19 de mayo de 2008

Gizeh: asombro, sorpresa y enigma

Durante 1964, mientras el gobierno de Egipto construía la presa de Assuán, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) realizó esfuerzos para salvar muchos templos y ruinas de su futura inun­dación por el río Nilo. Cuando la operación estaba a punto de iniciarse, los especialistas discutieron la manera de resolver los enormes problemas técnicos que se planteaban. No obs­tante contarse con la maquinaria más avanza­da, hubo la necesidad de construir especialmente apa­ratos para lo que se preten­día, ya que las máquinas ordinarias no basta­ban. Finalmente, los inmensos bloques de pie­dra fueron desmontados, numerados -para reconstruirlos- y trasladados a otro lugar más alto sobre el nivel del Nilo. Los observadores de esta labor, en la que se emplearon los recursos de la técnica más mo­derna aplicados masivamente, se preguntaron cómo fue posible que los antiguos egipcios lograran realizar estos colosales mo­numentos.
Cuando las tropas de Napoleón Bonaparte (1769-1821) invadieron Egipto en 1798, el emperador ordenó al matemático que lo acompañaba, Gaspard Monge (1746-1818), que realizara un relevamiento topo­gráfico a todo lo largo del valle del Nilo. Para hacerlo era necesario trazar un me­ridiano patrón, en base al cual pudieran relacionarse las medidas; a consecuencia de su tamaño (147,8 metros de altura, 54.000 metros cuadrados de superficie), la gran pirámide de Keops en el valle de Gizeh, a veinte kilómetros de El Cairo, fue elegida para servir como punto de referencia para establecer dicho meridiano. Con el paso del tiempo la elección resultó un acierto: la gran pirámide era la que di­vidía en dos partes iguales el valle del Nilo.
Desde cualquier aspecto que se observe e investigue a esta construcción, resulta sorpren­dente: 2.300.000 bloques de piedra, de siete a veinte toneladas cada uno, tallados en forma perfecta para ensamblar al milímetro (arranca­das de las canteras de piedra de Tura y arrastradas hasta Gizeh, a cuarenta kilóme­tros de distancia), forman el colosal monumen­to, que hasta fines del siglo XIX era el edifi­cio más alto que había construido la mano del hombre.
Por lo común, se cree que las culturas anti­guas fueron poseedoras de un muy limitado conocimiento científico o tecnológico, incom­parablemente inferior al de hoy en día. Sin em­bargo, si se es­tudia detenidamente esta construcción, de inmediato surge que sus arquitectos fueron hombres con avanzados conocimientos de geometría, matemáticas, geografía, astronomía, historia y filosofía.

Desde mucho tiempo atrás, las pirámides egipcias fueron consideradas por los científicos como monumentos funerarios, producto de la vanidad de los faraones. Pero a medida que el estudio de la cultura egipcia ha ido avanzan­do, aparecieron nuevos edificios -antes cu­biertos por el desierto- en base a los que fue posible comprobar que las primeras tres pirámides (Keops, Kefrén y Micerino) sirvieron de modelo a todas las demás y que algunas pirá­mides fueron edificadas con propósitos funera­rios y otras con propósitos simbólicos. Siendo el monumento más admirado y fas­tuoso del mundo antiguo, han sido objeto de una infinidad de mitos y leyendas, entre las que se cuenta la que dice que la gran pirámide fue construida por los supervivientes de la Atlántida, quienes en consecuencia se­rían los fundadores de la civilización egipcia. Sin embargo, hay otros datos in­teresantes que vienen desde la antigüedad, como el manuscrito del escritor copto Abul Hassan Masoudi (895-957), que bajo el nombre de Akbar Ezzeman MS se encuen­tra en la biblioteca de Oxford, y dice: "Surid, rey de Egipto antes del Diluvio, hizo construir tres pirámides. Man­dó a sus sacerdotes poner en ellas los conoci­mientos científicos y la sabiduría. En la más gran­de se consignaron relatos referentes a los cuer­pos celestes como las estrellas y los planetas, sus posiciones y ciclos, y asimismo quedaron representados los principios del álgebra y la geo­metría, a fin de que este saber se conservara, perpetuándose para los descendientes que pu­dieran interpretar los signos".
"Egipto es un don del Nilo", sostiene un anti­guo dicho. Y en efecto, este río, uno de los pocos en el mundo que corre en dirección sur-norte, es tan indispensable para las tierras que riega que, aún hoy, si el Nilo se secase, Egipto moriría pronto. Los poemas y canciones popu­lares que han sobrevivido al transcurso de los siglos cuentan que el río fue abierto a mano, para lo cual se necesitó dividir un cerro en dos partes. Aunque estas leyendas suenen desme­suradas, recientes estudios han demostrado que hace 20.000 años el desierto del Sahara fue un enorme mar interior alimentado por lo que ahora es el Nilo, que en tales épocas viajaba en dirección este-norte-oeste. En ese entonces, el Sahara era una región fértil, mientras que Egipto era un desierto. La situación se habría invertido gracias a la intervención del hombre. En 1949, se presentó una hipótesis sorprendente: un esquema de los pasillos de la pirámide, al ser comparado con un esquema del Nilo a partir de su nacimiento, ofrecía una semejanza tan grande que se llegó a afirmar el carácter artificial de la construcción del Nilo, realizado con apego al esquema de la gran pi­rámide.Algunos especialistas coinciden en afirmar que un río de tal importancia y tamaño (que además pierde un alto porcentaje de sus aguas por evaporación) no pudo haberse abierto cauce por sí mismo, puesto que en más de mil kiló­metros no recibe afluentes. El cauce, quizá he­cho a mano, se ha ahondado con el correr del agua durante milenios. Así, pues, no es descabellado pensar que los pasillos interiores de la gran pirá­mide sean, al mismo tiempo, la cartografía del alto Nilo. Un examen minucioso de la cons­trucción revela algunos hechos asombrosos, que han llevado a un gran número de inves­tigadores a su­poner que los constructores del monumento poseían una elevada ciencia, muy superior a la que hasta ahora se acredita a la antigua civili­zación egipcia. Por ejemplo, se destaca que la pirámide fue perfec­tamente ubicada, pues sus lados dan la orientación N-S, E-O con una exactitud que ningu­na otra cultura pasada había logrado. Cuando se midió la lon­gitud de cada una de las caras de la pirámide, los estudiosos encontraron que para todos los cálculos se había utilizado la "pulgada pirami­dal" (casi igual a la pulgada anglosajona). Bus­cando el significado de dicha medida, pudo es­tablecerse que sumadas las longitudes de los cuatro lados, se obtenía el número 365,24, coincidente con el número de días y fracción que dura el año solar. Otro dato llamativo es que la altura de la pirámide (148.2 pulgadas pira­midales) resultó ser un submúltiplo casi exacto de la distancia que separa a la Tierra del Sol (148.208.000 km).
Nuestro planeta tiene un movimiento de balanceo conocido como precesión que se pare­ce al movimiento de un trompo cuando pierde velocidad y está a punto de caer. Debido a este balanceo, el eje polar terrestre va orientándo­se, día tras día, hacia un punto distinto del es­pacio, necesitándose muchos años para volver a encontrarlo en el mismo punto. Sumando las longitudes de las diagonales de la base se obtie­ne el número de 25.826,6 pulgadas pirami­dales, que de hecho es el mismo calculado por la astronomía moderna (25.826 años) pa­ra la precesión de los equinoccios terrestres. Algo similar ocurre con la velocidad de traslación de nuestro planeta. La as­tronomía estableció que la Tierra se desplaza en su órbita solar a razón de 29.700 metros por segundo; es decir, 2.970.500 km. en un día; cien millones de pulgadas piramidales nos dan casi el mismo número, con una diferencia de 28.000 km. Esta disparidad, a pri­mera vista asignable a un error de cálculo, po­dría indicarnos que la órbita de la Tierra se está ampliando. Algunos estudios científicos afirman que el planeta pierde veloci­dad de rotación y que, como consecuencia, su órbita se ha ampliado con el transcurso de los siglos. Ello quizá indique que en los tiempos en que fue construida la gran pirámide, la velo­cidad de translación era mayor.Otro descubrimiento permite suponer que los constructores de la pirámide conocían el número pi, es decir 3,1416. Al esta­blecerse la altura exacta de la construcción, se la multiplicó por dos y se la usó como divisor, mientras el circuito de la base era empleado como dividendo, lo que dio como resultado 3,1416. Asimismo, el volumen total de la gran pirámide arroja cifras que indican como posible que los constructores conocieran el peso de la Tierra. Tomando el peso específi­co del material usado en la construcción, se cal­cula que la pirámide pesa 5.955.000 tonela­das, equivalente a un decimal de 5.955.000 trillones de toneladas, peso total del planeta.
Si resultan asombrosos los datos aportados por las medidas exteriores, en el interior de la pirámi­de hay más sorpresas, En mayo de 1961, varios in­vestigadores de la Universidad de El Cairo de­cidieron realizar un curioso experimento: en la cámara real, recinto principal del interior de la pirámide, colocaron diversas substancias orgá­nicas, entre ellas trozos de carne y algunas ver­duras, con el fin de observar si los procesos de descomposición de la materia viva sufrían alguna alteración, creencia consignada en diver­sos manuscritos egipcios del siglo I a.C. Al cabo de veinte días, comprobaron que tanto la carne como las verduras no daban la más mínima muestra de descomposición. Dos años más tarde fueron realizados los mismos experimentos, obteniéndose idénticos resultados. Además pu­do comprobarse que si se introducía una hoja de afeitar gastada por el uso, en dos semanas aparecía afilada y cortante. Así pues, la gran construcción del antiguo Egipto se presenta como un monumento car­gado de misterios e incógnitas, muchos de los cuales han resistido la búsqueda infructuosa de historiadores y arqueólogos.Al parecer, Masoudi no fue el único en sostener que la pirámide se construyó antes del Diluvio. Herodoto de Halicarnaso (484-425 a.C.), el más antiguo de los historiadores griegos, afirmó que los sacerdotes de Tebas le habían asegurado que la función de su pontífice supremo se venía transmitiendo de padres a hijos desde 11.340 años antes, y que cuando se inició el primer pontífice de esta larga descendencia, la pirámi­de ya estaba construida.
De cualquier manera, la ciencia se muestra mucho más conser­vadora. A pesar que hasta hoy no se ha podido determinar de modo irrefuta­ble cuál fue el momento exacto de la construc­ción de la gran pirámide, las pocas referencias escritas de las que se dispone parecen indicar que ello ocurrió durante el mandato de Zoser, el segundo faraón de la III dinastía, alrededor del año 2650 a.C. Las hipótesis que presuponen una antigüedad mayor a la citada presentan pruebas de muy poca validez como para ser admi­tidas.
En cuanto se aborda la cuestión de cómo se hizo la gran pirámide, puede remitirse a Herodoto, el único historiador conocido en la antigüe­dad clásica que investigó y escribió algunas ho­jas al respecto. La información la recibió de los mencionados sacerdotes tebanos, quienes se apoyaban no sólo en referencias verbales, sino también en posibles escritos ya existentes. Dice Herodoto en "Historiae" (Historia, 444 a.C:) : "... Así, llegó a utili­zar más de cien mil hombres juntos, que se re­novaban cada tres meses. Por lo que se refiere al tiempo que tardó la obra, tormento de una multitud, habrán pasado diez años para cons­truir la calzada por donde en filas se llevan las piedras. Este camino es una obra tan conside­rable como la misma pirámide. Es de piedras trabajadas y pulidas, decoradas con figuras de bestias. La pirámide llevó veinte años de labor penosa. La construcción es cuadrada y cada une de sus lados tiene ocho plétoras de largo por otro tanto de ancho. La pirámide fue construida en forma esca­lonada. Cuando se comenzó la edificación de esta manera, las piedras se levantaban del mis­mo suelo y mediante la ayuda de máquinas he­chas con pedazos de madera, se colocaban so­bre otra máquina puesta sobre la primera fila de escalones; de aquí se elevaba a nuevos pel­daños, que venían a ser asientos de piedras". Más adelante, el historiador griego agrega: "Relato las cosas como las he oído decir... Sobre la pirámide se ha grabado en carac­teres egipcios cuánto se ha gastado para los obreros, en esfuerzos, en ajos y cebollas. Y el que me lo traduce me dice, lo recuerdo bien, que estos gastos se elevaron a seiscientos cin­cuenta talentos de plata".
Con respecto a la serie de medidas geográficas y astronómicas que aparentemente están contenidas en el monumen­to, existen diversas opinio­nes, incluso dentro del ámbito científico. Son muchos los académicos que consideran sobrevalorada la importancia de las medidas piramidales en relación a los datos matemáticos y astronómicos, supuesta­mente contenidos en ella. Sin subestimar el nivel cultural y científico de la antigua civilización egipcia, se estima que las coincidencias numéricas de la gran pirámide obedecen a una desmedida especulación con las cifras por parte de algu­nos investigadores. Al hacerlo con tanta amplitud, prác­ticamente se puede obtener cualquier coinci­dencia.

En 1969, la Universidad de El Cairo realizó un complejo estudio del interior de la gran pirá­mide, instalando un detector ultrasensible de radiaciones conectado a una computadora. El objetivo era captar partículas cósmicas para que permanecieran registradas en ella. Tras un mes de experimentación, se determinó que el interior de la pirámide no recibe más par­tículas cósmicas que muchos otros lugares. Se repitió el experimento con los trozos de carne y las navajas de afeitar y los resultados fueron similares a los obtenidos ocho años antes, lo que induciría a pensar que lo que su­cede en el interior de la pirámide parece con­tradecir algunas leyes de la física y la electróni­ca.
Así, pues, los científicos no han podido es­clarecer a satisfacción algunos aspectos extra­ños de la gran pirámide. Sin embargo, las in­vestigaciones continúan y acaso el ojo escruta­dor de la ciencia termine, tarde o temprano, por responder satisfactoriamente a tantas in­cógnitas. Por ahora, lo único cierto es que el coloso megalítico de Gizeh ha soportado la mi­rada inquisitiva del hombre por más de cuaren­ta siglos, sin develar sus misterios.