28 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XCVIII). Memorias de un secretario (7)

Jean van Heijenoort: Mudanza, atentados y muerte

En noviembre de 1939 la vida de Jean Van Heijenoort dio un giro total. Trotsky le dijo que había estado muchos años a su sombra, que ya era hora de que viviese por sí mismo, y lo envió a estudiar la situación interna del Socialist Workers Party, el partido trotskista norteamericano. En Estados Unidos vivió en pensiones mientras fabricaba estanterías para libros y hacía reparaciones de plomería para mantenerse mientras preparaba su informe. Respecto a ese período, su amargura y cierto rencor fueron producto de la pasividad de la dirección del SWP la que, para él, sofocaba y paralizaba las condiciones elementales de funcionamiento de la IV Internacional. El 21 de agosto 1940, en las calles de Baltimore se enteró por los diarios del asesinato de Trotsky y se derrumbó. Si bien continuó participando en los debates del SWP y colaborando asiduamente en la prensa trotskista usando diferentes seudónimos (Karl Mayer, Marc Loris, Daniel Logan, Jean Rebel), en 1948 renunció a las actividades políticas. Antes publicó “The national question in Europe” (La cuestión nacional en Europa), “Revolutionary tasks under the nazi boot” (Las tareas revolucionarias bajo la bota nazi), “The european situation and our tasks” (La situación europea y nuestras tareas) y “How the Fourth International was conceived” (Cómo fue concebida la IV Internacional). Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, logró entrar en los cursos gratuitos de la State University of New York, donde se doctoró en Matemáticas y Lógica. Luego sería profesor emérito especializado en Historia y Filosofía de la Lógica Matemática en las universidades de Columbia, Brandeis, Harvard y Stanford. A todo esto, siguió clasificando y traduciendo los papeles de Trotsky, y logró que Harvard comprara esos miles de documentos y abriera un archivo sobre Trotsky. En el área de su especialidad, en 1967 publicó “Logic as calculus and logic as language” (La lógica como cálculo y la lógica como lenguaje) y “From Frege to Gödel. A Sourcebook in mathematical logic” (De Frege a Gödel. Un libro de consulta en lógica matemática), obras que le dieron una gran notoriedad entre los especialistas. Para concluir, se reproduce a continuación la séptima y última parte de los textos tomados de “Con Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán”.

Dejamos a Breton y regresamos a Coyoacán. Unos días después, reapareció. Se había repuesto bastante rápidamente. Salimos, finalmente, del impasse a propósito del manifiesto. Fue Breton el que dio el primer paso. Entregó a Trotsky algunas páginas escritas a mano, con su letra apretada. Trotsky dictó unas páginas en ruso, yo las traduje al francés y se las mostré a Breton. Después de nuevas conversaciones, Trotsky tomó el conjunto de los textos, los recortó, agregó palabras aquí y allá y pegó todo en un rollo bastante largo. Pasé a máquina el texto final en francés, traduciendo el ruso de Trotsky y respetando la prosa de Breton. El primero escribió un poco menos de la mitad del texto, el segundo un poco más. Dirigido a los artistas, el manifiesto fue publicado con las firmas de Breton y Rivera, aunque éste no hubiera participado en su redacción. El manifiesto llamaba a la creación de una Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes (FIARI). Fue traducido a varios idiomas y es bien conocido.
El último encuentro entre Trotsky y Breton, justo antes de la partida de éste para Francia, fue muy cálido. La guerra amenazaba y Breton iba tal vez a ser movilizado a su regreso a Francia. Eran los últimos días de julio. Estábamos en el patio lleno de sol de la casa azul de Coyoacán, en medio de los cactos, naranjos, buganvillas e ídolos, a punto de separarse, cuando Trotsky fue a buscar a su escritorio, el manuscrito común del manifiesto y se lo entregó a Breton. Éste estaba muy emocionado. De regreso a Francia, fue movilizado, como se había temido, pero solamente durante unas semanas. El 11 de noviembre de 1938 pronunció un vibrante discurso en el que describía su estadía en México. Ese discurso ha sido publicado.
La visita de Breton no había interrumpido la política revolucionaria. Se preparaba entonces la conferencia de la fundación de la IV Internacional. El 18 de julio nos llegó la noticia de la desaparición de Rudolf Klement. Su cuerpo decapitado fue encontrado en el Sena unos días más tarde. Era él quien tenía entre sus manos todo el trabajo administrativo del Secretariado Internacional. Por Zborowski, la GPU conocía exactamente el papel de Klement y había golpeado cuando comenzaba a prepararse la mencionada conferencia. Esta debía tener lugar en septiembre, en París. Siguiendo el ejemplo de Marx que ante las propuestas inesperadas de algunos de sus discípulos había declarado no ser “marxista”, Trotsky decía a veces que él no era “trotskista”. De hecho, era “trotskista” en todo, si se entiende por eso que tenía una preocupación constante por los problemas internos de los diferentes grupos trotskistas.
En la mayor parte de los casos, cada uno de esos grupos estaba dividido en dos o tres fracciones. Las luchas entre esas fracciones, sus alianzas y sus rupturas en el interior de un grupo o de un grupo al otro, todo eso le llevaba mucho tiempo. Consagraba a esas luchas de fracciones gran parte de su vida, de su energía y de su paciencia. El reproche que incansablemente Trotsky hacía a los grupos trotskistas era su composición social: demasiados intelectuales, no los suficientes obreros. “Pequeñoburgueses”, ésa es una acusación que aparece constantemente en sus escritos contra las personas y contra los grupos. Los dos únicos grupos sobre los que le escuché expresar una admiración sin reservas eran el de Charleroi, en Bélgica, compuesto por mineros, y el de Minneápolis, en los Estados Unidos, formado por camioneros.
Reconstruir el desarrollo de todas las luchas intestinas en las diversas secciones nacionales de la organización trotskista, constituiría un trabajo complejo y arduo. Sin embargo, sólo un estudio detallado y concreto que recreara las condiciones propias de cada situación, permitiría emitir un juicio sobre las decisiones de Trotsky en esas materias. Sin duda, el resultado aparente de los enormes esfuerzos que Trotsky desplegó en las cuestiones organizativas fue más bien pobre. No hay que olvidar las dificultades de esos años terribles. Las calumnias y las persecuciones estalinistas arreciaban. El dinero faltaba en un grado difícilmente imaginable y la falta de medios financieros paralizaba las tareas más simples.
Sin duda fue al desarrollo del trotskismo en Francia a lo que Trotsky dedicó los mayores esfuerzos. Unos meses después de su llegada a Turquía prestó una gran atención al periódico “La Vérité”, que entonces se fundaba. De 1929 a 1931, los conflictos entre Raymond Molinier, Pierre Naville y Alfred Rosmer le tomaron mucho tiempo. En Coyoacán, las novedades sobre la vida interna del grupo francés y, en particular, sobre el funcionamiento de su conducción nos llegaban, sobretodo, a través de Jean Rous, quien escribía bastante regularmente largas cartas. Un universitario norteamericano, Hubert Herring, organizaba seminarios de estudio en México. Una o dos veces por año, llevaba su pequeño grupo, de unas treinta personas, a Coyoacán. Durante una o dos horas, Trotsky respondía a sus preguntas. A cambio de eso, Herring había puesto a disposición de Trotsky una casa que tenía en Taxco. Cada dos o tres meses íbamos allí a pasar una semana o dos. La primera estadía de este tipo se hizo poco tiempo después de las sesiones de la comisión Dewey.


El Día de los Muertos en México es una fiesta popular y en los años ‘30 se celebraba todavía con más estruendo que en la actualidad. Ese día se desfilaba en las calles, en medio de los petardos, con esqueletos de cartón articulados. Los niños mordisqueaban dulces macabros, calaveras de azúcar rosa, tibias de malvavisco. El 2 de noviembre de 1938, a la tarde, Diego Rivera llegó a la casa de Coyoacán. Jocoso como un aprendiz que acaba de hacer una broma, traía a Trotsky una enorme calavera de dulce color violeta, en cuya frente había escrito, en letras de azúcar blanca, “Stalin”. Trotsky no dijo nada, hizo como si el objeto no estuviera allí. Cuando Rivera se fue, me pidió que la destruyera.
El grupo trotskista mexicano contaba con veinte o treinta miembros verdaderamente activos. A pesar de esa pequeña cantidad estaba dividido en fracciones. Una se reunía en torno a Octavio Fernández, otra, de Galicia. Rivera por lo general hacía bando aparte. Era también un miembro bastante particular. Mientras que los otros miembros de la organización eran jóvenes, maestros u obreros, con medios económicos muy reducidos, Rivera era una gloria nacional, la venta de sus cuadros le reportaba sumas bastante altas y era él quien a menudo subvenía a las necesidades financieras del grupo. Cuando se planteaba la cuestión de una acción cualquiera, por ejemplo la impresión de un cartel o la organización de un mitin, podía ya sea contribuir inmediatamente y de manera suficiente si estaba de acuerdo, y en el caso contrario, rezongando, imponer su voluntad. Una situación semejante conducía inevitablemente a tensiones en el interior del grupo. Hubiera sido preferible que Rivera se mantuviera al margen de la actividad cotidiana y sólo fuera un generoso simpatizante. Pero no, insistía mucho en participar en la vida interna del grupo.
La presencia de Trotsky en México no simplificaba las cosas. Los miembros activos del grupo, de cualquier fracción que fueran, nos ayudaban a asegurar la guardia durante la noche. Cada noche, dos o tres llegaban a la casa y se iban por la mañana. Trotsky conversaba con ellos cuando llegaban. Intervenía en las luchas de fracciones mediante consejos. Los militantes sentían esa presión constante sobre ellos. La situación en el interior del grupo era por lo tanto bastante caótica. El Secretariado Internacional y luego la Conferencia de fundación de la IV Internacional habían tenido que tomar decisiones a propósito de la sección mexicana. En dicha conferencia, se votó una resolución que ordenaba la reorganización de dicha sección. Se leía allí: “En lo que se refiere al camarada Diego Rivera, la Conferencia declara asimismo que teniendo en cuenta las dificultades surgidas en el pasado con este camarada en las relaciones internas de la sección mexicana, no formará parte la organización reconstituida; pero su trabajo y su actividad en relación con la IV Internacional quedarán bajo el control directo del Subsecretariado Internacional”.
Rivera no era hombre que aceptara sin protestar las decisiones tomadas de lejos, sin su participación directa. Los choques no podían sino ser constantes e inevitables. Trotsky tenía con Rivera conversaciones frecuentes sobre la actividad del grupo mexicano. Los consejos que le daba variaban con el tiempo. En el otoño de 1938, Trotsky sin duda había llegado a la conclusión de que Rivera debía mantenerse a cierta distancia de la actividad cotidiana del grupo. Hay que agregar que el trotskismo de Rivera era bastante relativo. Durante el transcurso de nuestras relaciones, muy a menudo declaró: “Yo, usted sabe, soy un poco anarquista”.
¿Cuáles fueron exactamente los sentimientos de Trotsky respecto de Rivera? Después de las ignominias del gobierno noruego, Trotsky evidentemente reconocía los esfuerzos que había hecho Rivera para conseguirle la visa mexicana (Rivera, enfermo, había hecho un largo viaje a través de México para ir a hablar directamente con Cárdenas, por entonces de gira). Estaba muy agradecido igualmente por la hospitalidad que Rivera le ofrecía en su casa azul de Coyoacán. Pero había más. Rivera fue con el que más calurosamente y con la mayor entrega llegó a hablar. Por cierto, había con Trotsky límites que la conversación no franqueaba jamás, pero esos encuentros con Rivera tenían una confianza, una naturalidad, una soltura que no se daba con ninguna otra persona. Que un artista de fama mundial se hubiera unido a la IV Internacional era algo que hacía feliz a Trotsky.
El malestar, con su entrecruzamiento de factores políticos y personales, comenzó a dibujarse en octubre de 1938, dos o tres meses después del regreso de Breton a Francia. En esas semanas, Rivera oscilaba entre actitudes opuestas. Un día quería ser secretario del grupo trotskista mexicano, él, el hombre menos dotado del mundo para ser secretario de lo que fuera. Al día siguiente, hablaba de renunciar al grupo e incluso a la IV Internacional y de consagrarse únicamente a la pintura. A mediados de diciembre, Trotsky fue a verlo a San Ángel. Al final de la entrevista, Rivera manifestó estar de acuerdo en no hablar de renuncia y se separaron aparentemente en buenos términos.


El incidente que encendió la pólvora fue una carta de Rivera a Breton, a fin de diciembre. En ella cuestionaba los “métodos” de Trotsky. Cuando Trotsky la leyó se produjo una explosión. Las quejas de Rivera contra los “métodos” de Trotsky se referían a dos pequeños hechos recientes. Después de la publicación del manifiesto Breton-Rivera se había formado en México un núcleo minúsculo de la FIARI que publicaba una revista, “Clave”. En una sesión de la redacción de esta revista, un joven mexicano, José Farrel, fue nombrado secretario. Rivera, que había asistido a la reunión, no objetó nada. En la carta a Breton calificaba este nombramiento de golpe de Estado, “amistoso y tierno” de Trotsky. Segundo punto, un artículo de Rivera, por decisión de última hora en la imprenta y sin que Trotsky lo supiera, había sido presentado como una carta a la redacción. Rivera atribuía la responsabilidad de este acto a Trotsky.
Trotsky pidió a Rivera que escribiera una nueva carta a Breton para rectificar los dos puntos. Rivera aceptó pero a último momento la suspendió. Era visible que atravesaba por una crisis emocional. Ante la negativa de Rivera a escribir una nueva carta a Breton, el tono se elevó. Se atravesó rápidamente las etapas sucesivas que, en una ruptura, van de la familiaridad a la hostilidad. No hubo más encuentros entre Trotsky y Rivera. Charles Curtiss, representante en México del Buró Panamericano de la IV Internacional, y yo, servíamos de intermediarios. No teniendo más que rendir cuentas políticas a Trotsky, Rivera se lanzó a una serie de combinaciones con diversos grupitos obreros, políticos o sindicales, que eran más o menos hostiles al trotskismo. Trotsky atacó con furia. Los puentes estaban cortados.
Después de la ruptura con Rivera, Trotsky no podía permanecer en la Casa Azul de Coyoacán. ¿Cómo encontrar, tan rápidamente, una nueva casa de renta módica y que satisficiera cierto número de condiciones bien precisas? Desde fines de febrero, Trotsky propuso a Rivera, por mi intermedio, pagarle una renta mientras yo buscaba una nueva casa. Rivera rechazó, luego aceptó, finalmente rechazó. Todo eso vino a sumarse a la acrimonia de la última fase de la ruptura. En marzo encontré una casa, en Coyoacán, de alquiler muy bajo, pero en muy mal estado. Esa casa, que se encontraba en la avenida Viena, bastante cerca de la que íbamos a dejar, no estaba habitada. Pertenecía a una familia de comerciantes de México, los Turati, a quienes les había servido de casa de campo. Los propietarios estuvieron contentos de alquilarla, aún a Trotsky. Tenía sus aspectos positivos: un número bastante grande de piezas, un jardín grande, bardas, alrededores fáciles de vigilar pues el barrio estaba por entonces bastante despoblado. Pero había que hacer algunos arreglos para ponerla en condiciones, tenía incluso algunos pisos hundidos. Era necesario también amueblarla.
Un joven trotskista mexicano, Melquíades, ayudado por otros, puso manos a la obra. Apenas en los primeros días de mayo pudimos mudarnos de la avenida Londres a la avenida Viena. El 5, Trotsky pasó de una casa a la otra. Trotsky se sintió bien en la nueva morada. Una vez puesta en condiciones, no dejaba de tener atractivo. Había espacio. La disposición de las habitaciones era tal que la parte de la casa en la que vivían Trotsky y Natalia estaba bien separada y podían tener intimidad. Trotsky comenzó a plantar cactos, se instalaron conejeras y era él quien se encargaba todas las tardes de cuidar los conejos.
En junio o julio de 1939, Trotsky me pidió que fuera a investigar a la Biblioteca Nacional de México a fin de encontrar textos sobre el siglo XVI y sus guerras de religión, así como sobre el fin del Imperio Romano. Según él, con esas épocas de quiebra histórica teníamos que comparar la nuestra. La declaración de la Segunda Guerra Mundial se produjo en septiembre. Recuerdo haber escuchado, con Trotsky, en una radio de onda corta, la noticia del primer ataque de un barco inglés por un submarino alemán. Todo eso tenía el aire de algo ya sabido. Se advertía en Trotsky el cansancio de ver que se repetía una catástrofe de la que ya había sido testigo en 1914, pero también la fe de que en unos pocos años la guerra llevaría a la revolución socialista.
En octubre se decidió mi partida a los Estados Unidos. Dejé la casa de Coyoacán el 5 de noviembre a la madrugada. La víspera, por la noche, tuve mi último encuentro con Trotsky. Hablamos de la situación en el grupo trotskista norteamericano. Ese grupo atravesaba por una crisis profunda; estaba dividido entre una mayoría, agrupada en tomo a Cannon, y una oposición dirigida por Shachtman y Burnham. Trotsky temía que Cannon, del que era solidario políticamente, tuviera tendencia a reemplazar el esclarecimiento de desacuerdos políticos por medidas organizativas, forzando la expulsión de la minoría. “Hay que contener a Cannon en el plano organizativo y empujarlo en el plano ideológico”, me dijo. Un poco lo que me había pedido que comunicara a Raymond Molinier en agosto de1933. Es esa última conversación Trotsky no me daba ciertamente “directivas”, me explicaba cómo veía él la situación y en qué dirección debía actuar, según mis medios. Todo eso, por otro lado, había sido desbordado por los acontecimientos. Cuando llegué a Nueva York, la escisión ya era un hecho. Yo mantenía una correspondencia regular con Trotsky, le daba informaciones sobre lo que veía en el grupo norteamericano después de la escisión.


En la madrugada del 25 de mayo de 1940 Trotsky sufrió el primer atentado en Coyoacán encabezado por David Alfaro Siqueiros, un pintor mexicano que Stalin conocía personalmente, quien, después de haber combatido durante la Guerra Civil española, había regresado a México en donde se había convertido en uno de los organizadores del Partido Comunista Mexicano. “Aparte de Trotsky, no hay ninguna otra figura importante en el movimiento trotskista. Si eliminamos a Trotsky, todo peligro desaparecerá” había dicho Stalin por aquel entonces. Después de haberse aguantado, en medio de la noche, los disparos de los asesinos conducidos por Siqueiros, y mientras esperaba la llegada de la policía mexicana, Trotsky hizo exactamente lo mismo que había hecho tras el incendio de la casa Izzet Pashá en Prinkipo, durante la noche del 28 de febrero al 1 de marzo de 1931. Se sentó a la mesa y se puso a escribir. Dictar o empuñar la pluma, eran para él medios de conservar su equilibrio moral.
El futuro asesino, Ramón Mercader, teledirigido por la GPU, se ligó en París con una joven trotskista norteamericana, Sylvia Ageloff, y se convirtió en su amante. Ésta había sido bien elegida, pues tenía una hermana, Ruth Ageloff, por quien Trotsky tenía mucha simpatía. Ruth había estado en México en el momento de las sesiones de la comisión Dewey. Nos había ayudado mucho, traduciendo, escribiendo a máquina, buscando documentos. Trotsky conservaba de ella un excelente recuerdo y una hermana de Ruth no podía sino ser bien recibida por él y por Natalia.
Agosto de 1940. Vivo en Baltimore, donde enseño francés. El 21 por la mañana estoy en la calle. La pila de “New York Times” está sobre la acera. Echo un vistazo a los titulares. Está allí, en medio de la página: “Trotsky, wounded by ‘friend' in home, is believed dying” (Trotsky, herido por un 'amigo' en su casa, se cree que agoniza). Deambulo por las calles, luego, espero las noticias de la radio. Una voz anuncia: “León Trotsky died today in México City” (León Trotsky murió hoy en la ciudad de México). Todo se confunde. Después de la muerte de Trotsky milité durante siete años en el movimiento trotskista. En 1948, las concepciones marxistas-leninistas sobre el papel del proletariado y su capacidad política me parecieron cada vez más en desacuerdo con la realidad. Fue también en ese momento cuando conocieron, quienes no querían cerrar los ojos ni taparse los oídos, toda la amplitud del universo concentracionario estalinista.