Duncan Hallas: El estatismo totalitario
Duncan
Hallas, con un estilo de escritura claro y una gran capacidad como orador, difundió
su análisis del capitalismo escribiendo textos y dando conferencias. Fue editor
de la revista trimestral “International Socialism Journal” y publicó numerosos
artículos en las revistas “Socialist Review” y en la mencionada “Socialist
Worker”. De su autoría son los innumerables folletos y artículos que escribió,
entre los que pueden citarse, entre los primeros, “Trotsky”, “The meaning of
Marxism” (El significado del marxismo) y “The Labour Party. Myth and reality”
(El Partido Laborista. Mito y realidad); y entre los segundos “Towards a
Revolutionary Socialist Party” (Hacia un Partido Socialista Revolucionario),
“The first shop stewards' movement” (El primer movimiento de delegados
sindicales), “The Communist Party and the general strike” (El Partido Comunista
y la huelga general), “The Soviet Union state capitalist or socialist?” (¿La
Unión Soviética, capitalista o socialista de Estado?), “Introduction to
Trotsky’s ‘The Lessons of October’” (Introducción a “Las lecciones de Octubre”
de Trotsky), “The bourgeois revolution” (La revolución burguesa) e
“Introduction to Lenin’s ‘left wing’ communism” (Introducción al comunismo de
"izquierda" de Lenin). También fue autor de los libros “Trotsky’s
marxism” (El marxismo de Trotsky) y “The Komintern” (La Internacional
Comunista). Lo que sigue es la tercera y última parte de los fragmentos extraídos
de su artículo “León Trotsky, el socialista revolucionario”.
En octubre
de 1933, Trotsky cambió de posición abruptamente, pasando a argumentar que el
régimen no podía ser reformado. Tenía que ser derrocado. El camino de la
“reforma” ya no era más posible. Solo la revolución podría destruir a la
burocracia. El “sindicato burocratizado” tenía que ser destruido, no reformado.
La conclusión de Trotsky era que el Termidor de la Revolución Rusa no está en
el futuro, sino bastante atrás. En términos de analogías formales, todo esto
era bastante plausible. Como el propio Trotsky apuntó, los “termidorianos” representaban
una reacción en la base de la revolución burguesa, y no un retorno al antiguo
régimen. Trotsky mantuvo esta posición, en esencia, durante los últimos cinco
años de su vida. En su libro “La revolución traicionada” (1937) la elabora con
riqueza de detalles e ilustraciones vívidas. La naturaleza fundamental de la
ruptura con sus propios análisis anteriores no puede ser más exagerada. Una
cosa era discutir (como Lenin lo había hecho) que el Estado obrero se hallaba
burocráticamente deformado, distorsionado, degenerado o como se quiera. Pero
ahora lo que se afirmaba era que la dictadura del proletariado no poseía
ninguna conexión necesaria con el poder efectivo de los trabajadores. Ahora la
dictadura del proletariado pasaba a significar, antes que nada, propiedad
estatal y planificación económica (aunque casi no había existido planificación
bajo la NEP). La dictadura del proletariado podría seguir existiendo al mismo
tiempo con una clase obrera atomizada y sujetada al despotismo más totalitario.
En favor de Trotsky debe ser dicho que estaba lidiando con un fenómeno absolutamente nuevo. El, como todos los opositores de los años ‘20, había visto el peligro de un colapso del régimen debido a la presión de las crecientes fuerzas de la pequeña burguesía. Esto es lo que Termidor había significado para todos ellos. El resultado efectivo fue bastante inesperado. La propiedad estatal no solamente había sobrevivido sino que tuvo una expansión acelerada. En realidad, la burocracia desempeñó un papel independiente, hecho este que Trotsky nunca admitiría en forma completa. El régimen resultante era único en aquella época. No había ocurrido ninguna restauración burguesa. Incluso más, en un período de profunda depresión económica en los países avanzados, un rápido crecimiento económico tuvo lugar en la U.R.S.S., un punto que Trotsky enfatizó repetidas veces en defensa de su argumento de que el régimen no era capitalista.
Trotsky escribió cierta vez que la esencia de la tragedia era el contraste entre grandes objetivos e insignificantes medios. Independientemente de lo que pueda decirse sobre esta generalización, ciertamente ella resume la propia situación de Trotsky durante sus últimos años de vida. El hombre que organizó la Insurrección de Octubre, que dirigió las operaciones del Ejército Rojo, que había lidiado -como amigo o enemigo- con los partidos obreros de masas (revolucionarios y reformistas) en el Comintern, se hallaba reducido a luchar para mantener unido a un puñado de grupos minúsculos, esparcidos por todas partes, todos ellos impotentes en la práctica para influir en el curso de los acontecimientos, incluso marginalmente. Trotsky estuvo obligado a intervenir repetidas veces en centenares de disputas insignificantes entre media docena de pequeños grupos. Algunas de estas disputas implicaban claro, asuntos serios de principios políticos, pero incluso estos tenían sus raíces, como Trotsky llegó a verlo con claridad, en el aislamiento de estos grupos con respecto al movimiento obrero y en la influencia en ellos del ambiente pequeño-burgués porque ese era el ambiente al cual fueron empujados y al cual muchos de ellos ya se habían adaptado. No obstante, Trotsky luchó hasta el fin. Inevitablemente, su aislamiento forzado y la imposibilidad de participar efectivamente del movimiento obrero, en el cual había desempeñado un papel clave, afectó hasta cierto punto su comprensión del curso que seguía una lucha de clases en constante cambio. Ni incluso su vasta experiencia y sus magníficas reflexiones tácticas podían sustituir completamente la falta de retroalimentación con los militantes implicados en las luchas del día a día, lo que sólo era posible en un verdadero Partido Comunista. En la medida en que el período de aislamiento se prolongaba, esto se hizo más claro. Compárese su “Programa de Transición” de 1938 con aquel que sirvió de prototipo al mismo, el “Programa de Acción” para Francia de 1934. Si medimos cuan frescos, relevantes, específicos y concretos eran respecto de la lucha real, el “Programa” de 1934 era claramente superior.
En favor de Trotsky debe ser dicho que estaba lidiando con un fenómeno absolutamente nuevo. El, como todos los opositores de los años ‘20, había visto el peligro de un colapso del régimen debido a la presión de las crecientes fuerzas de la pequeña burguesía. Esto es lo que Termidor había significado para todos ellos. El resultado efectivo fue bastante inesperado. La propiedad estatal no solamente había sobrevivido sino que tuvo una expansión acelerada. En realidad, la burocracia desempeñó un papel independiente, hecho este que Trotsky nunca admitiría en forma completa. El régimen resultante era único en aquella época. No había ocurrido ninguna restauración burguesa. Incluso más, en un período de profunda depresión económica en los países avanzados, un rápido crecimiento económico tuvo lugar en la U.R.S.S., un punto que Trotsky enfatizó repetidas veces en defensa de su argumento de que el régimen no era capitalista.
Trotsky escribió cierta vez que la esencia de la tragedia era el contraste entre grandes objetivos e insignificantes medios. Independientemente de lo que pueda decirse sobre esta generalización, ciertamente ella resume la propia situación de Trotsky durante sus últimos años de vida. El hombre que organizó la Insurrección de Octubre, que dirigió las operaciones del Ejército Rojo, que había lidiado -como amigo o enemigo- con los partidos obreros de masas (revolucionarios y reformistas) en el Comintern, se hallaba reducido a luchar para mantener unido a un puñado de grupos minúsculos, esparcidos por todas partes, todos ellos impotentes en la práctica para influir en el curso de los acontecimientos, incluso marginalmente. Trotsky estuvo obligado a intervenir repetidas veces en centenares de disputas insignificantes entre media docena de pequeños grupos. Algunas de estas disputas implicaban claro, asuntos serios de principios políticos, pero incluso estos tenían sus raíces, como Trotsky llegó a verlo con claridad, en el aislamiento de estos grupos con respecto al movimiento obrero y en la influencia en ellos del ambiente pequeño-burgués porque ese era el ambiente al cual fueron empujados y al cual muchos de ellos ya se habían adaptado. No obstante, Trotsky luchó hasta el fin. Inevitablemente, su aislamiento forzado y la imposibilidad de participar efectivamente del movimiento obrero, en el cual había desempeñado un papel clave, afectó hasta cierto punto su comprensión del curso que seguía una lucha de clases en constante cambio. Ni incluso su vasta experiencia y sus magníficas reflexiones tácticas podían sustituir completamente la falta de retroalimentación con los militantes implicados en las luchas del día a día, lo que sólo era posible en un verdadero Partido Comunista. En la medida en que el período de aislamiento se prolongaba, esto se hizo más claro. Compárese su “Programa de Transición” de 1938 con aquel que sirvió de prototipo al mismo, el “Programa de Acción” para Francia de 1934. Si medimos cuan frescos, relevantes, específicos y concretos eran respecto de la lucha real, el “Programa” de 1934 era claramente superior.
Indudablemente, esto no se debía a “fallas” intelectuales. Algunos de los últimos escritos de Trotsky, como el titulado “Los sindicatos en la época de la decadencia imperialista”, constituyen aportes claves al pensamiento marxista. Se debía más a la falta de contacto íntimo con cantidades significativas de militantes implicados en la verdadera lucha de clases. No obstante, cuando Trotsky fue asesinado en agosto de 1940 por el agente enviado por Stalin, dejó un movimiento. Fueran cuales fueran las debilidades y defectos que tenía dicho movimiento, y tenía muchos, era una enorme realización. El crecimiento del estalinismo y el triunfo del fascismo en la mayor parte de Europa, casi destruyeron toda huella de la auténtica tradición comunista en el movimiento obrero. La acción destructiva del fascismo fue directa: aplastó las organizaciones de los trabajadores donde quiera que llegó al poder. Dentro de la U.R.S.S. el estalinismo hizo lo mismo, a través de métodos diferentes. Fuera de la U.R.S.S., el estalinismo corrompió y después efectivamente estranguló la tradición revolucionaria en tanto movimiento de masas.
En el centro de la visión de Trotsky sobre el mundo, en los últimos años de su vida, estaba la convicción de que el sistema capitalista estaba próximo a su último suspiro. Las condiciones económicas necesarias para la revolución proletaria ya habían alcanzado, en general, el más alto grado de maduración posible bajo el capitalismo. Las fuerzas productivas de la humanidad habían dejado de crecer. Las nuevas invenciones y los nuevos progresos ya no producían un crecimiento de la riqueza material. Bajo las condiciones de la crisis social de todo el sistema capitalista, las crisis coyunturales sobrecargaban a las masas de privaciones y sufrimientos cada vez mayores. El crecimiento del desempleo profundizaba, a la vez, la crisis financiera del Estado y debilitaba los inestables sistemas monetarios. Los gobiernos, tanto democráticos como fascistas, iban de una bancarrota en otra. De hecho, esta era una buena descripción del estado en que se encontraba en aquella época la mayor parte de la economía mundial. Como se ha dicho, Trotsky estaba profundamente impresionado por el contraste entre este estancamiento y el acelerado crecimiento de la U.R.S.S. (había otras excepciones importantes también, las cuales Trotsky no tomó en cuenta: la producción industrial de Japón se duplicó entre 1927 y 1936 y luego continuó creciendo, mientras que en la Alemania de Hitler el desempleo prácticamente desapareció en el marco del impulso armamentista). Pero Trotsky buscaba algo más que una descripción de la coyuntura mundial. Consideraba que la situación del capitalismo era irreparable.
El había sostenido desde 1935 que “ya nada distingue a los comunistas de los socialdemócratas, excepto la fraseología, la cual no es difícil de cambiar”. La realidad, no obstante, se mostraría más compleja, un hecho que acabó por llevar a la Cuarta Internacional a una crisis profunda. Trotsky señalaba una tendencia efectiva, pero la escala de tiempo de su desarrollo era mucho más larga de lo que había imaginado. Después del pacto Hitler-Stalin (agosto de 1939), los partidos del Comintern permanecieron leales a Moscú y durante la Guerra Fría de 1948 en adelante, ellos no capitularon así como así ante “sus” burguesías. Sus políticas no eran revolucionarias, pero no eran reformistas en el sentido más ordinario. Mantuvieron durante casi veinte años una línea de “izquierda” en relación al Estado burgués (consolidada por su exclusión sistemática del poder en Francia, Italia y otras partes luego de 1947), lo que hizo extremadamente difícil la creación de alternativas revolucionarias, incluso aunque otros factores hubieran sido más favorables. Y en un caso importante, el de China, y otros menos importantes (entre ellos los de Albania, Yugoslavia y Vietnam), los partidos estalinistas en verdad destruyeron Estados burgueses débiles y los sustituyeron por regímenes moldeados según el modelo ruso. Particularmente, la Revolución China de 1948-1949 puso en cuestión el análisis trotskista clásico del papel de los partidos estalinistas, y particularmente, en los países atrasados. Si esta revolución era caracterizada como proletaria, la razón de existencia de la Cuarta Internacional -la naturaleza contrarrevolucionaria del estalinismo- quedaba destruida. Por otro lado, si fuese en algún sentido una revolución burguesa -una “Nueva Democracia” como Mao reivindicó en alguna oportunidad- la Teoría de la Revolución Permanente sería puesta en cuestión
Pero el error más importante de Trotsky en su momento, fue considerar que no había salida económica para el capitalismo, incluso si la revolución de los trabajadores fuese impedida. Tal vez, presionado, Trotsky hubiera admitido que cierta expansión económica temporal era posible sobre una base cíclica. Había percibido rápidamente la recuperación limitada del capitalismo europeo entre 1920 y 1921 (y extrajo conclusiones políticas de ese hecho) y también había señalado la efectiva recuperación económica del abismo de 1929-1931 durante los ‘30. Pero excluyó completamente la posibilidad de una recuperación económica prolongada, como para dar esperanza al reformismo en cuanto fuerza de masas en las décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial. Su visión era común a toda la izquierda de aquella época. No obstante, ya existía evidencia de que la producción de armas a gran escala podría producir un crecimiento económico global, un crecimiento que no se limitaba al sector militar de la economía.
Trotsky
había dado por descontado el renacimiento de los partidos obreros existentes
junto con las revueltas (sus escritos sobre la Revolución Rusa bastan para
dejar esto fuera de duda) y también su política contrarrevolucionaria. Pero
fruto de que su perspectiva se basaba en la catástrofe económica, el empobrecimiento
generalizado de las masas y el surgimiento de regímenes totalitarios, siendo la
única alternativa la revolución de los trabajadores a corto plazo, creía que
ese renacimiento del reformismo duraría muy poco tiempo -una especie de
intervalo-, como fue el gobierno de Kerensky. Es por esto que escribió con
tanta confianza a finales de 1938: “En los próximos diez años el Programa de la
Cuarta Internacional se volverá la guía de millones, y estos millones de
revolucionarios tomarán por asalto el cielo y la tierra”. El tono mesiánico
introducido de estas palabras, hizo que los seguidores de Trotsky tuviesen
serias dificultades en realizar evaluaciones meditadas y realistas de los
cambios en la conciencia de la clase trabajadores, de la alteración de la
correlación de fuerzas entre las clases, y así extraer el máximo provecho de
dichas situaciones a través de tácticas adecuadas (la esencia de la práctica
política leninista). Si es o no posible encontrar consignas o demandas que
cumplan exactamente con estas especificaciones, dependerá obviamente de las
circunstancias. Si en un determinado momento “la conciencia actual de grandes
sectores” es decididamente no revolucionaria, entonces dicha conciencia no
podrá ser transformada con consignas. Son necesarios cambios en las condiciones
existentes. El problema es, en cada etapa, encontrar e impulsar consignas que
además de que logren eco en algunos sectores de la clase trabajadora (el ideal,
claro, sería que lo tuvieran en toda la clase obrera) sean capaces de conducir
a dichos sectores a la acción. Y consignas como estas, frecuentemente no son
transicionales en el sentido estricto de la definición de Trotsky. Es claro que
Trotksy no es responsable por la tendencia de la mayoría de sus seguidores a
transformar en un fetiche no sólo el concepto de reivindicaciones
transicionales, sino incluso a las reivindicaciones específicas del “Programa
de 1938” -principalmente la “escala movil de salarios”. El énfasis dado por
ellos a este aspecto fue excesivo, y sustentó su convicción de que las
“reivindicaciones” eran independientes de la organización revolucionaria de la
clase trabajadora.
Pero mientras tanto, la Segunda Guerra Mundial había comenzado con la invasión alemana de Polonia, la que fue rápidamente seguida por la división del territorio del Estado polaco entre Hitler y Stalin. Durante casi dos años (del verano boreal de 1939 al de 1941) Hitler y Stalin fueron aliados, y en este período, el régimen de Stalin se anexó los Estados bálticos, Ucrania occidental, Bielorrusia occidental y otros. Desde 1935 hasta entonces, la política exterior de Stalin se había dirigido a lograr una alianza militar con Francia y Gran Bretaña contra Hitler. La política de los Frentes Populares del Comintern era su complemento. Fruto del pacto Hitler-Stalin, los partidos comunistas adoptaron una posición “antiguerra”, cuyo contenido real era cualquier cosa menos revolucionario, hasta el ataque de Hitler a la U.R.S.S., lo que los llevó a posicionamientos superpatrióticos en los países aliados. El pacto Hitler-Stalin y la división de Polonia produjeron mucho rechazo contra la U.R.S.S. en los círculos de izquierda situados fuera de los partidos comunistas (y un buen número de deserciones también), y tuvo impacto en los grupos trotskistas. En el mayor de ellos, el Socialist Workers Party (SWP) de Estados Unidos, un sector comenzó a cuestionar la consigna de Trotsky de “defensa incondicional de la U.R.S.S. contra el imperialismo”, la cual era consecuencia de la definición de la U.R.S.S. como un “Estado obrero deformado”. Luego, el cuestionamiento también se extendería a esta definición. En el curso del debate que siguió, Trotsky llevó su análisis del estalinismo en la U.R.S.S. hasta su máximo desarrollo, y consideró algunas posiciones alternativas con el fin de rechazarlas.
En realidad, Trotsky creía que si la burocracia realmente constituyese una clase y la U.R.S.S. fuera una nueva forma de sociedad de explotación, entonces, no se podría considerar que la Rusia estalinista era un producto excepcional de circunstancias únicas, ni se podría afirmar que estaría condenada a desaparecer en breve, tal como Trotsky creía. Pero el asunto no terminaba aquí. Trotsky llamó la atención sobre una visión que estaba en el “aire”, por así decir, a finales de los años ‘30, de que la “burocratización” y la “estatización” estaban avanzando en todos lados, indicando las características de la sociedad venidera -un “estatismo totalitario”, el cual Trotsky mismo esperaba que se desarrollase, a menos que una revolución de los trabajadores siguiese a la guerra. Las alternativas fueron planteadas falsamente. Las previsiones de la “burocratización del mundo” eran impresionistas, no el producto de un profundo análisis. Tampoco se podía concluir que si la U.R.S.S. realmente fuese una sociedad de explotación en el sentido marxista (y era en torno a esto que giraban los argumentos aparentemente escolásticos de si la burocracia era una “clase” o una “casta”), ella sería una sociedad de explotación de tipo fundamentalmente nuevo. ¿Y si suponemos que era una forma de capitalismo? Si esto era así, todos los argumentos sobre la “perspectiva histórica mundial” caían por tierra. Por supuesto, Trotsky estaba familiarizado con el concepto de capitalismo de Estado.
Pero mientras tanto, la Segunda Guerra Mundial había comenzado con la invasión alemana de Polonia, la que fue rápidamente seguida por la división del territorio del Estado polaco entre Hitler y Stalin. Durante casi dos años (del verano boreal de 1939 al de 1941) Hitler y Stalin fueron aliados, y en este período, el régimen de Stalin se anexó los Estados bálticos, Ucrania occidental, Bielorrusia occidental y otros. Desde 1935 hasta entonces, la política exterior de Stalin se había dirigido a lograr una alianza militar con Francia y Gran Bretaña contra Hitler. La política de los Frentes Populares del Comintern era su complemento. Fruto del pacto Hitler-Stalin, los partidos comunistas adoptaron una posición “antiguerra”, cuyo contenido real era cualquier cosa menos revolucionario, hasta el ataque de Hitler a la U.R.S.S., lo que los llevó a posicionamientos superpatrióticos en los países aliados. El pacto Hitler-Stalin y la división de Polonia produjeron mucho rechazo contra la U.R.S.S. en los círculos de izquierda situados fuera de los partidos comunistas (y un buen número de deserciones también), y tuvo impacto en los grupos trotskistas. En el mayor de ellos, el Socialist Workers Party (SWP) de Estados Unidos, un sector comenzó a cuestionar la consigna de Trotsky de “defensa incondicional de la U.R.S.S. contra el imperialismo”, la cual era consecuencia de la definición de la U.R.S.S. como un “Estado obrero deformado”. Luego, el cuestionamiento también se extendería a esta definición. En el curso del debate que siguió, Trotsky llevó su análisis del estalinismo en la U.R.S.S. hasta su máximo desarrollo, y consideró algunas posiciones alternativas con el fin de rechazarlas.
En realidad, Trotsky creía que si la burocracia realmente constituyese una clase y la U.R.S.S. fuera una nueva forma de sociedad de explotación, entonces, no se podría considerar que la Rusia estalinista era un producto excepcional de circunstancias únicas, ni se podría afirmar que estaría condenada a desaparecer en breve, tal como Trotsky creía. Pero el asunto no terminaba aquí. Trotsky llamó la atención sobre una visión que estaba en el “aire”, por así decir, a finales de los años ‘30, de que la “burocratización” y la “estatización” estaban avanzando en todos lados, indicando las características de la sociedad venidera -un “estatismo totalitario”, el cual Trotsky mismo esperaba que se desarrollase, a menos que una revolución de los trabajadores siguiese a la guerra. Las alternativas fueron planteadas falsamente. Las previsiones de la “burocratización del mundo” eran impresionistas, no el producto de un profundo análisis. Tampoco se podía concluir que si la U.R.S.S. realmente fuese una sociedad de explotación en el sentido marxista (y era en torno a esto que giraban los argumentos aparentemente escolásticos de si la burocracia era una “clase” o una “casta”), ella sería una sociedad de explotación de tipo fundamentalmente nuevo. ¿Y si suponemos que era una forma de capitalismo? Si esto era así, todos los argumentos sobre la “perspectiva histórica mundial” caían por tierra. Por supuesto, Trotsky estaba familiarizado con el concepto de capitalismo de Estado.
Aunque Trotsky pensase que un sistema de capitalismo de estado “integral” (lo cual quiere decir, total) fuese teóricamente posible, decía que tal sistema no existiría. Pero supongamos que la burguesía fuese destruida por una revolución y los trabajadores -debido a su debilidad numérica o cultural- fallaran en tomar el poder, o después de haberlo tomado, en mantenerlo. La burocracia que emergiera como sector privilegiado (tal como Trotsky había descrito gráficamente el caso de la burocracia estalinista de la U.R.S.S.) controlaría al Estado y la economía. ¿Cuál sería en realidad su papel económico? ¿No sería una clase capitalista “sustituta”? No se puede argumentar que la burocracia estalinista no era capitalista porque controlaba toda la economía nacional. Trotsky había admitido que, en principio, una burguesía estatal podría ocupar tal posición y analizó siempre la sociedad estalinista desde el punto de vista de la forma de propiedad, y no desde las relaciones de producción concretas, aunque haya usado frecuentemente esta expresión y, en realidad, las haya tratado como idénticas. Y de esta misma forma se debe analizar a la U.R.S.S. La forma de propiedad (en este caso, la propiedad estatal) no puede ser considerada independientemente de las relaciones sociales de producción. La relación de producción dominante en la U.R.S.S. (especialmente luego de la industrialización) era la relación trabajo asalariado-capital, característica del capitalismo. El trabajador en la U.R.S.S. vendía la mercancía fuerza de trabajo, de la misma forma en que lo hacía un trabajador en Estados Unidos. A cambio de su trabajo no recibía raciones, como un esclavo, tampoco una parte de lo producido, como si fuese un siervo, sino dinero, el cual era gastado en mercancías producidas para vender.
Trabajo asalariado implica capital. No había burguesía alguna en la U.R.S.S., pero había, ciertamente, capital -tal como este fue definido por Marx. Capital, el cual es necesario decirlo, no consiste -para un marxista- en materias primas, créditos y demás. Capital es “un poder social independiente, esto es, el poder de una parte de la sociedad, que se mantiene e incrementa a través de la compra de fuerza de trabajo. La existencia de una clase que posee solo su capacidad de trabajo es condición preliminar y necesaria del capital. Es exclusivamente el dominio de la acumulación lo que transforma el trabajo acumulado en capital”. Tal situación sí existía en la U.R.S.S. Para Marx, la burguesía era la “personificación” del capital. En la U.R.S.S. la burocracia cumplía esta función. Este último punto fue negado directamente por Trotsky. En su opinión, la burocracia era simplemente un “gendarme” en el proceso de distribución, determinando quién recibía qué parte de la riqueza y cuándo. Pero esto es inseparable del proceso de acumulación de capital. La sugerencia de que la burocracia no dirigía el proceso de acumulación, esto es, que no actuaba como “personificación” del capital, no resiste examen alguno. Si no era la burocracia, entonces ¿quién lo dirigía? Indudablemente, no era la clase trabajadora. En definitiva, la U.R.S.S. emergió de la Segunda Guerra Mundial más fuerte que antes (en relación con las otras potencias), con una burocracia firme al mando, sobre la base de una industria estatizada. Además de esto, se produjo la imposición de regímenes similares al ruso en Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria, Alemania Oriental y Corea del Norte. Y surgieron regímenes estalinistas “nativos” en Albania, Yugoslavia y, un poco más tarde, en China, Cuba y Vietnam, sin ninguna intervención del ejército ruso. El estalinismo, evidentemente, no estaba en su “agonía mortal”, sino que era, en ausencia de la revolución de los trabajadores, un medio alternativo de acumulación de capital al capitalismo monopólico “clásico”.