El interés de DeMille por los temas religiosos y
la actuación los heredó de su padre, quien fuera pastor de una iglesia
episcopal y probara suerte como actor y escritor de varias obras representadas
en el Madison Square Theater de Nueva York, y de su madre, la que, tras la
muerte de su esposo, fundó una escuela para niñas y una compañía de teatro para
mantener a sus hijos. Pero DeMille fue más allá y mezcló la religiosidad con el
mercantilismo en sus gigantescas películas, con miles de extras, efectos
especiales nunca vistos, escenarios monumentales y una voracidad descomunal por
los beneficios económicos, un aspecto que tal vez proviniese de su paso por el
directorio del Bank of Los Angeles (que más tarde se convertiría en el Bank of
América), un puesto que le sirvió para vincularse con los grandes financistas
de la industria cinematográfica.
Durante los
años '20, la industria del cine en Estados Unidos tuvo un éxito arrollador.
Miles de espectadores acudían a las salas para disfrutar del espectáculo. Pero,
a partir de la Gran Depresión del año 1929, la industria hollywoodiense se
encontró ante un dilema: habiendo invertido importantes sumas de dinero en sus
producciones, comenzó a notar que las salas se vaciaban debido a la crisis
económica que asolaba al país. Según DeMille, uno de los pioneros de
Hollywood, los norteamericanos sólo sentían atracción por el sexo y el dinero,
y Hollywood reaccionó en consecuencia. Para ellos, el cine era una industria
pensada para ganar dinero, así que los directores recurrieron al sexo, la
violencia, el adulterio o las drogas para volver a llenar las salas. Semejante
despliegue en las pantallas pronto habría de chocar con el puritanismo del
pueblo estadounidense. La cada vez más atrevida producción cinematográfica
hollywoodiense iba paulatinamente ignorando, e incluso muchas veces
contradiciendo, los principios morales tradicionales. DeMille, un vanguardista
en la materia, en "Manslaughter" (El homicida)
de 1922, filmó el primer beso del cine entre dos lesbianas. Y cinco años
después, en "Rey de reyes", una sensualísima Jacqueline Logan (1901-1983),
en el papel de María Magdalena, enloquecía a los espectadores. Y fue más lejos
aún en "El signo de la cruz de" 1932, en la que Claudette Colbert (1903-1996)
destilaba erotismo y se bañaba con leche de cabra.
La llegada
de la censura fue un hecho para nada inesperado, aún para los propios estudios
los que, temerosos de que el gobierno interviniera para salvaguardar los tan
mentados principios morales, crearon la Asociación de Productores y
Distribuidores de Cine de América (MPPDA) para ser ellos mismos los que se
ocupasen de esta tarea. Así fue como nació el denominado Código Hays, un código
de producción cinematográfico que determinaba con una serie de reglas
restrictivas qué se podía y qué no ver en las películas. Tomó el nombre del
primer presidente de la MPPDA, William Hays (1879-1954), un ultra conservador
perteneciente al Partido Republicano que ostentaba en su haber una "moral
intachable" y un pasado como diácono presbiteriano. A DeMille poco
le importó este código y se las ingenió, utilizando los relatos bíblicos, para
mostrar mujeres de pechos exuberantes, diálogos lascivos, escenas lujuriosas,
orgías, crímenes y lenguajes descarnados.
Los dueños
de los Estudios Paramount consideraban que los filmes bíblicos eran un pésimo
negocio y, por eso, no quisieron financiar "Sansón y Dalila". Sin embargo
DeMille puso en la primera escena a Hedy Lamarr (1914-2000) sentada en un muro con
las piernas abiertas con la excusa de que era una escena del Antiguo
Testamento, lo que embaucó a los censores, y asunto solucionado. El film se
convirtió en el más taquillero del año 1950. Algo similar ocurrió con "Los
diez mandamientos" seis años después, cuando dio a las exuberantes Anne Baxter (1923-1985) e
Yvonne De Carlo (1922-2007) dos papeles destacados en el film cuyo rodaje
concluyó el 13 de agosto de 1955 y, luego del trabajo de montaje que le llevó hasta
febrero de 1956, fue estrenado el 9 de noviembre de ese año. "Los diez
mandamientos" batió todos los récords de taquilla y se convirtió en la segunda
película más popular de la historia del cine hasta entonces, tan sólo por
detrás de "Gone with the wind" (Lo que el viento se llevó) que había sido
estrenada en 1939.
"Críticos
tercos" es el título de la nota que Alsina Thevenet publicó en "El País" en julio
de 1958, para
cerrar el extenso artículo que escribió en ocasión
del estreno en Uruguay de "Los diez mandamientos".
No
es fácil librarse de Cecil B. DeMille en una historia del cine. Con todas las
observaciones de orden estético que su obra ha merecido a través de los años,
sigue en pie el hecho de que parte de esos films han ejemplificado tendencias y
han penetrado demostrablemente en los gustos de una abundante proporción del
público. Con setenta y siete años de edad, cuarenta y cinco de carrera, la fundación misma de Hollywood,
setenta títulos realizados, dos Oscars de la Academia e infinidad de
distinciones dentro y fuera del campo cinematográfico, DeMille ha sido una
figura importante. Ahora mismo, cuando otros ancianos han declinado hasta el
anonimato, él presenta un film que es uno de los más largos jamás realizados,
uno de los más caros, uno de los más exitosos. Y no sólo realiza cosas con
entusiasmo juvenil sino que hasta ha salido a pelear con los críticos que se
han burlado de él en ésta como en otras ocasiones.
Con
menos años, menos films, más fracasos, seguramente más talento, otros
realizadores han hecho mucho más por la estética del cine. Hace ya más de
cuarenta años que David W. Griffith desarrolló el primer plano y el montaje como
medios de expresión cinematográfica; después Chaplin reunió
extremos de patetismo y comicidad en una fórmula incansablemente imitada,
mientras Erich von Stroheim elaboró un minucioso realismo de conducta y exploró
el doblez de la psicología, cuando el cine de su alrededor manejaba todavía
muy primarios elementos dramáticos.
Aunque DeMille fue contemporáneo de esas
figuras, ninguno de sus primeros títulos ha aportado nada parecido. Y
aunque perduró en el cine hasta hoy, ninguno de sus films modernos se ha
acercado al lenguaje dramático que obtuvieron William Wyler, George Stevens o
Elia Kazan. Como films de acción, los suyos tienen menos suspenso, menos
dominio del tiempo cinematográfico, menos complejidad de percepción que lo que
en el género han obtenido John Ford, Fred Zinnemann o Anthony Mann. Y aunque
no abundan en el cine americano los ejemplos de buen cine religioso, alcanza
comparar los grandes frescos bíblicos de DeMille (los primeros "Diez
mandamientos", "Rey de reyes", "Sansón y Dalila"), con films modernos de Jean
Delannoy, Leo Joannon y especialmente Robert Bresson, para poder valorar la
diferencia entre la religión como pretexto espectacular y la religión como
materia sentida e íntima. En el conjunto, y valorado con rigor, Cecil B. DeMille ha aportado poco o nada al cine. Él cree sin embargo que ha aportado
mucho. Cuando le pidieron elegir los diez mejores films del mundo incluyó
cuatro propios en la lista; cuando le critican "Los diez mandamientos" con
diversas burlas, ha editorializado pidiendo una crítica cinematográfica más
seria, más enterada, más analítica, más respetuosa. La piedra de toque para ese
editorial ha sido la crónica de "Time" sobre "Los diez mandamientos", donde uno de
los tantos chistes verbales alegaba que el Éxodo del film era un "Séxodo".
Lo
primero que debe saberse sobre el punto es que el cronista de "Time", durante los
últimos años ha confundido reiteradamente la verdad con el ingenio, una
acusación de la que sólo se libran los periodistas más aburridos. Con afán
humorístico, superficialidad de análisis, consideración casi exclusiva de los
argumentos y no de las formas, "Time" ha pronunciado diversas inepcias, algunas
veces contra films respetables como "Juventud divino tesoro" de Ingmar Bergman (8 de noviembre de 1954), "El mundo silencioso" de Jacques Yves Cousteau (1 de octubre de 1956), "Todos somos asesinos" de André
Cayatte (4 de marzo de 1957). Un resultado es que la crónica de ese semanario
americano es cada día más inútil para el aficionado serio; otro resultado es
que su página de lectores ha albergado ocasionalmente la protesta de William
Wyler (19 noviembre de 1956) o de Billy Wilder ("me hallo crecientemente
nauseado", 16 junio de 1958). Pero la crónica de "Time" sobre "Los diez
mandamientos" (12 noviembre de 1956) es un poco más enterada, más descriptiva, más
informada e informativa, más concentrada en lo importante de lo que Cecil B. DeMille quisiera hacer creer. El director finge sostener que no trae a colación
esa crónica para refutarla "porque el film mismo se ocupa de eso",
pero el caso real es que muchas otras críticas han dicho conceptos similares en
otras partes del mundo. Y no se trata, como DeMille quisiera creer, de jóvenes
ingeniosos que hacen un deporte de la crítica cinematográfica sin molestarse
en ver bastante cine previo ni molestarse en valorar sus infinitos problemas de
producción. El hecho cierto es que DeMille ha tenido la crítica en contra
desde sus comienzos en el cine, justamente porque se ha dirigido a explotar los
atractivos más vulgares y extendidos de la emoción pública: acción, sexo,
espectáculo, religión. Esa
crítica en contra ha sido firmada por estudiosos del cine.
Simon Harcourt Smith toma "Sansón y Dalila" como pretexto para seis páginas de análisis demoledor sobre DeMille, a cuya obra llama "absurda parodia de la obra de Griffith" en el libro "Shots in the dark" de 1951. En el mismo libro, Paul
Dehn, A. Jympson Harman y Paul Holt comentan el mismo film y acusan a DeMille de haber reescrito la Biblia, embellecido y vestido a los protagonistas, descuidado la verosimilitud de su narración. En
1929 Paul Rotha escribe en "The film till now", lo que sería una historia del cine mudo y se pronuncia así sobre DeMille: "Aunque su obra no puede ser aceptada con sinceridad es, sin embargo, una curiosidad. Brevemente, cabe pensar en DeMille como en un pseudo-artista con una preferencia
por lo espectacular y lo tremendo, con un astuto sentido del mal gusto del tipo
inferior de su público, ante el cual se inclina, y con una estimación por lo
atrevido, lo vulgar y lo pretencioso". En
1937, en "Histoire du cinema", Maurice Bardeche y Robert Brasillach escriben: "En Cecil B. DeMille
encontramos un hombre con otras preocupaciones, más cercanamente vinculado con el arte. En esta figura pueden notarse los orígenes de mucho de lo que habría de orientar al cine hacia una brillante mediocridad". En
1939 Lewis Jacobs dedica en "The rise of the american film" ocho páginas al director, con un análisis de su extensa obra, para concluir que sus films poseen artísticamente poco valor. En 1948, en la reedición de "The film till now", Richard Griffith analiza veinte años de cine sonoro y señala que, en la obra DeMille, "nada en su enfoque o en su sentido de los valores se ha alterado en lo más mínimo. Durante los
últimos quince años no hizo esfuerzo alguno para actualizar su técnica o sus temas, y hace tiempo que ha dejado de ejercer la influencia de sus comienzos. Y sin embargo las recaudaciones fenomenales de sus
films demuestran concluyentemente que existe un vasto público para temas pseudo-religiosos y
patrióticos, por anticuados que parezcan a otros directores". En junio de 1952, Theodore Huff escribe en "Films in review": "Las escenas de masas de DeMille carecen de un centro de interés y son invariablemente confusas; sus orgías consisten casi siempre de extras apretados que agitan sus brazos al unísono".
Todas
las historias del cine tienen varias páginas sobre DeMille. Es probablemente significativo que los libros puramente teóricos, más atentos a la estética que a la historia, prescindan de ese nombre; es el caso de Bela Balasz, en "Der film" y de Ernest Lindgren en "The art of the film". En un libro dedicado al montaje, "The technique of film editing", Karel Reisz sólo menciona
una vez el nombre del director para señalar que "el decorador puede ser la
figura clave en un film épico de DeMille". Crónicas más recientes sobre un film probablemente titulado "El espectáculo más
grande del mundo" y sobre "Los diez mandamientos" ratifican la escasa vinculación
que los críticos han encontrado entre DeMille y el arte cinematográfico.
Comentando este último film dice "Time" en crónica famosa: "Es imposible
evitar la impresión de que el realizador, sin duda involuntariamente, ha
invocado el nombre del Señor en vano".
"Me
pregunto si nunca se les ocurre a los críticos preguntarse por qué sus
crónicas tienen tan poca relación con el éxito o el fracaso público de un
film", escribe DeMille en un reciente manifiesto sobre la crítica
cinematográfica. La respuesta es que los críticos se han planteado esa cuestión. Algunas explicaciones son de su propia
órbita: escriben en publicaciones de
poco tiraje, o sufren de ignorancia, de largueza, de mala gramática, de pereza
mental. Otras explicaciones más
importantes: el cine llega a más público que las crónicas; el cine es un
espectáculo directo, mientras las crónicas requieren una operación intelectiva
a la que llega menos gente; hay propaganda para llevar gente al cine, pero no
la hay
para hacer leer crónicas; y
aún con una crítica óptima y bien difundida, la consideración de calidad es
sólo uno de los factores que deciden la concurrencia pública al cine.
Cuando DeMille pide críticas serias, honradas, constructivas, enteradas, está
insinuando que si la hubiera (y la hay) sus films habrían sido más elogiados.
Es una suposición errónea. La mejor crítica posible ha castigado a DeMille
durante muchos años, pero críticos y realizador se están dirigiendo a públicos
distintos; la obvia verdad es que DeMille no tiene interés en hacer obras de
arte ni se siente inspirado por exigencias formales, sino que prefiere explotar
la credulidad, la simpleza y la más vulgar sensibilidad de un vasto público al que vende grandiosidad como si fuera grandeza. El que no entienda eso no sirve para crítico cinematográfico. Pero no hay que discutir con DeMille en vano.