Edward Hallett Carr: El vencedor
Edward
Hallett Carr (1892-1982) fue uno de los historiadores más exhaustivos y
rigurosos sobre la historia de la Rusia Soviética, tema al que dedicó buena
parte de su vida. Su “A history of Soviet Russia” (Historia de la Rusia
Soviética) comprende catorce volúmenes escritos entre 1950 y 1978. La primera
parte, “The bolshevik revolution” (La revolución bolchevique) consta de
tres volúmenes y abarca el período 1917-1923. Le sigue “The interregnum” (El
interregno) en un tomo en el que analiza la etapa 1923-1924, prosigue con los
cuatro tomos de “Socialism in one country” (El socialismo en un sólo país)
sobre los años 1924-1926, y culmina con los seis tomos de “The foundations
of a planned economy” (Bases para una economía planificada) que comprende
los años 1926-1929. También es autor de “1917. Before and after” (1917. Antes y
después), “The Russian Revolution. From Lenin to Stalin” (La Revolución Rusa.
De Lenin a Stalin), “The twilight of the Comintern” (El ocaso de
la Comintern) y “The Comintern and the spanish civil war” (La Comintern y
la guerra civil española). Carr, basándose en la documentación, evitó
en su trabajo caer en la simplificación de que Stalin había sido el realismo y Trotsky la
utopía. Desmanteló minuciosamente todas las concepciones que hacían concluir el
ciclo revolucionario en determinadas fechas: Brest-Listovk o la insurrección de
Kronstadt para algunos, la instauración de la NEP (Nueva Política Económica) o
el fallecimiento de Lenin para otros. Para Carr existió una simultaneidad, una
continuidad entre estos acontecimientos y se dedicó más a investigarlos que a
sacar conclusiones. Trotsky y su obra política e intelectual fueron un punto de
referencia ineludible para su trabajo historiográfico. Bajo el título “The
Trotsky’s tragedy” (La tragedia de Trotsky) publicó en 1967 en el suplemento
literario del diario londinense “The Times”, al cumplirse el 50º aniversario de
la Revolución Rusa. La primera parte del citado artículo sigue a continuación.
Las victorias del bolchevismo y las victorias personales de Trotsky apenas puede decirse que fueran conseguidas gracias a las armas. En recursos materiales y en armamento, las ventajas estaban siempre de la otra parte; y el logro de la revolución consistió en que consiguió su fuerza en contra de esas aparentemente superiores condiciones. Pero es cierto que Trotsky aparece a través de todo el período que comprende hasta 1921 como el profeta victorioso, como el héroe conquistador. Los tres grandes hitos de esta parte de su carrera son: jefatura en la revolución de 1905, cuando a los veintiséis años de edad se erigió en la figura dominante del autoproclamado Soviet de Petersburgo; su principal papel en los preparativos militares de la revolución de octubre de 1917, y su organización del Ejército Rojo, en la guerra civil.
El papel de Trotsky en la revolución de 1905 fue sobresaliente, presentando un doble aspecto, práctico el uno y teórico el otro. Su determinación y su elocuencia en las reuniones del Soviet y en su subsiguiente proceso ante un tribunal zarista, fueron factores de primera importancia para levantar la autoridad y el prestigio del Soviet y para crear un mito revolucionario cuyo poder iba a quedar demostrado en el momento culminante de octubre de 1917. Tanto en 1905 como en 1917 fue Trotsky, no Lenin, el protagonista de la idea del Soviet, y dio forma a un espontáneo florecimiento de agrupaciones informales, asambleas democráticas de trabajadores industriales. Para Trotsky, aunque no para Lenin, los soviets constituían su principal plataforma y no el Partido. Para Trotsky, los soviets, desde 1905 en adelante, constituían el símbolo de la revolución, y no se hizo bolchevique hasta 1917.
Sin embargo, fue el papel de Trotsky en 1917 quien demostró ser el más decisivo históricamente y el que desde entonces se ha visto sometido a la máxima distorsión y controversia. Al describir las medidas y las decisiones que llevaron al victorioso golpe revolucionario de octubre, no es cómodo mantener recta -con la mayor imparcialidad del mundo- la balanza entre Lenin, todavía oculto y emergiendo de cuando en cuando para exhortar y animar al Comité Central del Partido por carta o mediante subrepticia visita a Petrogrado, y Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado y de su comité revolucionario militar, comprometido, casi en franco desafío al Gobierno provisional, en los preparativos prácticos de la insurrección. No es sorprendente que entre dos hombres tan diferentemente situados en ambientes políticos tan distintos, aunque inspirados entonces por un objetivo idéntico y un sentido de la urgencia igualmente imperativo, hubiesen surgido diferencias de opinión en cuestiones de fechas y tácticas. Unos cuantos años después de 1917, cuando los recuerdos todavía estaban frescos, el mismo Stalin rindió tributo al papel de Trotsky como organizador de la revolución. Posteriormente ese papel fue lentamente minimizado hasta eliminar a Trotsky totalmente de la escena en las modernas historias oficiales de octubre de 1917, o apareciendo únicamente como si hubiera tratado de retrasar o sabotear los bien trazados planes de Lenin y Stalin.
El tercer episodio en el que fueron destacados e irremplazables los servicios de Trotsky a la revolución fue la organización y dirección de la acción militar soviética en la guerra civil. La desintegración del Ejército zarista había sido parte necesaria de la revolución, no meramente un subproducto casual, sino uno de sus esenciales objetivos. La inevitable consecuencia había quedado de manifiesto en la debilidad de la línea de conducta soviética en Brest-Litovsk, y de la resistencia soviética a posteriores incursiones alemanas. Trotsky atacó intrépidamente el problema en la primavera y el verano de 1918, en medio de los primeros rugidos de guerra civil y contrarrevolución. Frente a la oposición de sabihondos militares del Partido, que hablaban todavía en términos de partisanos y milicianos bajo un jefe elegido, Trotsky se dedicó a crear el núcleo de un nuevo y centralizado Ejército Rojo, llamando en su ayuda a antiguos oficiales zaristas para que los instruyeran y lo mandaran. Paso a paso, reconstruyó una fuerza capaz de hacer frente y derrotar las toscas levas de los generales blancos. Fue una hazaña de genio organizativo a la que no sólo Lenin, sino más de un destacado general alemán del momento, rindieron franco tributo.
En la estrategia de las campañas de la guerra civil, el papel de Trotsky fue menos sobresaliente, y sus éxitos más dudosos. Es una historia deliberadamente confusa y oscurecida por las posteriores recriminaciones estalinistas. Que Trotsky cometió errores, que acertada o equivocadamente más de una vez no fue escuchado, y que Lenin se esforzó coherentemente en mantener el difícil equilibrio entre él y Stalin, a fin de no perder los servicios de uno u otro de aquellos indispensables lugartenientes, queda bien sentado. Lo que quizás sea sorprendente es que la victoria hubiera acompañado a un ejército cuyos jefes supremos se hallaban indispuestos entre sí. Trotsky merece ser aclamado en toda justicia como el vencedor de la guerra civil, pero en virtud de sus habilidades de organizador y de la inspiración que el Ejército Rojo extrajo de su magnetismo personal, más que de su dirección de las operaciones militares. En general, es de advertir el escaso fundamento del cargo que se le imputaba respecto a que pretendía convertirse en un Napoleón.
En razón de su historial de triunfos, Trotsky podía haber entrado en las páginas de la historia, sobre todo, como un hombre de acción. Pero Trotsky era un marxista que creía en la unidad de teoría y práctica; y sus contribuciones a la teoría y a la historiografía de la revolución, de ningún modo fueron el aspecto menos notable de su obra. Muchas veces, en el transcurso de su rica y variada carrera, trató con intuición extraordinaria de los acontecimientos y fenómenos revolucionarios, aunque, llegado el momento, no siempre supo cómo sacar provecho de sus propios análisis y predicciones. “El método de Lenin -escribió en 1904, en plena escisión entre bolcheviques y mencheviques, después del segundo congreso del Partido- lleva a lo siguiente: la organización del Partido sustituye al Partido en su conjunto; a continuación, el Comité Central sustituye a la organización; y finalmente, un solo dictador sustituye al Comité Central”. Piénsese lo que se quiera de éste a modo de veredicto sobre el partido, al que el mismo Trotsky se uniría trece años más tarde y le serviría durante diez, constituyó una observación sobremanera aguda acerca de un fenómeno que, por el momento, se hallaba sólo en germen.
La mayor contribución de Trotsky a la doctrina del partido, fue la así denominada teoría de la “revolución permanente”, una frase que tomó prestada de Marx, pero a la que dio un nuevo y particular sentido ideado para reflejar y aclarar las condiciones rusas. Convencido del fracaso de la clase media rusa y de sus políticos liberales, el resultado de la súper rápida y artificial expansión de la industria rusa bajo el doble impulso de los pedidos estatales y los préstamos exteriores, Trotsky vio, antes que ningún otro dirigente revolucionario, las dificultades que llevaba consigo la aplicación en Rusia del esquema marxista, esquema derivado del examen de las condiciones occidentales y de una revolución burguesa conducente por inevitable y espontáneo desarrollo del proceso a la futura revolución proletaria. En Rusia, la burguesía no era, ni nunca podría ser, lo suficientemente poderosa para hacer la revolución. La experiencia de 1905 convenció a Trotsky de que los trabajadores no esperarían más una revolución que no acababa de llegar. En Rusia, vaticinó, el obrero se encontrará encaramado en el poder “antes que su amo”, y se verá obligado a completar las revoluciones burguesa y proletaria del proyecto marxista en una sola e ininterrumpida operación. Se trataba de la doctrina que, si no formalmente al menos en esencia, se hallaba subyacente en las célebres “tesis de abril” leninistas de 1917 y que señalaron el camino para la toma del poder en el mes de octubre.
Trotsky
participaba apasionadamente de la común convicción de que la revolución
proletaria, aunque pudiera estallar primeramente en Rusia, se extendería
rápidamente a Europa y especialmente por Alemania, y que, a menos que así
fuera, la revolución rusa no podía confiar en sobrevivir por sí misma. “La
guerra europea - escribía ya en 1906- significa inevitablemente revolución
europea”. Para Trotsky, la revolución rusa, a no ser que se la plantease como
parte integrante de una revolución mundial, le parecía tan sin importancia y
tan sin sentido como cuando Marx
consideraba una revolución que no triunfara también en Inglaterra “una tormenta
en un vaso de agua”. En marzo de 1917, conjurando por un momento la visión de
una revolución rusa que no se extendiera a Alemania, decidió que “no
necesitamos devanarnos los sesos con una hipótesis tan improbable”. Y siguió
creyendo -lo que no era una convicción absurda ni disparatada- que si en
Alemania falló la revolución proletaria durante el invierno de 1918-19 se debía
tan sólo a que carecía de un Partido Comunista organizado y de unos jefes
decididos. Lo más singular es que Trotsky cifró casi exclusivamente sus
ilusiones en Alemania; fue uno de los que se opusieron al intento de exportar
la revolución a Varsovia al filo de las
bayonetas soviéticas en el verano de 1920. Pero el mes de octubre de 1923 le
halló una vez más -la última- convertido
en apasionado creyente en la inminencia
de la revolución alemana. A los
adversarios de Trotsky les fue muy fácil -aunque en sustancia injustamente-
colgarle la etiqueta de aventurerismo revolucionario en Europa bajo la apariencia
de “revolución permanente”; por lo demás, Stalin le segó brillantemente la
hierba bajo los pies con la doctrina de “el socialismo en un solo país”.
Si no obstante, buscamos a modo de anticipación los síntomas precursores de la caída de Trotsky, los hallaremos no tanto en su error de juicio sobre los acontecimientos como en su equivocado juicio acerca de las personas. Por regla general, Trotsky parece haber tenido un señalado éxito en la elección de sus subordinados y en ganarse su fidelidad: pocos le abandonaron incluso cuando la fidelidad se hizo azarosa o funesta para sus futuras ilusiones. Pero esto no bastaba. Un gobernante debe saber cómo escoger y componérselas con sus subordinados, obteniendo lo mejor de cada uno; un político debe saber cómo tratar a sus iguales. Quizá Lenin pusiera el dedo en la llega cuando en el “testamento” criticaba a Trotsky por estar “demasiado atraído por el aspecto administrativo de los asuntos”. Trotsky nunca se sintió completamente a gusto con aquellos a quienes consideraba sus inferiores intelectuales, pero a los que, sin embargo, había de tratar como iguales. El cargo más común contra él era el de su soberbia, lo que Lenin denominaba más cortésmente “desmedida confianza en sí mismo”. Pero en cuanto político -utilizando el término para marcar la diferencia, por un lado, del gobernante, y por otro, del pensador político y hombre de ideas-, Trotsky nunca parece haber desplegado esta confianza en sí mismo. En la práctica titubeó demasiado a menudo, cambió de postura (como en la controversia de Brest-Litovsk), desalentó a sus seguidores cediendo donde todos esperaban que se mantuviera firme, y fue obstinado donde la obstinación era ya inútil.
Esta falta de tacto y de conocimiento de las personas que actuaban dentro de su misma esfera y ambiente, se puso claramente de manifiesto en su actitud inicial frente a Lenin y Stalin. Durante el período anterior a 1917, cuando Lenin iba ganando paso a paso la consideración indiscutida de jefe de la facción bolchevique, Trotsky seguía tratándole como a un abogado quisquilloso y trapacero. Lo curioso no es que en el calor de las discusiones entre bandos distintos incurriera en claras injusticias (lo mismo hacía Lenin), sino que no parecía tener idea alguna de la talla del futuro artífice de la revolución. Más fácil es entender, en una fase más avanzada, su desdén por Stalin, pues, al principio, esta era la idea que predominaba en el Partido. Pero incluso en 1923 y 1924, cuando Zinoviev empezaba a dar claras muestras de sentirse alarmado por el monopolio estaliniano de la dirección de la maquinaria del Partido, y el testamento de Lenin comenzaba a interpretarse como un alarmado toque de atención, Trotsky seguía obstinadamente ciego respecto al extraordinario poder y talento del hombre que en el período subsiguiente tendría entre sus manos los destinos del Partido y de Rusia.
Si no obstante, buscamos a modo de anticipación los síntomas precursores de la caída de Trotsky, los hallaremos no tanto en su error de juicio sobre los acontecimientos como en su equivocado juicio acerca de las personas. Por regla general, Trotsky parece haber tenido un señalado éxito en la elección de sus subordinados y en ganarse su fidelidad: pocos le abandonaron incluso cuando la fidelidad se hizo azarosa o funesta para sus futuras ilusiones. Pero esto no bastaba. Un gobernante debe saber cómo escoger y componérselas con sus subordinados, obteniendo lo mejor de cada uno; un político debe saber cómo tratar a sus iguales. Quizá Lenin pusiera el dedo en la llega cuando en el “testamento” criticaba a Trotsky por estar “demasiado atraído por el aspecto administrativo de los asuntos”. Trotsky nunca se sintió completamente a gusto con aquellos a quienes consideraba sus inferiores intelectuales, pero a los que, sin embargo, había de tratar como iguales. El cargo más común contra él era el de su soberbia, lo que Lenin denominaba más cortésmente “desmedida confianza en sí mismo”. Pero en cuanto político -utilizando el término para marcar la diferencia, por un lado, del gobernante, y por otro, del pensador político y hombre de ideas-, Trotsky nunca parece haber desplegado esta confianza en sí mismo. En la práctica titubeó demasiado a menudo, cambió de postura (como en la controversia de Brest-Litovsk), desalentó a sus seguidores cediendo donde todos esperaban que se mantuviera firme, y fue obstinado donde la obstinación era ya inútil.
Esta falta de tacto y de conocimiento de las personas que actuaban dentro de su misma esfera y ambiente, se puso claramente de manifiesto en su actitud inicial frente a Lenin y Stalin. Durante el período anterior a 1917, cuando Lenin iba ganando paso a paso la consideración indiscutida de jefe de la facción bolchevique, Trotsky seguía tratándole como a un abogado quisquilloso y trapacero. Lo curioso no es que en el calor de las discusiones entre bandos distintos incurriera en claras injusticias (lo mismo hacía Lenin), sino que no parecía tener idea alguna de la talla del futuro artífice de la revolución. Más fácil es entender, en una fase más avanzada, su desdén por Stalin, pues, al principio, esta era la idea que predominaba en el Partido. Pero incluso en 1923 y 1924, cuando Zinoviev empezaba a dar claras muestras de sentirse alarmado por el monopolio estaliniano de la dirección de la maquinaria del Partido, y el testamento de Lenin comenzaba a interpretarse como un alarmado toque de atención, Trotsky seguía obstinadamente ciego respecto al extraordinario poder y talento del hombre que en el período subsiguiente tendría entre sus manos los destinos del Partido y de Rusia.
Dadas las cualidades de Trotsky, quizá el rasgo más destacado de toda su carrera fuese la forma en que desde 1917 hasta la enfermedad y muerte de Lenin, apoyara sin reservas su jefatura y se plegara, sólo porque Lenin las hubiera aprobado, a las decisiones a las que él se había opuesto tan intransigentemente. La relación de este período entre dos hombres que se habían atacado sin desmayo y se habían maltratado entre sí durante más de diez años dice mucho en favor de ambos; la popular leyenda de “Lenin y Trotsky” como dirigentes gemelos de la revolución tiene una firme base en los hechos. Pero la voz cantante era, en última instancia, la de Lenin, y no sólo porque el Partido escuchara a Lenin allí donde no escucharía a Trotsky, sino por razón del singular carácter de la relación personal entre ellos. Como los acontecimientos iban a mostrar, Trotsky se hallaba indefenso, como político, sin Lenin, mientras que para Lenin, Trotsky era tan sólo el primero de sus ayudantes. Pero en el funcionamiento de su relación, Trotsky tenía la supremacía en la ejecución y en ocasiones también su opinión era decisiva. A los ojos del público su papel parecía mayor de lo que era en realidad, llegando en ocasiones, especialmente en el extranjero, a eclipsar el de Lenin. Trotsky estaba llegando a la cumbre de su triunfo. Luego el protagonista se hundiría en la tragedia de la pérdida de la ilusión por una democracia proletaria y en la aceptación de la militarización del trabajo, como objetivo político permanente. La tragedia de Trotsky viene así a ser el reflejo de la tragedia del régimen bolchevique.
El período ascensional de Trotsky llega hasta la primavera de 1921, estando en el pináculo de la gloria y de su fama. La guerra civil, en cuya victoria desempeñó un papel tan activo, había concluido. Lenin se hallaba en plenas facultades, con su salud intacta. Los nombres de Lenin y Trotsky iban por todas partes unidos como los artífices y héroes -o los villanos- de la revolución, y sus respectivos papeles se consideraban complementarios. Podían haber tenido divergencias en ocasiones anteriores, y continuaba habiéndolas, pero nadie dudaba de lo inquebrantable de su mutua confianza. El descenso se inicia en esta época. Rejuvenecido por las glorias de la revolución y de la guerra civil, Trotsky nunca se sintió muy a gusto en la pedestre y a menudo descorazonadora empresa de la reconstrucción: la lucha contra la escasez, la apatía y la desorganización. La primavera de 1922, y su total incapacitación sobrevenida un año más tarde, le privaron del sólido puntal sobre el que habían descansado su destacada posición y categoría en el Partido, mucho más de lo que él mismo sospechara.
El quid de la caída de Trotsky estriba en que siempre estuvo situado a la defensiva y condenado a la pasividad. Se vio súbitamente asaltado por fuerzas que lo aturdieron, cuyo alcance tardó mucho en saber apreciar. O bien resistía denodadamente, o se entregaba; entonces, cuando ya desesperado se decidía a actuar, resultaba que lo había hecho equivocadamente. Desde luego, es cierto que Trotsky halló en Stalin un táctico político consumado, y que la capacidad intelectual y las grandes dotes de gobierno y organización de Trotsky no incluían la perspicacia política, el tacto para saber desenvolverse entre la gente y en cualquier situación, que es parte necesaria de las facultades de todo estadista o político de éxito. En este aspecto, la tragedia de Trotsky puede estimarse como una cualidad, o defecto, personal, y su desenlace como una simple lucha por el poder entablada entre fuerzas desiguales.