En 2005, año en que se cumplió el
nonagésimo aniversario del nacimiento (y el vigésimo del fallecimiento) de
Orson Welles, el historiador australiano Peter Conrad (1948) publicó el
ensayo "Orson Welles. The stories of his life" (Orson Welles. Historias de
su vida). Conrad, profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford,
se abocó a rastrear las diversas identidades públicas de Welles a través de sus
personajes y de sus escritos, y resaltó la notable influencia de Shakespeare en
toda su obra: "Es como si lo hubiera engendrado a Welles; como si le hubiera
dado vida con el habla, como si hubiera puesto voz a las perturbaciones de su
cerebro y a los estruendos de sus tripas. El director norteamericano
caracteriza sus personajes con elementos shakesperianos; los mismos se
presentan perturbados, divagantes, inmersos en constantes
conflictos morales". Ese mismo año, Santos Zunzunegui Diez (1947),
historiador del cine y catedrático de Comunicación Audiovisual de
la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación en la Universidad
del País Vasco, lanzó "La melancolía de Welles", ensayo en el que llamó la
atención sobre "el paradigma melancólico", la "melancolía sublime" aplicable a
los métodos de trabajo del cineasta estadounidense y sobre todo al impulso que
lo llevaba a comenzar producciones que nunca llegaba a terminar. Según Zunzunegui
Diez "la melancolía es contradictoria y en ella conviven (como lo han
hecho ver tantos y tantos símbolos acuñados pacientemente desde la antigüedad)
la perseverancia y la indolencia, el disimulo y el secreto con el mayor
exhibicionismo, la lentitud con el mayor impulso. La dicha perdida de Welles es
la de haber realizado su gran obra al principio de su carrera y sufrir las
constantes comparaciones y de que todo lo que hiciera después no fuera
considerado a la altura de 'El ciudadano'. Welles muestra esta tristeza a
lo largo de toda su producción. En muchas de sus historias un hombre al final
de la vida busca en su pasado buscando el momento que marca la ruptura de una gloria
pasada para dar paso al vacío y la tristeza que desembocan en esos momentos
solitarios frente a la muerte". Yendo un poco más lejos, a mediados de la
década del '50 el crítico y teórico cinematográfico francés André
Bazin (1918-1958) -uno de los fundadores de la mítica revista
cinematográfica "Cahiers du Cinéma" en 1951- había considerado en un
artículo publicado en esa revista que "sería falso ver en la obra de Welles sólo una
rebelión contra una infancia difícil o desgraciada, pero es indudable su obsesión
por la infancia en 'El ciudadano', entendida ésta como una proyección
de su propia nostalgia de niño excepcional que, al tener demasiadas hadas sobre
su cuna, le impidieron ser un niño como los otros". Efectivamente, si se
compara la imponencia de su primer film con su posterior producción, signada
por la creciente desconfianza de las productoras hollywoodenses en su capacidad
para realizar éxitos de taquilla y la progresiva dificultad que encontró para
la financiación de sus proyectos, parece evidente que Welles vivió atormentado
por los recuerdos de su antigua gloria, lo que, naturalmente, no desmerece en
absoluto la totalidad de su obra cinematográfica, toda aquella que realizó
después de la incomparable "El ciudadano".
En noviembre de 1960, Alsina Thevenet publicó en la página de espectáculos del diario "El País" el artículo "Título para la historia", una reseña de aquella notable película para la que Orson Welles se valió de los talentosos Van Nest Polglase (1898-1968) en la escenografía, Gregg Toland (1904-1948) en la fotografía y Bernard Herrmann (1911-1975) en la musicalización. Los papeles más importantes fueron cubiertos por el propio Welles, Agnes
Moorehead (1900-1974), Joseph Cotten (1905-1994), George Coulouris (1903-1989),
Everett Sloane (1909-1965) y Ruth Warrick (1916-2005).
Sigue siendo un gran film. Hasta hace poco pudo temerse que los veinte años transcurridos desde su producción hubieran limado en forma importante los atractivos de "El ciudadano". Pudo temerse, por ejemplo, que los famosos efectismos visuales y sonoros resultaran desproporcionados a la sustancia que expresan. O pudo temerse, en el otro extremo, que las formas cinematográficas que parecieron audaces en 1941 hayan sido ya tan asimiladas por el cine posterior que el precedente pasara a perder fuerza como espectáculo. Esos temores son infundados. Hoy corresponde ubicar, describir y explicar "El ciudadano", porque a la complejidad de su relato y de su estilo se une la inmensa historia previa y posterior de Orson Welles y de sus agitadas relaciones con el cine, donde veinte años importan. Pero más allá de la historia, el gran desafío al film, la prueba que debe resistir en la revisión, es que cause hoy un asombro similar al de ayer, y que sacuda a nuevas generaciones de aficionados como en su momento sacudió a la crítica y a parte del público en el mundo entero. De esa prueba el film sale muy airoso, y quienes lo hayan visto seis o siete veces en su vida deben hacer hoy el experimento de presenciarlo junto a quienes lo descubren. Se admiran ante la revelación y a los más expresivos se les nota.
Hay motivos para esa permanencia. En el argumento, sigue importando hoy la figura central del magnate del periodismo, porque un periodista puede ser el intermediario entre cada espectador y el mundo entero, como bien lo vio después Fellini al utilizar al periodista de "La dolce vita" como un testigo ubicuo de la experiencia ajena. Y sigue importando, además, porque ese magnate cifra la ambición de muchos y quizás una manera de la civilización. Ese periodista es atractivo, comienza siendo un joven idealista que combate a la corrupción y a los negociados de la Compañía de Transportes (aunque él mismo tenga allí 82.384 acciones), pierde un millón de dólares por año para poder mantener su libertad de acción, triunfa en obtener para su diario "Inquirer" una circulación de 684.134 ejemplares y en arrebatar a la competencia su plana de mejores redactores.
La joven y emprendedora América está en esos comienzos de Charles Foster Kane. Su evolución importa aún más. Como lo señala después alguno de sus amigos, Kane hizo dinero y sin embargo no le importaba el dinero. Le importaba ser alguien y ser querido, le importaba ser un gran hombre, un gobernante, un líder. Cuando empieza a aplicar el dinero en comprar cosas, cuando inventa una carrera artística para una amante que no tiene talento, cuando cree que las cosas espirituales pueden ser ordenadas o manejadas por el poder material, cuando no da solidaridad sino a lo sumo una propina, cuando cree que los demás pensarán como él les indique, Kane pierde amigos e ideales. Entonces edifica un inmenso y apartado imperio en Xanadu. Como apunta uno de sus testigos, Kane estaba desilusionado del mundo y edificó otro mundo para poder ser su monarca. El resultado es que muere millonario, solo y abandonado, acariciando una vez más, desde el fondo de su memoria, un recuerdo de la infancia y la pureza a las que abandonó y a las que nunca consiguió volver. Esta parábola del magnate es también un comentario sobre el mundo actual y sobre América en particular. En veinte años no ha perdido vigencia, y "El ciudadano" parece hoy tan firme en esa sustancia como está firme una buena parte de la novela social americana, que responde en otras formas a una misma realidad colectiva.
La construcción episódica y en puzzle, con siete fragmentos superpuestos para narrar esta parábola de Kane, tiene también un sentido. Se ha dicho y temido que fuera sólo una forma de llamar la atención, un artificio inventado. Pero es, más profundamente, una manera de sugerir las dificultades que supone el conocer a una persona humana y a sus motivaciones: se sabe lo que se ve, pero no siempre se sabe el centro de la verdad. De los siete fragmentos, el inicial sólo presenta brevemente la muerte de Kane, con una sola palabra misteriosa (Rosebud) en la banda sonora; el segundo es un noticiario que narra superficialmente esa biografía, hasta donde una cámara de noticiero ha podido llegar. Los cinco testigos personales que siguen, cada uno con su aporte parcial a un puzzle mayor, terminan significativamente en la confesión de ignorar lo más profundo de Kane. Ninguno de esos testigos conoce el oculto sentido de Rosebud y la revelación sólo llega en los últimos minutos al espectador en forma casual, irónica. El letrero inicial de "No trespassing", que establece en la primera toma la prohibición de invadir un mundo privado, se repite en la última cuando el puzzle está completo.
La construcción episódica es así una necesidad del film, una correspondencia de fondo y forma. Está planeada, hábilmente, como un camino para interesar al espectador sin dispersar su atención. El primer episodio establece un misterio; el segundo cuenta a la manera de un noticiario los hechos exteriores más significativos en la biografía de Kane. Ese planteo inicial sirve para orientar al espectador sobre fecha, lugar y desarrollo de los pormenores que se le darán después en los otros cinco relatos. La construcción posterior corresponde al plan de una buena novela policial, con todos los datos en su sitio y el progreso pausado hacia una explicación. Ni el mismo Orson Welles pudo mejorar este plan cuando después repitió la idea en otro film de puzzle ("Raíces en el fango", 1954), donde contaba cosas menos importantes.
Y uno de los grandes méritos de esta construcción, como han podido advertir sus espectadores más frecuentes, es que todos los datos están en su sitio y que, al barajar fechas, lugares, anécdotas y distintas caracterizaciones de edad en siete narraciones superpuestas, nada llega a contradecirse o deformarse.
En uno de los films más complicados de la historia del cine, ese rigor es virtud esencial, que se sostiene en un segundo examen. Cuando se saben, por ejemplo, las claves de lo que significa Rosebud, con las sugestiones de infancia, nieve y trineo, se aprecia mejor la sucesión de algunas alusiones colocadas en el film, desde una nieve inicial que se confunde con las imágenes de la agonía de Kane. Cuando se aprecia la necesidad de que el film esté construido como un rompecabezas, adquiere un relieve irónico el hecho de que Susan aparezca en el castillo distrayendo sus ocios con la elucidación de un rompecabezas colosal. Cuando se advierte hasta dónde "El ciudadano" es un comentario sobre la sociedad americana, adquiere otro sentido una de las imágenes finales, donde la cámara se levanta desde un depósito de cajones y parece insinuar una toma aérea de los rascacielos de New York. Pocos films han estado tan pensados.
El asombro del espectador de hoy tiene además otros fundamentos, que son las audacias visuales y sonoras de un realizador que quería realmente asombrar. En esos desplantes hay algunos de puro virtuosismo, como el primer plano enorme de la palabra "weak" tecleada lentamente en una máquina de escribir, o con las imágenes deformadas por espejos curvos que aparecen en la primera secuencia. Pero cuando se revisa ese lenguaje, no sólo a la luz de lo que hacía el cine previo a 1941 sino también a la del cine posterior, "El ciudadano" impresiona por la eficacia de sus procedimientos narrativos. No se trata ya de que cada recurso sea original o brillante. Se trata de que cada imagen cuente, de que cada invención de montaje o de sonido sirva para expresar mejor el desarrollo de la anécdota y sugerir sus sentidos. Esa eficacia abunda en el film.
Se vale con frecuencia de continuar una imagen, una frase, una situación, enlazando dos épocas o dos etapas del asunto. Un discurso político comenzado por una persona es seguido sin pausa por otra. La frase "Feliz Navidad... y un Feliz Año Nuevo" está partida en dos imágenes que ilustran el transcurso de veinte años. Una misma canción de la amante de Kane se continúa desde el primer encuentro al momento posterior en que ha pasado a tener un apartamento instalado. La puerta de ese departamento, tomada en la imagen final de una discusión escandalosa, se continúa en la foto de esa puerta cuando un diario informa sobre ese escándalo. En un ejemplo superior, que ha ingresado de pleno derecho a una antología sobre el montaje, cuatro diálogos de Kane y su primera mujer, ubicados durante el desayuno, dan cuatro etapas de su relación, desde el amor inicial a la frialdad posterior, saltando épocas en pocos minutos. Cada uno de estos recursos lleva tiempos brevísimos, y cualquiera de ellos puede ser invocado como un modelo de economía y de concentración para narrar cinematográficamente. Ha habido ciertamente otros films que utilizaron procedimientos similares. Pero desde 1941 hasta hoy, ninguno lo hizo con tanta riqueza y abundancia, sin perder un segundo en explicar con palabras lo que puede decirse mejor con esta inventiva cinematográfica. Es explicable que se asombre un espectador actual.
Buena parte de la influencia ejercida por "El ciudadano" es materia de especulación, particularmente porque el film de Welles no fue tanto una creación de formas como una recopilación hábil e inteligente de las posibilidades que hasta entonces tenía el cine. El sólo hecho del experimento, con todo el revuelo causado entre críticos de entonces y proseguido hasta los libros de hoy, ya permitiría pensar que el primer crédito de Welles es el de incitar a otros experimentos en el cine de ficción. Hay otros créditos.
En noviembre de 1960, Alsina Thevenet publicó en la página de espectáculos del diario "El País" el artículo "Título para la historia", una reseña de aquella notable película para la que Orson Welles se valió de los talentosos Van Nest Polglase (1898-1968) en la escenografía, Gregg Toland (1904-1948) en la fotografía y Bernard Herrmann (1911-1975) en la musicalización. Los papeles más importantes fueron cubiertos por el propio Welles, Agnes
Moorehead (1900-1974), Joseph Cotten (1905-1994), George Coulouris (1903-1989),
Everett Sloane (1909-1965) y Ruth Warrick (1916-2005).
Sigue siendo un gran film. Hasta hace poco pudo temerse que los veinte años transcurridos desde su producción hubieran limado en forma importante los atractivos de "El ciudadano". Pudo temerse, por ejemplo, que los famosos efectismos visuales y sonoros resultaran desproporcionados a la sustancia que expresan. O pudo temerse, en el otro extremo, que las formas cinematográficas que parecieron audaces en 1941 hayan sido ya tan asimiladas por el cine posterior que el precedente pasara a perder fuerza como espectáculo. Esos temores son infundados. Hoy corresponde ubicar, describir y explicar "El ciudadano", porque a la complejidad de su relato y de su estilo se une la inmensa historia previa y posterior de Orson Welles y de sus agitadas relaciones con el cine, donde veinte años importan. Pero más allá de la historia, el gran desafío al film, la prueba que debe resistir en la revisión, es que cause hoy un asombro similar al de ayer, y que sacuda a nuevas generaciones de aficionados como en su momento sacudió a la crítica y a parte del público en el mundo entero. De esa prueba el film sale muy airoso, y quienes lo hayan visto seis o siete veces en su vida deben hacer hoy el experimento de presenciarlo junto a quienes lo descubren. Se admiran ante la revelación y a los más expresivos se les nota.
Hay motivos para esa permanencia. En el argumento, sigue importando hoy la figura central del magnate del periodismo, porque un periodista puede ser el intermediario entre cada espectador y el mundo entero, como bien lo vio después Fellini al utilizar al periodista de "La dolce vita" como un testigo ubicuo de la experiencia ajena. Y sigue importando, además, porque ese magnate cifra la ambición de muchos y quizás una manera de la civilización. Ese periodista es atractivo, comienza siendo un joven idealista que combate a la corrupción y a los negociados de la Compañía de Transportes (aunque él mismo tenga allí 82.384 acciones), pierde un millón de dólares por año para poder mantener su libertad de acción, triunfa en obtener para su diario "Inquirer" una circulación de 684.134 ejemplares y en arrebatar a la competencia su plana de mejores redactores.
La joven y emprendedora América está en esos comienzos de Charles Foster Kane. Su evolución importa aún más. Como lo señala después alguno de sus amigos, Kane hizo dinero y sin embargo no le importaba el dinero. Le importaba ser alguien y ser querido, le importaba ser un gran hombre, un gobernante, un líder. Cuando empieza a aplicar el dinero en comprar cosas, cuando inventa una carrera artística para una amante que no tiene talento, cuando cree que las cosas espirituales pueden ser ordenadas o manejadas por el poder material, cuando no da solidaridad sino a lo sumo una propina, cuando cree que los demás pensarán como él les indique, Kane pierde amigos e ideales. Entonces edifica un inmenso y apartado imperio en Xanadu. Como apunta uno de sus testigos, Kane estaba desilusionado del mundo y edificó otro mundo para poder ser su monarca. El resultado es que muere millonario, solo y abandonado, acariciando una vez más, desde el fondo de su memoria, un recuerdo de la infancia y la pureza a las que abandonó y a las que nunca consiguió volver. Esta parábola del magnate es también un comentario sobre el mundo actual y sobre América en particular. En veinte años no ha perdido vigencia, y "El ciudadano" parece hoy tan firme en esa sustancia como está firme una buena parte de la novela social americana, que responde en otras formas a una misma realidad colectiva.
La construcción episódica y en puzzle, con siete fragmentos superpuestos para narrar esta parábola de Kane, tiene también un sentido. Se ha dicho y temido que fuera sólo una forma de llamar la atención, un artificio inventado. Pero es, más profundamente, una manera de sugerir las dificultades que supone el conocer a una persona humana y a sus motivaciones: se sabe lo que se ve, pero no siempre se sabe el centro de la verdad. De los siete fragmentos, el inicial sólo presenta brevemente la muerte de Kane, con una sola palabra misteriosa (Rosebud) en la banda sonora; el segundo es un noticiario que narra superficialmente esa biografía, hasta donde una cámara de noticiero ha podido llegar. Los cinco testigos personales que siguen, cada uno con su aporte parcial a un puzzle mayor, terminan significativamente en la confesión de ignorar lo más profundo de Kane. Ninguno de esos testigos conoce el oculto sentido de Rosebud y la revelación sólo llega en los últimos minutos al espectador en forma casual, irónica. El letrero inicial de "No trespassing", que establece en la primera toma la prohibición de invadir un mundo privado, se repite en la última cuando el puzzle está completo.
La construcción episódica es así una necesidad del film, una correspondencia de fondo y forma. Está planeada, hábilmente, como un camino para interesar al espectador sin dispersar su atención. El primer episodio establece un misterio; el segundo cuenta a la manera de un noticiario los hechos exteriores más significativos en la biografía de Kane. Ese planteo inicial sirve para orientar al espectador sobre fecha, lugar y desarrollo de los pormenores que se le darán después en los otros cinco relatos. La construcción posterior corresponde al plan de una buena novela policial, con todos los datos en su sitio y el progreso pausado hacia una explicación. Ni el mismo Orson Welles pudo mejorar este plan cuando después repitió la idea en otro film de puzzle ("Raíces en el fango", 1954), donde contaba cosas menos importantes.
Y uno de los grandes méritos de esta construcción, como han podido advertir sus espectadores más frecuentes, es que todos los datos están en su sitio y que, al barajar fechas, lugares, anécdotas y distintas caracterizaciones de edad en siete narraciones superpuestas, nada llega a contradecirse o deformarse.
En uno de los films más complicados de la historia del cine, ese rigor es virtud esencial, que se sostiene en un segundo examen. Cuando se saben, por ejemplo, las claves de lo que significa Rosebud, con las sugestiones de infancia, nieve y trineo, se aprecia mejor la sucesión de algunas alusiones colocadas en el film, desde una nieve inicial que se confunde con las imágenes de la agonía de Kane. Cuando se aprecia la necesidad de que el film esté construido como un rompecabezas, adquiere un relieve irónico el hecho de que Susan aparezca en el castillo distrayendo sus ocios con la elucidación de un rompecabezas colosal. Cuando se advierte hasta dónde "El ciudadano" es un comentario sobre la sociedad americana, adquiere otro sentido una de las imágenes finales, donde la cámara se levanta desde un depósito de cajones y parece insinuar una toma aérea de los rascacielos de New York. Pocos films han estado tan pensados.
El asombro del espectador de hoy tiene además otros fundamentos, que son las audacias visuales y sonoras de un realizador que quería realmente asombrar. En esos desplantes hay algunos de puro virtuosismo, como el primer plano enorme de la palabra "weak" tecleada lentamente en una máquina de escribir, o con las imágenes deformadas por espejos curvos que aparecen en la primera secuencia. Pero cuando se revisa ese lenguaje, no sólo a la luz de lo que hacía el cine previo a 1941 sino también a la del cine posterior, "El ciudadano" impresiona por la eficacia de sus procedimientos narrativos. No se trata ya de que cada recurso sea original o brillante. Se trata de que cada imagen cuente, de que cada invención de montaje o de sonido sirva para expresar mejor el desarrollo de la anécdota y sugerir sus sentidos. Esa eficacia abunda en el film.
Se vale con frecuencia de continuar una imagen, una frase, una situación, enlazando dos épocas o dos etapas del asunto. Un discurso político comenzado por una persona es seguido sin pausa por otra. La frase "Feliz Navidad... y un Feliz Año Nuevo" está partida en dos imágenes que ilustran el transcurso de veinte años. Una misma canción de la amante de Kane se continúa desde el primer encuentro al momento posterior en que ha pasado a tener un apartamento instalado. La puerta de ese departamento, tomada en la imagen final de una discusión escandalosa, se continúa en la foto de esa puerta cuando un diario informa sobre ese escándalo. En un ejemplo superior, que ha ingresado de pleno derecho a una antología sobre el montaje, cuatro diálogos de Kane y su primera mujer, ubicados durante el desayuno, dan cuatro etapas de su relación, desde el amor inicial a la frialdad posterior, saltando épocas en pocos minutos. Cada uno de estos recursos lleva tiempos brevísimos, y cualquiera de ellos puede ser invocado como un modelo de economía y de concentración para narrar cinematográficamente. Ha habido ciertamente otros films que utilizaron procedimientos similares. Pero desde 1941 hasta hoy, ninguno lo hizo con tanta riqueza y abundancia, sin perder un segundo en explicar con palabras lo que puede decirse mejor con esta inventiva cinematográfica. Es explicable que se asombre un espectador actual.
Buena parte de la influencia ejercida por "El ciudadano" es materia de especulación, particularmente porque el film de Welles no fue tanto una creación de formas como una recopilación hábil e inteligente de las posibilidades que hasta entonces tenía el cine. El sólo hecho del experimento, con todo el revuelo causado entre críticos de entonces y proseguido hasta los libros de hoy, ya permitiría pensar que el primer crédito de Welles es el de incitar a otros experimentos en el cine de ficción. Hay otros créditos.
Cuando Welles presenta la vida de
Kane a través de un noticiario, que informa sobre un hombre público con la
colección de imágenes de varias épocas, ese noticiario tiene la apariencia de
ser exactamente una recopilación de archivo, desde el celuloide rayado a las
figuras que se mueven abruptamente, con algún toque magistral como esa imagen
furtiva del anciano Kane en su jardín, tomado clandestinamente a través de una
verja. Cuando coloca una reunión de periodistas, desde la conferencia de
prensa del anciano Thatcher a la complicada secuencia en que Kane toma posesión
inicial de su diario "Inquirer", Welles hace hablar simultáneamente a varios de
ellos, como de hecho ocurre en la vida real. Estos y otros hallazgos de "El
ciudadano" fueron en 1941 un redescubrimiento o una recreación de la
naturalidad. Con el tiempo, algunos films del neorrealismo italiano y otros
del realismo americano (de Elia Kazan y de Jules Dassin, por ejemplo) habrían
de procurar efectos similares.
Una influencia mayor ha tenido la
técnica de "profundidad de campo", que el fotógrafo Gregg Toland
experimentaba en la época, y que Orson Welles llevó hasta sus extremos. La
posibilidad de colocar en una misma toma a objetos cercanos y lejanos, sin
perdida de la nitidez, permitió algún prodigio de movimiento. En una escena
del principio, una discusión del niño Kane, sus padres y el banquero Thatcher
está planteada con todos los personajes en distintos planos. En otra en que se
revela el adulterio de Kane con la cantante Susan Alexander, una sola toma en profundidad hace entrar a
cuatro personajes móviles en cuadro, desde una escalera hasta el pasillo. En
un intento de suicidio de Susan, la toma comprende en primer plano el vaso
delator, después la cama y la mujer, al fondo la puerta por la que entra Kane.
Todo lo procedente está junto.
En estos y en otros casos, la profundidad de
campo es un recurso de síntesis visual, que ensayistas posteriores llegarían a
denominar "montaje dentro del cuadro". Un uso abundante y más
disciplinado del mismo recurso sería utilizado por William Wyler y el mismo
Toland en dos films dramáticos de los años inmediatos ("La loba", "Lo mejor de
nuestra vida") por Laurence Olivier y el fotógrafo Desmond Dickinson en "Hamlet" y por muchos otros directores en otros films. La profundidad de campo no es
desde luego un mero virtuosismo, un alarde técnico. Cuando su técnica es debidamente
utilizada, su originalidad plástica se combina con la naturalidad del
movimiento escénico y con una fuerte concentración de los elementos visuales
necesarios. Es un adelanto del lenguaje cinematográfico.
"El ciudadano" interesa por algo
más que su combinación de hallazgos cinematográficos. Por sí solos, ellos conducirían
a la mezcla de estilos, a la falta de una concepción global. Pero si algo
impresiona por encima de esa acumulación es la correspondencia de cada
lenguaje con la sustancia que trasmite. El asunto está fragmentado porque la
fragmentación tiene un sentido. Los noticiarios parecen auténticamente
noticiarios, una biblioteca enorme está presentada con penumbras y ecos
fantasmales, dos personajes perdidos en un inmenso castillo son figuras
pequeñas en un escenario enorme. Y junto a estos énfasis están los ritmos
veloces y vivaces, como el de la fiesta que el "Inquirer" da a sus nuevos
redactores, donde el movimiento de personajes, las tomas de un ángulo y otro,
los reflejos en las ventanas y la música de una canción se unen en un perfecto
montaje visual y sonoro.
Es este uso intensivo, dominado y
coherente de un lenguaje cinematográfico lo que da a "El ciudadano" su sabor particular.
Para la historia del cine el film es un clásico, una obra que culmina líneas
estéticas de su tiempo. Años después se sabe que es también, afortunadamente, una obra viva y rica, un espectáculo necesario y admirable.