André Breton: El
Manifiesto por un arte revolucionario independiente
El escritor francés André Breton (1896-1966) nació en
el seno de una modesta familia en la ciudad de Tinchebray, en la región de
Normandía. Tras finalizar los estudios primarios ingresó en el Collège Chaptal
de París, una institución educativa de enseñanza secundaria y superior. Allí se
interesó por la literatura de Guillaume Apollinaire, Charles Baudelaire y
Stéphane Mallarmé, a los que leía con pasión, y también por las teorías de la
liberación del inconsciente de Sigmund Freud, por lo que, en 1913, comenzó a
estudiar medicina y psiquiatría. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, fue
movilizado a Nantes, en donde sirvió como médico en varios hospitales
psiquiátricos. Al término del conflicto bélico comenzó a frecuentar el mundo
del arte entrando en contacto con los poetas Paul Valéry y Tristan Tzara, fundador
éste último del movimiento artístico conocido como Dadaísmo. En simultáneo comenzó
a escribir poesía, sin por ello dejar de profundizar su interés por el método
freudiniano de la escritura automática como forma de liberar el inconsciente transmitiendo
las ideas de la mente sin reflexionarlas. Luego de tres años en el movimiento
dadaísta fundó un nuevo movimiento cultural: el Surrealismo, el cual
formalmente nació en octubre de 1924 cuando Breton publicó el “Manifiesto del
surrealismo” en París. Al mismo tiempo se afilió al Parti Communiste Français
(PCF), en el que permanecería hasta 1935, y fue uno de los fundadores de la
revista “Littérature”. Con la intención de integrar ciertos aspectos políticos
y revolucionarios en los postulados del movimiento, en 1930 publicó el “Segundo
manifiesto surrealista”. Por aquellos años ya había escrito varias obras
poéticas y ensayísticas. Entre las primeras “Clair de terre” (Claro de tierra)
y “L'union libre” (La unión libre); entre las segundas “Le surréalisme et la
peinture” (El surrealismo y la pintura), “Qu'est-ce que le surréalisme? (¿Qué
es el surrealismo?) y “Position politique du surréalisme” (Posición política
del surrealismo). En abril de 1938 viajó a México y visitó a Trotsky, exiliado
en Coyoacán. Intercambiaron ideas y experiencias, y juntos produjeron en julio
de ese año uno de los textos más importantes que desde el terreno de la
creación artística denunció la burocracia que había usurpado el poder en la
Unión Soviética: el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”. Trotsky
ya había hecho en 1936 un análisis teórico de la degeneración burocrática de la
URSS en su libro “La revolución traicionada”. Luego de largas discusiones con
Breton y el muralista mexicano Diego Rivera, escribió en junio de 1938 varios
artículos consagrados al arte oficial soviético. “El arte de la época
estalinista entrará en la historia como la expresión más espectacular de la
profunda declinación de la revolución proletaria”, expresó en uno de ellos.
Breton, por su parte, ya había publicado el año anterior un artículo en “La Clé
des Champs” en el que rechazaba el “realismo socialista” y negaba que el arte
de una época pudiese consistir en la “pura y simple imitación de los aspectos
que reviste esa época”. El texto del manifiesto fue discutido y modificado en
el curso de varias sesiones. Finalmente, la riqueza de las discusiones entre
Trotsky y Breton vio la luz el 25 de julio de 1938. “He aquí lo que queremos:
la independencia del arte por la revolución; la revolución por la liberación
definitiva del arte”. El manifiesto apareció firmado por Breton y Rivera ya
que, por razones tácticas, Trotsky pidió que la firma del pintor mexicano
sustituyese a la suya. A su regreso a Francia, el 11 de noviembre de 1938
Breton pronunció un discurso en una asamblea del Parti Communiste Internationaliste
(PCI), el cual originalmente fue publicado en la revista “Quatrième
Internationale” nº 14/15 de noviembre-diciembre de 1938. Luego lo republicó la
revista “Cahiers Léon Trotsky” en su n° 12. Traducido al español por el CEIP León
Trotsky de Argentina, en su sitio web “ceip.org.ar” puede leerse bajo el título
“Visita”. A continuación, fragmentos seleccionados de dicho discurso.
Desde el punto de vista marxista, no lamentamos comprender que es imposible vivir en nuestra época del oficio de escritor independiente, con más razón si este escritor pretende expresarse con toda conciencia sobre una serie de cuestiones susceptibles de manifestar su total desacuerdo con la sociedad burguesa. Las únicas salidas que se le ofrecen son, o bien debilitar poco a poco sus críticas de manera tal que esta sociedad se apreste un día a festejarlo como a un niño pródigo, o bien someterse a una forma de oposición que es, al menos provisoriamente, absoluta tranquilidad al mismo tiempo que absoluto beneficio pecuniario para el intelectual: la oposición estalinista.
El estalinismo tiene, en efecto, a su disposición si quiere disfrazar bien su horrible impostura histórica, una elección casi ilimitada de funciones y de empleos más ampliamente remunerables, unos más que otros. Por no haber consentido ni a la primera ni a la segunda de estas abdicaciones, de estas traiciones, hace dos años, la extrema precariedad de mi situación material me obligó a solicitar un puesto de maestro en el extranjero. Los llamados servicios competentes del Ministerio de Asuntos Extranjeros a los cuales debí necesariamente dirigir mi petición, después de un examen atento de mi posición ideológica tal como ella se desprendía de mi actividad anterior, concluyeron que sólo se me podía ofrecer optar entre Checoslovaquia y México. Yo opté por México.
Al mismo día siguiente de mi llegada, me esperaba la alegría de encontrar allí al camarada Van que muchos de nosotros conocíamos. Todos aquellos que se le han aproximado saben los extraordinarios recursos de inteligencia y de sensibilidad que le son suyos, han sabido apreciar la rapidez de su vista, la lucidez de su juicio, pero sin duda no todos han tenido la comodidad de medir lo extendido de su curiosidad ni compartir en su casa los admirables dones del corazón. Su modestia se ofuscaría de golpe seguramente de mis palabras y sin embargo yo no querría dejar pasar esta ocasión de dirigirle un saludo verdaderamente fraternal. Que me perdone por revelar aquí lo que su existencia presenta de dramático: frente a tantos intelectuales que buscan en la negación, en la depredación de toda conciencia moral el secreto de una vida confortable, es necesario, camaradas, oponer este ejemplo. En dieciocho años el camarada Van, admisible en la Escuela Normal Superior de Ciencias, no pudo soportar la idea del aislamiento del camarada Trotsky que se encontraba entonces en Prinkipo y, desdeñando asegurarse su propio futuro, le ofreció espontáneamente sus servicios. Él lo siguió por todo su exilio, pasó por las manos de casi todas las policías de Europa. En el momento actual, muy pobre, ya que Trotsky sólo tiene posibilidades de asegurar a sus secretarios el alimento y la cama, él continúa viviendo sin poder disponer de sí mismo, privado incluso de la sonrisa de su hijo.
Al día siguiente, yo debía encontrarme con Diego Rivera. Ustedes saben que es a él que el camarada Trotsky le debe haber encontrado asilo en México. Es él quien, en los tiempos del “planeta sin visado”, multiplicó las diligencias para hacerlo recibir y obtuvo que sean aceptadas, mientras que permanecería allí, todas las medidas necesarias para su salvaguarda. Para llevar a buen término tal empresa, era necesaria la autoridad única de la que gozaba Rivera, no digo únicamente en México sino en toda América, autoridad que tiene por la reputación considerable que él se hizo como pintor de frescos y por la actitud entre todos irreductible que él no cesó de oponer a las potencias del dinero. Diego Rivera es el autor de una obra épica, sin ningún equivalente en Europa, que remarca la lucha de cien años ininterrumpidos de México por su independencia y a través de ella, la aspiración incesante del hombre a una mayor conciencia y libertad, que restablece, más allá de la época de la conquista española, lo que constituye el saldo más precioso de las civilizaciones indias desaparecidas, que anticipa ampliamente también lo que debe ser la verdad humana del mañana.
Ustedes me comprenden, camaradas, si les confieso que no es sin angustia que algunos días allí yo me encaminaba hacia esta “Casa azul”, la morada del camarada Trotsky, de la cual tanto se ha hablado y que está en Coyoacán. Tuve una buena ocasión de informarme tanto como fuera posible de su salud moral, del empleo de su tiempo y también de todo lo que para mí lo hacía dejar de pertenecer a la historia para comportarse como un hombre viviente. Yo me representaba a este hombre que fue la cabeza de la Revolución de 1905, una de las dos cabezas de la Revolución de 1917, no únicamente como un hombre que puso su genio y todas sus fuerzas vivas al servicio de la mayor causa que yo conozca, sino también el testimonio único, el historiador profundo del cual las obras hacen mucho más que instruir, pues le dan ganas al hombre de resistir. Yo me lo representaba al lado de Lenin y, más tarde, continuando la defensa de su tesis, la tesis de la revolución en el seno de los congresos trucados. Yo lo veía solo de pie entre sus compañeros ignominiosamente abatidos, solo, apresado por el recuerdo de sus cuatro hijos asesinados. Acusado del mayor crimen que puede ser acusado un revolucionario, amenazado en todo momento de su vida, librado al odio ciego de aquellos mismos por los cuales él se prodigó de todas formas.
Con el corazón palpitante, he visto entreabrirse la puerta de la Casa azul, se me guió a través del jardín, apenas tuve tiempo de reconocer al pasar las buganvillas cuyas flores rosas y violetas sembraban el suelo. Los cactus eternos, los ídolos de piedra que Diego Rivera -que puso esta casa a la disposición de Trotsky- reunió con amor a lo largo del pasillo. Yo me encontré en una pieza clara entre libros. Y bien, camaradas, al instante mismo en que el camarada Trotsky se levantó del fondo de esta pieza, donde, bien real, se substituyó la imagen que tenía de él, no pude reprimir la necesidad de decirle hasta qué punto yo estaba maravillado de encontrarlo tan joven. Los ojos de un azul profundo, la admirable frente, la abundancia de los cabellos cabalmente plateados, la tez como la de una muchacha, componen una fisonomía en la que se siente que la paz interior lo alcanzó, lo alcanzará para siempre por encima de las formas más crueles de la adversidad. No es ésta naturalmente más que una mirada estática, pues desde que la cara se anima, que las manos matizan con una rara fineza tal o cual propósito, se desprende de toda su persona algo electrizante.
Luego, se me acordaron frecuentes entrevistas con el camarada Trotsky. De la vida un poco legendaria que yo le atribuía, él ha pasado para mí a una existencia más real, más tangible. No hay sitio típico mexicano al cual él no permanezca asociado en mi recuerdo. Yo lo vuelvo a ver, las cejas fruncidas, desplegando los diarios de París bajo las sombras de un jardín de Cuernavaca, irritado contra los zumbidos de los mosquitos, mientras que la camarada Natalia, tan conmovedora, tan comprensiva y dulce, me designaba por su nombre a las sorprendentes flores; yo lo vuelvo a ver practicando conmigo el ascenso a la pirámide de Xochicalco; otro día, estamos desayunando al borde de un lago congelado, en pleno cráter del Popocatepetl; o bien nos encontramos a la mañana en una isla en el lago de Pazcuaro, el maestro que reconoció a Trotsky y Rivera hace cantar a los niños de la escuela en la vieja lengua tarasca; o bien henos aquí dispuestos a pescar axolotls en un rápido arroyo del bosque.
Una tarde que él había aceptado recibir en su casa a
una sociedad de intelectuales compuesta de una veintena de personas llegadas
desde Nueva York, y que aceptó darles una corta exposición, después de
responder a sus preguntas, yo observé como, a medida que hablaba, el clima de
la pieza se volvía humanamente favorable, cómo este auditorio apreciaba la
vivacidad y la seguridad de su réplica, le estaba agradecido por su jovialidad,
gozaba de sus agudezas. Yo asistí, muy contento, a los esfuerzos de estas
personas para, antes de retirarse, venir uno después del otro a agradecerle,
darle la mano. Esta seducción parece sostenerse, no únicamente en el placer de
controlar de cerca el funcionamiento de una inteligencia superior, sino también
en la sorpresa de constatar que la preocupación dominante, sobre la que está
centrada esta inteligencia es, a fuerza de someter a todas las otras, hacerlas contribuir
en su argumentación.
Quisiera camaradas, para terminar, aunque esto no sea
algo que les interese a todos igualmente, tratar en algunas palabras, una
cuestión que me apasionaba especialmente y que deseaba someter a Trotsky.
Durante años, en materia de creación artística, defendí para el escritor, para
el pintor, el derecho de disponer de sí mismo, de actuar no conforme a
consignas políticas, sino en función de determinaciones históricas muy
especiales que son únicamente competentes al artista. Yo siempre me mostré
irreductible sobre esta cuestión. He combatido sin descanso la consigna inepta
del “realismo socialista”. Esta perseverancia de mi parte no implica que yo no
haya llegado a perder la esperanza a veces sobre el resultado que tendría esta
lucha, a pensar que la incomprensión, la mala voluntad serían más fuertes. ¡Nos
han repetido demasiadas veces, a mis amigos y a mí que esta actitud, que con
todas nuestras fuerzas queríamos mantener, era incompatible con el marxismo!
Aunque mi convicción era contraria a esto, yo no podía ocultarme que allí
existía un punto neurálgico, un tema de inquietud que había visto demasiado
fraccionado, como para que yo no estuviese ansioso de someterlo al camarada
Trotsky.
Puedo decir, camaradas, que no podía haberlo encontrarlo más abierto a mi preocupación. ¡Oh! No crean que logramos entendernos enseguida: no era hombre de dar la razón tan fácilmente. Conociendo bastante bien mis libros, él insistió en que quería tomar conocimiento de mis conferencias y me ofreció discutirlas conmigo. Entre nosotros, de un lado y del otro, se entablaba verdaderamente alguna escaramuza: el escuchar un nombre como el de Sade o de Lautremont le hacía tener ligeramente un tic. En la ignorancia que tenía de ellos, él me hacía precisar el rol que habían jugado para mí ubicándose desde el único punto de vista justo, el punto de vista común al revolucionario y al artista, que es aquel de la liberación humana. Otras veces, él se interesaba vivamente por tal o cual concepto que me había adelantado y lo sometía a una crítica precisa.
La extrema perspicacia, incluso cuando se inclinaba a mostrarse un poco sospechosa, y la perfecta buena fe de la que lo vi dar prueba en toda circunstancia nos permitió estar plenamente de acuerdo sobre la oportunidad de publicar un manifiesto que saldaba de una forma definitiva el litigio persistente del cual hablé. Este manifiesto apareció bajo la firma de Diego Rivera y la mía y se titula: “Por un arte revolucionario independiente”. Concluye en la fundación de una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI) cuyo boletín mensual aparecerá por primera vez a fines de diciembre. Yo preciso que se le debe más a Trotsky que a Rivera y que a mí mismo, por la independencia total que allí es reivindicada desde el punto de vista artístico. Es en efecto el camarada Trotsky quien, en presencia del proyecto donde yo había formulado: “Toda licencia en el arte, salvo contra la revolución proletaria”, nos puso en guardia contra los nuevos abusos que se podría hacer de esta última parte de la frase y la tachó sin dudar.
Puedo decir, camaradas, que no podía haberlo encontrarlo más abierto a mi preocupación. ¡Oh! No crean que logramos entendernos enseguida: no era hombre de dar la razón tan fácilmente. Conociendo bastante bien mis libros, él insistió en que quería tomar conocimiento de mis conferencias y me ofreció discutirlas conmigo. Entre nosotros, de un lado y del otro, se entablaba verdaderamente alguna escaramuza: el escuchar un nombre como el de Sade o de Lautremont le hacía tener ligeramente un tic. En la ignorancia que tenía de ellos, él me hacía precisar el rol que habían jugado para mí ubicándose desde el único punto de vista justo, el punto de vista común al revolucionario y al artista, que es aquel de la liberación humana. Otras veces, él se interesaba vivamente por tal o cual concepto que me había adelantado y lo sometía a una crítica precisa.
La extrema perspicacia, incluso cuando se inclinaba a mostrarse un poco sospechosa, y la perfecta buena fe de la que lo vi dar prueba en toda circunstancia nos permitió estar plenamente de acuerdo sobre la oportunidad de publicar un manifiesto que saldaba de una forma definitiva el litigio persistente del cual hablé. Este manifiesto apareció bajo la firma de Diego Rivera y la mía y se titula: “Por un arte revolucionario independiente”. Concluye en la fundación de una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (FIARI) cuyo boletín mensual aparecerá por primera vez a fines de diciembre. Yo preciso que se le debe más a Trotsky que a Rivera y que a mí mismo, por la independencia total que allí es reivindicada desde el punto de vista artístico. Es en efecto el camarada Trotsky quien, en presencia del proyecto donde yo había formulado: “Toda licencia en el arte, salvo contra la revolución proletaria”, nos puso en guardia contra los nuevos abusos que se podría hacer de esta última parte de la frase y la tachó sin dudar.
En el período actual, Trotsky me repitió muchas veces, que para facilitar un reagrupamiento revolucionario él contaba mucho con la actividad de una organización como el FIARI. Dos veces, además, en el curso de estos últimos meses, él creyó bueno explicarse sobre la forma en la que él encaraba personalmente la creación artística. Lo hizo, por un lado, en una carta a los camaradas norteamericanos, reproducida en “Quatrième Internationale”, por otro lado en una entrevista inédita en francés, de la cual me limitaré a citar este pasaje: “El arte de la época estalinista entrará en la historia como la expresión patente del profundo declive de la revolución proletaria. Sin embargo, el cautiverio de Babilonia del arte revolucionario no puede durar y no durará eternamente. El partido revolucionario no puede proponerse seguramente como tarea dirigir el arte. Una pretensión semejante sólo puede venir del espíritu de personas ebrias de omnipotencia, como la burocracia de Moscú. El arte, como la ciencia, no solamente no demanda órdenes, sino que, por su misma esencia, no las tolera”. Me parece imposible que todos los artistas auténticos, no reciban con alivio y, por poco revolucionarios que sean, con entusiasmo, tal declaración.
Camaradas, tengo conciencia de haberme mostrado inferior en la tarea ambiciosa que me era asignada: volver un poco más presente entre nosotros al camarada Trotsky. Para consolarme, recuerdo una conversación que he tenido hace algunos años con André Malraux, que volvía de un viaje a la URSS. Él me contó cómo, en el curso de un banquete de bienvenida donde había sido llevado para pronunciar una alocución, él llegó a citar a León Trotsky y cómo, de golpe, sintió hacerse pesada la atmósfera, escuchó caer vasos, vio levantarse y desplazarse a algunos de sus vecinos de mesa con la intención manifiesta de rodearlo: cómo llegó a temer en un momento por su vida. Me confió incluso que sólo pensaba deber su salud a una inspiración súbita, como de las que se tienen a veces frente al peligro, y que le dictó una frase susceptible de sorprender, de confundir a aquellos que estaban dispuestos a la agresión. Lo que me sumergió, lo que me sumerge aún en el estupor, no es tanto esta escena que muchos acontecimientos trágicos desde entonces vinieron a corroborar, sino más bien la conclusión a la que había inducido a André Malraux.
Según él, no era más necesario, bajo ningún pretexto, en ninguna circunstancia, pronunciar el nombre de León Trotsky. Pronunciarlo equivalía, parece ser, a excluirse de la actividad revolucionaria tal como ella puede, en las abominables condiciones actuales, llevarse a cabo. Jamás se ha visto esto, camaradas; ¿es posible que el instinto de conservación dicte a los intelectuales semejante renunciamiento a su pensamiento? Yo sé, yo creo sin embargo saber ¡que a André Malraux no le falta coraje! El solo nombre de Trotsky es para él demasiado representativo y demasiado exultante para que se pueda callarlo o contentarse con murmurarlo. No se nos impedirá blandirlo ni hacerlo retumbar en las orejas de los perros de todo pelaje. Tanto sobre los cuerpos despedazados de los pequeños niños de España y sobre los de todos los hombres que caen diariamente por el triunfo de la España obrera, como sobre los cuerpos de los revolucionarios de Octubre, sobre el de nuestro camarada Sedov, asesinado en una clínica, sobre el de nuestro camarada Klement que la policía francesa no quiere reconocer cortado en pedazos, es necesario que mantengamos la divisa: ¡No pasarán! Saludo al camarada Trotsky magníficamente viviente y que verá sonar su hora de nuevo, saludo al vencedor y gran sobreviviente de Octubre, saludo al teórico inmortal de la revolución permanente.