6 de mayo de 2008

Lo que Daniel Elmer Salmon descubrió en las comidas

Cuando se está preparando una comida, inevitablemente caen sobre ella muchas cosas. Por ejemplo, las sustancias normales que suelen circular por las casas: los glóbulos de perfume, los esqueletos vacíos de los ácaros del polvo, las fibras de amianto y otros componentes del polvo que son fácilmente apreciables a través de un microscopio. Sin embargo, su presencia no es demasiado importante. Los perfu­mes, los ácaros momificados, el amianto y sustancias semejantes no crecen, es decir, son seres inanimados, y están muertos desde hace mucho tiempo. Lo que importa es la cantidad de seres vivientes que caen en la comida y que se encuentran en gran número en las inme­diaciones.Uno de los más habituales es un organismo en forma de pe­queño submarino, oblongo y aerodinámico, con una caparazón de légamo semirrígido de la que cuelgan unos 15.000 filamentos retorcidos que salen de su cuer­po. Quien lo des­cribió por primera vez con gran detenimiento, fue el veterinario norteamericano Daniel Elmer Salmon (1850-1914), de donde proviene su nombre: salmonella.
Como estas criaturas son tan pequeñas, cabe la tentación de pensar que en realidad no existen y que constituyen una especie de quimera científica, pero esto no es cierto. Si se tiene buena vista, se pueden ver numerosas motas de polvo en un rayo de luz que atra­viese una habitación a oscuras. Estas motas pueden tener apenas 20 micrones (20 milésimas de milímetro) de largo. Las salmonellas mi­den la décima parte, de manera que si se tuviese una vista un poco más aguda podrían contemplarse sin esfuerzo estas criaturas vivien­tes, en forma de submarinos retorcidos y peludos. No habitan en un lugar distante e irreal, sino apenas más allá de lo visible a simple vista.
Es probable que las numerosas salmonellas que se sumer­gen en cualquier comida para explorarla mientras se enfría hayan comen­zado su existencia individual arrastrándose por alguna superficie ex­terna de la cocina. Llegaron allí a través de una comida contaminada que se utilizó en los días anteriores -los pollos industriales están cubiertos de ellas- y una vez liberadas anidan en cualquier lu­gar húmedo. Como siempre, los trapos de cocina son un lugar ideal, al igual que los secadores de platos y las esponjas no escurridas del todo. Otro lugar excelente para su desarrollo son las asas de la puer­ta de la heladera, que se humedecen debido al contacto con las manos mojadas.
Por supuesto, en la cocina pululan muchas otras clases de bacte­rias potencialmente peligrosas, del tipo de las que suelen residir en el intestino, y se encuentran, según estudios realizados, en el
97,8% de los paños de cocina; en el 98,8% de las toallas; en el 94,2% las canillas; en el 97% de las piletas de lavar; en el 99,5% de los secadores de platos; en el 89,5% de los lavarropas; en el 90,7% de las heladeras y en el 100% de los trapos de piso. Estas cifras se dan también en las casas donde se uti­lizan desinfectantes, ya que la mayoría de la gente acostumbra verter desinfectantes por el desagüe antes o después de preparar la comida, cuando el daño ya está hecho.
La salmonella es uno de los muchos tipos de bacterias que anidan en los alimentos, pero es sin duda la de mayor importancia. En todos los hábitats que pueden formarse en una cocina reposa una colonia de salmonellas que fue trasladada allí de manera acci­dental.Esta colonia descansa varios días pacíficamente y cada uno de sus miembros se empapa sin esfuerzo con la ligera película de agua que le rodea, utilizando sus filamentos ondulantes -como los ten­táculos de un pulpo- para atraer los gránulos alimenticios que circu­lan en el ambiente.Sin humedad, la salmonella de una cocina mori­ría de sed al cabo de una semana y lo único que quedaría de ella sería un cuerpo en gradual descomposición.
No obstante, antes de que transcurra ese lapso, un dedo que toque su lugar de reposo reci­birá lo que para una persona no es más que un micropunto invisible, pero que para estas criaturas constituye una gran familia de varios centenares de miembros. Estas bacterias son semejantes a algunas de las primeras formas de vida que se desarrollaron en el planeta Tierra, y han sobrevivi­do durante tanto tiempo porque, gracias a su diminuto tamaño, hay una cantidad enorme de territorios donde pueden prosperar. En una casa existen para ellas tantos refugios como los que habría para los seres humanos en un nuevo planeta, el extenso terreno que propor­ciona una pileta de lavar húmeda o una mesa seca en una habitación. A veces resulta tentador atribuir determinadas in­tenciones a estos microorganismos, pero esto sería erróneo, ya que no son más que células aisladas y microscópicas, una especie de plantas quí­micas en movimiento que no tienen cabeza, ni cerebro, ni nervios, son sólo vida. Una vez que llegan al dedo, las salmonellas tratan de adaptarse a este nuevo habitat. No les perturba este súbito traslado a un objeto vivo y móvil (excepto, naturalmente, aquellas pocas que resultan aplas­tadas por el contacto). Son demasiado pequeñas para orientarse y darse cuenta de lo que era antes la manija de la puerta de la heladera y lo que es ahora el dedo. A escala de una salmonella, un dedo es un terreno agreste y cenagoso. Hay redondeadas colinas formadas por la capa superior de las células cutáneas que acaban en repentinas cavernas. También hay numerosas y atractivas piscinas de limo y de grasa sobre la rugosa superficie, que son los resultados de la transpi­ración y de otros fluidos de la piel, donde la salmonella se sumerge. Esta transpiración es nutritiva, ya que el sudor de los dedos contiene potasio, sodio, cinc, glucosa, vitamina C y más de una docena de aminoácidos. En este terreno la salmonella se puede reproducir, dividiéndose por la mitad o introduciendo en otros indivi­duos largas cintas de protoplasma con ADN, a través de orificios en sus cuerpos.
No obstante, incluso en este medio tan propicio para el desarrollo y la nutrición, también existen aspectos negativos. Las yemas de los dedos que inadvertidamente recogieron la salmonella mientras se movían por la cocina constituyen un territorio tan atractivo que mu­chos otros diminutos organismos unicelulares han acabado por insta­larse allí a lo largo del tiempo. Estos otros organismos tratan a las salmonellas recién llegadas como una amenaza que hay que exterminar lo antes posible, ya que la nutritiva transpiración, indispensable tam­bién para su desarrollo, se produce en cantidades limitadas.
Este comité de recepción microbiano no tiene necesariamente un aspecto temible ya que todos sus miembros son ciegos, muchos pa­decen hambre, y su velocidad máxima se limita a un lento arrastrarse por las irregularidades y los pantanos cutáneos. Sin embargo, cuan­do se aproximan a alguna de las salmonellas recién llegadas, mu­chos de ellos emiten chorros concentrados de antibióticos mortales; otros serpentean a corta distancia de la salmonella e intentan absor­ber toda la comida que encuentren alrededor para que, al cabo de un tiempo, la salmonella muera de inanición. Al principio las salmo­nellas quedan desconcertadas por la sorpresa y se produce una ma­tanza, pero más tarde se recuperan. Algunas devuelven el golpe y lanzan su propio chorro concentrado de antibióticos en contra de los atacantes. Estos métodos defensivos no se limitan a matar individuos microscópicos; también se muestran muy efectivos con las colonias de microorganismos que habitan en el intestino humano y son los que provocan el envenenamiento a causa de la salmonella si lle­gan a ingerirse. Otras salmonellas se dedican a acosar a los atacantes más cercanos y los expulsan de su lado sin haber saciado su hambre. Algunas otras, finalmente, que se encuentran en el centro de la colonia, continúan con sus actividades reproductivas, para producir nue­vos efectivos que se enfrenten con las amenazas externas.
Estas batallas tienen lugar sobre la superficie de la piel de casi to­das aquellas personas que pasan una hora en la cocina preparando la comida. Si en un momento de concentración se frotan las yemas de los dedos sobre la frente, aquí se desencadenará una nueva bata­lla, y si se tamborilea con los dedos sobre una superficie cualquiera, parte de las colonias bacterianas morirán y sus previsiones tácticas quedarán absolutamente perturbadas, ya que los sobrevivientes se hundirán en la aspereza de la superficie dactilar. Cualquier movi­miento que realice una persona representa una catástrofe para algu­nos individuos bacterianos, y la felicidad para otros. Un roce casual del brazo mientras se intenta descifrar una receta del libro de cocina hará que algunas salmonellas aterricen sobre un territorio especial­mente húmedo y acogedor: la parte interior del codo. Si a continua­ción se toca la punta de la lengua con el índice como paso previo al giro de la página del libro de cocina se producirá una matanza, ya que las colonias se han visto expuestas a la feroz alcalinidad de la sa­liva. Incluso puede haber momentos de recuperación milagrosa para estos individuos microscópicos. Abrir la heladera para sacar más man­teca, por ejemplo, equivale a dejar caer algunas salmonellas en su lugar de origen, y los atacantes que residían en la piel -y que han sido trasladados junto con ellas- se ven completamente supera­dos en número por las hordas de salmonellas que hay en el asa de la puerta de la heladera.
Al mismo tiempo que realizan todas sus otras operaciones, las salmonellas se introducen en la comida recién preparada. Quizás ello se deba al fugaz roce de un dedo sobre un trozo de zanahoria tierna que acompaña al estofado ya preparado, o a que se ha tocado sin darse cuenta el puré de papas. Casi todas las salmonellas que caigan en el estofado, que sigue estando muy caliente, morirán rápidamen­te. Pero en el puré de papas que se enfría con gran rapidez, y don­de hay abundante almidón, agua, y probablemente un trozo de man­teca en algún sitio, las salmonellas prosperan, y lo hacen de tal modo que, gracias a su reproducción individual o en grupo, aproxi­madamente cada 50 minutos su número se multiplica por dos.
La salmonella prefiere vivir en la superficie de los objetos cerca del aire que necesita, pero en el puré de papas existe una gran posi­bilidad de que logre expandirse también hacia el interior. General­mente, el puré se desmenuza, se bate, se remueve, se vuelve a des­menuzar y, por supuesto, se tritura con gran meticulosidad. Gracias a todas estas operaciones posibles los grumos se eliminan, pero en el interior del puré se crean multitud de diminutos pasadizos aéreos, que llegan hasta la superficie donde se produce un ataque concien­zudo de salmonellas que se extenderán a través de estas cavidades oscuras en las que podrán copular y aumentar de número.Cada salmonella mide poco más de 1/5.000 de centímetro de largo. Esto significa que un conjunto de 900 salmonellas sigue siendo invisible. Además, éstas no son las únicas criaturas microscópicas que llegan a la comida que está en situación de enfriamiento. Hay otras especies que habitan en los dedos, caen del pelo o de la barba que se agita sobre la comida y que, al ser especialmente rizadas, pro­porcionan a las bacterias un excelente medio de transporte. También pueden llegar a través de otra fuente muy importante de infecciones, como los pelos sueltos de insectos que han entrado flotando desde el exterior. Por lo tanto, es posible que hasta catorce especies distintas -cada una de ellas representada por muchos cientos de miles de indivi­duos- aterricen sobre la cena que espera ser ingerida. Esta cantidad tan enorme es la que, según cierto relato, hacía que Louis Pasteur (1822-1895) -uno de los primeros en descubrir tales microorganismos en la comida- lle­vase consigo una lupa cuando era invitado a comer en casa de algún amigo y la utilizase antes de saborear aquellos platos que le planteaban algún escrúpulo de conciencia para estudiar más de cerca lo que se le ofrecía. Pasteur exageraba un poco. Casi todas estas especies son inocuas, sobre todo en las reducidas cifras de cientos de miles que aparecerán durante la media hora que puede pasar enfriándose la comida antes de ser servida. Sólo en el caso de que los alimentos tarden horas en comerse, la cantidad de bacterias se incrementa­rá hasta un nivel excesivamente elevado e incluso desagradable, lo cual explica la notoria reticencia que muestran los microbiólogos a comer en restaurantes donde se sirvan platos pre­parados.