2 de mayo de 2008

Una lucha microscópica en el jardín de casa

Bajo el césped de un jardín de tamaño medio, hay una cantidad enorme de pequeños agujeros. Son los poros en cada uno de los cuales viven numerosas criaturas cuya cantidad total puede sobrepa­sar los cinco kilos de seres vivos. Se trata de un medio ambiente ideal para la vida, puesto que existe abundante hume­dad, caen residuos alimenticios del exterior, y se da una agradable temperatura constante, moderada por el espesor de tierra que cubre estos agujeros del suelo.
Estas criaturas realizan dos actividades principales. En primer lu­gar, se matan entre sí, por lo que las bacterias más pequeñas que subsisten en los poros sirven de alimento a los protozoos un poco más grandes que, a su vez, son comidos por los nematodos ligera­mente mayores. Este proceso se repite del mismo modo a lo largo de una cade­na de seis o siete microorganismos que no tendría un interés especial si no fuese porque -para evitar los recíprocos ataques- las criaturas que viven en los agujeros debajo del césped deben acelerar su ritmo res­piratorio para no acabar asfixiados. Durante el proceso de respira­ción más rápida disuelven accidentalmente determinados compues­tos de azufre y de nitrógeno con los que se enlaza el oxígeno del aire que respiran los seres vivos. Gracias al jadeo de estas criaturas mi­croscópicas, se liberan gases que se filtran hacia el exterior, y que de forma indirecta, pero indispensable, garantizan que los seres vivos residentes en la superficie de arriba no se ahoguen.
Junto con esta útil respiración, estos microorganismos que se encuentran en el jardín también sintetizan líquidos con los cuales se defienden de otras criaturas que se aproximen demasiado. Como esos líquidos también resultan letales para los indeseables microbios que hay en la superficie, sirven de fuente para obtener una gran cantidad de antibióticos. El agradable olor a tierra fresca que llega hasta quien pasea por un jardín ha sido causado por los gases que elaboran sin pausa los estreptomicetos, criaturas que se utilizan para fabricar la es­treptomicina y la tetraciclina que se emplean en los hospitales.
Este aspecto específico de las batallas que se dan entre los ha­bitantes del suelo del jardín es uno de los motivos por los que deben preservarse los espacios abiertos. La mayoría de los antibióticos que se conocen en la actualidad proceden de apenas un puñado de microorganismos que viven en el suelo. Las bacterias y los actinomicetos son pe­queños, y sus fluidos son aún más pequeños, lo cual significa que cuesta mucho reunirlos para efectuar pruebas. Probablemente no se ha examinado de forma exhaustiva el 98 % de las subespecies que viven en los huecos de los jardines, y es posible que muchas de ellas posean en el futuro antibióticos tan poderosos o mucho más poten­tes que los actuales. Debido a que muchas especies viven sólo en una zona reducida, cada espacio vacío que se edifica, cada hectárea de tierra agrícola o forestal en la que se levantan viviendas, eleva la pro­babilidad de que jamás se lleguen a descubrir aquellos antibióticos que puedan curar determinadas enfermedades.
Mientras los microorganismos del jardín trabajan muy por debajo de la superficie, ciertas actividades igualmente curiosas tienen lugar sobre ella. Por ejemplo, las febriles hormigas, encerradas en su sólida coraza tratan desespe­radamente de seguir el rastro de un olor que las lleve de retorno a su hormiguero. También se encuentran allí los pequeños escarabajos contemplando el mundo con serenidad desde la cumbre de una hoja de hierba. Hay otros insectos que se retuercen sobre la superficie de la tierra como consecuencia del venenoso fenol que tragaron al mordisquear la hoja de algún árbol. Sin embargo, las criaturas más interesantes son las mucoráceas.Bajo esta etiqueta poco atractiva existe un animal excepcional, clasificado en más de 500 especies diferentes. El más frecuente en el suelo de un jardín, la mucorácea del légamo, no se encuen­tra en la superficie durante la mayor parte del tiempo. Si con los instrumentos adecuados se observase de cerca a la parte del césped cercana a nuestros pies, allí donde esté a punto de aparecer una de ellas, todo lo que se vería es una gran cantidad de amebas microscópicas agitándose entre las raíces de la hierba. Abandonadas a su suerte, las amebas continuarían agitándose durante todo el día, pero si se hunde un objeto sobre el terreno que están desmenuzando -lo cual destruye su suministro de alimento- realizarán algo sorprendente: paralizan todas sus actividades, se quedan quietas un instante y a continuación giran hacia determinado lugar del césped, se preparan y comienzan a arrastrarse. Éste es el momento en el que la mucorácea del légamo está a punto de formarse.
Este repentino movimiento de arrastre, al parecer desprovisto de sentido, es realizado por miles de mi­llones de amebas, una cantidad mayor que toda la población huma­na sobre la Tierra. Algunas pierden su protoplasma por el camino, que se derrama a través de los cortes abiertos en su superficie, y mueren antes de llegar a su meta, sin que ninguna de las amebas que se arrastran a su lado se detenga. Si algún objeto del jardín provoca una sombra muy oscura, quizá se desvíen para mantenerse en una zona de luz, pero ningún otro motivo, ni siquiera una desgracia acaecida a sus compañeras, detendrá su carrera hacia el lugar escogido como centro.
Este movimiento migratorio puede durar una hora, y al llegar a su destino, las amebas chocan entre sí creando un montón enorme en forma de inmensa pirámide que ocupa el lugar apropiado en el centro escogido. Esta pirámide viviente constituye el factor clave, es decir, las amebas están construyendo una estructura a partir de la cual unos cuantos individuos de su familia podrán huir del trozo de césped donde habían residido hasta entonces. El motivo es que al estar amenazados los suministros de alimento, o al haber experimen­tado alguna otra clase de riesgo, todas las amebas están en peligro de muerte si no se realiza un cambio, y sólo gracias a una emigración fanática como ésta, por lo menos algunas de ellas tendrán la posibili­dad de escapar, llevando consigo la herencia genética de la pobla­ción.
A continuación, después de una pausa, la pirámide de amebas vivientes comienza a transformarse en una torre, de modo que la misma cantidad de amebas podrá elevarse a mayor altura en el aire. Muy pronto se alza sobre la superficie del suelo una diminuta torre de 0,1 milímetro de altura, que se derrumbaría si no se fortalece. Por este motivo, las amebas situadas en la parte central secretan una especie de madera líquida, que se solidifica en po­cos minutos convirtiéndose en la misma sustancia que da consisten­cia a un roble. Estas amebas centrales mueren durante el proceso, pero la torre se consolida gracias a estos ladrillos que han dejado de vivir para conseguir su construcción.
Apenas acabada la torre, una cantidad muy pequeña de amebas que han quedado vivas en su interior, se arrastran sobre las de­más hasta llegar a la cima, donde, en pocos minutos, desarrollan al­rededor de su cuerpos un óvalo endurecido, una cápsula aerodiná­mica que encierra herméticamente allí dentro todo el alimento y el agua que necesitarán para realizar un largo viaje. Luego, así aprovi­sionadas, echan a volar desde la cima de la torre.
Las amebas vivas que permanecen en la torre se marchitan rápi­damente y mueren, ya que han gastado toda su energía al permitir el despegue de aquellos pocos individuos afortunados, en espera de que no se pierda la carga genética de la familia. Estas amebas viaje­ras afrontan ahora un viaje aéreo de varias horas o quizá de varios meses, hacia donde las lleve el viento, girando a medida que ganan altura y después se alejan hacia lugares más distantes.
Unas cuantas esferas, que no han logrado un cierre hermético, se abrirán durante el vuelo y las amebas se ahogarán debido a la falta de humedad. Otras continuarán hasta llegar a un lugar de aterrizaje, donde se abrirán según se había programado, para descubrir que han caído en una región poco hospitalaria, por ejemplo, un plato de sopa o, peor aún, el techo reseco de una casa. No obstante, si una sola de ellas aterriza en un lugar donde puedan desarrollarse ame­bas, un sitio en el que puedan envolver a las bacterias y dividirlas con rapidez para crear otra población de amebas, los esfuerzos de las ya desaparecidas amebas originales se habrán visto recompen­sados. Ésta es la historia de una evasión extraordinaria, en la que toda una población amenazada se sacrifica a sí misma para construir una nave espacial con objeto de que logren escapar un puñado de semejantes —y es algo que ocurre cada vez que una persona hunde los pies en la hierba, cuando está sentada en su silla preferida del jardín.