Dispares criterios argumentales sobre la
historia
Por el
contrario, el ensayista e historiador pakistaní Tariq Ali (1943), autor de
“Trotsky for beginners” (Trotsky para principiantes), relató en una entrevista
publicada en la revista “Sin Permiso” en septiembre de 2010 que “a veces,
cuando vuelvo sobre algunos ensayos suyos que no he leído durante veinte o
veinticinco años, indefectiblemente aprendo algo. Una cuestión importante en
Trotsky fue su desprecio por los tontos. Y eso fue un problema para él, porque
el Partido Bolchevique estaba lleno de idiotas. Trotsky no perdía el tiempo con
ellos, pero al final fueron esos tipos los que se movilizaron en su contra”. Y
contó una anécdota de Trotsky en una reunión del Politburó. “Como el nivel del
debate era insoportable, cogió una novela de Balzac o de Stendhal y se puso a
leerla en medio de todo aquello. Sin duda es una actitud muy arrogante, pero
también bastante admirable”. Y concluyó: “Ahora hay muchos historiadores
guerreros fríos profesionales que pretenden deshacerse de él. No soportan que
hubiera un bolchevique capaz de comprender aquel sistema mejor que ellos, en
una época, además, en la que ellos estaban totalmente encandilados por él.
Ahora escriben libros para probar que nada bueno salió de todo aquello: que
todo era terrible, que todos eran lo mismo. Que no hay diferencia entre Lenin y
Stalin, que no hay diferencia ente Trotsky y Stalin. Para gente como Robert
Service, Stalin podría incluso considerarse mejor en algunos aspectos. Stalin
era alguien con quien se podía hacer negocios, prosperar. Uno no puede tomarse
los trabajos de gente como Service demasiado en serio”.
Otros historiadores, en este caso los británicos Eric Hobsbawm (1917-2012) y Perry Anderson (1938), también vertieron su opinión con respecto a la figura de Trotsky. El primero, en su libro “The age of extremes” (Historia del siglo XX), lo calificó como “el más prestigioso y célebre de los herejes”. Y el segundo, en “Considerations on western marxism” (Consideraciones sobre el marxismo occidental), concluyó a mediados de la década del ’70 del siglo pasado que “la escala histórica de las realizaciones de Trotsky es aún difícil de apreciar hoy. Algún día esta tradición, perseguida, mutilada, aislada y dividida, tendrá que ser estudiada en toda la diversidad de sus canales y corrientes subterráneas. Puede sorprender a los historiadores futuros con sus riquezas”.
Otros historiadores, en este caso los británicos Eric Hobsbawm (1917-2012) y Perry Anderson (1938), también vertieron su opinión con respecto a la figura de Trotsky. El primero, en su libro “The age of extremes” (Historia del siglo XX), lo calificó como “el más prestigioso y célebre de los herejes”. Y el segundo, en “Considerations on western marxism” (Consideraciones sobre el marxismo occidental), concluyó a mediados de la década del ’70 del siglo pasado que “la escala histórica de las realizaciones de Trotsky es aún difícil de apreciar hoy. Algún día esta tradición, perseguida, mutilada, aislada y dividida, tendrá que ser estudiada en toda la diversidad de sus canales y corrientes subterráneas. Puede sorprender a los historiadores futuros con sus riquezas”.
Desde un punto de vista ideológicamente partidario, la periodista y editora argentina Andrea Robles (1969) publicó en “La Izquierda Diario” en noviembre de 2021, un artículo titulado “Una vez más: ¿qué es el trotskismo?”. Entre muchas otras cosas escribió: “El Programa de Transición, escrito por León Trotsky en 1938, como documento principal para la conferencia de fundación de su corriente, la IV Internacional, en un momento de gran crisis del capitalismo mundial, reúne toda una serie de demandas, una guía basada en la experiencia de larga data de luchas obreras y populares. Apuestan a dotar de una alternativa y de una herramienta, impidiendo que los costos de la crisis traigan como consecuencia el retroceso de las condiciones de vida de las mayorías trabajadoras y el deterioro del planeta, y por el contrario avancen en sus objetivos. El trotskismo sostiene que el sistema capitalista no es capaz de terminar con los sufrimientos que genera en la sociedad porque, por cierto, es responsable de generarlos. Si bien puede tener algunos tiempos de bonanza, desde la Primera Guerra Mundial hasta nuestros días ha estado teñido de múltiples crisis económicas, guerras y padecimientos inauditos que provocaron revoluciones, irrupciones de las masas trabajadoras y sectores medios empobrecidos, motorizadas por la imposibilidad de posponer demandas vitales”.
Más adelante agrega: “Tomando en cuenta que la tarea del socialismo es crear una sociedad sin clases basada en la solidaridad y la satisfacción armoniosa de todas las necesidades, en los primeros años de la revolución se sentaron los cimientos para avanzar en ese sentido apostando a su desarrollo. La teoría de la revolución de Trotsky, conocida como la revolución permanente, al igual que la de Lenin, continuando la tradición clásica marxista, concibe la construcción del socialismo en función de las posibilidades que va creando su extensión a nivel internacional, especialmente en los países avanzados, hasta abarcar todo el globo, poniendo fin al capitalismo. Se sustenta en el desarrollo de las fuerzas productivas tales como para independizar a los individuos de la lucha por su subsistencia, al decir de Marx, pasando ‘del reino de la necesidad al reino de la libertad’.
Y concluye: “Muerto Lenin, Trotsky se constituyó en el mayor oponente de la burocracia estalinista, el freno de mano de la revolución con el que contó el capitalismo. Esto explica que aún exiliado y aislado, Churchill lo definiera como ‘el ogro de la subversión’. Uno de sus más importantes biógrafos, Isaac Deutscher, planteó que el trotskismo, en aquél trágico momento para la humanidad, era un pequeño bote con una abrumadora vela, que aunque no permitió jugar un rol determinante, dejó distintos ejemplos que plasmaban la única alternativa para el triunfo de la revolución, frente a tamaña masacre que provocó la segunda guerra de rapiña imperialista por una nueva división del mundo. Recientemente, intelectuales y figuras de prestigio internacional salieron al cruce de la calumniosa versión sobre la Revolución Rusa que realizó el presidente Putin para la televisión rusa y gustosamente difundió Netflix para el mundo occidental. Muchos prejuicios se encuentran en esta serie rusa. Justamente porque persiste la identificación de Trotsky con la perspectiva de la revolución es que siguen atacando su imagen, personalidad y obra”.
En ese sentido, es digna de mención la nota que el historiador, docente e investigador argentino Horacio Tarcus (1955) publicó en la revista “Nueva Sociedad” en agosto de 2020 bajo el título “Trotsky, héroe trágico”. “Trotsky no fue sólo un gran escritor, fue también un gran lector. Como llevó una vida errante buena parte de su existencia, solía frecuentar las bibliotecas públicas de las ciudades en las que le tocaba vivir. Los tiempos de reflujo, incluso en situaciones de prisión, favorecían entre los militantes la organización de proyectos de lectura y estudio, así como balances histórico-políticos de mayor aliento. Los tiempos más sobresaltados de movilización, en cambio, dejaron escasos márgenes para este tipo de esfuerzos sostenidos. Sin embargo, Trotsky encontraba el modo de seguir leyendo y escribiendo. Así lo reconoce en ‘Mi vida’, su autobiografía escrita durante su exilio en la isla turca de Prinkipo, tras su expulsión de la Unión Soviética: ‘Para mí, los mejores y más caros productos de la civilización han sido siempre -y lo siguen siendo- un libro bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos propios. Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces, en medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente! Sin embargo, casi un tercio de siglo de esa vida se ha consagrado por entero a la revolución. Y si empezara a vivir de nuevo, seguiría sin vacilar el mismo camino’”.
Hace unos 2.400 años Heródoto de Halicarnaso (484-425 a.C.) escribió una extensa obra en la que describió el mundo antiguo contando sus pormenores no sólo históricos sino también filosóficos, políticos, geográficos, teológicos y artísticos. Fue el filósofo y orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) quien lo consideró el “padre de la historia” tras acceder a la lectura de “Historiae” (Historias) en la que el historiador y geógrafo griego había compuesto un relato razonado y estructurado de las acciones humanas. Cicerón, en su “De oratore” (Oratoria), utilizó la expresión latina “magistra vitae” (maestra de vida) para calificar a la historia. Muchos años más tarde Paul Valéry (1871-1945), un personaje sumamente escéptico y desdeñoso que no se consideraba a sí mismo un filósofo sino, como él mismo de autodefinió, un “anti-filósofo”, diría en uno de los ensayos que componen su “Regards sur le monde actuel” (Miradas sobre el mundo actual) que “la historia es el producto más peligroso que haya elaborado la química del intelecto. Sus propiedades son bien conocidas. Hace soñar, embriaga a los pueblos, genera en ellos falsos recuerdos, exagera sus reflejos, conserva sus viejas heridas, los atormenta en el reposo, los lleva al delirio de grandeza o al de persecución, y hace que las naciones se vuelvan amargadas, soberbias, insoportables y vanas”. Polemizó así con la sentencia “historia magistra vitae” adjudicándole a la historia ser la responsable de graves errores políticos y de la desvirtuación de las ideas.
¿Qué es entonces la historia? ¿Una maestra de vida o un producto peligroso del intelecto? Para dilucidar esta antinomia cabe retornar al antes mencionado filósofo, ensayista y crítico literario alemán Walter Benjamin quien, en los años ’30 del siglo pasado, propuso en su citada obra que era necesario sustraer a la historia de las manipulaciones e instrumentaciones engendradas y propagadas por el orden establecido y entenderla como una ciencia que abarcase no sólo los aspectos sociales sino también, y primordialmente, los económicos. Para lograrlo opinó que debía ser analizada no desde un punto de vista idealista (como proponía Hegel) sino desde un punto de vista materialista (como proponía Marx). Esto último es, tal como ya se mencionó, lo que se conoce como materialismo histórico, una doctrina filosófica según la cual el desarrollo de la historia, sus procesos políticos, sociales y espirituales, está condicionado por las actividades económicas de las sociedades.
En su ensayo, Benjamin decía que el historiador es un “profeta que mira hacia atrás” y la historia debía ser contada desde la perspectiva de los vencidos y no de los vencedores. “Los dominadores actuales -escribió- son los herederos de todos los que vencieron alguna vez en la historia. La empatía con el vencedor siempre favorece al dominador actual. El materialista histórico advierte ese estado de cosas. Todo aquel que hasta este día alcanzó la victoria en las mil luchas que se entreveran en la historia tiene parte en el triunfo del hoy dominador sobre el hoy dominado. El inventario del botín que los primeros exhiben ante los últimos no puede sino ser revistado muy críticamente por el materialista histórico. Este inventario es llamado cultura. Lo que el materialista histórico aprecia en los bienes de cultura es, en todos y cada uno, de una procedencia en la que no puede considerar sin espanto. No le deben la existencia sólo al esfuerzo de los genios que los han creado, sino también a la anónima servidumbre de sus contemporáneos. No puede haber un documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie. El materialista histórico se distancia de ello”.
Para Trotsky, el materialismo histórico presentaba elementos valiosos para pensar el mundo contemporáneo. En su “Istoriia Russkoi Revoliutsii” (Historia de la Revolución Rusa) lo calificó no como historia del pasado sino como historia trabajada desde los conflictos, las contradicciones y las luchas del presente y como “una historia del futuro”, una historia que debía emparentarse con el socialismo, esto es, la propiedad colectiva de los medios de producción. Esta condición -decía Trotsky- “es una idea que se propone un fin elevado: el de liberar para siempre las facultades creadoras del hombre de todas las trabas, dependencias humillantes o duras obligaciones. Las relaciones personales, la ciencia, el arte ya no tendrán que sufrir ningún plan impuesto, ninguna sombra de obligación”. Y en “Moia zhizn'” (Mi vida) se basó en el materialismo histórico para dar a entender que la formación del conocimiento científico era un proceso social que se había constituido a través de la historia como herencia cultural y científica de las sociedades de clases. En su numerosa obra filosófica y sociológica llegó a considerables conclusiones teórico-políticas. Para lograrlas, según sus propias palabras, fue “imprescindible el uso de la historia”.
Y si del uso de la historia se habla, vale la pena recordar que ni el citado Marx ni su amigo y colaborador el filósofo, politólogo y sociólogo alemán Friedrich Engels (1820-1895) fueron los primeros en hablar de socialismo ni los únicos en su época. El empresario galés Robert Owen (1771-1858), el economista, sociólogo y filósofo francés Charles Fourier (1772-1837) y el filósofo y teórico político francés Étienne Cabet (1788-1856), considerados los padres del cooperativismo, concibieron al socialismo como una utopía, como la construcción de una sociedad democrática fundada en relaciones de igualdad, es decir, comunidades ideales al margen de las existentes. Así, con sus matices y polémicas, para ambas corrientes -la del socialismo dogmático y la del socialismo utópico- el fin del socialismo era satisfacer las necesidades materiales y culturales de toda la sociedad y de cada uno de sus miembros. Hasta el propio Lenin, en “O kooperacii” (Sobre las cooperativas), un artículo publicado en el periódico “Pravda” en mayo de 1923, se pronunció por la puesta en pie y el desarrollo de un sistema de cooperativas agrícolas en las que los campesinos entrasen voluntariamente e hicieran una experiencia que los pusiera en el camino hacia el socialismo. “Hablando con propiedad -escribió-, nos queda sólo hacer que nuestra población sea lo bastante civilizada como para comprender todas las ventajas que ofrece una adhesión generalizada a las cooperativas que precisamos ahora para pasar al socialismo”. Por su parte, en 1906 Trotsky había escrito en “Itogi i perspektivy” (Resultados y perspectivas) que “una producción socialista sólo es posible si las cooperativas están como empresas dirigentes, a la cabeza del desarrollo industrial”.
En cuanto al socialismo propiamente dicho, para muchos historiadores existen copiosos indicios sobre la existencia en la antigüedad de experimentos interpretados rebuscadamente como socialistas en una docena de territorios, mucho antes de que Henri de Saint Simon (1760-1825), uno de los fundadores y teóricos del socialismo moderno, abogara por la instauración de una organización social liderada por hombres sabios que beneficiase por igual a todos los componentes de la sociedad. Para el filósofo y economista francés, la antigua nobleza, el clero y el poder judicial se habían convertido en clases obsoletas a las que había que sustituir por la clase industrial. En su ensayo “Du système industriel” (El sistema industrial) expresó su creencia de que el trabajo productivo era el valor básico de la sociedad y subrayó la primacía que la economía debía tener sobre la política, anticipando así las posiciones que tomarían el marxismo y el socialismo años después. El propio Engels reconoció que Saint Simon había sido, junto con Hegel, la mente más enciclopédica de su época y que de su obra habían salido muchas de las ideas del socialismo posterior.
En la “Encyclopædia Britannica” (Enciclopedia británica) por ejemplo, puede leerse que hacia el año 2100 a.C. en el reino de Sumeria, ubicado en el sur de la Mesopotamia entre los ríos Tigris y Éufrates y considerado como la primera civilización urbana de la humanidad, la economía estaba organizada por el Estado. La mayor parte de la tierra cultivable era propiedad de la corona; los labradores recibían raciones de las cosechas que se entregaban en los depósitos reales. Para la administración de esta vasta economía estatal se llevaron cuentas de todas las entregas y distribuciones de raciones. En Ur, su capital, y en las ciudades Lagash y Umma se encontraron miles de tabletas de arcilla inscritas con esas cuentas. Y el historiador estadounidense Will Durant (1885-1981), capciosamente narró en “Our oriental heritage. Story of civilization” (Nuestra herencia oriental. La historia de la civilización) que algo similar ocurría en Babilonia allá por el año 1750 a.C., mientras que en Egipto, entre los años 323 y 30 a.C. bajo dinastía ptolemaica, el Estado era dueño del suelo y administraba la agricultura diciéndole a los campesinos qué tierras debían labrar y qué productos debían cultivar. Y en “The life of Greece. A history of greek civilization from the beginnings” (La vida de Grecia. Historia de la civilización griega desde sus orígenes) contó que durante el siglo III a.C. se llevaron a cabo grandes obras públicas, se perfeccionó la agricultura y una considerable parte de los beneficios se aplicó al desarrollo y al incremento de la vida cultural de sus ciudadanos.
También el helenista y escritor francés Paul Louis Courier (1772-1825) entendió que Roma había tenido su intermedio socialista bajo el gobierno del emperador Cayo Aurelio Diocleciano (284-305 d.C.). En “Ancient Rome at work. An economic history of Rome from the origins to the empire” (La antigua Roma en acción. Una historia económica de Roma desde los orígenes hasta el imperio) relató que, ante la pobreza y el desasosiego crecientes en la población y el inminente peligro de una invasión bárbara, el emperador publicó el “Edictum de pretiis” (Edicto sobre precios), un documento en el que estableció un precio máximo de productos y servicios para evitar la especulación. El edicto, uno de los primeros controles de precios documentados de la historia, incluía a los alimentos, los productos textiles, los costos de transporte y los salarios. Las principales víctimas de esta crisis eran los soldados que, al decir del edicto, podían “perder sus bonos y salarios en una sola compra”. Este tipo de abuso era grave pues robar a los soldados equivalía a robar a todo el pueblo romano que sostenía al ejército con sus impuestos. Además se emprendieron grandes obras públicas para dar trabajo a los desocupados y se distribuyeron entre los pobres alimentos gratuitos o a precios reducidos.