16 de diciembre de 2022

Trotsky revisitado (XC). Proscripciones y exilios (9)

Julián Gorkin: Los prolegómenos del desenlace fatal

Julián Gómez García (1901-1987) comenzó a militar en las Juventudes Socialistas Valencianas, de las que pasó a ser su Secretario General en 1918 y a dirigir su órgano de prensa “La Revuelta”. Allí se destacó como periodista y se unió a los partidarios de que el partido ingresara en la III Internacional. En ese momento adoptó el seudónimo que le acompañó hasta la muerte, al combinar los apellidos de Gorki y Lenin. Tras una estancia en Bélgica y Francia, donde se plegó a la Oposición de Izquierda (lo que le costó su expulsión del Partido Comunista Español en 1929), Gorkin se dedicó a la organización del trotskismo en España. Se unió al POUM, donde fue Secretario Internacional. Exiliado luego de la Guerra Civil española, se refugió en México, donde militó en la sección mexicana del POUM en el exilio. Escribió tanto novelas y obras teatrales como ensayos. Entre las primeras se destacan “Días de bohemia” y “La muerte en las manos” (narrativa) y “Una familia” y “La guerra estalla mañana” (dramaturgia). Entre los segundos, “Marx y la Rusia de ayer y de hoy”, “Capitalismo y comunismo”, “Los problemas del socialismo en nuestro tiempo” y “El asesinato de Trotsky”. A este último pertenece el texto siguiente.

Escribió Trotsky el 4 de marzo de 1940: “La índole de mi enfermedad es tal (presión arterial alta y en avance) que el fin puede llegar de súbito, muy probablemente por un derrame cerebral. Este es el mejor fin que puedo desear. Es posible, sin embargo, que me equivoque. Si la esclerosis se prolongara y me viera amenazado por una larga invalidez, me reservo el derecho de decidir por mi cuenta el momento de mi muerte. Pero cualesquiera que sean las circunstancias de mi muerte, moriré con una fe inquebrantable en el futuro comunista”. Casi seis meses después, el desenlace sería muy distinto al imaginado por Trotsky.
La policía mexicana hizo lo que pudo para conseguir el esclarecimiento del “caso Trotsky”: él mismo, tras el primer atentado (que falló), y luego su mujer Natalia, después del segundo (fatal para el viejo bolchevique), hubieron de reconocerlo así. Pero, por entonces, Bélgica y Francia gemían bajo el yugo nazi, la Alemania de Hitler y la Rusia de Stalin se habían aliado: toda investigación en Europa era imposible a causa de la guerra, y el episodio no tuvo la resonancia internacional que merecía. Con esto contaban Stalin y Beria, así como sus agentes en México y Estados Unidos, encargados de organizar y llevar a cabo el asesinato.
Un hecho resaltaba claramente en la investigación oficial: todos, o casi todos, los que habían intervenido en el planteamiento del asesinato de Trotsky habían hecho sus pruebas durante la Guerra Civil española. España fue, para el estalinismo, un verdadero campo de experiencias, una magnífica escuela: “la escuela de los verdugos”. Fue en España, efectivamente, donde el Kremlin entrenó y puso a punto a sus hombres, métodos y armas.
A la caída de la República española, después de treinta y dos meses de una guerra civil agotadora, tres mil novecientos sesenta y un militantes comunistas o miembros de las Brigadas Internacionales, cuidadosamente escogidos por una comisión responsable constituida en París, partieron para Moscú (abril-mayo de 1939). Estos hombres formaban, con los españoles llegados anteriormente a la URSS (marinos, alumnos-pilotos, unos dos mil niños y varios maestros y maestras), un total aproximado de seis mil refugiados, que constituían -especialmente los últimos llegados- un material precioso para el Kremlin. Todos, o casi todos, habían sufrido la prueba del fuego bajo la dirección y el control de los agentes de Moscú. Estos se habían desembarazado sobre el terreno -en España- de todos los hombres deprimidos, desmoralizados y escépticos, al mismo tiempo que de buen número de adversarios políticos. Se conocía, pues, a fondo a los supervivientes, quienes habían dado excelentes pruebas de ciego fanatismo, de valor en el combate o en la represión, y de sus aptitudes en diversos aspectos.
El Comité Ejecutivo del Komintern nombró en Moscú una comisión especial que tenía plenos poderes (de vida y de muerte) sobre la suerte de todos aquellos refugiados. Esta comisión estaba integrada por Georges Dimitrov, presidente de la Internacional; Palmiro Togliatti (alias Ercole/Ercoli, quien, en España, donde era el primer agente político de Moscú, se hacía llamar Alfredo); André Marty, jefe de las Brigadas Internacionales, a la cabeza de las cuales recibió el sobrenombre tristemente famoso de “El carnicero de Albacete”; Bielov y la Blagoieva, del Komintern al mismo tiempo que de la GPU; la Pasionaria y los generales españoles Modesto y Líster. Con excepción de Dimitrov, todos habían desempeñado un papel importante en España.
Diez de esos refugiados -los militantes políticos más responsables- fueron integrados por la comisión en el aparato del Komintern; veintiocho -más cuatro mujeres encargadas de espiarlos- entraron en la Academia militar Frunzé, donde debían recibir una enseñanza superior para servir en los cuadros del Ejército Rojo; ciento veinticinco fueron enviados a la Escuela Política de Planesnaya, que dependía del Instituto Marx-Engels-Lenin. Los otros, fraccionados en dieciocho grupos, formaron otros tantos “colectivos” establecidos en diferentes regiones de la URSS. No obstante, ocho refugiados españoles fueron escogidos con particular cuidado: se les destinaba a hacer unos cursos especiales con vistas a misiones ultrasecretas. Dirigidos por el mariscal Koniev y dependiendo directamente de Stalin, funcionaban en Moscú unos colegios restringidos, que se componían, como máximo, de tres a cinco personas. La selección de los miembros de esos colegios se fundaba en la aptitud para las tareas terroristas: sentido de la disciplina, obediencia ciega, amoralidad, ausencia de escrúpulos, sangre fría, temeridad, astucia... Los colegios, en conjunto, formaban la sección de Trabajos Especiales. De los ocho españoles seleccionados, cinco constituyeron un colegio. Los otros tres estaban destinados a cumplir una misión de toda confianza.
A unos 45 kilómetros de Moscú, a poca distancia de la carretera de Leningrado, se encontraba una de las dachas (casas de campo) secretas de la GPU, en la cual los tres españoles estuvieron alojados varios meses. Se les destinaba a una alta misión, la más importante, ciertamente, de toda su vida de militantes estalinistas. Habiéndoseles prohibido que se confiaran a nadie, fuese quien fuese, no salían apenas de la dacha, yendo a Moscú sólo de tarde en tarde. El mariscal Koniev seguía personalmente sus progresos, de los que se daba cuenta a Stalin a causa de la importancia concedida a su preparación. Estos tres militantes escogidos entre los cuatro mil adultos desembarcados en la URSS eran Martínez C., Alvarez y Jiménez. El primero había sido diputado y comandante del célebre 5º Regimiento, en manos, por entero, de los técnicos militares rusos y de los agentes de la GPU. Álvarez había sido comisario político durante la Guerra Civil. En cuanto a Jiménez, era un militante decidido, activo, dotado de un dominio de sí mismo poco común. De los tres hombres, sólo Álvarez fue descubierto por la policía y arrestado, después del primer atentado contra Trotsky en México. Extremadamente reservado en sus declaraciones, lo tomaron por un simple comparsa y en seguida fue dejado en libertad.


El nombre de Carlos J. Contreras fue pronunciado muchas veces en el curso de la investigación de la policía mexicana. Pero el hombre era muy hábil; gozaba de las protecciones más altas en el país y la policía no se atrevió a detenerle, aunque presintió la importancia de su papel en la preparación del asesinato de Trotsky. En una carta que envió a la policía, reconocía haber pertenecido al movimiento comunista desde su fundación y haber sido durante la guerra de España comisario político y comandante en el 5º Regimiento. Quien se escondía detrás de esta ingenua declaración no era otro que un agente del Komintern y de la GPU, uno de los hombres dispuestos a todo del período estalinista. Su papel en la preparación del atentado fue de primer orden. Era conocido por el nombre de Carlos J. Contreras desde la Guerra Civil española; su verdadera identidad era Vittorio Vidali, y se hizo llamar también Eneas Sormenti; se pensó, incluso, que ése era su verdadero nombre, como lo indica un documento firmado por el ex cónsul de México en España.
De dar crédito a su declaración a la policía mexicana, llegó a México al final de la Guerra Civil española, es decir, en el curso del primer semestre de 1939, como refugiado político. Sin embargo, su primera estancia en México se remonta a 1928: se hallaba en México como representante del Komintern y agente secreto de la GPU. Con anterioridad, había militado activamente en Italia, en Francia, en la URSS, donde había sabido ganarse la confianza de los jefes del Komintern. Al salir de Moscú, en 1927, dejó a su mujer y a sus dos hijos como rehenes. El hecho de que Moscú estimara conveniente esta precaución demuestra que se trataba de un agente de primer orden. Primeramente, estuvo en los Estados Unidos, donde organizó algunos grupos de acción entre los comunistas italianos emigrados. Expulsado de Estados Unidos, permaneció algún tiempo en Cuba y, finalmente, fue enviado a México en 1928, ocupando los puestos ya citados. Con todo, estuvo en relación continua con los medios comunistas de Estados Unidos y de Cuba, llevando a término con nombres falsos misiones importantes.
En 1929, el líder de los estudiantes comunistas cubanos, Julio Antonio Mella, caía asesinado en una calle de México. El Komintern explotó este crimen en todo el mundo. El dictador cubano Machado, responsable de numerosas fechorías, fue comúnmente acusado de este crimen. Sin embargo, una investigación policíaca imparcial no tardaría en hacer recaer las sospechas sobre Sormenti; luego, una serie de revelaciones confirmaron que el asesinato de Mella había sido cometido por ese siniestro agente de la GPU. Se sabe ahora que el líder de los estudiantes cubanos había manifestado algunas veleidades de oposición a las directrices estalinistas, y que Sormenti, en el curso de una reunión del Buró político mexicano, le había amenazado de muerte. En La Habana, otro jefe comunista local, el negro Sandalio Junco, quien conocía la verdad sobre el caso Mella y podía revelar muchos detalles con él relacionados, cayó, a su vez, acribillado a balazos.
En España, donde es nombrado comisario político y comandante en el 5º Regimiento, a propuesta de los técnicos rusos y del Partido Comunista español, Contreras se convierte en uno de los principales espías y agentes ejecutores de la GPU. Tanto en el frente como en la retaguardia, participa en innumerables crímenes. Colaborador inmediato del comandante Orlov (Nikolski), enviado personal de Stalin y jefe de la GPU en Madrid, somete a horribles torturas y luego asesina a Andrés Nin, ex secretario del Profintern en Moscú y ex comisario de Justicia en Cataluña. Palmiro Togliatti (Alfredo) se encarga de transmitir al KremIin la noticia de su ejecución, valiéndose de una emisora clandestina. Martínez C., Alvarez y Jiménez, los tres terroristas españoles enviados a México desde Moscú, habían recibido la orden de ponerse a las órdenes del comandante Carlos (Contreras), personaje que les era familiar. Habían trabajado ya con él en su país, y sabían que estaba considerado desde hacía años como el mejor agente de la GPU en México. Su superior jerárquico en la preparación del asesinato de Trotsky era el famoso judío francés, del cual tanto se habló durante la investigación.
Contreras conocía mejor que nadie los medios comunistas españoles, mexicanos, cubanos y norteamericanos. Los autores del ataque armado contra la casa de Trotsky la noche del 23 al 24 de mayo de 1940 pertenecían a esos medios. La mayor parte de aquellos individuos habían sido elegidos por él. Durante las ausencias del principal jefe de la empresa, Contreras asumía la dirección del grupo en México. Pero él se quedaba en la sombra, ocultándose siempre lo más posible. Pues, al comprometerse, habría comprometido al mismo tiempo a los personajes de la Administración mexicana que eran sus amigos y cuya influencia podía serle en todo momento útil. Se servía de ellos, por ejemplo, cuando necesitaba visados para la entrada en México de agentes extranjeros; cuando quería colocar a sus cómplices en las organizaciones políticas y diversos organismos oficiales; cuando desencadenaba una campaña de prensa contra Trotsky, a fin de crear un clima favorable a los enemigos de este último y preparar a la opinión ante su muerte violenta, etc.
Vicente Lombardo Toledano, líder sindical destacado, cuya influencia pesaba no solamente en todo México sino también en la América Latina, prestó su concurso a esas maniobras. Era entonces el principal instrumento de Moscú en México, al mismo tiempo que uno de los pilares del gobierno de Cárdenas. Para llevar a la práctica la agresión de la noche del 23 al 24 de mayo, Contreras utilizó al pintor mexicano David Alfaro Siqueiros, considerado después el organizador material del atentado. En verdad, éste no asumió otro papel que el de comparsa; no había tomado ninguna iniciativa, ninguna decisión; no había hecho nada sin la previa conformidad del comandante Carlos. La jerarquía del grupo se encuentra ahora, pues, bien establecida: el jefe inmediato de los conspiradores es Alfaro Siqueiros, quien obedece a Contreras, el cual está sometido a la alta dirección del judío francés, personaje misterioso durante largo tiempo.


A Luis Budenz, antiguo director del periódico comunista norteamericano “Daily Worker” y convertido al catolicismo en 1945, se debe que se conozca ahora el nombre del judío francés, ese personaje misterioso. Este hombre se hacía llamar Roberts, y no era otro que el doctor Gregory Rabinovitch, judío de origen ruso, delegado de la Cruz Roja en Nueva York y Chicago. Para mejor enmascarar las actividades de terrorismo y de espionaje de sus agentes secretos, la GPU les proporcionaba puestos oficiales o semioficiales: son corresponsales de “Pravda” o la agencia Tass, representantes de organizaciones filantrópicas o delegados de misiones comerciales o culturales. Colocado a la cabeza de la delegación soviética de la Cruz Roja, Roberts-Rabinovitch pudo, sin correr el menor riesgo, asumir la dirección moral del atentado contra Trotsky.
Después del fracaso del primer atentado, nuestro hombre, temiendo ser molestado en el chalet que había alquilado en México, se trasladó nuevamente a toda prisa a los Estados Unidos, mientras que Carlos J. Contreras se quedaba en México, así como otros dos agentes importantes y un instrumento precioso, tenido hasta entonces en reserva: Jacson-Mornard. De todos los que habían tomado parte en este primer caso Trotsky, únicamente los comparsas fueron descubiertos y detenidos por la policía mexicana. Los principales agentes lograron escapar a las investigaciones. Rabinovitch y Contreras eran los dirigentes intelectuales del atentado, o, al menos, de su fase preparatoria. Pero la dirección técnica incumbía a dos oficiales superiores de la GPU llegados directamente de Moscú. La existencia de esos agentes de primer plano fue revelada por Enrique Castro Delgado quien, habiendo sido uno de los principales organizadores del famoso 5º Regimiento durante la Guerra Civil española, desde su llegada a Moscú y mientras ocupaba un puesto de responsabilidad en el Ejecutivo del Komintern, había caído en desgracia y, gracias a la intervención de Dimitrov, logró salir de la Unión Soviética.
Los dos oficiales de la GPU habían trabajado en España durante la Guerra Civil, sobre todo en Valencia, en la época en que el gobierno republicano residía allí. No ejercían ningún mando y dominaban, sin embargo, a los jefes militares de más categoría. Tenían por especialidades el espionaje y el terrorismo, en los medios comunistas y en el seno de las Brigadas Internacionales, así como contra sus adversarios. Aunque eran rusos de nacimiento, los dos hablaban un español perfecto. Al primero, el jefe, se le conocía habitualmente por el camarada Pablo, pero en los círculos restringidos se le llamaba Kotov y Leonov, general Leonov. En Francia, donde anteriormente se especializó en la lucha contra los refugiados zaristas y trotskistas, llevó otros nombres. Su verdadero nombre era Leónidas Eitingon. Tenía a su cargo la dirección técnica del asesinato de Trotsky. El segundo se hacía llamar Ronsohnof, aunque cambió frecuentemente de nombre.
Habiendo fracasado el primer asalto contra el refugio del antiguo líder bolchevique, era preciso arrojar sobre el tapete, rápidamente, la última carta: una carta digna de la GPU. Luis Budenz ha revelado en un libro titulado “Esta es mi confesión”, escrito después de haber abandonado el comunismo y abrazado el catolicismo, que cierta señorita J., estalinista fanática, había recibido la orden de entrar en relación con Sylvia Ageloff, trotskista convencida y hermana de una antigua secretaria de Trotsky. La señorita J. acompañó a Sylvia a París y le presentó a Jacson. Esta señorita J. era la militante Ruby Weil, secretaria de Budenz en la dirección del periódico comunista estadounidense, la que había sido introducida en los círculos trotskistas norteamericanos con la misión de espiar a sus miembros.
Al escoger a Ruby Weil, Roberts-Rabinovitch obedecía a una razón concreta. La sabía ligada por una vieja amistad con las hermanas Ageloff -Ruth, Hilde y Sylvia-, las tres trotskistas sinceras y amigas de los Trotsky, a quien habían visto frecuentemente en México. Enterada de que Sylvia proyectaba ir a París en la primavera de 1938, Ruby Weil se ofreció a acompañarla, por orden de Rabinovitch y, naturalmente, con dinero proporcionado por él por mediación de Budenz. Así fue como se encontró en condiciones de presentarle, una vez en París, a Jacques Mornard, el que disponía de fuertes sumas de dinero y manifestaba estar siguiendo unos cursos de periodismo en la Sorbona. Sylvia y Jacques Mornard se vieron a menudo, llegando pronto a ser amantes. Mornard le dio palabra de casamiento. Se sabe que los dos fueron juntos a Bruselas y, aunque él aseguró que en esta ciudad vivió su madre, halló un pretexto para no presentarle a su prometida. Llegó la hora de la separación: Sylvia regresaba a Nueva York en compañía de Ruby, llevándose una nueva promesa de matrimonio de Mornard. Durante siete meses, de febrero a septiembre de 1939, se escribieron con regularidad.


Luego, Sylvia tuvo un día la sorpresa de verlo aparecer por Nueva York. El le explicó que no quería combatir y que, para poder salir de Europa, había tenido que proveerse de un pasaporte a nombre de Frank Jacson. Luego vivieron juntos un mes en Nueva York. Habiendo sido avisado de que en México se le ofrecía un trabajo, Mornard partió para aquella capital. Antes de separarse de Sylvia le hizo entrega de 3.000 dólares (de 5.000 que él pretendía haber recibido de su madre). Y se reprodujo el intercambio de correspondencia amorosa. Mornard le juró que no podía vivir sin ella. Sylvia, como demuestran las cartas autógrafas, lo trataba como futuro esposo, hablándole ingenuamente de las gentes con quienes trataba. Finalmente, en enero de 1940, ella partió para reunirse con Mornard en México. El plan de Gregory Rabinovitch se llevaba a la práctica punto por punto, sin el menor tropiezo.
Hacia los últimos días del mes de marzo, la víspera del día en que ella debía regresar a Nueva York, Sylvia, acompañada de Jacson-Mornard, fue a despedirse de los Trotsky. Era la primera vez que el futuro asesino penetraba en la casa de quien luego sería su víctima. Antes de dejar la capital mexicana, Sylvia le hizo prometer que no volvería nunca solo al hogar del exiliado ruso: viviendo en México bajo una falsa identidad, se exponía, pensaba ella, a sufrir algunas molestias, de ser descubierto. Pero poco después debía confesarle, en una carta, que no había hecho honor a su palabra por haberse visto obligado a acompañar hasta la casa de Trotsky a un amigo convaleciente que acababa de salir del hospital; este amigo era el escritor francés Alfred Rosmer. Jacson-Mornard se ofreció posteriormente -hacia fines de mayo de 1940- a llevar en coche a los Rosmer al puerto de Veracruz, donde embarcaron para Nueva York. Natalia Sedova aprovechó aquella oportunidad para acompañarlos. En sus cartas a Sylvia, el futuro asesino proclamaba su admiración por Trotsky, admiración que crecía a medida que iba conociéndolo mejor, directamente y también por mediación de sus amigos. Este detalle tiene su importancia: el agente de la GPU no preveía entonces que le sería dada la orden de matar a Trotsky, ni que debería, para su defensa, sostener la inverosímil tesis de la decepción causada por el trato con el exiliado ruso.