Edward Hallett Carr: El vencido
La segunda sección abarca el año 1925 y la primera parte de 1926, durante la cual Trotsky permaneció políticamente inactivo, desempeñando el papel de un miembro del Partido leal y obediente dedicado a funciones públicas de segunda importancia. Luego, durante la primavera de 1926, se sumó a la entonces derrotada oposición de Zinoviev y Kamenev y se reanudó la lucha, esta vez en el interior del Partido. Esta lucha se prolongó unos dieciocho meses, durante los cuales Trotsky, sus partidarios y sus nuevos aliados fueron paso a paso desposeídos de sus varios cargos en el Partido, y en su XV Congreso, a finales de 1927, expulsados del mismo. Zinoviev y Kamenev se retractaron. Trotsky y sus más arriesgados seguidores escogieron el camino del exilio a apartados lugares de la Unión Soviética. Durante el año siguiente el hogar de Trotsky fue Alma Ata, en los lejanos límites del Kazajstán. Luego, a fin de eliminar el peligro de que se convirtiera, incluso por correspondencia, en el foco de una nueva oposición, fue deportado del país, embarcado en Odesa con destino a Prinkipo.
En el plano personal la tragedia de Trotsky durante esos años reside en que, a diferencia de su primer período, cesó casi completamente de ser un hombre de acción. En los días heroicos de la revolución y la guerra civil había sido el dirigente. Ahora era el dirigido. En los choques de los años inmediatos la iniciativa no partiría de él: el campo de batalla y el momento de entablarla no los eligió él sino sus adversarios. En el otoño de 1923, cuando el triunvirato lanzó la primera campaña contra él, permitió que lo tentaran con una apariencia de compromiso, desautorizó a los que le habían apoyado, y permaneció inerme ante sus asaltantes. Un año más tarde se volvía a repetir el mismo hecho. Cierto que la ocasión de la reanudación de la lucha fue la publicación del ensayo de Trotsky “Lecciones de Octubre”. Pero la historia deja bien sentado que fue el triunvirato quien decidió considerarlo como la señal para el comienzo de la batalla, y que Trotsky no enarboló su ensayo para comenzarla. Como antes, Trotsky fue cogido de improviso y desprevenido ante la furia del ataque. En aquellos dos otoños su salud se vio quebrantada por el esfuerzo. Sucumbió ante una “misteriosa” enfermedad de imposible diagnóstico y se retiró bajo consejo médico al Cáucaso, para reaparecer recuperado cuando la crisis había concluido.
Tras el intervalo de dieciocho meses de inactividad, Trotsky se sumó a la lucha en junio de 1926, coaligado ahora con Zinoviev y Kamenev; pero la batalla fue comenzada en parte a instancias de Stalin. En esta última lucha desigual que duró hasta noviembre de 1927, es significativo que, conforme la posición de Trotsky se iba haciendo más desesperada, creciera su fortaleza moral. En octubre de 1926, la oposición llevó a cabo otro intento fallido de retracción y compromiso que, de acuerdo con el precedente de la vieja táctica de Stalin, no llevó a una tregua, como Trotsky y Zinoviev esperaban confiadamente, sino tan sólo a un enardecimiento del combate. Pero éste fue el último de los actos de inútil y voluntaria sumisión de Trotsky. En 1927 se produjo la aparición de Trotsky en el Ejecutivo de la Internacional Comunista (el último debate público contra sus acusadores, y la primera incalificable e incondicional quema pública de sus naves), y la redacción de “el programa de la oposición”, que rápidamente se convirtió en un documento prohibido que circulaba en la clandestinidad. En la crisis final, durante la que Zinoviev y Kamenev volvieron a desdecirse, Trotsky se mantuvo firme y desafiante, refutando el razonamiento (que él había utilizado repetidamente durante los tres años anteriores y que había frustrado toda su actividad) de que “el Partido no puede equivocarse”. Ahora proclamaba abiertamente que “era él y no el Partido quien llevaba la razón”. En el preciso instante en que su libertad de acción comenzó a verse amenazada, recuperaba su libertad de pensamiento.
El año transcurrido en Alma-Ata en incómodo y lejano retiro fue pues, para Trotsky, un período de reexamen y en cierto sentido de rehabilitación y autojustificación. En ininterrumpida correspondencia mantenida con otros miembros de la oposición exiliados en otras partes de la Rusia oriental y Siberia -especialmente con Rakovsky, Preobrajensky y Radek-, pudo afirmar sin lugar a equívocos la postura que no había logrado defender con firmeza durante los azarosos años de Moscú. La correspondencia tiene sus momentos de futilidad. Sometida a las duras condiciones del exilio y del aislamiento, la oposición comenzaba a cuartearse, dividida por discusiones que representaban el primer anticipo de las disputas escolásticas entre las diversas sectas trotskistas que iban a caracterizar los años treinta. Pero por regla general, las cartas del período de Alma-Ata son magníficos ejemplos de la poderosa inteligencia de Trotsky en acción, libre de los compromisos y respetos de mediados de los años veinte, inmersos en la compleja problemática de la revolución y su dilema.
La base del dilema, como sucede en todo problema de la Revolución Rusa, reside en la contradicción entre su programa y los medios disponibles para llevarlo a término. El programa de los bolcheviques incluía la industrialización y la democratización de Rusia (que en los demás países había sido obra de la revolución liberal o burguesa), como preludio a la creación de una nueva sociedad sobre la base de una economía y una democracia socialistas (que todavía no se había conseguido en ninguna parte); la debilidad de la burguesía y la quiebra del liberalismo ruso condujeron a un acortamiento de los dos procesos. La misma revolución había sido puesta en práctica por la acción de los obreros industriales de Petrogrado, en parte en forma espontánea, en parte organizada por el pequeño pero hábilmente dirigido Partido Bolchevique; pero su éxito no hubiera sido más que fugaz si Lenin no se hubiese apresurado a unir sus destinos con las ansias de tierra del campesino, añadiendo a su programa una redistribución de la tierra por medio de la expropiación.
Pero este fue sólo el comienzo de las dificultades. El virtual hundimiento de la economía y el Gobierno bajo la presión de la guerra, junto con el desencanto general, tornaron más fácil la toma del poder, pero infinitamente más arduo su ejercicio. La guerra civil, a la que vino a sumarse la intervención extranjera, completó el proceso de desintegración. Bajo tales circunstancias, ¿cómo iba “la dictadura del proletariado” o “el Estado obrero” a funcionar y sobrevivir? Los primitivos líderes bolcheviques, y en primer lugar Lenin y Trotsky, sólo tenían una respuesta. Invocaban el “deus ex machina” de la revolución mundial. Los proletarios de los países industriales más avanzados harían su revolución y vendrían en ayuda de sus hermanos rusos combatientes. La revolución rusa no podía pensar en asegurar su supervivencia de otro modo.
Hacia 1921 las perspectivas de la revolución mundial, de la revolución europea, de la revolución alemana (considerada siempre como el principal y primer eslabón de la cadena), iban esfumándose. El régimen revolucionario ruso demostró en medio de dificultades aparentemente insuperables, su capacidad de supervivencia. Pero ¿cómo había sobrevivido y cómo podía seguir superviviendo? La original debilidad del proletariado había aumentado aún más al verse sumergida en el proceso general de desintegración económica; Petrogrado, el principal núcleo de la industria rusa, decaía. La clase obrera rusa se había mostrado incapaz de ejercer su propia dictadura. Sin embargo, era inconcebible que habiendo vencido los bolcheviques en la revolución y la guerra civil, abandonaran y confesaran su fracaso apenas lograda la victoria. El Partido, que se había presentado siempre como la vanguardia de la clase obrera, tenía que seguir al frente. Pero sin representar, aunque ningún bolchevique lo admitiera ni aún para sus adentros, un proletariado existente: sería el depositario del proletariado del futuro. La senda a que apuntaba el Partido Bolchevique conducía al socialismo proletario a través de la industrialización.
Más que ningún otro, Trotsky se vio comprometido en esta empresa. Más que ningún otro entre los líderes aceptó la industrialización como la clave indispensable. En 1903 había denunciado ardorosamente la aceptación por parte de Lenin de la idea jacobina de liderazgo ejercido por una minoría honesta e ilustrada. Ahora la aceptaba sin discusión y aparentemente sin percatarse de su incongruencia. Respaldó sin reserva alguna las medidas adoptadas a instancias de Lenin por el congreso del Partido en marzo de 1921, destinadas a reforzar la disciplina del partido y a prohibir la formación de facciones y grupos en su seno, medidas inspiradas en parte por el reciente sobresalto del motín de Kronstadt, así como por la creencia de que la distensión de la dictadura económica bajo la NEP, aunque necesaria para lograr la recuperación, expondría al Partido y al régimen a nuevos riesgos políticos. A lo largo de los seis años siguientes no sólo se sintió cohibido por su afirmación de que “el Partido no podía equivocarse”, sino por su lealtad a una prohibición que le impedía constituir una oposición. Ni siquiera atacó nunca directamente la legitimidad de la prohibición. Hasta el final no se pudo unir a los centralistas democráticos, o cedemistas -los últimos residuos de una primera oposición-, que se hallaban en desacuerdo concretamente sobre las bases de la organización del Partido. En el período más crítico de la lucha, Trotsky siempre atacó a Stalin por seguir políticas erróneas, nunca por aplicar falsos principios de disciplina del Partido que sirvieran para imponerlas.
Incluso en Alma Ata persistía el dilema. Antes del golpe final, Trotsky se había visto obligado a denunciar la persecución de sí mismo y de sus partidarios, los métodos poco escrupulosos empleados por Stalin y “el estrangulamiento del Partido” por la burocracia de Stalin. Pero esto era secundario dentro del ataque fundamental a la política de Stalin, por su apoyo a la China de Chiang Kai-shek, su alianza con los dirigentes sindicales británicos representada por el Consejo Sindical Conjunto Anglo-Soviético, la línea del “socialismo en un solo país”, y sobre todo por la tolerancia del kulak. Cuando, no obstante, inmediatamente después del exilio de Trotsky en Alma Ata, Stalin arremetió contra los kulaks y dejó bien sentado que se hallaba en desacuerdo con el ala derecha del partido dirigida por Bujarin y Rikov, Trotsky todavía se vio más asaltado por las dudas, y ello se reflejó en las filas de sus partidarios.
Para un hombre con la honestidad y la pasión intelectual de Trotsky por el análisis político, el dilema de si había que combatir a Stalin o apoyarlo no podía ya resolverse con un simple “sí” o “no”. Si Stalin había pasado ahora a defender la línea que siempre había defendido la oposición -de resistir al kulak e impulsar hacia adelante la industrialización y la planificación-, mientras Bujarin y Rikov continuaban defendiendo la tolerancia del kulak, a uno no le quedaba más que apoyar el curso “izquierdista” de Stalin sin dejar de montar la guardia. Por otro lado, había que seguir combatiendo a Stalin sobre la cuestión de la libertad dentro del Partido y la democracia proletaria, cualquiera que fuese el sentido exacto que Trotsky atribuyera a esas frases. Tal era la “doble actitud” que Trotsky aconsejaba por carta a los miembros dispersos y exiliados de la antigua oposición, y no se trataba tan sólo de la réplica de la “flexibilidad dialéctica” a una “situación ambigua”. Era el reflejo de esta dramática incompatibilidad entre fines y medios que constituye el eterno problema del estadista y del historiador. La línea de Stalin iba encaminada, consciente o inconscientemente, a “desarraigar la barbarie por medios bárbaros”. Trotsky quería desarraigar apasionadamente la barbarie: una Rusia modernizada, occidentalizada, le parecía una meta esencial de la revolución, una condición esencial del socialismo. Pero retrocedió ante los medios, aunque en el pasado parecía haberlos apoyado por considerarlos los únicos medios al alcance. Y no podía rechazar aquella meta.
Estas vacilaciones y matices que tan poco servían para la puesta en marcha de una política práctica, eran poco atractivas para la masa de los miembros de la oposición en el exilio. No sólo los cedemistas pedían una política de “todo o nada”, considerando que se quería combatir a Stalin de manera efectiva había que atacarlo simultáneamente en todos los frentes y con cualesquiera aliados, sino que también estaban los que adoptaron el enfoque contrario y confiaban, a pesar de todo, en que el giro de Stalin hacia la izquierda era el preludio de una reconciliación con la oposición, cuya ayuda necesitaba en la lucha contra la derecha bujarinista. Es probable que el propio Stalin se aprovechara de esta idea: semejante maniobra iba de acuerdo con su carácter y antecedentes. Pero en la práctica demostró fuerza suficiente para no tener necesidad de recurrir a una amnistía general de la oposición y se contentó con sobornar a algunos de sus miembros, o a pequeños grupos de ésta, de forma que, a la vez que los humillaba, los plegaba a sus propósitos.
Los intelectuales que, en la primavera de 1928, comenzaban ya a propugnar la conciliación con Stalin se engloban en dos categorías. La primera estaba representada por Preobrajenski, siempre más teórico que político, un hombre de acción, el más original y agudo pensador de la economía que el régimen produjera, quien en 1924 había comenzado a analizar la doctrina de «la acumulación socialista primitiva» y a demostrar que la industrialización bajo las condiciones rusas implicaba la explotación de la economía campesina. Preobrajenski argüía que la oposición, con su superior perspicacia, había sido el verdadero y consciente intérprete de la necesidad histórica. Stalin se había sometido ahora a esta necesidad, aunque sin duda en forma falseada. Pero la oposición también erró en el pasado exagerando el peligro proveniente de la derecha y el compromiso personal de Stalin con ésta. Preobrajenski quería conseguir el permiso oficial para una conferencia de la oposición en el exilio, con la intención de modificar su programa de acción.
En la segunda categoría, Radek era el representante más eminente. Radek, y al igual que él muchos otros que no eran principalmente pensadores ni teóricos, halló en el aislamiento y la inactividad del exilio un tedio intolerable, y ahora que Stalin gravitaba hacia la línea tanto tiempo proclamada por la oposición, se aferraba ávidamente a esto con el pretexto de hallar una forma de la reconciliación que los devolviese a la vida política activa. Pero era inconcebible que Stalin y sus seguidores de Moscú fuesen reemplazados por la oposición fuera de la ley, y se convirtieron en ejecutores de su política, pero prescindieron de ellos. De aquí que un sector de la oposición se mostrase ya impaciente en el verano de 1928 y se hubiesen sembrado las semillas de una futura retractación. Trotsky se opuso a Preobrajenski y Radek, sufriendo las críticas de ambos, aunque fue a la vez culpado por los irreconciliables de no denunciar en términos suficientemente enérgicos las traidoras propuestas de parlamentar con Stalin. Mientras Trotsky permaneció en Alma Ata y tuvo libertad para mantener correspondencia con sus partidarios, se las arregló para mantener unidos a los exiliados, o cuando menos, para evitar una ruptura abierta; y sólo se produjeron defecciones aisladas durante este primer año. Pero Stalin censuró la correspondencia en octubre de 1928, cortando los vínculos con sus seguidores; y tres meses más tarde se dictó y ejecutó la sentencia de expulsión de la Unión Soviética. Una vez más Trotsky se había convertido en el lobo solitario, adentrándose en el período de su vida que Deutscher narrará en un tercer volumen, “El profeta desterrado”.
El subsiguiente curso de la vida de Trotsky, con sus intermitentes e infructuosas tentativas de reconstruir una oposición coherente y organizar una política coherente, tan sólo subrayaba el dilema, sin hacer nada por solucionarlo. “El monopolio bolchevique del poder, tal como lo habían establecido Lenin y Trotsky (escribe Deutscher como conclusión), halló en el monopolio de Stalin su afirmación y su negación; y cada uno de los dos antagonistas insistían en un aspecto distinto del problema”. Y: “El dominio de una sola facción constituía ciertamente un abuso, así como la consecuencia del dominio de un solo partido”. Mientras Stalin introdujo un marxismo distorsionado por “todo lo que había de primitivo y arcaicamente semiasiático en Rusia”, Trotsky permaneció fiel al “marxismo clásico”, que le había traicionado sólo a causa de “los fracasos del socialismo en el Oeste”. No es menos cierto que en el comienzo de su carrera, Trotsky predijo con claridad “la consecuencia del dominio de un solo partido”, y que lo aceptó cuando llegó la ocasión como el medio indispensable de lograr bajo determinadas condiciones el objetivo de la revolución. En este sentido se sometió a la necesidad histórica del estalinismo, al menos en su fase inicial.
Al cabo, Trotsky no sólo se vio obligado a afirmar el derecho a llevar razón frente al Partido, sino incluso frente a la historia, Trotsky se consideró muy a menudo el portavoz de la historia, condenando en su nombre a sus oponentes derrotados. Ahora la historia se había vuelto contra él, y Stalin podía invocarla a fin de desacreditarle y relegarlo al olvido. Al final de su autobiografía, Trotsky cita, acompañada de excusas por el “leve regusto de elocuencia eclesiástica”, una carta de Proudhon proclamando su reto al “destino”. “Hermosas palabras”, dice Trotsky. Pero este recuerdo a Proudhon, ¿no indica acaso que nos encontramos con una categoría que el marxismo clásico no ha logrado explicar?