1 de mayo de 2008

Charles Cotter y el juntacadáveres

Hay historias reales que relacionan a dos o más personas en una co­reografía angustiosa e inquietante, sobre todo cuando tal relación se extiende a lo largo de los años, y más aún, si una de las personas involucradas es un individuo de esos que suelen catalogarse como fenómenos de circo.
La historia de Char­les O'Brien nos remite tanto a "La mére aux monstres" (La madre de los monstruos, 1885) del francés Guy de Maupassant (1850-1893), como a "The body snatcher" (El ladrón de cadáveres, 1884) del escocés Robert Louis Stevenson (1850-1894). Nacido en Irlanda en 1761, Char­les Cotter al­canzó a la edad de diecisiete años una al­tura excepcional: 2,44 metros. De muchacho había trabajado en un alfar, pero su padre, viendo las extraordinarias proporciones que iba adquiriendo, lo alquiló a los titiriteros de una feria para ganarse unos pesos. Cuando los titiriteros comenzaron a llenarse los bolsillos con su exposición, Cotter decidió emanciparse y se negó a seguir siendo mostrado en público. Denunciado por sus patrones por incumplimiento de contrato, fue a parar a la cárcel, de donde lo sacó un excéntrico cirujano y médico inglés: John Hunter.
A partir de allí, comenzó a exhibirse por su cuenta, para lo cual se cambió el apellido por O’Brien (aunque a veces firmaba como O'Bryne u O'Byrne). Pronto comenzó a ganar buenas sumas de dinero, anunciándose como el "Gi­gante irlandés". Para atraer más la atención del público se anunció como descendiente de Brian Boru (941-1014) rey de Cashel, la capital del antiguo reino irlandés de Munster, cuya leyenda hablaba de su pertenencia a una estirpe de reyes gigantes. Para dormir, O’Brien necesitaba dos camas puestas una junto a la otra y tenía la costumbre de encender su pipa en los faroles de alumbrado público, lo que causaba gran admiración entre la concurrencia.
Mientras tanto, el doctor John Hunter (1728-1793) se estaba haciendo famoso como coleccionista de rarezas y su historia era más conocida por su lado pintoresco que por el científico, aunque fue uno de los padres de la cirugía moderna. El anatomista escocés era de constitución robusta, ancho de hombros y corto de cuello, de ojos claros y mandíbula prominente, con cabello castaño rojizo en su juventud. Vestía con sencillez y no siempre con pulcritud. Poseía una mente aguda y un considerable sentido del humor, y desde pequeño le gustó coleccionar y destripar sapos e insectos.
Su pasión por el trabajo científico le impidió alcanzar éxito como cirujano; hacia 1764 comenzó su famosa colección de anatomía comparada, para lo que adquirió una hectárea de tierra a unos tres kilómetros de Londres, donde construyó su casa y un laboratorio para estudiar animales vivos. Allí, el doctor Hunter descuartizaba a grandes mamíferos, cuyos miembros hervía en un enorme caldero de cobre, para así separar los huesos de la carne. Inició su colección con piezas provenientes de las formas más simples de vida, para ir avanzando a la especie inmediatamente más evolucionada y terminar finalmente en el hombre.
Los preceptos que el doctor Hunter estableció en cirugía fueron publicados en su obra "Treatise on the blood, inflammation and gunshot wounds” (Tratado de la sangre, las inflamaciones y las heridas por disparos de pistola): "En ocasiones la inflamación no sólo resulta causa de enfermedad, sino que muchas veces es un modo de curación". Desde allí, la inflamación pasó a ser el "primer principio de la cirugía". Fue igualmente conocido su estudio sobre la ligadura de los vasos arteriales en casos de aneurisma, basados en observaciones experimentales en astas de ciervo. Esto representó una gran ventaja en la terapéutica quirúrgica y fue el verdadero comienzo de la cirugía conservadora, que sería trascendente en el siglo XIX.
En palabras del historiador Fielding Garrison (1870-1935), "con la aparición de John Hunter, la cirugía dejó de considerarse una simple técnica terapéutica y empezó a ocupar un lugar como rama de la medicina científica, fundada primeramente en la fisiología y la patología". Sus mejores logros científicos fueron la descripción de las ramificaciones de los nervios nasales y olfativos, la comprensión del descenso de los testículos en el feto y la demostración de la función e importancia del sistema linfático en los animales, junto a algunos estudios de coagulación y otros de conducta animal.
También estuvo vinculado al estudio del gonococo. Hombre de múltiples inquietudes, el campo de las enfermedades infecciosas no le resultó incompatible con el de la cirugía y, entre otras cosas, quiso demostrar su teoría del contagio de la gonorrea a través del pus, terminando, según el historiador William Bulloch (1868-1941), por "inocularse a si mismo en el pene con una lanceta sumergida en materia de un caso de gonorrea (Mayo, 1767)". El hecho fue que, además de la blenorragia, presentó toda la sintomatología de la sífilis, pues sin duda el enfermo era portador de ambas.
La conclusión del arriesgado investigador fue que ambos cuadros eran dos manifestaciones, sucesivas en el tiempo, de una misma enfermedad. Este experimento derivó en una verdadera complicación ya que estaba a punto de casarse y debido a su infección debió posponerlo durante tres largos años, durante los cuales se trató con mercurio, hizo interesantes observaciones sobre la sífilis y describió el chancro de inoculación (conocido como chancro de Hunter). Aparentemente se curó de la sífilis, pues una vez casado no infectó a su esposa, con la que convivió y tuvo buena descendencia en su casa-laboratorio-museo.
Por su parte, O’Brien era cada vez más popular, un hecho que no pasaba inadvertido al cirujano. Pronto éste demostró su in­terés profesional: quería asegurarse de que al morir el gigante, su esqueleto desmesurado pa­sara a sus manos. O'Brien lo rechazó, indignado y horrorizado ante la sola idea de que su cuerpo fuese a parar a las calderas del médico. A partir de entonces vivió en perpetuo recelo de Hunter, quien le seguía los pasos y asistía a sus presentaciones para comprobar con mirada clínica su estado de salud y en qué medida estaba o no cerca de reunirse con su osamenta.
Cuando en 1783 O'Brien cayó enfermo, creyó necesario asegurar el destino póstumo de sus huesos. Por doscientas libras contrató a un pescador para que lue­go de su muerte llevara su cadáver río adentro, lo metiera en una bolsa con piedras y lo hundiera en aguas pro­fundas.
Pero la tenacidad del doctor Hun­ter se había adelantado a tales propósitos: dobló la cantidad que había recibido el pescador y luego sobornó al empresario de pompas fúnebres para que llevara a cabo un trueque de ataúdes durante el velorio, antes del entierro.
Cuando al fin, previsiblemente, O’Brien mu­rió de dolencias relacio­nadas con su sistema ner­vioso antes de cumplir los 23 años, su cuerpo fue a parar a las calderas de enormes proporciones que desde hacía años tenía preparadas en su laboratorio. El ataúd que quedó bajo tierra sólo contenía piedras.
Tras la muerte del médico –diez años más tarde- el esqueleto de aquel a quien en otros tiempos llamaban el "gi­gante irlandés" -juntamente con las calderas en que fue cocido- y una importante colección de preparaciones anatómicas y de animales disecados fue adquirida por el gobierno británico y cedida al Museo del Royal College of Surgeons de Dublín, donde pueden ver­se aún hoy en día.