27 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XCVII). Memorias de un secretario (6)

Jean van Heijenoort: Los trajines legales y artísticos en Coyoacán

Desde su llegada a México, Jean van Heijenoort se dedicó a revisar, clasificar y traducir los papeles de Trotsky con el fin de utilizarlos como pruebas ante la comisión Dewey. En buena medida, la defensa de Trotsky ante la “Comisión de Investigación de los cargos hechos contra León Trotsky en los Juicios de Moscú” resultó exitosa gracias a su trabajo. El informe final de la Comisión, tras probar la falsedad de las acusaciones, concluyó: “Por lo tanto decidimos que los Juicios de Moscú son un fraude. Por lo tanto decidimos que Trotsky y Sedov son inocentes”. Luego de este suceso, se convirtió en el hombre de mayor confianza de Trotsky. En pocos meses logró construir una sólida red de relaciones con la prensa, con el mundo político y con gran cantidad de personalidades mexicanas. También jugó un rol significativo en las relaciones y encuentros que Trotsky mantuvo con los pintores Diego Rivera, Frida Kahlo, José Clemente Orozco y André Breton. Con éste escribió el “Manifiesto por un arte revolucionario independiente”, una particular proclama que reivindicaba la libertad total en el arte surgida de un líder revolucionario y un referente surrealista aunados por su oposición común al nazismo y al estalinismo. Por otro lado, la llegada de Trotsky a México despertó una campaña de oposición a su derecho de asilo, la que fue comandada por el Partido Comunista Mexicano (PCM) y la Central de Trabajadores de México (CTM), ambos estalinistas. Cuando no lograron su propósito orquestaron una feroz campaña de calumnias. Los recuerdos de Jean van Heijenoort reflejan fielmente las vicisitudes que atravesó Trotsky en Coyoacán, y recrean detalladamente la atmósfera en la que vivía y trabajaba en esos años de exilio. Lo que sigue es la sexta parte de los fragmentos extraídos de “Con Trotsky en el exilio. De Prinkipo a Coyoacán”.

 
A comienzos de febrero pasamos con Hidalgo dos o tres semanas en la casa de campo de Bojórquez cerca de Cuernavaca. Era también un alto funcionario, amigo de Hidalgo. Las relaciones entre Trotsky y él eran corteses, pero nada más. Durante esa estadía en la residencia de Bojórquez fuimos a pasar el día a casa de Mújica, el secretario de Comunicaciones y Obras Públicas; de hecho, era el amigo y colaborador más cercano de Cárdenas. Un encuentro entre Trotsky y Cárdenas, jefe del Estado, era imposible, pero no así una reunión con Mújica, que de cierta manera se hizo en lugar de la reunión con Cárdenas. La conversación fue amistosa y animada. Se habló de México, sobre todo de sus problemas económicos y sociales, pero sin tocar temas políticos inmediatos. Los trotskistas norteamericanos habían organizado, para el 16 de febrero, un mitin en una gran sala de Nueva York, el Hipódromo. Trotsky debía hablar por teléfono desde México, en ruso y en inglés. Al final de la tarde estábamos, Trotsky, Natalia y yo, en una piecita del edificio de la compañía de teléfonos de México. Un micrófono había sido instalado en el medio de la pieza y un ingeniero había dado instrucciones a Trotsky sobre la forma de hablar. Nos quedamos allí varias horas. Por momentos, la comunicación con Nueva York parecía establecerse, pero luego inmediatamente se cortaba. Finalmente hubo que abandonar la idea.
En Nueva York, Max Shachtman sacó de su bolsillo el texto en inglés del discurso de Trotsky enviado como medida de precaución unos días antes y lo leyó al auditorio. Las comunicaciones telefónicas, evidentemente, no tenían en 1937 la calidad que tienen hoy en día. Pero estábamos, después de todo, en la central de teléfonos misma, rodeados de ingenieros. No hay en mi espíritu la menor duda de que la comunicación fue saboteada en alguna parte, ya sea por agentes rusos, o por las autoridades norteamericanas.
Desde el mes de febrero Trotsky había reclamado la formación de una comisión investigadora internacional para examinar las acusaciones lanzadas contra él y su hijo en los procesos de Moscú. El proyecto dio un gran paso adelante cuando John Dewey, el filósofo norteamericano, aceptó formar parte de esa comisión e incluso ser su presidente. Además de seis norteamericanos, la comisión comprendía un francés (Alfred Rosmer), dos alemanes (OttoRühle y Wendelin Thomas), un italiano (Cario Tresca) y un mexicano (Francisco Zamora). Suzanne La Follette fue extremadamente activa y diligente como secretaria de la comisión. Una subcomisión vino a México a oír la declaración de Trotsky y a interrogarlo. Las audiencias de esta subcomisión se realizaron del 10 al 17 de abril en el salón de la casa de avenida Londres, arreglado para la ocasión. Había unos cuarenta asientos para los periodistas y el público y todo eso planteaba grandes problemas de seguridad.


Las audiencias de la subcomisión significaron, para quienes estaban alrededor de Trotsky, largas jornadas de trabajo. Legajos que habían pasado por Alma Ata y Prinkipo fueron abiertos por primera vez desde la partida de Moscú. Había que leer todo para encontrar, aquí y allá, un documento útil. Docenas de declaraciones, reunidas a través del mundo, concernían a los puntos del proceso cuya falsedad se podía demostrar. A menudo había que obtener declaraciones de personas que habían sido siempre, o se habían vuelto adversarios políticos de Trotsky; había que traducirlas, hacerlas comprensibles al público y en particular a los miembros de la comisión. Había que aclarar, explicar, coordinar innumerables puntos de detalle. Inútil decir que no hubo, en todo este trabajo, ninguna adulteración, ningún disimulo, ni el menor dedazo a la balanza.
Fueron semanas de actividad febril en la casa de Coyoacán. Cada mañana, toda la gente de la casa se reunía en el estudio de Trotsky, donde se repartían las tareas. Se sentía revivir en Trotsky al organizador que había sido en los años de la revolución. Hacia el final de los trabajos, durante un alto en la sesión, Trotsky y Dewey se encontraban en el patio. “Si todos los marxistas fueran como usted, señor Trotsky, yo sería marxista” dijo Dewey. A lo que retrucó Trotsky: “Si todos los liberales fueran como usted, señor Dewey, yo sería liberal”. La vivacidad del intercambio fue notable, pero no podía dejar de encubrir cierta dosis de diplomacia. Trotsky tenía en ese momento respeto por el empuje y la fuerza del carácter de Dewey. Pero cuando unos meses más tarde, luego de oír por la radio el veredicto de la comisión de investigación, Dewey agregó algunas palabras personales sobre el bolcheviquismo, Trotsky se puso furioso.
A fines de septiembre llegó un nuevo norteamericano, Joseph Hansen. Al día siguiente, o quizás el día mismo de su llegada, teníamos que ir de visita a casa de la familia Fernández, que vivía en un suburbio de México. Era una familia mexicana cuyos tres hijos eran miembros del grupo trotskista mexicano. Todos los miembros de la familia tenían mucho afecto a Trotsky y a Natalia. A Trotsky le gustaba estar con ellos. Al día siguiente de esa visita, fue necesario que volviéramos a casa de Fernández. Dos visitas en dos días, era más bien extraordinario, pero en fin eso fue lo que sucedió. Joe, de hecho, se convirtió, de todos los norteamericanos que vinieron a vivir a Coyoacán, en el que mejor se entendió con Trotsky y por el que Trotsky tuvo más estima.
La casa de la avenida Londres, con su patio, sus jardines y sus dependencias, formaba un rectángulo exacto. Dos de los lados de ese rectángulo se encontraban sobre dos calles paralelas, avenida Londres y avenida Berlín. Un tercer lado se encontraba sobre una calle perpendicular a las mencionadas, la calle Allende. Las ventanas que daban a esas calles habían sido clausuradas; las habían obturado con grandes bloques de adobe mexicano. En cuanto al cuarto lado, colindaba con otra propiedad. A lo largo de todo ese costado había un muro bastante alto. Pero eso era más bien un inconveniente porque no podíamos observar lo que pasaba del otro lado de ese muro, por lo demás bastante cercano al dormitorio de Trotsky y Natalia. Ése era un motivo constante de inquietud para Diego Rivera y para mí.
La inquietud de Trotsky se inclinaba hacia otra dirección. A fin de 1937, la campaña de injurias y de amenazas que los estalinistas mexicanos habían organizado contra él se hacía cada vez más virulenta. Trotsky temía un ataque contra la casa, de frente, por la esquina de la avenida Londres y la calle Allende, llevado a cabo por cientos de asaltantes. El ataque se disfrazaría de manifestación política y terminaría en un atentado contra él. Un día, me presentó su plan. Había que dejar permanentemente una escala apoyada contra el muro, en el extremo derecho del segundo patio, sobre la avenida Berlín. En aquella época esa calle no era más que un prado. Por la noche, estaba mal iluminada o, quizás, ni siquiera iluminada. No se veía, desde afuera, que nuestra casa se extendía hasta allí. En caso de ataque, Trotsky apoyaría esa escala contra el muro, saldría solo y sin que lo vieran, e iría rápidamente a pie a refugiarse a pocas cuadras en la casa de una joven mexicana que conocíamos.
Algunos indicios de idas y venidas hicieron que Diego Rivera y yo viéramos como cada vez más sospechosa la casa de al lado. Rivera, dando prueba de una gran generosidad, decidió comprarla, pero las formalidades iban a durar algunas semanas. Esas semanas eran peligrosas, pues si realmente había en preparación un atentado, los agentes iban a apresurarse a ejecutarlo antes de que se les escapara la casa de las manos. Finalmente nos quedamos con el siguiente plan: hasta que no nos entregaran la casa vecina, Trotsky iría a vivir a casa de Antonio Hidalgo, en las Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más hermosos de México. Haríamos, además, todo lo posible por disimular la ausencia de Trotsky de la casa de Coyoacán.


El 13 de febrero de 1938 llegamos a la casa de Hidalgo que era muy confortable. Hidalgo y su mujer llenaban de atenciones a Trotsky. En Coyoacán, Natalia había puesto en la cama algunas almohadas que simulaban el cuerpo de Trotsky; Alexandra Sokolóvskaya había recurrido a la misma astucia treinta y cinco años antes, cuando Trotsky había huido de Siberia. Las criadas eran mantenidas lejos de la habitación y Natalia iba de tanto en tanto a buscar té a la cocina para un Trotsky presuntamente enfermo. En casa de Hidalgo, Trotsky leía y escribía. El contacto entre Coyoacán y Chapultepec se hacía ya a través de Hidalgo o de mí.
Esa era nuestra vida cuando nos llegó la noticia de la muerte de Liova, el 16 de febrero. Con la diferencia horaria, la noticia llegó a Coyoacán cuando terminaba el almuerzo. Creo que fue el representante de una de las grandes agencias de prensa norteamericanas quien nos la dio por teléfono. Joe Hansen y Rae Spiegel estaban conmigo en la casa. Decidimos no decir nada a Natalia, no dejarle ver los diarios de la tarde y no dejar que atendiera el teléfono. Partí a buscar a Rivera a su casa de San Ángel y fuimos a Chapultepec. Cuando entramos a la pieza en la que estaba Trotsky, Rivera se adelantó y le anunció la noticia. Trotsky, con el rostro endurecido, preguntó. “¿Natalia lo sabe?”. “No”, dijo Rivera. Trotsky replicó: “Yo mismo se lo diré”. En Coyoacán se encerró inmediatamente con Natalia en su habitación. De nuevo fue la reclusión que yo había conocido en Prinkipo, cuando la muerte de Zina. Por la puerta ligeramente entreabierta les pasábamos té.
El 18, a la una de la tarde, Trotsky me entregó unas hojas, escritas con su letra en ruso, que me pidió hiciera pasar a máquina, traducir y distribuir a los periodistas. En esas líneas reclamaba una investigación sobre las circunstancias de la muerte de su hijo. Cuando días después de su reclusión Trotsky volvió a su despacho, se puso a escribir el folleto bien conocido sobre León Sedov. Poco antes de irse a la casa de Hidalgo, había terminado el manuscrito de su largo artículo, “Su moral y la nuestra”, y le había puesto la fecha, 10 de febrero. Cambió esa fecha al 16 y le agregó una postdata. Liova había dejado, al morir, gran cantidad de papeles en su departamento de la calle Lacretelle. A Trotsky los papeles le correspondían por todos los derechos, escritos o morales. La policía francesa, pensaba, sólo buscaba la ocasión de poder meter la nariz en esos papeles; la GPU también, por otro lado.
Fue en esa época cuando supimos que André Breton iba a venir a México a dar unas conferencias, enviado por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Trotsky me pidió que le procurara libros de Breton; no había leído nada suyo. Como el tiempo urgía, decidí hacerlos traer de Nueva York, en lugar de pedirlos a París. A fin de abril llegaron el “Manifiesto del surrealismo”, “Nadja”, “Los vasos comunicantes” y una o dos obras más. Abrí las páginas de los que estaban nuevos y se los llevé a Trotsky. Los apiló lejos, en una esquina de su escritorio, donde quedaron algunas semanas. Tengo la impresión de que los hojeó, pero que no los leyó ciertamente de punta a punta.
Cuando Breton llegó a México, en la segunda mitad de abril, lo fui a ver. Almorzamos en un restaurante mexicano tradicional. Breton parecía muy contento de estar en México, todo lo maravillaba. Conmigo se mostraba muy afectuoso. El 29 de abril de 1938, yo escribí a Pierre Naville: “Breton está aquí desde hace algún tiempo, maravillado por el país, por las pinturas de Diego y por todo lo que hay de magnífico en este país. La contraparte es que asiste a banquetes en recepciones oficiales, qué está asediado por una enorme multitud de personas”. Unos días después, es decir en los primeros días de mayo, fui a buscar a México a Bretón para llevarlo a Coyoacán. El propio Breton ha descrito ese primer encuentro con Trotsky y Natalia. Se habló del trabajo de la comisión investigadora sobre los procesos de Moscú en París, de la actitud de Gide, de la de Malraux. Se intercambiaron noticias, pero no se abordaron temas importantes. La segunda entrevista tuvo lugar el 20 de mayo.


Apenas nos habíamos instalado en el estudio de Trotsky, él se lanzó bastante rápidamente, y sin mayores miramientos, como si se hubiera preparado, en una defensa de Zola. Pretendía considerar al surrealismo como una reacción ante el realismo, en el sentido estrecho y específico de la concepción que había tenido Zola de la literatura. Dijo: “Cuando leo a Zola, descubro cosas nuevas que no conocía, penetro en una realidad más vasta. Lo fantástico, es lo desconocido”. Breton, bastante sorprendido, se puso tenso. Erguido, apoyado en el respaldo de su silla, dijo: “Sí, sí, sí, estoy perfectamente de acuerdo, hay poesía en Zola”. Trotsky continuó: “Usted invoca a Freud pero, ¿no es para una tarea contraria? Freud hace surgir al inconsciente en lo consciente. ¿No quiere usted ahogar lo consciente por el inconsciente?”. Breton respondió: “No, no, evidentemente que no”. Luego hizo la inevitable pregunta: “¿Freud es compatible con Marx?”. Trotsky respondió: “¡Oh! usted sabe… Esas son cuestiones que Marx no había estudiado. Para Freud, la sociedad es un absoluto, excepto quizás en ‘El porvenir de una ilusión’; ella asume la forma abstracta de la coacción. Hay que penetrar en el análisis de esa sociedad”.
La reunión se distendió. Se habló de las relaciones entre el arte y la política. Trotsky emitió la idea de crear una federación internacional de artistas y escritores revolucionarios, que contra balancearía las organizaciones estalinistas. Estaba claro: él tenía un plan en la cabeza desde que se había anunciado la venida de Breton a México. Se empezó a hablar de un manifiesto, Breton declaró estar de acuerdo para presentar el proyecto. Luego, los encuentros ya no fueron en el despacho de Trotsky sino excursiones en común, picnics en el campo mexicano.
El viaje de Breton a México había provocado reacciones de odio por parte de los estalinistas. Breton mismo habla de las maquinaciones dirigidas contra él en su discurso del 11 de noviembre de 1938. Su primera conferencia debía tener lugar en el Palacio de Bellas Artes. Trotsky estaba inquieto; pensaba que un grupo de estalinistas mexicanos podía perfectamente sabotearla. Me pidió que organizara un servicio de orden discreto. Me puse de acuerdo con los miembros del grupo trotskista mexicano para que, sin hacerse notar, se situaran en lugares estratégicos. No ocurrió nada enojoso. Pero el hecho de que Trotsky no hubiera vacilado en apelar a los miembros de un grupo político para asegurar la protección de una conferencia literaria de Breton, muestra toda su buena voluntad hacia él.
Poco después Trotsky comenzó a apurar a Breton para que le presentara el proyecto de manifiesto. Breton, con el aliento encendido de Trotsky en la nuca, se sentía paralizado y no podía escribir. Se creó así una situación en la que Trotsky venía a desempeñar el papel de maestro de escuela ante un Breton alumno recalcitrante que no había hecho su tarea. Breton estaba acongojado. La situación se arrastraba, y él se sentía completamente paralizado.
En junio tuvo lugar un viaje a Guadalajara. Diego Rivera estaba allí, pintando, y nosotros debíamos ir a encontrarnos con él. Llegamos y descendimos en un hotel.  Una vez que estuvimos instalados, lo primero que Trotsky me pidió fue que arreglara una entrevista con Orozco, quien entonces vivía en Guadalajara. Rivera y Orozco eran en esa época los pintores más célebres de México. No eran enemigos; no obstante, por su carácter, sus gustos, su modo de vida, el estilo de pintura, se situaban en dos polos opuestos. Orozco era un introvertido atormentado mientras que Rivera era un extrovertido jovial. El hecho mismo de ser los dos más grandes pintores del país no podía sino crear entre ellos una especie de rivalidad, tenían entre sí pocas relaciones personales, o ninguna. Lo que Trotsky me pedía tenía un sentido bien claro: quería establecer cierta distancia respecto del grupo Rivera-Breton. Fui entonces a ver a Orozco, quien me recibió en su estudio y arreglé la cita. Lo vimos al día siguiente o a los dos días. La conversación fue agradable, pero no tuvo la vivacidad ni la calidez que tenían frecuentemente los encuentros entre Trotsky y Rivera.
A principio de julio se decidió ir a pasar unos días a Pátzcuaro, en el Estado de Michoacán. La pequeña ciudad de Pátzcuaro era entonces apacible y encantadora. Al deambular por sus calles de piedra y por sus plazas silenciosas, uno se creería en el siglo XVII. El hotel que elegimos era en realidad una gran casa antigua con una decena de habitaciones y un jardín cubierto de flores. Después de las excursiones del día, por la noche había pláticas sobre arte y política. Se habló incluso de publicar esas conversaciones con el título “Las charlas de Pátzcuaro”, firmadas por Bretón, Rivera y Trotsky. En la primera velada fue sobre todo Trotsky el que habló. La tesis que desarrolló era que en la futura sociedad comunista el arte se disolvería en la vida. No habría más danza, ni bailarines, ni bailarinas, sino que todos los seres se desplazarían de una manera armoniosa. La discusión fue remitida a la siguiente velada y Trotsky se retiró bastante temprano, según su costumbre.
No hubo segunda sesión. Breton se enfermó. Tuvo fiebre y se le produjo una crisis de afasia. El 10 de julio Trotsky recibió la visita de un grupo de maestros de los alrededores. Se habían enterado que él estaba allí y habían venido a conversar. Se habló de las tareas y de los problemas del maestro rural. Trotsky comparó México con Rusia. Al final de esa conversación escribió a lápiz una nota breve en ruso sobre ese tema. La traduje al español y el texto fue enviado a los visitantes, que la publicarían en un pequeño periódico, “Vida”, órgano de los maestros de Michoacán.