9 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (IV). A modo de prólogo (4)

Conclusiones entre discutibles y manifiestas
 
Para otros historiadores, China también tuvo varios intentos de socialismo estatal. Se trata del sociólogo francés Marcel Granet (1884-1940) y del profesor inglés Herbert Henry Gowen (1864-1960) quienes en “La civilisation chinoise. La vie publique et la vie privée” (La civilización china. La vida pública y la vida privada) y en “Outline history of China” (Un resumen de la historia de China) respectivamente relataron entre otras cosas que el emperador Wu de Han (156-87 a.C.), con el objeto de impedir que individuos particulares “se reservaran el uso exclusivo de las riquezas de los montes y el mar para adquirir una fortuna y someter a las clases inferiores”, nacionalizó los recursos del suelo y acumuló grandes depósitos de mercancías, dedicándose a su venta cuando los precios subían y a su compra cuando bajaban. De esta manera “los mercaderes ricos no podrían obtener grandes beneficios y los precios serían regulados por el Imperio”. Años después el emperador Wang Mang (45 a.C.-23 d.C) nacionalizó la tierra, la distribuyó en parcelas iguales entre los campesinos y puso fin a la esclavitud. Un milenio más tarde, el primer ministro Wang Anshi (1021-1086) estableció una vastísima dominación gubernamental de la economía china. “El estado -sostuvo- debe tomar en sus propias manos la administración total del comercio, la industria y la agricultura, a fin de socorrer a las clases trabajadoras e impedir que sean reducidas a polvo por los ricos”. Libró a los campesinos de los usureros mediante préstamos a bajo interés y fomentó el asentamiento de nuevos colonos procurándoles semillas y otras ayudas. También concedió pensiones a los ancianos, los desocupados y los pobres. Según los autores mencionados, todos estos experimentos fracasaron.
El antes citado Will Durant refirió en “The lessons of history” (Las lecciones de la historia) que “el régimen socialista de más larga duración en la antigüedad fue  establecido por los incas en lo que ahora se llama el Perú, en algún momento del siglo XIII. Basado su poder en gran parte en la creencia popular de que el soberano terrenal era el delegado del Dios Sol, los incas organizaron y dirigieron la totalidad de la agricultura, el trabajo y el comercio. Toda persona era un empleado del Estado y, al parecer, aceptaba esta condición como una promesa de seguridad  y comida. Este sistema duró hasta la conquista del Perú por Pizarro en 1533. En la vertiente opuesta de América del Sur, en una colonia portuguesa a orillas del río Uruguay, 150 jesuitas organizaron entre 1620 y 1750 a 200.000 indios en otra sociedad socialista. Los sacerdotes gobernantes administraban la casi totalidad de la agricultura, el comercio y la industria. Todo indica que los indígenas se mostraron dóciles y satisfechos. En 1750, Portugal cedió a España un territorio que incluía siete de los asentamientos jesuíticos. Al difundirse el rumor de que las tierras de esas colonias contenían oro, los españoles en América insistieron en una ocupación inmediata, por lo que el gobierno portugués ordenó a los sacerdotes e indígenas que abandonaran los asentamientos. Después de alguna resistencia de los indios, el experimento llegó a su fin”.


¿Puede aseverarse que todos estos ejemplos representan realmente al socialismo? ¿O sería más acertado hablar de una “economía planificada”, ese sistema económico en el que todas las decisiones sobre qué bienes o servicios se deben producir, en qué cantidad y a qué precio, se dejan en manos de la burocracia estatal? Un par de meses antes de la Revolución de Octubre Lenin escribía en “Gosudarstvo i revoljucija” (El Estado y la revolución): “El proletariado necesita del Estado, todos los oportunistas lo repiten, pero olvidan añadir que el proletariado sólo necesita un Estado agonizante; es decir, que comience inmediatamente a agonizar y que no pueda dejar de agonizar”. La historia, evidentemente, es una disciplina que se basa en hechos objetivos e interpretaciones subjetivas derivadas de esos hechos, lo que asiduamente genera conclusiones parciales muchas veces basadas en ideologías políticas, en el interés personal, en la ingenuidad, en la ignorancia o en la necedad.
El sociólogo argentino Sebastián Scolnik (1971) decía en “Lo que callan los archivos”, un artículo aparecido en el nº 1 de la revista “La biblioteca” publicada en el verano de 2004/2005, que “la mirada vuelta sobre las páginas del pasado ha sido un tema de polémicas recurrentes entre quienes proclaman las continuidades históricas como punto de producción de sentido respecto a las circunstancias presentes y los que pregonan la soberanía de ese presente, para quienes el predominio de lo histórico ejerce una tiranía que sujeta las prácticas actuales”. En “El sentido de la historia”, Luis Villoro (1922-2014), un filósofo nacido en España y arraigado en México, precisó: “La historia no es sólo un individuo sino todo un contexto de necesidades sociales, colectivas, en las que participa un grupo de individuos cualquiera. Así pues, tenemos que si queremos entender el presente y explicarlo con la historia se nos transporta a todo un contexto y no sólo a un individuo. La historia comprende una función: la de comprender el presente. Uno más de los sentidos de la historia es que sirve para comprender, por sus orígenes, los vínculos que prestan cohesión a una comunidad humana y le permite al individuo asumir una actitud consciente ante ellos. Esto puede unirlo más con el pasado o separarlo, ya que es un pensamiento integrador pero también puede ser de crítica”.


El historiador francés Lucien Febvre (1878-1956) aseveraba en “Combats pour l'histoire” (Combates por la historia) que la historia es una necesidad humana, “la necesidad que experimenta cada grupo humano, en cada momento de su evolución, de buscar y dar valor en el pasado a los hechos, los acontecimientos, las tendencias que preparan el tiempo presente, que permiten comprenderlo y ayudan a vivirlo”. Como alternativa viable para satisfacer esa necesidad, el antes citado Michel Foucault propuso hace algo más de cincuenta años pasar de una historia global, que construye un único relato de la civilización, a una historia general que se disperse en distintas direcciones sin reconocer un centro único liberándose, en última instancia, de toda filosofía. En ese sentido sentenció en “L'archéologie du savoir” (La arqueología del saber): “No hay equívoco: es de todo punto evidente que desde que existe una disciplina como la historia se han utilizado documentos, se les ha interrogado, interrogándose también sobre ellos; se les ha pedido no sólo lo que querían decir, sino si decían bien la verdad, y con qué título podían pretenderlo; si eran sinceros o falsificadores, bien informados o incultos, auténticos o alterados. El pasaje de la memorización y exégesis de la masa de documentos disponible, al trabajo al interior del tejido documental implica un replanteo de fondo en los estudios de la historia”.
Todas estas apreciaciones, ¿no dan qué pensar? Porque resulta evidente que la historia tiene una presencia inquietante en el pensamiento, aunque muchas personas en el mundo actual, el de las multinacionales, las transnacionales, el liberalismo absoluto, la globalización, la desigualdad social, la virtualidad, hechos todos ellos que condicionan sus vidas de manera categórica, parecen no entenderlo.


“Vivimos en medio de una falacia descomunal, un mundo desaparecido que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales”, decía la ensayista francesa Viviane Forrester (1925-2013) en “L'horreur économique” (El horror económico). “Por cierto que no se puede aprender a pensar, que es la cosa mejor repartida, más espontánea y orgánica del mundo -agregó-. Sin embargo, uno se ve desviado del pensamiento como de ninguna otra cosa. Se puede desaprender a pensar. Todo conspira en ese sentido. Dedicarse a pensar cuando todo se opone a ello requiere audacia. Embarcarse en ello obliga a ciertos esfuerzos como olvidar los epítetos de austero, arduo, engorroso, inerte, elitista, paralizante e infinitamente aburrido con que se califica el pensamiento. Asimismo, hay que desbaratar la trampa de separar lo intelectual de lo visceral, el pensamiento de la emoción. Cuando se logra, ¡eso se parece terriblemente a la salvación! Y puede permitirle a cada uno convertirse, para bien o para mal, en habitante de pleno derecho autónomo, cualquiera que sea su situación. No es casual que se lo desaliente. Porque no hay nada más movilizador que el pensamiento. Lejos de representar una triste abdicación, es la quintaesencia misma de la acción. No existe actividad más subversiva ni temida. Y también más difamada, lo cual no es casual ni carece de importancia: el pensamiento es político. Y no sólo el pensamiento político lo es. ¡De ninguna manera! El sólo hecho de pensar es político. De ahí la lucha insidiosa, por eso más eficaz, y más intensa en nuestra época contra el pensamiento, contra la capacidad de pensar. Pero ella representa, y representará cada vez más, nuestro único recurso”.
“El miedo al miedo, el miedo a la desesperación -añadió más adelante-, allanan el camino para extorsiones que conocemos demasiado bien. Los discursos que soslayan o falsean los verdaderos problemas, los que desvían el pensamiento hacia problemas artificiales, los que repiten sin cesar las mismas promesas insostenibles, remiten al pasado y remueven sin cesar las nostalgias que utilizan. Estos discursos le hacen el juego a los partidos populistas, autoritarios, los que saben mentir más y mejor. Atreverse a reflexionar sobre la verdad, decir lo que todos temen pero sufren al fingir ignorarlo y ver cómo lo ignoran los demás tal vez sean los únicos medios para crear un poco más de confianza. No se trata de llorar por lo que ya no existe ni de negar y renegar del presente. No se trata de negar o rechazar la mundialización y el auge de las tecnologías. Por el contrario, hay que tenerlos en cuenta. Se trata de dejar de ser colonizado. Vivir con conocimiento de causa, no aceptar más al pie de la letra los análisis económicos y políticos que soslayan los problemas, que sólo los mencionan como elementos amenazantes que obligan a tomar medidas crueles, las que no harán más que empeorar las cosas si se las acepta dócilmente”.
Ya en 1905, como una crítica al colonialismo, Trotsky consideraba que la única forma realmente humana de asegurar salidas a la producción, era abolir las diferencias de clase y permitir a los productores, dueños de los medios de producción, consumir ellos mismos la riqueza producida por su trabajo manual e intelectual. Al respecto, el teórico político y revolucionario franco-cubano Paul Lafargue (1842-1911) declaraba en septiembre de 1895 durante el XIII Congreso del Parti Ouvrier Français (Partido Obrero Francés) -del cual había sido uno de sus fundadores- que “ningún socialista consciente jamás votaría ni un hombre ni daría un centavo a favor de las filibusteras expediciones coloniales”. Y en su ensayo “Idéalisme et matérialisme dans la conception de l'histoire” (Idealismo y materialismo en la concepción de la historia) decía que “la política colonial es una de las peores formas de la explotación capitalista, que tiende exclusivamente a engrandecer el campo de ganancias de la clase propietaria a expensas de la sangre y el dinero del proletariado productivo, considerando que sus expediciones. Llevadas adelante bajo el pretexto de la civilización y el honor nacional, llevan a la corrupción y a la destrucción de poblaciones primitivas y desatan sobre la misma nación colonizadora todo tipo de flagelos”.


Esta teoría está vinculada a una intuición de Trotsky, que elaboró durante su estadía en Viena y Zúrich al inicio de la Primera Guerra Mundial, en su panfleto “Der krieg und die Internatsionale” (La guerra y la Internacional) y, más tarde, cuando el mundo entraba en la Segunda Guerra Mundial, al formular la idea de que si ésta no acabase con una revolución socialista, habría que poner en duda la idea de que el proletariado era la fuerza capaz de cambiar el mundo y dirigir un proceso de emancipación. Evidentemente, para Trotsky la historia explicaba el presente y contribuía de definir el accionar futuro. No resulta casual entonces que, en una reunión celebrada pocos días antes de la invasión alemana a Polonia, el embajador francés en Alemania RobertCoulondre (1885-1959) le dijera a Adolf Hitler (1889-1945) que el único triunfador de la guerra sería “Mr. Trotsky”. El dictador nazi saltó de su asiento y respondió que, justamente para evitar el triunfo de Trotsky, Francia e Inglaterra no debían iniciar una guerra contra el Tercer Reich. El temor a la revolución tomaba nombre propio en el temor a Trotsky. Por ello, su asesinato no fue repudiado por ninguno de los gobiernos de las potencias de aquella época.
El antes mencionado historiador polaco Isaac Deutscher, biógrafo tanto de Trotsky como de Stalin, diría por entonces que “sería contrario a todo sentido histórico, que una energía intelectual tan poderosa, una actividad tan prodigiosa y un martirio tan noble no hayan de tener ricas consecuencias a la larga. Ese es el material del que están hechas las leyendas más sublimes e inspiradoras, sólo que la leyenda de Trotsky se compone de principio a fin de hechos registrados y verdades comprobables. En ella, ningún mito revolotea sobre la realidad, sino que la realidad misma se eleva a la altura del mito”. Por su parte, el escritor y filósofo español Francisco Fernández Santos (1928) aseguró en un artículo publicado en septiembre de 1965 en “Cuadernos de Ruedo ibérico” en París que “el peor servicio que puede prestarse a un gran revolucionario y pensador es aceptar acríticamente, carismáticamente, todos sus actos y todas sus ideas. Trotsky cometió errores, a veces graves. Pero también los cometió Lenin, también los cometieron Marx y Engels, también los cometieron los jacobinos de 1793... De todos modos, hay un grado en el error que distingue tajantemente la grandeza y la verdad fundamentales de un hombre y de un movimiento, de la pequeñez y la mentira históricas. Y hoy, mientras el mito de Stalin y el estalinismo se desintegran, Trotsky sigue en pie: sus actos, su personalidad, sus libros, incluso sus errores, continúan siendo significativos e importantes en el mundo actual, no para imitarlos sin crítica, sino para meditar la verdad esencial que en sí llevan y enriquecer así el pensamiento”.
Como cierre de esta introducción vale la pena citar al filósofo, historiador, economista y ensayista escocés David Hume (1711-1776) quien, en su “An enquiry concerning the principles of morals” (Investigación sobre los principios de la moral), expresó: “No hay ninguna necesidad de que una acción mencionada tan sólo en una vieja historia o en un periódico del pasado, deba comunicar poderosos sentimientos de admiración o de aplauso. La virtud, a esa distancia, es como una estrella fija que, aunque al ojo de la razón pueda parecer tan luminosa, como el sol en su meridiano, está infinitamente alejada para tocar a los sentidos con luz o calor. La lectura de la historia parece un tranquilo entretenimiento, pero no sería entretenimiento de ninguna clase si nuestros corazones no latieran al compás de aquellos que el historiador describe”.


En uno de los apartados de la aludida “Historia de la Revolución Rusa”, Trotsky hizo referencia a la objetividad histórica y propuso que la narración de la historia sea juzgada por su capacidad para explicar “por qué las cosas se sucedieron de ese modo y no de otro. La misión del historiador consiste precisamente en sacar a la luz las leyes que gobiernan los sucesos históricos”. Y agregó luego: “La ciencia exige que el autor señale los factores sociales que condicionan los acontecimientos históricos, por mucho que esto altere los nervios. La historia no es un vaciadero de documentos y sentencias morales. La historia es una ciencia no menos objetiva que la fisiología. Exige un método científico, no una ‘imparcialidad’ hipócrita. Reducir lo individual a lo social, lo particular a lo general, lo subjetivo a lo objetivo, en mi opinión, en esto reside precisamente el carácter científico de la historia como ciencia. Se puede aceptar o rechazar la dialéctica materialista como método histórico científico, pero es menester tenerla en cuenta. Las leyendas se olvidan, los hechos permanecen”, concluyó.
El escritor argentino Rodrigo Fresán (1963) realizó en su primera obra -“Historia argentina”- un análisis de las formas narrativas mediante las que se concibe la historia. Allí escribió: “Nada hay más aterrador para un historiador que descubrir el espanto de que todo puede ser contado de varias maneras sin por eso perder su esencia real”. Con la idea de sobrellevar ese sobrecogimiento es que se reproducen a continuación textos en los cuales sus respectivos autores vuelcan sus juicios sobre las acciones, tanto políticas como intelectuales, llevadas a cabo por Trotsky a lo largo de su vida. Los sucesivos artículos, tanto los complacientes como los desfavorables, los admirativos como los condenatorios, los apoteósicos como los peyorativos, apuntan justamente a exhibir la “esencia real” de sus pensamientos y actividades. Su lectura debe hacerse sin olvidar al filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur (1913-2005) quien, en su ensayo “De l'interprétation” (Sobre la interpretación), catalogó como “maestros de la sospecha” a Marx, Nietzsche y Freud, quienes fueron portadores de un escepticismo crítico desde el cual las cosas no eran como se muestran y había que desenmascararlas para develar su lado oscuro: intereses de clase, voluntad de poder e inconsciente reprimido.