Walter Laqueur: Un lacónico resumen general
Walter
Laqueur (1921-2018) fue un historiador alemán nacionalizado estadounidense. Tuvo
que huir de Alemania ante la persecución nazi, refugiándose en Palestina. Después
vivió en Israel e Inglaterra y finalmente se instaló en Estados Unidos. Fue profesor
en las universidades de Tel Aviv, Harvard, Chicago y Georgetown. Autor de
artículos que se publicaron en diversos medios internacionales, sus ensayos
tratan principalmente de la historia de Europa en los siglos XIX y XX,
especialmente en Rusia, Alemania y Medio Oriente. Entre ellos se destacan “Fascism.
Past, present, future” (Fascismo. Pasado, presente, futuro), “Europe since
Hitler” (Europa después de Hitler), “A history of terrorism” (Una historia del
terrorismo), “The fate of the revolution. Interpretations of soviet history”
(El destino de la revolución. Interpretaciones de la
historia soviética), “The Middle East in transition. Studies in contemporary history”
(Oriente Medio en transición. Estudios de historia contemporánea), “Black hundred.
The rise of the extreme right in Russia” (La centuria
negra. Los
orígenes y el retorno de la extrema derecha rusa), “Russia and Germany. A century of conflict” (Rusia y Alemania. Un siglo de conflicto) y “Stalin. The glasnost
revelations” (Stalin. La estrategia del terror), ensayo este último al cual
pertenecen los fragmentos que se reproducen a continuación.
Liev
Davídovich Trotsky se ha incorporado a la historia soviética como el más grande
de los antagonistas de Stalin, aunque en realidad los caminos de los dos
hombres rara vez se cruzaron. Trotsky se las había ingeniado para quedar fuera
de la carrera por el liderazgo mucho antes de la fase decisiva del ascenso de
Stalin al poder. Durante décadas se educó a los ciudadanos soviéticos en la
creencia de que Trotsky era la encarnación del mal, e incluso después de la
muerte de Stalin la rehabilitación política de Trotsky continuó siendo inconcebible.
Aun durante la apertura política (glásnost), su personalidad y su papel en la
historia continuaron siendo un importante tema polémico.
Nacido en Rusia meridional en 1879, pocas semanas antes que Stalin, hijo de un terrateniente judío, fue uno de los muy pocos jefes de la izquierda rusa que alcanzó la edad adulta viviendo más en el campo que en la ciudad. Los primeros capítulos de su autobiografía están consagrados a la vida en una pequeña aldea de Ucrania. Se incorporó al movimiento revolucionario cuando cursaba la enseñanza media. Fue arrestado por primera vez a la edad de diecinueve años y exiliado a Siberia. Consagró el período de su exilio al estudio de Marx; después se fugó y se unió a Lenin en Londres como miembro del comité de redacción de “Iskra”. Entre 1902 y 1907 a veces apoyó a los bolcheviques; en otras ocasiones, a los mencheviques. Durante la Primera Guerra Mundial se acercó más a los primeros, pero no se unió a ellos hasta su regreso a Rusia en 1917.
Nacido en Rusia meridional en 1879, pocas semanas antes que Stalin, hijo de un terrateniente judío, fue uno de los muy pocos jefes de la izquierda rusa que alcanzó la edad adulta viviendo más en el campo que en la ciudad. Los primeros capítulos de su autobiografía están consagrados a la vida en una pequeña aldea de Ucrania. Se incorporó al movimiento revolucionario cuando cursaba la enseñanza media. Fue arrestado por primera vez a la edad de diecinueve años y exiliado a Siberia. Consagró el período de su exilio al estudio de Marx; después se fugó y se unió a Lenin en Londres como miembro del comité de redacción de “Iskra”. Entre 1902 y 1907 a veces apoyó a los bolcheviques; en otras ocasiones, a los mencheviques. Durante la Primera Guerra Mundial se acercó más a los primeros, pero no se unió a ellos hasta su regreso a Rusia en 1917.
En la Revolución de
1905 representó un papel importante y fue el último presidente del Soviet de
Diputados Obreros de San Petersburgo. Debió su ascenso a la fama principalmente
a su destacado talento oratorio; fue también un escritor prolífico. En la
preparación de la Revolución de 1917, también demostró una considerable
capacidad de organización. Durante ese período el lugar que ocupaba junto a Lenin
jamás fue discutido seriamente. Y cuando Lenin tuvo que pasar a la clandestinidad,
Trotsky se convirtió de hecho, ya que no de nombre, en el jefe del Partido.
Incluso Stalin escribió más tarde que todo el trabajo de organización y
preparación práctica con perspectivas a la conquista del poder fue realizado
con la “dirección inmediata del camarada Trotsky, presidente del Soviet de
Petrogrado”.
Trotsky fue durante no mucho tiempo el primer comisario de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética; después, durante un período mucho más largo (hasta enero de 1925), fue comisario y presidente del Supremo Consejo de Guerra. Entre ambas designaciones, también fue comisario de Transportes. En todos estos cargos demostró que era un jefe enérgico y duro, dinámico y eficiente. Aunque cometió muchos errores, achacables a su absoluta falta de experiencia, y a la enormidad de las tareas que el joven Estado afrontaba, la Unión Soviética probablemente debe su supervivencia durante el período inicial de su existencia más a Trotsky que a cualquiera de los jefes restantes, excepto Lenin.
Su declive en la esfera del poder y desde el punto de vista de la jerarquía política comenzó con el fin de la guerra civil y, poco después de la muerte de Lenin, Trotsky estaba casi totalmente aislado. Las razones fueron principalmente personales; Trotsky, polemista y hombre de inusitada arrogancia, se veía en dificultades para trabajar con otros. Carecía de la paciencia y del instinto político necesarios para organizar una base de poder; en cambio, se enredaba en permanentes controversias ideológicas y políticas con los restantes líderes, en una actitud más propia de un literato prerrevolucionario que de un estadista que actuaba después de la Revolución.
En 1927 Trotsky fue expulsado del partido, y dos años más tarde deportado de la Unión Soviética. Vivió primero en Turquía, después en Francia y Noruega, y finalmente en México, donde fue asesinado el 20 de agosto de 1940 por orden de Stalin. Escribió mucho en el exilio, pero sus actividades políticas (por ejemplo, la creación de la Cuarta Internacional) no aportaron resultados. Sus antiguos partidarios en la Unión Soviética se separaron de él desde temprano. Los más prominentes perecieron en las purgas. Sus partidarios en otros países formaron pequeñas sectas que no representaron un peligro para los partidos comunistas locales, y mucho menos para la Unión Soviética.
Lenin, que a menudo había mantenido disputas ideológicas y políticas con Trotsky, tenía una elevada opinión de él, y sostenía que después de la incorporación de Trotsky al partido no había existido un bolchevique más genuino. En su “Testamento” publicado durante la “glásnost”, Lenin escribió que Trotsky era quizás el hombre más capaz de la dirección del Partido, pero que demostraba excesiva confianza en sí mismo y excesiva preocupación por los aspectos puramente administrativos del trabajo. Las innovaciones ideológicas de Trotsky, por ejemplo la “Revolución Permanente” (concebida inicialmente por Parvus), provocaron interminables debates entre los bolcheviques, pero originaron escasas consecuencias prácticas. Lo mismo puede afirmarse respecto de la disputa de los años ‘20 acerca de la doctrina estalinista del “socialismo en un solo país”. Una vez que pareció que la Revolución Rusa no sería seguida por revoluciones análogas en otros países, Trotsky demostró el mismo entusiasmo de Stalin en el desarrollo de la agricultura y la industria rusas, y en la construcción de estructuras socialistas en la propia Unión Soviética.
Pero no por primera vez Trotsky se las había arreglado para ocupar una posición impopular, en gran parte como consecuencia de su rigidez ideológica, su falta de instinto pragmático y su incapacidad para entender lo que era y lo que no era posible en una determinada situación. En diferentes ocasiones razonó mejor que Stalin. Por ejemplo, en su oposición a la liquidación de los “kulaks” como clase y en su admisión del peligro que representaba el nazismo. Erró el juicio con respecto al fenómeno Stalin (una “mediocridad creada por la máquina del partido”) y sobrestimó la importancia de la burocracia soviética durante el período estalinista. Como hacia el fin de su vida rehusó modificar su enfoque marxista ortodoxo, perdió demasiado tiempo en debates acerca de la existencia de un nuevo “termidor”, o tratando de dilucidar si la Unión Soviética era un capitalismo de Estado o un Estado Obrero viciado, y acerca del carácter esencialmente socialista de la burocracia, en vista de que los medios de producción aún estaban nacionalizados.
Durante el régimen de Stalin, Trotsky representó a los ojos de la mayoría de los ciudadanos soviéticos todo lo que era perverso, criminal y traicionero; fue el enemigo por excelencia. Se exhumaron todos los comentarios negativos de Lenin acerca de Trotsky y se ocultaron todos los comentarios positivos. De acuerdo con la línea del Partido, que rigió durante el período estalinista, Trotsky había sido un criminal y un traidor desde el comienzo. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para subvertir a Lenin y la Revolución. Era el principal enemigo de la clase trabajadora y el Partido Comunista; ser “trotskista” era mucho peor que ser “racista”. Con este último uno podía tratar; con el primero, ni siquiera un arreglo provisional era posible. Podía redimirse a los fascistas considerados individualmente; a los trotskistas... jamás.
Trotsky fue durante no mucho tiempo el primer comisario de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética; después, durante un período mucho más largo (hasta enero de 1925), fue comisario y presidente del Supremo Consejo de Guerra. Entre ambas designaciones, también fue comisario de Transportes. En todos estos cargos demostró que era un jefe enérgico y duro, dinámico y eficiente. Aunque cometió muchos errores, achacables a su absoluta falta de experiencia, y a la enormidad de las tareas que el joven Estado afrontaba, la Unión Soviética probablemente debe su supervivencia durante el período inicial de su existencia más a Trotsky que a cualquiera de los jefes restantes, excepto Lenin.
Su declive en la esfera del poder y desde el punto de vista de la jerarquía política comenzó con el fin de la guerra civil y, poco después de la muerte de Lenin, Trotsky estaba casi totalmente aislado. Las razones fueron principalmente personales; Trotsky, polemista y hombre de inusitada arrogancia, se veía en dificultades para trabajar con otros. Carecía de la paciencia y del instinto político necesarios para organizar una base de poder; en cambio, se enredaba en permanentes controversias ideológicas y políticas con los restantes líderes, en una actitud más propia de un literato prerrevolucionario que de un estadista que actuaba después de la Revolución.
En 1927 Trotsky fue expulsado del partido, y dos años más tarde deportado de la Unión Soviética. Vivió primero en Turquía, después en Francia y Noruega, y finalmente en México, donde fue asesinado el 20 de agosto de 1940 por orden de Stalin. Escribió mucho en el exilio, pero sus actividades políticas (por ejemplo, la creación de la Cuarta Internacional) no aportaron resultados. Sus antiguos partidarios en la Unión Soviética se separaron de él desde temprano. Los más prominentes perecieron en las purgas. Sus partidarios en otros países formaron pequeñas sectas que no representaron un peligro para los partidos comunistas locales, y mucho menos para la Unión Soviética.
Lenin, que a menudo había mantenido disputas ideológicas y políticas con Trotsky, tenía una elevada opinión de él, y sostenía que después de la incorporación de Trotsky al partido no había existido un bolchevique más genuino. En su “Testamento” publicado durante la “glásnost”, Lenin escribió que Trotsky era quizás el hombre más capaz de la dirección del Partido, pero que demostraba excesiva confianza en sí mismo y excesiva preocupación por los aspectos puramente administrativos del trabajo. Las innovaciones ideológicas de Trotsky, por ejemplo la “Revolución Permanente” (concebida inicialmente por Parvus), provocaron interminables debates entre los bolcheviques, pero originaron escasas consecuencias prácticas. Lo mismo puede afirmarse respecto de la disputa de los años ‘20 acerca de la doctrina estalinista del “socialismo en un solo país”. Una vez que pareció que la Revolución Rusa no sería seguida por revoluciones análogas en otros países, Trotsky demostró el mismo entusiasmo de Stalin en el desarrollo de la agricultura y la industria rusas, y en la construcción de estructuras socialistas en la propia Unión Soviética.
Pero no por primera vez Trotsky se las había arreglado para ocupar una posición impopular, en gran parte como consecuencia de su rigidez ideológica, su falta de instinto pragmático y su incapacidad para entender lo que era y lo que no era posible en una determinada situación. En diferentes ocasiones razonó mejor que Stalin. Por ejemplo, en su oposición a la liquidación de los “kulaks” como clase y en su admisión del peligro que representaba el nazismo. Erró el juicio con respecto al fenómeno Stalin (una “mediocridad creada por la máquina del partido”) y sobrestimó la importancia de la burocracia soviética durante el período estalinista. Como hacia el fin de su vida rehusó modificar su enfoque marxista ortodoxo, perdió demasiado tiempo en debates acerca de la existencia de un nuevo “termidor”, o tratando de dilucidar si la Unión Soviética era un capitalismo de Estado o un Estado Obrero viciado, y acerca del carácter esencialmente socialista de la burocracia, en vista de que los medios de producción aún estaban nacionalizados.
Durante el régimen de Stalin, Trotsky representó a los ojos de la mayoría de los ciudadanos soviéticos todo lo que era perverso, criminal y traicionero; fue el enemigo por excelencia. Se exhumaron todos los comentarios negativos de Lenin acerca de Trotsky y se ocultaron todos los comentarios positivos. De acuerdo con la línea del Partido, que rigió durante el período estalinista, Trotsky había sido un criminal y un traidor desde el comienzo. Había hecho todo lo que estaba a su alcance para subvertir a Lenin y la Revolución. Era el principal enemigo de la clase trabajadora y el Partido Comunista; ser “trotskista” era mucho peor que ser “racista”. Con este último uno podía tratar; con el primero, ni siquiera un arreglo provisional era posible. Podía redimirse a los fascistas considerados individualmente; a los trotskistas... jamás.
Después de la muerte de Stalin, durante el primer deshielo, las mentiras más absurdas fueron desechadas. En primer lugar, se admitió que Trotsky, aunque “generalmente estaba equivocado”, había servicio en posiciones fundamentales antes, durante y después de la Revolución, y que a pesar de sus inclinaciones “bonapartistas” había beneficiado un tanto la causa del bolcheviquismo como orador de masas y organizador. Pero en general, la mentira intencionada del papel de Trotsky perduró en los libros de texto; la tendencia general era describir a Trotsky como una figura secundaria que no había sido agente de potencias extranjeras (como se sostenía antes), sino una influencia negativa sobre el Partido, a cuya desorientación había contribuido demasiado. Sus beneficiosos aportes se veían compensados sobradamente por sus errores y fechorías.
En líneas generales, ésa era la línea del partido acerca de Trotsky hasta 1987. En su discurso acerca del septuagésimo aniversario de la Revolución de Octubre, Gorbachov dio a entender que, en su enfrentamiento con Stalin, Trotsky se había equivocado. Aunque se rehabilitó a la abrumadora mayoría de los acusados en los procesos de Moscú -incluyendo a casi todos los trotskistas (reales y supuestos)-, se excluyó a Trotsky, y no por razones meramente técnicas; también él había sido condenado a muerte “in absentia”. El único cambio de actitud fue al principio la restauración de la figura de Trotsky en las fotografías de las cuales se lo había eliminado durante casi sesenta años. Como manifestó uno de los portavoces de los liberales del régimen, la rehabilitación de Trotsky llevaría mucho tiempo pues la convicción de su culpabilidad estaba tan profundamente arraigada en el público, que la idea de afrontar los verdaderos hechos despertaba una tremenda resistencia.
Unos pocos historiadores y ensayistas provocaron la primera fisura en la imagen tradicional de Trotsky. Pável Volobúyev, miembro de la Academia de Ciencias, escribió que si bien Trotsky nunca había sido realmente un auténtico bolchevique, de todos modos fue un revolucionario que llegó a representar un papel principal en el Partido. Yuri Afanásiev, director del Instituto de Archivos Históricos, llegó bastante más lejos, y reclamó tanto la rehabilitación legal de Trotsky como la publicación de sus libros. Después, durante 1988 y 1989, comenzaron a aparecer artículos acerca de Trotsky, y en ellos se manifestaban diferentes puntos de vista. A principios de 1989 se anunció que en un futuro no muy lejano se publicarían algunas obras de Trotsky.
El 15 de noviembre de 1988 la Asociación Conmemorativa organizó una velada consagrada a la memoria de Trotsky, e hizo un llamamiento en favor de su rehabilitación. Las cuatrocientas entradas se vendieron con mucha anticipación, a pesar de que no se había realizado la más mínima publicidad. La asamblea fue presidida por el historiador V. Lisenko y entre los los presentes se hallaban los hijos y nietos de la vieja guardia bolchevique. Los bisnietos de Trotsky, así como el hijo de Víctor Serge y algunos izquierdistas norteamericanos pidieron al Kremlin que anulase los decretos acerca de Trotsky; manifestaron que todos debían estar en condiciones de definir su posición acerca de Trotsky. Pero podía llegarse a este resultado únicamente si los escritos de Trotsky eran accesibles al público. Tales solicitudes de ningún modo provocaron reacciones positivas de carácter general; en los medios de difusión soviéticos se publicaron artículos con el título “Tratan de embellecer la figura del pequeño Judas”, y en las revistas literarias de extrema derecha casi no pasaba un mes sin que se publicase una denuncia contra Trotsky.
Fuera de los círculos extremistas, la suerte de Trotsky mejoró durante la “glásnost”. El juicio general fue más positivo que durante la época estalinista. Algunos escritores soviéticos llegaron a la conclusión de que Trotsky había sido un líder político de talento, mucho más próximo a Lenin que Stalin y que, con todos sus defectos, Trotsky y el trotskismo habían continuado siendo una tendencia del movimiento obrero. Para otros, el trotskismo representaba una posición confusa y debería habérselo atacado en el nivel político-ideológico. Llegaron al extremo de reconocer que en su crítica a Stalin, Trotsky había estado en lo cierto más de una vez. Sin embargo, el sesgo general de los escritos continuó siendo negativo. De acuerdo con el historiador Nikolai Vasetski, como jefe militar Trotsky fue una figura mediocre. El Ejército Rojo repelió la intervención imperialista y prevaleció en la guerra civil, no a causa sino a pesar de la presencia de Trotsky.
Vasetski también afirmó que Trotsky no había representado ningún papel activo en el planeamiento o la ejecución de la Revolución. Si así fue, ¿cómo se explica que incluso Stalin haya escrito en noviembre de 1918, cuando los hechos aún estaban frescos en su mente, que Trotsky “representó un papel fundamental”. ¿Quizás Stalin padeciera de alucinaciones o bien deseara congraciarse con Trotsky? Pero si Trotsky no era una figura fundamental, Stalin no necesitaba halagarlo. Es inevitable que los lectores soviéticos se sientan confundidos en presencia de contradicciones tan extrañas. También se les dice que el concepto de comunismo de guerra, la militarización del trabajo y la vida pública, y la burocratización del país fueron todas posiciones esencialmente falsas y todas producto del pensamiento de Trotsky.
Si Trotsky no fue un estratega consumado, las restantes grandes figuras de la guerra civil, incluso Tujachevski, también cometieron graves errores. Pese a todo su extremismo y su rigidez, Trotsky podía mostrarse más liberal que la mayoría de sus camaradas. Si en definitiva casi un millar de generales zaristas sirvió en el Ejército Rojo, fue principalmente gracias a Trotsky, no a los Stalin y los Voroshílov, que se opusieron violentamente a la utilización de esos expertos del antiguo régimen. De manera análoga, Trotsky adoptó una actitud más liberal en el campo de la literatura y en general en la vida cultural, en contraste con los protagonistas de la cultura pura de los trabajadores. Se convirtió en crítico implacable de la nueva burocracia soviética que se formó durante los años ‘20 en su libro “El nuevo curso” y en el luchador más ardiente por la democracia interior en el Partido, e incluso propugnó algo parecido a un sistema multipartidario (socialista). Conforme al resumen de Vasetski, el historiador oficial de las ideas de Trotsky:
“El interés fundamental que se manifiesta en ‘El nuevo curso’ es la preservación del espíritu revolucionario. En un período en el que la Revolución en la Unión Soviética, sin hablar de la revolución en Occidente, apenas había comenzado, Trotsky juzgó que el partido ya estaba convirtiéndose en una fuerza institucionalizada conservadora, más interesada en proteger lo poco que se había conseguido que en perseguir lo mucho que faltaba realizar. Sangre nueva, ideas nuevas, la crítica, la discusión, el entusiasmo de las masas, creía que todo esto no sólo democratizaría al Partido, sino que preservaría su carácter revolucionario, sus fuentes originales de inspiración, su obsesión misma con las auténticas metas socialistas”.
Es cierto que Trotsky se convirtió en el gran defensor de la democracia y en el enemigo de la burocracia sólo cuando pasó a la oposición, pero eso no invalida por completo su campaña. Sus ideas eran muy populares entre los jóvenes comunistas contemporáneos, y en realidad su propósito principal fue movilizar a la juventud contra la estructura del Partido. Si durante muchas décadas el Stalin bueno había sido contrapuesto al archivillano Trotsky, durante la “glásnost” ambos se convirtieron en personajes polémicos, pero en una perspectiva general Trotsky conservó la condición de una figura incluso más negativa y destructiva. Nuevos mitos remplazaron a los antiguos. Ahora se creía que Stalin había heredado (y asimilado) la mayor parte de sus ideas del propio Trotsky, y que le temía tanto que se embarcó en las sangrientas purgas de los años ‘30 sólo después de que Trotsky lo provocara en ese sentido. Tales especulaciones adquirían formas acentuadas no sólo en los nacionalistas extremos y los neoestalinistas, sino también, y a menudo, en miembros pertenecientes al centro del espectro político.
De acuerdo con la nueva mitología que apareció durante la “glásnost”, gran parte de la culpa del terror, los falsos procesos y las purgas corresponde a Trotsky, porque éste reclamó el exterminio físico de Stalin. “La revolución traicionada”, el libro de Trotsky que llegó a manos de Stalin a principios de 1937, fue una de las últimas gotas que colmaron el vaso. Una versión anterior de esta absurda teoría aparece en “Que la historia juzgue” de Roy Medvédev, publicado en la Unión Soviética en 1988. Allí dice: “Exactamente al principio de la década de los ‘30, los artículos de Trotsky no pedían el derrocamiento de Stalin. Por el contrario, Trotsky escribió que en las condiciones vigentes el derrocamiento del aparato burocrático estalinista acarrearía inevitablemente el triunfo de la contrarrevolución. Por consiguiente, recomendaba que sus partidarios se limitasen a la propaganda ideológica. Pero a mediados de la misma década, es decir, cuando comenzó la represión masiva, Trotsky y algunos de sus consejeros más cercanos aparentemente llegaron a la conclusión de que era necesario destruir al tirano Stalin. En ese momento, Stalin ordenó a la NKVD que preparase el asesinato de Trotsky”.
¿Cómo
entender este género de afirmaciones? En primer lugar, la cronología no encaja.
Los primeros ejemplares de “La revolución traicionada” aparecieron en mayo de
1937, e incluso si la NKVD hubiese trabajado noche y día en la traducción del libro,
no podía haberlo entregado a Stalin en 1936 por la época de los primeros
procesos. Ciertamente, en una publicación anterior, Volkogónov había afirmado
que Stalin recibió el manuscrito traducido sólo a fines de 1937. Ignoramos la
causa que lo indujo a modificar la cronología; pero sea cual fuere la razón, es
imposible que el libro de Trotsky moviese a Stalin a adoptar su “desesperada
decisión”. Pero esta
versión entraña otro inconveniente: no hay en “La revolución traicionada” un
enunciado, ni siquiera una sugerencia, en el sentido de que es necesario
asesinar al tirano Stalin porque en su carácter de marxista ortodoxo, y a diferencia
de Stalin, no creía en el terror individual. Trotsky jamás reclamó la
eliminación física de Stalin ni se dedicó a ningún tipo de actividades que
condujesen a ese fin.
Volkogónov afirma de Trotsky que fue “el gran maestro de la intriga”, pero en la práctica Trotsky rara vez se comprometió en intrigas, y para eso no era eficiente; era un aficionado novato comparado con Stalin. Si hubiese sido un conspirador más astuto, Stalin no habría podido desplazarlo con una desenvoltura tan desdeñosa. Había una diferencia fundamental entre él y Stalin: Trotsky tenía una personalidad autoritaria pero carecía de la mentalidad de un déspota oriental; tampoco era un paranoico inclinado al asesinato en masa. Por tanto, equiparar el trotskismo con el estalinismo es injusto y poco fiel a la historia, y el intento de explicar la campaña de terror por las “provocaciones” de Trotsky pertenece a la esfera de la fantasía.
Con el gobierno de Stalin las víctimas propiciatorias eran esenciales, y Trotsky un candidato ideal. Cuando Trotsky fue asesinado en México, en agosto de 1940, “Pravda” informó, con un retraso de tres días, que el “espía internacional” había sido muerto por uno de sus partidarios cercanos. Después, y durante décadas, no se supo más. Trotsky había sido Satán, y para preservar la continuidad, durante la “glásnost” continuó siendo hasta cierto punto un villano. Como dijo el patriarca en “Nathan el sabio” -la obra teatral escrita por Gotthold Lessing- después de escuchar todo tipo de pruebas que demostraban que Nathan era inocente: “No importa, el judío a la pira”. Cierto, la comparación entre Trotsky y el Nathan de Lessing, un hombre bueno y sabio, no es del todo satisfactoria. Pero sean cuales fueren los muchos pecados cometidos por Trotsky, nuestro sentido de equidad se rebela contra la tendencia a convertirlo en el villano principal en un grupo de santos encabezado por Lenin.
Volkogónov afirma de Trotsky que fue “el gran maestro de la intriga”, pero en la práctica Trotsky rara vez se comprometió en intrigas, y para eso no era eficiente; era un aficionado novato comparado con Stalin. Si hubiese sido un conspirador más astuto, Stalin no habría podido desplazarlo con una desenvoltura tan desdeñosa. Había una diferencia fundamental entre él y Stalin: Trotsky tenía una personalidad autoritaria pero carecía de la mentalidad de un déspota oriental; tampoco era un paranoico inclinado al asesinato en masa. Por tanto, equiparar el trotskismo con el estalinismo es injusto y poco fiel a la historia, y el intento de explicar la campaña de terror por las “provocaciones” de Trotsky pertenece a la esfera de la fantasía.
Con el gobierno de Stalin las víctimas propiciatorias eran esenciales, y Trotsky un candidato ideal. Cuando Trotsky fue asesinado en México, en agosto de 1940, “Pravda” informó, con un retraso de tres días, que el “espía internacional” había sido muerto por uno de sus partidarios cercanos. Después, y durante décadas, no se supo más. Trotsky había sido Satán, y para preservar la continuidad, durante la “glásnost” continuó siendo hasta cierto punto un villano. Como dijo el patriarca en “Nathan el sabio” -la obra teatral escrita por Gotthold Lessing- después de escuchar todo tipo de pruebas que demostraban que Nathan era inocente: “No importa, el judío a la pira”. Cierto, la comparación entre Trotsky y el Nathan de Lessing, un hombre bueno y sabio, no es del todo satisfactoria. Pero sean cuales fueren los muchos pecados cometidos por Trotsky, nuestro sentido de equidad se rebela contra la tendencia a convertirlo en el villano principal en un grupo de santos encabezado por Lenin.