Esteban Volkov: La fatídica tarde del 20 de
agosto de 1940 en Coyoacán
Esteban Volkov (1926) es nieto de León Trotsky
por parte de su madre. Nacido en Moscú, Vsevolod (tal su verdadero nombre)
padeció en su infancia la persecución estalinista. Su padre fue fusilado y su
madre se exilió en Berlín, donde deprimida y enferma de tuberculosis pulmonar,
terminó por suicidarse. Con ella había llevado a su hijo y a Lew Sedow, hijo de
Trotsky de su segundo matrimonio. Fue él quien llevó a Vsevolod a Viena y, tras
el ascenso del nazismo, se radicaron en París donde Lew moriría en extrañas
circunstancias. Trotsky, ya exiliado en México, le pidió a una familia amiga,
los Rosmer, que le llevaran a su nieto. Allí llegó en agosto de 1939 y, a
instancias del apoderado legal de Trotsky, se rebautizó Esteban, nombre que le
sonaba parecido a Seva, su sobrenombre en Rusia. Más adelante estudiaría
Ingeniería Química, especializándose en la síntesis de hormonas en la industria
farmacéutica mexicana. Después trabajar en uno de los laboratorios más
importantes de México, fundó un negocio propio de reciclaje y recuperación de
materiales químicos. Desde 1989 se dedicó a construir el Museo Casa León
Trotsky, ubicado en el lugar donde asesinaron a su abuelo. Escribió el ensayo
“La URSS de Gorbachov. ¿Ha muerto el estalinismo?” y numerosos artículos, entre
ellos “El asesinato de León Trotsky” (1999), el cual se reproduce a
continuación seguido de las “Palabras Preliminares” que en marzo de 2012 se
utilizaron como introito a la publicación de “Stalin el gran organizador de
derrotas” por el Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones León
Trotsky (CEIP). Ambos pueden leerse en la página web “ceip.org.ar”.
Han pasado
cincuenta y nueve años desde esa tarde caliente del 20 de agosto de 1940 en una
vieja casa rodeada por árboles frondosos y cactus en un suburbio pacífico de
Coyoacán, en la capital de México. Lev Davidovich Bronstein, mejor conocido
como León Trotsky, marxista revolucionario y, junto a Lenin, uno de los líderes
más descollantes de la revolución de 1905 y la revolución de Octubre en Rusia,
cayó víctima de un asesinato expresamente ordenado por José Stalin. En esa
tarde del 20 de agosto, un asesino profesional de la siniestra GPU o NKVD, la
cual la mera mención de sus iniciales hacía temblar a cualquier ciudadano
soviético, llevó a cabo un plan pérfido y traicionero que había sido
cuidadosamente desarrollado. Bajo el pretexto de corregir un artículo, el
asesino logró acceder al estudio del creador del Ejército Rojo. Cuando los dos
hombres estuvieron solos, el asesino lo atacó por la espalda, blandiendo un
picahielo de acero afilado con un mango corto, utilizado por los montañistas. En
unos segundos, fue destruido el cerebro de uno de los luchadores más brillantes
por la causa del socialismo.
Con el asesinato de León Trotsky -ese enemigo implacable de la burocracia que había usurpado el poder de las manos del proletariado revolucionario- se completó el exterminio contrarrevolucionario llevado a cabo por Stalin de una larga lista de líderes y participantes de la revolución de Octubre. Así, Stalin fue confirmado como el enterrador de la revolución bolchevique, un título que su víctima ya le había concedido mucho antes.
A mí me parece como si aquella tarde sangrienta y trágica del 20 de agosto hubiese ocurrido ayer. Yo era un joven de catorce años, Vsevolod (Seva) Esteban Volkov, nieto de Trotsky por parte de mi madre. Había llegado a México sólo un año antes después de un período viviendo con los Rosmers, esos amigos íntimos de Natalia y Lev Davidovich. Me dieron una habitación al lado de la de mis abuelos, y ya había probado el sabor de la pólvora y el calor de una bala rozando mi pie derecho durante el primer ataque contra la familia, llevado a cabo por el pintor estalinista Alfaro Siqueiros y sus pistoleros en las primeras horas del 24 de mayo de 1940.
Casi tres meses después, estaba volviendo alegremente a casa desde la escuela, caminando por la calle Viena, al final de la cual se encontraba la vieja casa. De repente, noté algo raro a la distancia: un automóvil evidentemente mal estacionado se conducía irregularmente por la polvorienta calle y varios policías de uniforme azul marino y boinas militares parecían estar parados en la entrada de la casa. Semejante perturbación era algo inusual. Una afilada punzada de angustia me cruzó el pecho cuando tuve un presentimiento de que algo horrible había pasado en la casa y que esta vez no íbamos a tener tanta suerte.
Instintivamente aceleré mi paso, atravesando rápidamente la verja que estaba abierta, corriendo hacia el jardín, donde tropecé con un camarada norteamericano, Harold Robbins, uno de los secretarios y guardaespaldas de mi abuelo. Estaba muy agitado, con un revólver en su mano, y sólo pudo gritarme con una voz desesperada: “¡Jackson! Jackson!”. En ese instante no pude entender el significado de su apresurada exclamación. ¿Qué tenía que ver con lo que estaba ocurriendo el marido o novio de la trotskista norteamericana Sylvia Ageloff y amigo de los Rosmers y los guardias? Pero mientras atravesaba el jardín hacia la casa, me crucé con un hombre con su cara cubierta en sangre a quien no reconocí inmediatamente, retirado por dos policías. El hombre quien yo supuse debía ser el Jackson al que se refería Harold, estaba haciendo mucho ruido, quejándose y sollozando, lo que se transformaba en una especie de aullido. Este hombre era realmente desagradable.
Cuando entré a la biblioteca y miré por la puerta entreabierta del comedor, entendí inmediatamente la magnitud de la tragedia. Mi abuelo yacía en el suelo con una herida en la cabeza, en un charco de sangre, con Natalia y un grupo de camaradas a su alrededor, aplicando hielo a la herida para cortar el flujo de sangre. Entonces Jackson, el marido generoso y atento de la camarada trotskista Sylvia Ageloff, el hombre que llevó a los Rosmers en su automóvil a Veracruz cuando regresaron a Europa y que entretuvo a algunos de los guardias en buenos restaurantes del centro de la Ciudad de México, el hombre que mostraba una indiferencia total hacia la política y que alegaba tener una madre belga adinerada que siempre cuidaba de su bienestar material, y un jefe en otro país que le pagaba jugosas comisiones por sus tratos comerciales, no era más que un agente vulgar de la siniestra GPU que se había introducido en la vida del líder revolucionario.
Con el asesinato de León Trotsky -ese enemigo implacable de la burocracia que había usurpado el poder de las manos del proletariado revolucionario- se completó el exterminio contrarrevolucionario llevado a cabo por Stalin de una larga lista de líderes y participantes de la revolución de Octubre. Así, Stalin fue confirmado como el enterrador de la revolución bolchevique, un título que su víctima ya le había concedido mucho antes.
A mí me parece como si aquella tarde sangrienta y trágica del 20 de agosto hubiese ocurrido ayer. Yo era un joven de catorce años, Vsevolod (Seva) Esteban Volkov, nieto de Trotsky por parte de mi madre. Había llegado a México sólo un año antes después de un período viviendo con los Rosmers, esos amigos íntimos de Natalia y Lev Davidovich. Me dieron una habitación al lado de la de mis abuelos, y ya había probado el sabor de la pólvora y el calor de una bala rozando mi pie derecho durante el primer ataque contra la familia, llevado a cabo por el pintor estalinista Alfaro Siqueiros y sus pistoleros en las primeras horas del 24 de mayo de 1940.
Casi tres meses después, estaba volviendo alegremente a casa desde la escuela, caminando por la calle Viena, al final de la cual se encontraba la vieja casa. De repente, noté algo raro a la distancia: un automóvil evidentemente mal estacionado se conducía irregularmente por la polvorienta calle y varios policías de uniforme azul marino y boinas militares parecían estar parados en la entrada de la casa. Semejante perturbación era algo inusual. Una afilada punzada de angustia me cruzó el pecho cuando tuve un presentimiento de que algo horrible había pasado en la casa y que esta vez no íbamos a tener tanta suerte.
Instintivamente aceleré mi paso, atravesando rápidamente la verja que estaba abierta, corriendo hacia el jardín, donde tropecé con un camarada norteamericano, Harold Robbins, uno de los secretarios y guardaespaldas de mi abuelo. Estaba muy agitado, con un revólver en su mano, y sólo pudo gritarme con una voz desesperada: “¡Jackson! Jackson!”. En ese instante no pude entender el significado de su apresurada exclamación. ¿Qué tenía que ver con lo que estaba ocurriendo el marido o novio de la trotskista norteamericana Sylvia Ageloff y amigo de los Rosmers y los guardias? Pero mientras atravesaba el jardín hacia la casa, me crucé con un hombre con su cara cubierta en sangre a quien no reconocí inmediatamente, retirado por dos policías. El hombre quien yo supuse debía ser el Jackson al que se refería Harold, estaba haciendo mucho ruido, quejándose y sollozando, lo que se transformaba en una especie de aullido. Este hombre era realmente desagradable.
Cuando entré a la biblioteca y miré por la puerta entreabierta del comedor, entendí inmediatamente la magnitud de la tragedia. Mi abuelo yacía en el suelo con una herida en la cabeza, en un charco de sangre, con Natalia y un grupo de camaradas a su alrededor, aplicando hielo a la herida para cortar el flujo de sangre. Entonces Jackson, el marido generoso y atento de la camarada trotskista Sylvia Ageloff, el hombre que llevó a los Rosmers en su automóvil a Veracruz cuando regresaron a Europa y que entretuvo a algunos de los guardias en buenos restaurantes del centro de la Ciudad de México, el hombre que mostraba una indiferencia total hacia la política y que alegaba tener una madre belga adinerada que siempre cuidaba de su bienestar material, y un jefe en otro país que le pagaba jugosas comisiones por sus tratos comerciales, no era más que un agente vulgar de la siniestra GPU que se había introducido en la vida del líder revolucionario.
Él pertenecía a ese ejército de asesinos y torturadores que ejercían su reino de terror sobre el pueblo ruso. Eran las tropas de choque de la contrarrevolución, el pilar principal de la dictadura de Stalin y su burocracia. Disponían de recursos ilimitados derivados de la riqueza extraída de la clase obrera soviética por la burocracia. Eran la élite de la élite y los favoritos mimados del dictador. “¡Mi madre está en sus manos! ¡Ellos me obligaron a hacerlo!”, dijo Jackson bruscamente entre lloriqueos y quejas, mientras los guardaespaldas, alertados por los primeros gritos ensordecedores del “Viejo”, corrieron a la escena del crimen y se abalanzaron y golpearon al asesino. “¡Jackson!” dijo Lev Davidovich, mientras se aferraba al marco de la puerta de su oficina, cubierto en sangre y señalando el agresor a Natalia, quien llegó corriendo. Era como si estuviera intentando decir: aquí está el ataque de Stalin que estábamos esperando. Con gestos dificultosos, intentó señalar el estudio. “¡No lo maten, él debe hablar!” logró decir mientras yacía en el suelo del comedor a aquellos que lo rodeaban. Y tenía razón. Ésta era la mejor manera de echar luz sobre el carácter del crimen. Ahora ya no hay ningún secreto. La conspiración procedió por etapas: Stalin, Beria, Leonid Eitingon, su amante Caridad Mercader y su hijo, el catalán Ramón Mercader (alias Jackson) eran las personas que asesinaron al fundador del Ejército Rojo y el camarada de armas de Lenin.
“¡Nos han dado otro día de vida, Natasha!” solía exclamar alegremente Lev Davidovich a su compañera inseparable Natalia Sedova todas las mañanas, cuando la luz del día se introducía por la oscurecida alcoba, el mismo lugar donde habían escapado milagrosamente con sus vidas en la noche del 24 de mayo, cuando la casa fue ametrallada por Siqueiros y otros veinte atacantes. ¡Pero la tregua fue breve! “Morir no es un problema cuando un hombre ha cumplido su misión histórica”, le dijo Trotsky una vez a un grupo de camaradas jóvenes.
León Trotsky no era la clase de hombre que muere apaciblemente envejeciendo en su cama. Cayó en la primera línea de la lucha por el verdadero socialismo, el socialismo que fue concebido por Marx, Engels, Lenin y el propio Trotsky. Ésta es la manera en la que los héroes de la revolución proletaria dan sus vidas, con una bandera roja en una mano y un rifle de combate en la otra. Él dejó esta vida con la serenidad inmutable del que ha cumplido con su deber y ha logrado su misión histórica.
Codo a codo con Lenin, le aportó una base ideológica marxista tanto a la revolución derrotada de 1905 y la revolución victoriosa de octubre de 1917. En esta última, la intervención de Trotsky fue decisiva. Para remover cualquier duda o remanente de la falsificación estalinista, reproducimos los comentarios del experto militar suizo, Comandante E. Léderray: “El Ejército Rojo, creado y dirigido por León Trotsky, fue un factor clave en el triunfo de la revolución bolchevique”. En dos ocasiones fue elegido presidente del Soviet de Petrogrado, en 1905 y 1917. También fue nombrado Ministro de Asuntos Extranjeros del Estado soviético. Pero las páginas que se grabarán para siempre en los anales de historia serán el último período de su vida: la lucha indomable y heroica que emprendió hasta su muerte, junto con un grupo pequeño de camaradas, contra una de las dictaduras más sanguinarias y bestiales conocidas por la humanidad, que se levantó sobre la usurpación y la traición de la primera revolución socialista en el mundo.
Inicialmente, desde 1923, Trotsky emprendió la lucha dentro del Partido Comunista de la Unión Soviética por medio de la Oposición de Izquierda, en un esfuerzo por re-dirigir al Partido del camino de la degeneración burocrática y el abandono del marxismo-leninismo, volviendo a las tradiciones de la revolución proletaria y de Octubre. Pero los ardientes discursos y declaraciones del organizador del Ejército Rojo cayeron en oídos sordos. El Partido ya había sido infiltrado completamente por las criaturas de Stalin. El humor prevaleciente era el carrerismo y la persecución de ambiciones personales, o el miedo hacia el dictador naciente.
En 1927, Trotsky fue expulsado del Partido y deportado a Alma Ata. La Oposición de Izquierda prácticamente dejó de funcionar. En 1929 fue expulsado de Rusia. Empezando por Turquía, comenzó su largo viaje a través de lo que él mismo llamó el “planeta sin visado”. Después fue a Francia, Noruega, y finalmente México. Él era totalmente consciente de que sus días estaban contados. Desde el comienzo de su exilio, acompañado por su esposa Natalia y su hijo León Sedov, y con la ayuda de colaboradores fieles, Trotsky utilizó cada minuto de su existencia para mantener encendido el faro del pensamiento marxista revolucionario y denunciar ante la opinión pública internacional y las masas trabajadoras todos los crímenes y traiciones del estalinismo.
Después de la derrota terrible de la clase obrera alemana y el triunfo del fascismo y el ascenso de Hitler al poder como resultado de las capitulaciones, traiciones y errores del Partido Comunista alemán y la Tercera Internacional estalinizada, que Trotsky caracterizó como un “cadáver descompuesto”, concluyó que el esfuerzo por regenerarla era una causa perdida, y desde ese momento se dedicó a lo que consideró que era la tarea más importante de su vida: la creación de una nueva vanguardia revolucionaria en la forma de la IV Internacional, la cual logró fundar sólo dos años antes de su asesinato por Stalin.
Marx y Engels llevaron a cabo un estudio exhaustivo y magistral de la sociedad capitalista que Lenin desarrolló en su análisis sobre la fase imperialista del capitalismo. Trotsky también, siguiendo el método marxista, hizo un análisis magistral del período de transición que sigue al derrocamiento del capitalismo. Él explicó cómo el estalinismo surgió como contrarrevolución política, en la forma de un bonapartismo burocrático en el Unión Soviética. Sus análisis y definiciones en “La revolución traicionada” -un trabajo escrito hace más de sesenta años- son sumamente rigurosos y totalmente válidos hoy. Aquí tenemos una descripción de una sociedad en transición -ni capitalismo ni socialismo- bajo la dominación de una casta de usurpadores burocráticos.
Semejante formación social no tenía ningún papel funcional en la producción ni podría tener alguna significación permanente, y así, por sí misma, no se elevó a la categoría de una clase en el sentido marxista de la palabra. Sólo podía mantenerse en el poder por medio de la falsificación de la historia y a través del terror. El resultado final era la restauración del capitalismo en Rusia. Trotsky abogó urgentemente por una revolución política en Rusia, en la que la clase obrera reconquistara el poder que le había usurpado la burocracia, salvando todo lo que sobreviviera de las conquistas de Octubre, y reconstruyendo la base para el socialismo genuino basado en la democracia obrera con soviets genuinos, la abolición del gobierno unipartidista y la introducción del control democrático y la dirección de la economía planificada por parte de los trabajadores.
Hasta el
momento esto no se ha llevado a cabo, como resultado de la inercia política de
la clase obrera rusa después de setenta años de sofocante dictadura
burocrática. Según el historiador Volkogonov, la publicación de “La revolución traicionada”
en 1936 (fue traducida inmediatamente al ruso para Stalin) llevó a una aceleración
de los planes para asesinar a Trotsky desde diciembre de ese año. Volkogonov -quien
tuvo acceso a los archivos de la KGB- afirma que Stalin siempre tuvo miedo de
Trotsky. De manera que la publicación de su biografía de Stalin, que estaba en
preparación en 1939-40, no pudo haber hecho mucho para calmar la furia asesina
del amo del Kremlin. Contrariamente a lo que uno pudiera pensar, Trotsky
escribió este libro sin mucho entusiasmo, producto de la necesidad económica, a
pedido de un editor norteamericano, dejando a un lado una biografía de Lenin,
un trabajo que le interesaba mucho más.
La contribución de Trotsky al arsenal del movimiento obrero es inmensa: teoría marxista, polémicas, trabajos históricos, autobiografía, para nombrar sólo las principales. El profesor inglés Sinclair ha publicado un índice bibliográfico de más de cuatrocientas páginas que contiene sólo la lista de los títulos recogidos por él. Como lo expresó Ernest Mandel: “Trotsky pasará a la historia como el estratega más importante del movimiento socialista”.
En su lucha tenaz e ininterrumpida contra la dictadura burocrática estalinista, que lo convirtió en el revolucionario más calumniado y perseguido del mundo, hay una cosa que resalta por su importancia histórica: el contra-proceso que organizó en respuesta a las purgas de Stalin. Después de su breve período de destierro en Escandinavia, que se convirtió en seis meses de silencio forzado y arresto domiciliario impuesto por el gobierno “socialista” de Noruega a insistencia de Stalin, Trotsky finalmente se dirigió a México. Habiéndole sido concedido el asilo por parte del presidente mexicano, el General Lázaro Cárdenas, inmediatamente después de su llegada en enero de 1937, Trotsky se puso a trabajar. Ahora tenía libertad completa para preparar su defensa, y también la de su hijo, León Sedov y todos los otros revolucionarios falsamente acusados en la farsa sangrienta de los Juicios de Moscú. Por estos medios, Stalin y su pandilla del Kremlin buscaban encontrar una coartada legal para justificar el exterminio de todos aquellos que podían dar un testimonio viviente de las tradiciones de Octubre.
A sugerencia de Trotsky, se formó una comisión investigadora presidida por el célebre filósofo y educacionista norteamericano John Dewey, y compuesta por personas de una integridad absoluta, sin conexión con el acusado. Trotsky anunció su disposición de entregarse a los verdugos de la GPU si se probara así fuera uno de los cargos. Su objetivo al organizar este contra-proceso no era sólo salvar su honor y reputación como revolucionario y denunciar antes la humanidad y ante la historia los crímenes del estalinismo, sino también dificultarle a Stalin y la burocracia llevar a cometer más juicios y exterminios. Después de trece días de agotadoras sesiones, con la presentación de dieciocho imputaciones y respuestas firmes, la comisión entregó un veredicto de “No culpable”, y caracterizó a los Juicios de Moscú como la falsificación más monstruosa de toda la historia.
La brillante carrera revolucionaria de León Trotsky -preparando la revolución y llevándola a cabo, defendiéndola después contra sus enemigos y usurpadores- se basó en todo momento en el marxismo y proporciona una prueba irrefutable de su vitalidad y veracidad hasta el día de hoy. La precisión de su análisis fue luego subrayada por el derrumbamiento de los regímenes estalinistas y neo-estalinistas que Trotsky predijo con una confianza inconmovible hasta el final. Su vida heroica sigue siendo una fuente de inspiración y un gran ejemplo para todos los revolucionarios.
La contribución de Trotsky al arsenal del movimiento obrero es inmensa: teoría marxista, polémicas, trabajos históricos, autobiografía, para nombrar sólo las principales. El profesor inglés Sinclair ha publicado un índice bibliográfico de más de cuatrocientas páginas que contiene sólo la lista de los títulos recogidos por él. Como lo expresó Ernest Mandel: “Trotsky pasará a la historia como el estratega más importante del movimiento socialista”.
En su lucha tenaz e ininterrumpida contra la dictadura burocrática estalinista, que lo convirtió en el revolucionario más calumniado y perseguido del mundo, hay una cosa que resalta por su importancia histórica: el contra-proceso que organizó en respuesta a las purgas de Stalin. Después de su breve período de destierro en Escandinavia, que se convirtió en seis meses de silencio forzado y arresto domiciliario impuesto por el gobierno “socialista” de Noruega a insistencia de Stalin, Trotsky finalmente se dirigió a México. Habiéndole sido concedido el asilo por parte del presidente mexicano, el General Lázaro Cárdenas, inmediatamente después de su llegada en enero de 1937, Trotsky se puso a trabajar. Ahora tenía libertad completa para preparar su defensa, y también la de su hijo, León Sedov y todos los otros revolucionarios falsamente acusados en la farsa sangrienta de los Juicios de Moscú. Por estos medios, Stalin y su pandilla del Kremlin buscaban encontrar una coartada legal para justificar el exterminio de todos aquellos que podían dar un testimonio viviente de las tradiciones de Octubre.
A sugerencia de Trotsky, se formó una comisión investigadora presidida por el célebre filósofo y educacionista norteamericano John Dewey, y compuesta por personas de una integridad absoluta, sin conexión con el acusado. Trotsky anunció su disposición de entregarse a los verdugos de la GPU si se probara así fuera uno de los cargos. Su objetivo al organizar este contra-proceso no era sólo salvar su honor y reputación como revolucionario y denunciar antes la humanidad y ante la historia los crímenes del estalinismo, sino también dificultarle a Stalin y la burocracia llevar a cometer más juicios y exterminios. Después de trece días de agotadoras sesiones, con la presentación de dieciocho imputaciones y respuestas firmes, la comisión entregó un veredicto de “No culpable”, y caracterizó a los Juicios de Moscú como la falsificación más monstruosa de toda la historia.
La brillante carrera revolucionaria de León Trotsky -preparando la revolución y llevándola a cabo, defendiéndola después contra sus enemigos y usurpadores- se basó en todo momento en el marxismo y proporciona una prueba irrefutable de su vitalidad y veracidad hasta el día de hoy. La precisión de su análisis fue luego subrayada por el derrumbamiento de los regímenes estalinistas y neo-estalinistas que Trotsky predijo con una confianza inconmovible hasta el final. Su vida heroica sigue siendo una fuente de inspiración y un gran ejemplo para todos los revolucionarios.
Para
lograr estos objetivos, nada más valioso que el inmenso arsenal ideológico
legado por el indomable revolucionario León Trotsky durante sus cuarenta y tres
años de lucha, cuarenta y dos de los cuales militó bajo las banderas del
marxismo. Su experiencia fue invaluable: fue, junto con Lenin, un personaje
clave en la preparación, realización y triunfo de la primera revolución
socialista en la tierra en Octubre de 1917 en Rusia. Muerto Lenin, se enfrentó
al inesperado surgimiento de un proceso contrarrevolucionario llevado a cabo
por una voraz burocracia dirigida por José Stalin. Nadie como Trotsky analizó y
desentrañó este nuevo acontecer histórico. Como protagonista de uno de los
capítulos más trascendentes de la historia contemporánea, como fue la
Revolución Rusa, tuvo el privilegio de ser testigo de primer orden en dichos
eventos, y tuvo el mérito de haber transcrito minuciosamente, con gran
precisión y certero análisis marxista, este trascendente capítulo de la
historia.
Gracias a
ello nos deja un vasto y muy valioso arsenal revolucionario marxista
imperecedero, de experiencias y armas ideológicas, para los revolucionarios
presentes y futuros. Una de las tareas que Trotsky consideraba primordial era
la educación política de los revolucionarios. En este sentido, sólo me resta
felicitar al Centro de Estudios, Investigaciones y Publicaciones “León Trotsky”
por continuar esta importantísima labor con el valioso trabajo editorial que
están llevando a cabo con este nuevo emprendimiento, la publicación de las obras
escogidas de León Trotsky que comprende títulos tales como “La revolución
traicionada”, “1905”, “Escritos sobre España”, “Mi vida”, “Historia de la
Revolución Rusa”, “La lucha contra el fascismo” y tantos otros escritos que son
claves para la causa socialista. Un proyecto que aporta a retomar la
experiencia de esta generación de revolucionarios, sus enseñanzas y tradiciones,
así como a plantear la actualidad que conservan para preparar un nuevo porvenir
sin opresión.