3 de mayo de 2008

Tomas Moro el entregador

Para dormir, lo más natural sería re­tirarse al dormitorio, pero hasta hace muy poco aún no se habían in­ventado los dormitorios. Durante la Edad Media y el Renacimiento los invitados a cenar no volvían a su casa después del postre, ya que los caminos eran demasiado inseguros. Los atracadores estaban a la orden del día en aquellos tiempos, utilizando puñales, espadas, garrotes, largos trozos de madera y porras con clavos de metal. Los invitados se quedaban a dormir hasta que salía el sol (como ocurre hoy día con el perso­nal de las embajadas en los países conflictivos donde existe toque de queda), y no habiendo otro espacio disponible, se limitaban a recos­tarse en el salón de banquetes donde habían comido. Sus anfitriones también se tendían en ese lugar.
Esta situación puede parecer ordinaria, pero existía una cierta ur­banidad. Un anfitrión generoso permitía que su invitado durmiese sobre el asiento, o incluso sobre la mesa. Sólo los anfitriones desa­tentos obligaban a los invitados a dormir en el suelo, donde estaban los sirvientes, junto con los restos de la cena, los roedores, la hume­dad y las bebidas derramadas. La frase actual que habla de "hacer la cama" procede de aquellos tiempos de confusión, ya que a los in­vitados que se quedaban a dormir se les entregaba paja para que la esparciesen por el suelo, o si se trataba de nobles, para que con ella llenasen un jergón. Así se hacía la cama sobre la cual se acostaban.
Aun en el caso de que los invitados estuviesen en dormitorios se­parados y bien cerrados, era difícil dormir con tranquilidad. Por ejemplo, los sirvientes dormían a menudo en el mismo dormitorio de su amo, lo cual provocaba ciertos problemas. El parlamentario inglés Samuel Pepys (1633-1703), famoso por su jugoso diario personal, deja constancia, en la década de 1660, de las frecuentes quejas de su esposa según las cuales él se negaba a cerrar los ojos hasta que las jóvenes donce­llas que dormían en la habitación de ellos acababan de desvestirse.
En Francia, a veces los sirvientes se apretujaban en una cama con ruedecillas, cuyas patas se plegaban y que se metía debajo de la cama principal. A los matrimonios no se les planteaba el problema de dormir en dos camas individuales o en una cama de dos plazas, ya que jamás se podían permitir el despilfarro de construir dos camas de una plaza cuando era suficiente fabricar una un poco más grande. (Las camas individuales se habían puesto de moda en la antigua Roma, al utilizar pequeñas habitaciones. Más tarde, cuan­do los fabricantes norteamericanos se dieron cuenta de que dobla­rían sus beneficios si los matrimonios dormían en camas separadas, se produjo una resurrección popular de aquel uso).
El fenómeno de compartir lechos y dormitorios condujo a una cierta desenvoltura en las costumbres. En sus "Brief lives" (Vidas Breves), el anticuario y escritor inglés John Aubrey (1626-1697) nos relata que Tomás Moro (1478-1535), canciller del reino de Inglaterra, invitó a su biógrafo, sir William Roper (1496-1578), a entrar al dormitorio familiar para elegir esposa. Era de mañana temprano, y las dos hijas de Moro -que aún no ha­bían cumplido los veinte años- estaban dormidas. Moro quitó las sábanas que cubrían a las dos muchachas "cuyos camisones se les habían levantado hasta los hombros".
Ellas se dieron vuelta lenta­mente, sin molestarse en bajar las camisas de dormir; Roper dijo: "Ya he visto los dos lados", palmeó a una de ellas en el trasero, y dijo que haría a ésta su esposa. Si Moro y Roper hiciesen hoy lo mis­mo, es probable que serían inmediatamente expulsados de la habitación, pero en aquella época se consideraba algo muy natural.
Utilizar prendas noc­turnas como defensa contra las miradas indiscretas es un uso im­puesto sólo desde hace tres siglos. La actual moda de no usar pren­das de dormir, en lo cual colabora la calefacción central (y quizá también el ejemplo de Marilyn Monroe, cuyo asesor de prensa la indujo a decir que lo único que se ponía para dormir era Chanel nº 5), no es más que un regreso al pasado.