaran la huelga general. El norte del país se cubre entonces de consejos obreros que ocupan las fábricas. El Partido Socialista italiano multiplica las declaraciones incendiarias pero no hace nada; el grupo comunista de Gramsci cree que la revolución consiste en hacer funcionar las fábricas ocupadas y la Confederazione Generale del Lavoro, cuyo secretario I.udovico D'Aragona ha participado en el congreso de la Internacional Comunista, firma a espaldas de los metalúrgicos, un acuerdo con la patronal que desarticula su movimiento. Dos años después, D'Aragona se felicitará de haber salvado a Italia del bolchevismo.
El 9 de noviembre la caballería roja, luego de una docena de cargas furiosas, franquea el estrecho de Perekop que separa Crimea del continente. El ejército de Wrangel se hunde; el general blanco lo licencia y lo evacúa con la ayuda de la marina francesa. De ese modo, el Ejército Rojo cuenta en su haber con victorias sobre los ejércitos blancos, los ejércitos populares de los eseristas, el ejército campesino anarquista de Majnó, las bandas de aventureros sublevados como Grigoriev, Zeleny y otros y las hordas de campesinos insurrectos de Tambov y Tiumen, así como, además, sobre las tropas de los catorce países que intervinieron en Rusia, de los japoneses a los griegos pasando por los alemanes, los ingleses, los franceses, los rumanos y los polacos. Sin embargo, como hemos visto, Trotsky lo califica sin ilusiones de ejército que no puede tener gran peso en las mesetas de Europa, y demasiado débil para enfrentar a un ejército regular. Si ha vencido, lo ha hecho ante todo por razones sociales: los campesinos, aun cuando aquí y allá se rebelaron contra él, estaban animados por una voluntad feroz de no devolver las tierras que habían tomado a los antiguos propietarios; los obreros, incluso los que eran hostiles a los bolcheviques, no querían el retorno ni de los patrones ni de la monarquía. Para unos y otros, esos logros eran las “conquistas de Octubre”.
Pero el
fracaso polaco refuerza el aislamiento de Rusia y el comunismo de guerra en el
momento mismo en que los campesinos rechazan las requisas y los obreros,
cansados de las restricciones y reacios a la perpetuación de los métodos de
mando de la guerra civil, reclaman su flexibilización o su eliminación. Lenin y
Trotsky, en un principio unidos, combaten ese rechazo creciente por medio de la
centralización más extrema, en la que el segundo se compromete a fondo. La
reconstrucción indispensable de la economía de la Rusia soviética, explica al
IX Congreso del partido el 30 de marzo de 1920, incumbe “en su totalidad a los
sindicatos que, en efecto, no deben luchar contra el gobierno sino desplegar de
concierto con éste una actividad de construcción de la economía planificada”.
La idea está en el centro de su informe sobre la organización económica
presentado en el congreso, que adopta sus conclusiones por amplia mayoría.
Trotsky va hasta el final. La lógica del comunismo de guerra, construido empíricamente y luego mantenido y reforzado poco a poco a pesar de que el grueso de la población trabajadora lo rechaza cada vez más, conduce a una centralización total que, por afición a las fórmulas contundentes, Trotsky califica de “militarización”. Hay que militarizar el trabajo. Esta fórmula cumple en principio una función emocional de consigna, pero el término hiperbólico de “militarización” hará estragos. Los adversarios políticos de Trotsky la presentarán como un elemento orgánico de su pensamiento y no como una propuesta circunstancial. Stalin, que la vota en el congreso, la utilizará contra él a partir de 1923, cuando Trotsky oponga la democratización a la burocratización galopante del Partido.
En mayo de 1920, en “Terrorismo y comunismo”, Trotsky sistematiza sus puntos de vista sobre la organización del trabajo (y en primer lugar sobre el trabajo obligatorio) que, tras el congreso del partido, ha presentado al III Congreso de los sindicatos y después al de los consejos de la economía popular. Su explicación: las máquinas se desgastan, el material rodante se deteriora, las vías férreas, los puentes, las estaciones se destruyen; la Rusia soviética no puede recibir máquinas del extranjero. Al no producir prácticamente ningún artículo manufacturado, no tiene ni mercancías ni herramientas para vender al campesino, no puede movilizar la mano de obra imprescindible para las actividades más elementales (despeje de las vías férreas, extracción del carbón, trabajos de reconstrucción, refacciones) a cambio de un salario, pues el dinero, en ausencia de mercancías, ya no vale nada.
Trotsky va hasta el final. La lógica del comunismo de guerra, construido empíricamente y luego mantenido y reforzado poco a poco a pesar de que el grueso de la población trabajadora lo rechaza cada vez más, conduce a una centralización total que, por afición a las fórmulas contundentes, Trotsky califica de “militarización”. Hay que militarizar el trabajo. Esta fórmula cumple en principio una función emocional de consigna, pero el término hiperbólico de “militarización” hará estragos. Los adversarios políticos de Trotsky la presentarán como un elemento orgánico de su pensamiento y no como una propuesta circunstancial. Stalin, que la vota en el congreso, la utilizará contra él a partir de 1923, cuando Trotsky oponga la democratización a la burocratización galopante del Partido.
En mayo de 1920, en “Terrorismo y comunismo”, Trotsky sistematiza sus puntos de vista sobre la organización del trabajo (y en primer lugar sobre el trabajo obligatorio) que, tras el congreso del partido, ha presentado al III Congreso de los sindicatos y después al de los consejos de la economía popular. Su explicación: las máquinas se desgastan, el material rodante se deteriora, las vías férreas, los puentes, las estaciones se destruyen; la Rusia soviética no puede recibir máquinas del extranjero. Al no producir prácticamente ningún artículo manufacturado, no tiene ni mercancías ni herramientas para vender al campesino, no puede movilizar la mano de obra imprescindible para las actividades más elementales (despeje de las vías férreas, extracción del carbón, trabajos de reconstrucción, refacciones) a cambio de un salario, pues el dinero, en ausencia de mercancías, ya no vale nada.
Por lo tanto, “el único
medio de procurarnos la mano de obra necesaria para las tareas económicas
actuales es la implementación del trabajo obligatorio, imposible sin la
aplicación -en cierta medida- de los métodos de militarización laboral”. Pero
no se lo puede llevar adelante, prosigue, contra la voluntad de los propios trabajadores,
que lo rechazarán. Esa “militarización” implica la dirección única -y ya no
colegiada- en las fábricas, un sólo plan económico para toda la Rusia
soviética, la constitución de ejércitos del trabajo con los centenares de miles
de soldados desmovilizables y desmovilizados, el partido único y la
estatización de los sindicatos encargados de ocuparse de la producción.
En esta lógica de movilización de todas las fuerzas para reconstruir una economía hecha pedazos, Trotsky omite detalles y matices. Explica que “en un período de revolución, los sindicatos se encargan de establecer la disciplina laboral. Exigen a los obreros un trabajo intensivo en las condiciones más penosas, a la espera de que el Estado obrero tenga los recursos necesarios para modificarlas. Los sindicatos se encargan de ejercer la represión revolucionaria con los indisciplinados, los elementos turbulentos y parásitos de la clase obrera”.
Estas tesis chocan entonces con poca resistencia, pues los sindicatos apenas tienen autoridad. Muchos militantes y obreros sólo ven en ellos un aparato amigo del papeleo, rutinario y burocrático. En consecuencia, no los ofusca escuchar un día a Trotsky compararlos con una empresa de pompas fúnebres sólo útil para acompañar al trabajador en su último viaje, y están dispuestos a admitir que más vale una organización seria del tipo del Ejército Rojo que ese aparato ineficaz. Como Trotsky teoriza la práctica entonces corriente que ahora cae en desuso, sus tesis no suscitan impugnaciones en el Partido Bolchevique. Su choque con la realidad provocará, además, la última gran discusión partidaria en vida de Lenin.
La experiencia de los ejércitos del trabajo se frustra rápidamente. Los soldados, agobiados aunque convenientemente alimentados, no piensan más que en la desmovilización. Ese fracaso es un mal augurio para el porvenir de la “militarización”, que choca con la reacción hostil de los responsables sindicales bolcheviques. Trotsky se consagra a ponerlos en vereda. Una crisis social y política se anuncia. Los obreros, cansados, responden a la militarización mediante la pasividad, la queja y la huelga a la italiana (lentificación máxima del ritmo de trabajo). Lenin presiente la necesidad de flexibilizar y modular la presión y la coacción. Enviado al Ural y el Dónetz, Trotsky tropieza con las mismas dificultades.
Además el fin de la guerra civil hace que la continuidad del sistema de requisas sea insoportable para el campesinado, que lo aceptaba como un mal menor mientras temía el retorno del terrateniente en les furgones de los ejércitos blancos; ahora, cuando éstos han huido derrotados, cuando la guerra con Polonia ha terminado y cuando Wrangel ha sido expulsado de Rusia, lo rechaza. Sin embargo, el sistema de requisas no cesa de extenderse. En el otoño de 1920, el Comisariado de Abastecimiento controla prácticamente la mitad de la producción de cereales y materias primas agrícolas (lino, cáñamo, cerdas de puerco, etc.). La contradicción entre el carácter individual de la producción y su apropiación colectiva por el Estado que prohíbe todo comercio, coronada por la coacción, estalla brutalmente. En definitiva, se revela la imposibilidad de colectivizar la distribución de una producción agrícola privada. Ahora bien, Lenin juzga impensable colectivizar la producción, tarea imposible sin un nivel mínimo de tecnología del que la Rusia arruinada está muy lejos. No obstante, la obsesión por la “comuna” (esto es, la colectivización agrícola) arrastra a masas de campesinos, sobre todo en Ucrania, a las filas de los "verdes" y contra los rojos, sospechados de prepararla.
En noviembre, en la región de Tambov, se sublevan cerca de 50 mil campesinos, armados de horcas, hachas, fusiles, ametralladoras y hasta cañones. Si bien sus dirigentes quieren “derrocar el poder de los bolcheviques comunistas”, los amotinados se levantan contra las requisas y por la libertad de vender sus productos y no contra el propio régimen. En ocasiones expresan esa diferencia al declararse partidarios de los bolcheviques (autores del “decreto sobre la tierra”), pero hostiles a los comunistas (que se llevan sus cosechas). En ese mismo momento, los campesinos se sublevan en Siberia occidental, toman el control de un territorio de casi un millón de kilómetros cuadrados y bloquean los trenes de trigo, que ya no pueden llegar a las ciudades.
La penuria, el hambre, la desorganización social, la guerra civil y las adhesiones masivas al partido de antiguos adversarios que se pasan al campo de los vencedores agravan la corrupción endémica, mal tradicional de la vieja sociedad rusa. Preobrazhenski, secretario del Comité Central, plantea a mediados de julio de 1920 el problema de “la desigualdad en el partido”, es decir de los privilegios que suscitan protestas y vivas discusiones en su seno. Denuncia las malversaciones y los abusos y, a comienzos de agosto, logra que el Politburó adopte su punto de vista. Lenin hace designar una comisión investigadora de esas desigualdades, encargada incluso de estudiar los privilegios de los residentes del Kremlin y dotada de facultades excepcionales de investigación. La comisión estima que los habitantes del Kremlin tienen residencias demasiado amplias y sugiere dividir las habitaciones en dos, pero determina, con todo, que son relativamente modestas.
El rumor amplía sin cesar el campo de los privilegiados. Ahora bien, el 29 de marzo de 1921 Lenin redacta personalmente una resolución que, al verificar que “la subalimentación del camarada Trotsky es una de las causas de su agotamiento, su enfermedad y las dificultades de su tratamiento, decide que el buró de organización debe procurar de inmediato que reciba alimentos suficientes de conformidad con las exigencias médicas”. El Politburó reemplaza en la moción la palabra “subalimentación” por “mala alimentación”. En 1929, durante su exilio, Trotsky llegará a Turquía con el estómago estropeado y la dentadura arruinada por una alimentación que ha sido deplorable a lo largo de demasiado tiempo. El 24 de febrero de 1921, dos dirigentes comunistas de Moscú, Podvoiski y Mejonoshin, denuncian en una carta a Lenin la asignación anormal de raciones a “cuadros soviéticos privilegiados”, lo cual “desacredita el poder”, y demandan su eliminación o su reducción. Denuncian asimismo a “la aristocracia comunista” que se ha instalado en hoteles particulares abandonados por sus propietarios y requisados, y cuya transformación en huertos u hogares de niños reclaman.
Al
margen de esos abusos, los privilegios mismos de los dirigentes, reales si se
los compara con la hambruna que hace estragos entre la población, son no
obstante muy reducidos. En 1918, el general Niessel se asombraba por el modo de
vida austera de Lenin y Trotsky. Esta situación no ha cambiado. El Kremlin
tiene dos comedores, uno para los miembros del Consejo Ejecutivo Central y otro
para los comisarios del pueblo y los dirigentes de la Internacional, cuyas
raciones se fijan rigurosamente. Por otra parte, la calidad de los productos es
mediocre, y eso en el mejor de los casos. El comedor de la Internacional suele
servir carne de caballo que hay que sepultar en pimienta. El comedor de los
comisarios del pueblo, por su parte, sirve una presunta sopa de pescado en la
que abundan sobre todo las espinas y a veces una carne apenas menos incomible.
Al evocar este período, Trotsky escribirá más adelante: “Había pasado tres años en el frente. Durante ese tiempo, un nuevo modo de vida había comenzado a instaurarse poco a poco en la burocracia soviética. No es cierto que en esa época el Kremlin nadaba en el lujo, como lo afirmaba la prensa de los blancos. En realidad, se vivía muy modestamente. Sin embargo, diferencias y privilegios habían hecho su aparición y se acumulaban de manera automática”. Podemos ver en ello las primicias de los numerosos privilegios que la burocracia estaliniana ha de atribuirse más adelante. Grandes rectores del aparato ya están corrompidos, por ejemplo los que Lenin llama “burgueses soviéticos”, y cuyos tráficos de todo tipo denuncia el 29 de abril de 1921 en una carta a Dzerzhinski. Esos “burgueses soviéticos” se pondrán del lado de Stalin, quien les garantizará la perennidad de sus privilegios.
Desde 1919, la cuestión es motivo de debate dentro del Partido Bolchevique y provoca una seria batalla que el estalinismo sofocará. El privilegio existe, favorecido por la ruina y la miseria, eterno abono de la lucha por la acumulación, pero no está institucionalizado. Sólo llegará a estarlo después de la victoria del aparato sobre la Oposición de Izquierda. Al final de la guerra civil, Trotsky recupera una vida más regular. Se levanta hacia las siete y media de la mañana, desayuna rápidamente té y pan, se traslada al Comisariado de Guerra, donde llega a las nueve, y vuelve al Kremlin alrededor de la una y media de la tarde para almorzar. Según su esposa, se distrae entonces de las ocupaciones corrientes, ríe, bromea en familia, hace a veces una breve siesta si la agenda del día no está muy cargada y luego se marcha al Comisariado de Guerra o a los salones vecinos del Kremlin, para participar en las reuniones gubernamentales, las del Consejo del Trabajo y la Defensa o las del Politburó.
Al evocar este período, Trotsky escribirá más adelante: “Había pasado tres años en el frente. Durante ese tiempo, un nuevo modo de vida había comenzado a instaurarse poco a poco en la burocracia soviética. No es cierto que en esa época el Kremlin nadaba en el lujo, como lo afirmaba la prensa de los blancos. En realidad, se vivía muy modestamente. Sin embargo, diferencias y privilegios habían hecho su aparición y se acumulaban de manera automática”. Podemos ver en ello las primicias de los numerosos privilegios que la burocracia estaliniana ha de atribuirse más adelante. Grandes rectores del aparato ya están corrompidos, por ejemplo los que Lenin llama “burgueses soviéticos”, y cuyos tráficos de todo tipo denuncia el 29 de abril de 1921 en una carta a Dzerzhinski. Esos “burgueses soviéticos” se pondrán del lado de Stalin, quien les garantizará la perennidad de sus privilegios.
Desde 1919, la cuestión es motivo de debate dentro del Partido Bolchevique y provoca una seria batalla que el estalinismo sofocará. El privilegio existe, favorecido por la ruina y la miseria, eterno abono de la lucha por la acumulación, pero no está institucionalizado. Sólo llegará a estarlo después de la victoria del aparato sobre la Oposición de Izquierda. Al final de la guerra civil, Trotsky recupera una vida más regular. Se levanta hacia las siete y media de la mañana, desayuna rápidamente té y pan, se traslada al Comisariado de Guerra, donde llega a las nueve, y vuelve al Kremlin alrededor de la una y media de la tarde para almorzar. Según su esposa, se distrae entonces de las ocupaciones corrientes, ríe, bromea en familia, hace a veces una breve siesta si la agenda del día no está muy cargada y luego se marcha al Comisariado de Guerra o a los salones vecinos del Kremlin, para participar en las reuniones gubernamentales, las del Consejo del Trabajo y la Defensa o las del Politburó.