1 de mayo de 2008

Del huevo a la lata de conserva

Toda comida que se guarda en la heladera posee sus propias defensas. Un ejemplo interesante es el del huevo. Durante la noche ha estado respirando con dificultad e ingi­riendo todos los gases que contiene la atmósfera del refrigerador. Esa respiración se efectuó a través de los pequeños agujeros de su superficie, y si bien estos agujeros están destinados a proporcionar oxígeno a un embrión que comience a formarse dentro del huevo, también permiten que se introduzca cualquier bacteria -por lo general se trata de alguna de la familia de las pseudomonas- que haya aterrizado en la superficie del huevo. Esos orificios tienen la forma de un hoyo de golf, y son lo bastante anchos como para que se deslicen por ellos una docena de bacterias al mismo tiempo.
Este es el punto débil de un huevo, pero también tiene sus defensas. Una vez introducidas en el fondo de estos agujeros, las bacterias no logran llegar fácilmente hasta la yema -el lugar donde se encuentran los nutrientes que podrían utilizar- ya que existe un obstáculo en su camino. En el fondo de cada orificio se extiende una resistente membrana elástica (la película translúci­da que rodea a un huevo cocido), que no es fácil de atravesar. La bacteria tiene que retorcerse y sondear el terreno, secretar enzimas disolventes y, a continuación, empujar con fuerza antes de encon­trarse en condiciones de perforar un hueco en esta primera barrera. La clara del huevo no es más que una sustancia viscosa y húmeda que se endurece al cocerse, formando un hermoso contraste con la yema amarilla. Sin embargo, a nivel microscópico se puede apre­ciar algo más. La clara envuelve a la yema como un mar lleno de trampas explosivas de origen químico, capaces de destruir las flotas de bacterias que entren allí en su viaje hacia la yema.
Una vez que han atravesado la primera barrera, las bacterias invasoras logran deslizarse hasta el interior de este mar sin el menor proble­ma. Incluso pueden realizar unos cuantos minutos de natación vibra­toria sin ser molestadas. Entonces, cuando ya están alejadas de la seguridad que representa la pared de la cascara, comienza el ataque. Un tipo especial de enzimas -las lisozimas- caen sobre las paredes celulares de las bacterias, abriéndolas y causando gran número de bajas. Oleada tras oleada, las lisozimas acosan sin descanso a las bacterias antes de que cesen las hostilidades (la misma lisozima defensora se encuentra en las lágrimas humanas, y allí también se dedica a descuartizar bacterias errabundas, de modo que la superfi­cie del ojo es una de las pocas regiones del cuerpo que está relativa­mente exenta de bacterias).
Después del ataque de las lisozimas, podría parecer que las bac­terias supervivientes tienen libre el camino hacia la yema, pero en realidad las cosas sólo han empeorado. Alrededor suyo, los nutrien­tes que necesitan para seguir nadando comienzan lentamente a que­dar envueltos por procesos vivientes que tienen lugar en este extraño mar blanco. Las bacterias necesitan hierro para subsistir, pero antes de que logren obtenerlo, la clara de huevo crea proteínas que se adhieren al hierro más cercano, lo envuelven y lo bloquean químicamente. También los nutrientes de cinc y de cobre quedan envueltos por este protector efectivo.
Quizá las bacterias puedan seguir adelante, porque -aunque ca­rezcan de los principales alimentos férreos que necesitan- es posible que sus mecanismos de propulsión tengan el ímpetu suficiente para transportarlas. Si las bacterias consiguen nadar hasta las vita­minas más próximas (la riboflavina y la biotina son especialmente abundantes en este terreno), a una distancia de unos cuantos cuer­pos, puede que no sean eliminadas por falta de hierro.
Sin embargo, no logran conseguir este último objetivo. La vivien­te clara de huevo extrae de sus profundidades otras sustancias, mu­cho más pequeñas y maniobrables que las bacterias, que llegan pri­mero a las vitaminas flotantes, las envuelven y casi las destruyen, convirtiéndolas en material inservible para las bacterias, cuando éstas finalmente las alcanzan.
Ésta ha sido la última oportunidad de las bacterias. Ahora se ha­llan demasiado lejos de la cascara como para dar marcha atrás, y en la otra dirección, la yema a la que se dirigían desde el principio y que les hubiese proporcionado jugosas proteínas y grasas, está demasia­do lejana.
Como consecuencia, las bacterias mueren una tras otra, deba­tiéndose inútilmente, desfalleciendo por ina­nición en este insospechado guardián marino, que adquirió vida y frustró sus planes apenas entraron en él. La clara, una vez más, ha cumplido con su deber.
Las latas de conserva que hay en la cocina efectúan una labor defensiva igualmente eficaz. En su mayor parte, la lata no es más que acero prensado. El estaño que interviene en la hojalata constitu­ye una capa -con un grosor de apenas un milímetro- que recubre el interior del recipiente. Sin embargo, esta capa tan delgada resulta suficiente. El estaño emite electrones adicionales, que forman una barrera contra los ácidos corrosivos de la comida que pretendan debilitar la lata, y al no producirse esta corrosión no se formarán grietas microscópicas o puntos débiles por los que puedan introducirse los microbios.
En 1908, el explorador británico Ernest Henry Shackleton (1874-1922) llevó a la Antártida latas de carne ovina que fueron abiertas cincuenta años más tarde y resultaron perfectamente comestibles. Este mecanismo es tan sencillo y las latas de conservas se han ex­tendido hasta tal punto (la producción mundial es de más de 100.000 millo­nes anuales) que cuesta imaginarse los cambios que provocó en su día la aparición de este nuevo sistema de alimentación.
Antes de la era de las latas de conserva, los ejércitos debían limitar sus efectivos de acuerdo con la cantidad de pollos, bueyes, vacas y otros animales comestibles que podían llevar consigo o encontrar por el camino. En 1795 el gobierno revolucionario francés anunció la concesión de un premio de 12.000 francos a quien hallase una forma de almacenar comida con objeto de superar esta limitación, y en 1809 un fabri­cante parisiense de caramelos, Francois Appert (1750-1841), se embolsó dicha suma gracias a su versión primitiva de lata hermética después de 14 años de experimentación. Napoleón Bonaparte (1769-1821), fue el primero en utilizar latas herméticas para aprovisionar a su gran ejército durante la invasión a Rusia en 1812. La invasión fue un fracaso, pero las latas de comida resistieron perfectamente, y a partir de en­tonces han ido ganando en popularidad.