3 de mayo de 2008

El aire, ese viejo amigo

El descubrimiento del oxígeno es algo relativamente reciente, ya que los investigadores -desde la época de Aristóteles (384-322 a.C.)- solían pen­sar que el aire que los rodeaba era una nada invisible, o bien un gran gas caótico (la palabra "gas" proviene del término griego "chaos").
Una vez más en el fecundo decenio de 1770, fue el químico Joseph Priestley (1733-1804), de Yorkshire, Inglaterra, quien tuvo la ocurrencia de que el oxígeno era un elemento autónomo que hacía arder las cosas. Por desgracia Priestley era un hombre de corazón bondadoso, dispuesto a hablar de sus descubrimientos con cualquiera que lo interrogase so­bre ellos, lo cual provocó un asesinato.
En una visita realizada a París poco después de su hallazgo, Priestley no tuvo el menor recelo en transmitir sus descubrimientos a cierto investigador francés, Antoine Lavoisier (1743-1794). Una vez que Priestley hubo partido, Lavoisier lo suplantó y dio a conocer el descubrimiento del oxígeno como si fuese suyo, o por lo menos se lo atribuyó en una medida mucho ma­yor de lo que le correspondía. El fue quien reconoció en el nuevo gas un elemento y lo llamó oxígeno en 1777 (del griego "oxy", "genes": generador de ácidos). Gracias a su trabajo sobre el oxígeno, Lavoisier fue considerado como el científico más importante de Francia, y se le nombró director de la Academia de Ciencias.
En dicha institución, una de sus tareas consistió en determinar a qué jóvenes investigadores se les iba a permitir asistir a las conferencias que se da­ban, y uno de los jóvenes a los que rechazó -calificándolo de tarambana- fue Jean Paul Marat (1743-1793). Varios años más tarde, durante la Revolución, Lavoisier fue acusado ante la Convención de robar di­nero procedente de los impuestos durante la época en que había tra­bajado para el rey. La acusación tenía fundamento, pero como los jueces a veces se mostraban benévolos con respecto a este delito ha­bía cierta probabilidad de que se le dejase en libertad. Sin embargo, en este caso los jueces -bajo la dirección de un Marat más adulto, que una vez rechazado por la ciencia decidió hacer ca­rrera política- no se mostraron benévolos, y Lavoisier fue aguillotina­do aquel mismo día.
Quién primero lo preparó fue Carl Scheele (1742-1786), un químico sueco, en 1772. Lo identificó como uno de los principales constituyentes del aire y lo llamó aire de fuego. No obstante, a quien se considera generalmente como su descubridor es a Priestley, puesto que publicó sus resultados en 1774, mientras que Scheele retrasó su publicación hasta 1777. En su preparación original, Priestley calentó óxido de mercurio y observó el desprendimiento de un gas. A este gas lo denominó aire desflogistizado y observó que aumentaba la brillantez de una llama. La historia continuó después por otros rumbos.
En el aire existe una cantidad sorprendente de átomos de oxíge­no. Hay más de trescientos cuatrillones (300.000.000.000.000.000.000.000.000) movién­dose libremente por el dormitorio cuando se giran las páginas de un libro, y cada uno de ellos vibra y resuena en el aire. No se limitan a atacar el papel y otras sustancias, sino que chocan entre sí, dando pie a colisiones frontales con una frecuencia media de un encontro­nazo cada siete billonésimas de segundo. Al ser tan pequeños, la puerta del dormitorio no los detiene, ni tampoco el pasillo, la venta­na cerrada o la puerta del comedor. Los átomos de oxígeno abando­nan con presteza la habitación, salen de la casa y se ponen a flotar sobre la calle. Al mismo tiempo, los átomos de oxígeno que circulan en el exterior siguen un recorrido inverso y se introducen en el edifi­cio, acabando por atacar el periódico o por ser respirados después de un viaje que quizá se inició al comenzar el día, a 80 kilómetros de distancia.
En un lapso de dos semanas los átomos de oxígeno que habían estado en una determinada habitación se habrán mezclado con el resto de la atmósfera y pueden haber viajado a 1.500 kilóme­tros de distancia. De igual modo, en aquel momento una persona estará rodeada por átomos de oxígeno que comenzaron su camino a la misma considerable distancia. En el caso de un administrativo de Buenos Aires, esto significa inhalar átomos de oxígeno que habían estado en Montevideo unos cuantos días an­tes, respirados por hombres que fumaban cigarrillos negros, o emergiendo de un temporal almacenamiento en las cavidades microscópicas si­tuadas en la superficie de los muebles o de la pintura de las paredes.
No obstante, los átomos de oxígeno duran mucho tiempo; algunos de ellos se gastan en los ataques al papel y en otras actividades, por ejemplo al ser inhalados, pero sigue disponible un gran porcentaje de ellos. Alrededor de la sexta parte de los átomos de oxígeno que es respirada por el ser humano vuelven a salir en la siguiente respira­ción, casi intactos. Y como interviene una cantidad tan gigantesca de moléculas, y se trata de un material tan ligero y tan fácil de dispersar, existe casi una certeza estadística de que en el plazo de un año una persona respirará algunas de las mismas moléculas que otras perso­nas respiraron un año antes.
Una pequeña muestra de las moléculas de oxígeno procedentes de cualquier respiración efectuada en el pasado por alguien a lo largo de unos cuantos miles de años está probablemente presente en la si­guiente bocanada que entre en los pulmones. Moléculas de oxígeno que formaron parte del último suspiro de Lavoisier en la guillotina; moléculas de oxígeno que flotaban alrededor de John Lennon (1940-1980) y que éste res­piró en el coche de policía que lo trasladaba hacia el Roosevelt Hospital después de recibir los balazos; las mismas que respiraron los Apóstoles al oír el Sermón de la Montaña o unos campesinos anónimos del siglo VIII mientras transportaban leña.