4 de agosto de 2022

Trotsky revisitado (I). A modo de prólogo (1)

 Análisis preliminar acerca de la historia

¿Cómo se cuenta una historia? Si de ficción se trata, hay casos en que el primer párrafo anticipa de algún modo el desarrollo de la misma. Es el caso, por ejemplo, de la novela del escritor inglés Ford Madox Ford (1873-1939), quien comienza “The good soldier” (El buen soldado) con la siguiente frase: “Esta es la historia más triste que jamás he oído”. O el del escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) en “Il barone rampante” (El barón rampante): “Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo Piovasco di Rondó, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros”, dice la primera línea de su novela. En cambio el escritor ruso nacionalizado estadounidense Vladimir Nabokov (1899-1977), optó por ser más explícito al comienzo de su novela “Laughter in the dark” (Risa en la oscuridad), la cual se inicia así: “Érase una vez un hombre llamado Albinus que vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetado, feliz. Un buen día abandonó a su mujer por una amante joven. Amó, no fue amado, y su vida terminó en desastre. Ésta es toda la historia y bien podríamos dejarla ahí, si no hubiera algún placer y provecho en contarla, y aunque hay suficiente espacio en una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre, los detalles son siempre bienvenidos”.


¿Qué detalles serían los bienvenidos? Cuando se deja de lado, dentro del género narrativo, la ficción y se pasa al biográfico, indudablemente todos los detalles son bienvenidos. Por supuesto no deben dejarse de lado las interpretaciones ni las contradicciones que posee cualquier semblanza biográfica de acuerdo a quien la escriba. En ese sentido, basta con observar las múltiples acepciones existentes sobre la historia para advertir la cantidad de acontecimientos sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos, entre otros, que inciden en la definición de la historia como ciencia social. Y, por supuesto, todos esos avatares también inciden en quien la lee. Hoy en día, cuando la apertura del mercado mundial, la globalización de los flujos financieros y el constante bombardeo de información a través de los modernos medios de comunicación que influyen relevantemente en la opinión pública, es evidente que todas estas coyunturas han transformado la conciencia pública convenciéndola de darle al individuo una posición desmesurada con respecto a las relaciones humanas. Esto es, el individualismo como fundamento filosófico y psíquico de la modernidad.
Así, parece imposible -o al menos muy dificultoso- reaccionar de la misma manera al leer, por ejemplo, “The virtue of selfishness” (La virtud del egoísmo) de la filósofa objetivista rusa nacionalizada estadounidense Ayn Rand (1905-1982), obra en la que dijo que “el hombre debe vivir para su propio interés, sin sacrificarse ni él mismo por los otros ni los otros por él. Vivir para su propio interés significa que la realización de su propia felicidad es el más alto objetivo moral del hombre”, que cuando se lee “Voskresénie” (Resurrección) del escritor ruso León Tolstoi (1828-1910), obra en la que expresó que “la ambición no nos hermana con la bondad, sino con el orgullo, la astucia y la crueldad. He comprendido que mi bienestar sólo es posible cuando reconozco mi unidad con todas las personas del mundo, sin excepción. No hay más que una manera de ser feliz: vivir para los demás”.
A mediados de 2015, el psicoanalista y escritor italiano Luigi Zoja (1943) decía en su ensayo “Il racconto, raccontato da uno psicanalista” (La historia, contada por un psicoanalista) que “el relato de la vida es más importante que la vida. La vida es contingente, el relato es absoluto. La vida es mortal, la narración es eterna”. Y, al hablar de la memoria histórica, agregaba que dicha expresión “entraña una contradicción, porque la memoria es individual, parcial y subjetiva, mientras que la historia es colectiva y debe aspirar a ser total y objetiva”. Dos siglos y medio antes, Immanuel Kant (1724-1804) afirmaba en “Idee zu einer allgemeinen geschichte in weltbürgerlicher absicht” (Idea de una historia universal desde un punto de vista cosmopolita) que para comprender la historia era necesario admitir en los sucesos del pasado una finalidad, un propósito semejante al que impera en el reino de la naturaleza. Para el filósofo alemán, el destino histórico de los seres humanos era una tarea que consistía en buscar, por el camino de la razón, un ordenamiento del mundo que estuviese de acuerdo con el fundamento moral de aspirar a encontrar el “bien supremo”. Sólo dentro de un marco dentro del cual se comportasen como seres “libres y autónomos” era posible que encauzasen sus pasiones naturales. Con estos conceptos, lo que Kant buscó fue enseñarle a los seres humanos a pensar por sí mismos y a rechazar los dogmas que sometían sus pensamientos a ideas fijas.


Ahora bien, cuando se opina sobre el revolucionario ruso León Trotsky (1879-1940), ¿se piensa por uno mismo o se admiten los juicios trillados? ¿Se rechazan los conceptos dogmáticos pregonados por sus defenestradores ideológicos o se los analiza y discute con argumentos? ¿Es posible analizar la vida y los actos de uno de los hombres más controvertidos que tuvo el siglo XX de manera objetiva y desapasionada? ¿Es legítima y certera su afirmación de que “el fin puede justificar los medios siempre que exista algo que justifique ese fin” o es simplemente una reflexión para excusar su accionar a lo largo de su vida? Ludwig Wittgenstein (1889-1951) manifestaba en “Über gewissheit” (Sobre la certeza) que “la certidumbre no es el conocimiento sino la condición para el conocimiento”. Para el filósofo austríaco el conocimiento era “la facultad de entender y juzgar las cosas, el modo más o menos organizado de concebir el mundo. En las disciplinas científicas cuyo objeto de estudio está vinculado a las actividades y el comportamiento de los seres humanos, esto es, las ciencias sociales (la historia entre ellas), no es nada sencillo lograr la certidumbre necesaria para llegar al conocimiento. De manera que será menester emplear el mayor rigor para encontrar claridad en el sujeto a estudiar para describirlo, comprenderlo y explicarlo. Así y todo, ese conocimiento alcanzado siempre será discutible y provisorio”. La descripción, la comprensión y la explicación de la vida de Trotsky no escapan a estas condiciones.
La mirada vuelta sobre el pasado ha sido un tema de frecuentes polémicas entre quienes exaltan las continuidades históricas como una referencia necesaria para comprender e interpretar los acontecimientos del presente y los que proclaman la soberanía de ese presente, para quienes el predominio de lo histórico ejerce una tiranía que entorpece al actual derrotero histórico. En este sentido, Friedrich Nietzsche (1844-1900) alertó sin reparos que los excesos de la memoria suelen ocasionar un halo melancólico que atenta directamente contra las potencialidades productivas de la vida. “¿De qué manera puede servir al coetáneo la contemplación monumental del pasado, la consideración de los hechos clásicos y extraordinarios de los tiempos transcurridos?”, se preguntó en “Vom nutzen und nachteil der historic für das leven” (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida). Henri Bergson (1859-1941), en cambio, aseveraba que sin recuerdos no poseeríamos una auténtica personalidad pues, como escribió en “Matière et mémoire” (Materia y memoria), “¿Qué somos nosotros? ¿Qué es nuestro carácter sino la condensación de la historia que hemos vivido desde nuestro nacimiento, antes de nuestro nacimiento incluso, dado que llevamos con nosotros disposiciones prenatales? Sin duda no pensamos más que con una pequeña parte de nuestro pasado; pero es con nuestro pasado todo entero, incluida nuestra curvatura de alma original, como deseamos, queremos y actuamos”.


Es evidente que la historia tiene una presencia inquietante en el pensamiento. Para algunos, la historia procede de acuerdo a una sucesión lineal de acontecimientos con arreglo a una finalidad trascendente, esto es, una causalidad final relevante. Otros, en cambio, se concentran en detectar aquellos puntos de discontinuidades que señalan el surgimiento de un acontecimiento singular y las condiciones que lo hacen posible. El filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) consideraba en “L'archéologie du savoir” (La arqueología del saber) que “el trabajo de la nueva historia ya no consistiría en seguir los desarrollos lineales que elaboran un gran relato, sino en escuchar la historia detectando los accidentes del ‘afuera’ que no se expresan en los grandes ciclos de la ‘vieja’ historiografía. La historia, entendida así, ya no nos proporcionaría una identidad que nos indicaría lo que somos, sino aquello en lo que diferimos”. Se trataría entonces de detectar la incidencia que las interrupciones provocan en el devenir histórico y que se hallan por debajo del ‘gran relato’ de la historia, a los efectos de “detectar umbrales que señalen aquellos puntos de irreversibilidad que producen la diferencia. Ni largas periodizaciones ni estructuras estáticas y progresivas: no hay inercia del pasado que venga a completar el presente, pero tampoco hay contradicción entre estructura y devenir”.
Walter Benjamin (1892-1940) en cambio, no pensaba la historia del mismo modo. Para el filósofo alemán, ésta no podía conocerse como verdaderamente ha sido sino como la aparición de una imagen. La rememoración no tiene pretensiones de objetividad sino de una evocación imperfecta, selectiva y arbitraria, que recuerda al mismo tiempo que olvida. En “Geschichtsphilosophische thesen” (Tesis sobre la filosofía de la historia), reclamaba “cepillar a contrapelo la historia” en cuanto “los dominadores de cada época son los herederos de aquellos que alguna vez vencieron. No hay nunca un documento de la cultura que no sea, a la vez, uno de la barbarie. Y así como el documento no está libre de la barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión por el cual ha pasado de uno a otro”. Todas estas miradas, claro, están sumamente alejadas del presente historiográfico signado por lo anecdótico y reglado por el acoso cibernético. Es el posmodernismo escéptico que ni siquiera genera un pensamiento emancipador alternativo a las sólidas narraciones historicistas exhaustas y denigra las utopías de un mundo más justo y solidario. Como bien lo puntualizaba el filósofo francés Jean François Lyotard (1924-1998) en “La condition postmoderne” (La condición posmoderna), “la historia queda desprovista de toda finalidad. Sería algo así como el desencanto, la desilusión. Los grandes relatos ya carecen de sentido, no existen, son una ilusión”.
En ese sentido, el filósofo estadounidense Marshall Berman (1940-2013) apuntaba en “All that is solid melts into air” (Todo lo sólido se desvanece en el aire): “Ser moderno es ante todo una experiencia, la de la vida como un torbellino, la de descubrir que el mundo y uno mismo están en un proceso de desintegración perpetua, desorden y angustia, ambigüedad y contradicción”. Para Berman, la historia se cuenta con tramas contrapuestas de escenarios, sujetos, discursos y prácticas. Pero, a pesar de ello, hay una historia para ser contada. Karl Marx (1818-1883), filósofo, economista y sociólogo alemán, fue bastante cauto a la hora de dar recetas de índole general que primaran sobre el material histórico concreto sin considerar las particularidades de cada contexto y siempre evidenció el cuidado con el que se deben mirar los sucesos históricos para no caer en extrapolaciones y generalizaciones abusivas que conspiren contra la especificidad de cada proceso. Así, en el prólogo a “Zur kritik der politischen ökonomie” (Contribución a la crítica de la economía política), advertía sobre el peligro de la presencia de un pasado que, vestido con ropajes nuevos, viniese a conjurar aquello que de apertura potencial traen las relaciones sociales singulares de cada momento histórico. Para Marx, el hombre es el conjunto de sus relaciones sociales y el verdadero basamento de la historia está en la actividad práctica de los hombres. Toda la llamada historia universal no sería otra cosa que la producción del hombre por el trabajo humano.


En ese sentido, la escritora, psicóloga y socióloga chilena Marta Harnecker (1937-2019) afirmó en “Los conceptos elementales del materialismo histórico” que Marx, en “Thesen über Feuerbach” (Tesis sobre Feuerbach), ensayo escrito en 1845, produjo “una ruptura con las teorías acerca del hombre, la sociedad y su historia, que hasta ese momento eran teorías filosóficas que se limitaban a contemplar e interpretar el mundo, siendo incapaces de transformarlo porque no conocían el mecanismo de funcionamiento de las sociedades. Lo que hasta ese momento existía, en relación a la sociedad y su historia, eran o bien teorías filosóficas acerca de la historia o bien narraciones históricas y análisis sociológicos que se limitaban a describir los hechos que ocurrían en las distintas sociedades. Lo que no existía era un conocimiento científico de las sociedades y de su historia. Las ‘Tesis sobre Feuerbach’ implicaron una ruptura con todas las teorías filosóficas acerca del hombre y de la historia que no hacían sino interpretar el mundo, y anunciaron la llegada de una teoría científica nueva, la teoría científica de la historia o materialismo histórico, que fundó un campo científico nuevo: la ciencia de la historia”.
El materialismo histórico -término acuñado por el pensador ruso Gueorgui Plejanov (1856-1918) que alude al marco conceptual para comprender la historia humana-, sin dudas, ha sido el nombre de las búsquedas durante el siglo XX, tanto como una teoría que rastrea las determinaciones estructurales de la vida social como un llamado persistente a la acción transformadora. Un análisis que, al tiempo que desmenuza los hilos que unen los textos a la trama de la sociedad, se inspira en la voluntad de incitar a la acción. Aunque el materialismo histórico se halla estrechamente ligado al marxismo, historiadores, sociólogos e intelectuales no vinculados a éste, han tomado elementos de aquél para elaborar sistemas y enfoques materialistas para el estudio de la historia. Al marxismo se lo ha enfocado desde perspectivas y registros políticos, ideológicos e historiográficos diversos para explicar su excepcionalidad. También se lo ha calificado como “un conjunto inestable de prácticas” que signó la situación contemporánea del campo intelectual. Esto es, sería el responsable del derrotero de toda una generación, desde la vanguardia revolucionaria de los ’70 en América Latina a la extinción de la figura del intelectual desapasionado y equitativo, algo que no es más que un análisis arbitrario y en muchos sentidos discutible, ya que sus efectos políticos e historiográficos son manifiestos.


El historiador chileno Sergio Grez Toso (1953) decía en “Una historia para el presente y el futuro”, artículo publicado en la edición chilena de la revista “Le Monde Diplomatique” en mayo de 2012, que la historia, “al ser a la par de un saber científico un espacio de interpretaciones y en tanto tal un campo de batalla donde se produce el choque entre distintas visiones, intereses e ideologías, necesariamente se darán enfrentamientos entre las historias que, lejos de la improbable neutralidad ideal, están comprometidas políticamente. Un forma de éstas la constituyen las llamadas historias oficiales o institucionales, aquellas que son producidas por poderes a fin de legitimar su influencia o dominación, que encarnan y justifican un régimen por la historia que ellas producen”. En ese sentido, el historiador francés Marc Ferro (1924-2021) aseguraba en “L'histoire sous surveillance” (La historia sometida a vigilancia) que “la historia es la transcripción de una necesidad -casi instintiva- de cada grupo social o institución”, y ponía como ejemplo al Estado, la Iglesia, los partidos políticos, las etnias, etc., que justificaban su existencia mediante sus respectivas versiones de la historia.
El historiador francés Jacques Le Goff (1924-2014) sugería en “Histoire et mémoire” (Historia y memoria) que había que hacer “un inventario de los archivos del silencio y contar la historia a partir de los documentos y de las ausencias de documentos”. Y agregaba que la historia, en tanto ciencia del tiempo, debía ser el componente indispensable en toda actividad humana como saber falible, imperfecto, discutible, nunca del todo inocente, pero cuyas normas de verdad y condiciones profesionales de elaboración y ejercicio puedan ser calificadas como científicas. Al analizar estas afirmaciones, el antes citado Grez Toso manifestó en el artículo mencionado que “si al decir de Jacques Le Goff, la historia es la forma científica de la memoria colectiva, que por otra parte, no es otra cosa que la memoria social, no hay duda de que todos los materiales que de una u otra manera puedan dar cuenta de las acciones e interacciones humanas en cualquiera de sus manifestaciones y en determinado tiempo y lugar, han de constituirse en verdaderos testimonios y fuentes de información para recuperar y reconstruir distintos momentos de la memoria colectiva de un pueblo, del devenir de una cultura, sin entrar a discriminar entre manifestaciones de la memoria oral o escrita. De hecho, debemos aceptar que todas las acciones humanas, de la naturaleza que fueren, dejan distintos tipos de huellas, restos, rastros, registros, reliquias de cosas hechas o realizadas que pueden aportar alguna información acerca de la sociedad que las produjo”.