El poeta francés Paul Valéry (1871-1945), se lamentaba con aflicción: "todo puede ser discutido, todo puede ser negado; todo puede ser sostenido, todo puede ser imitado; todo puede ser confundido, todo puede ser olvidado... ¡oh, pobre cabeza!". Estas amargas palabras han cobrado hoy más notoriedad que nunca: vivimos en un mundo en el que, efectivamente, todo puede suceder. Desde lo más absurdo y ridículo hasta lo más abyecto e inverosímil. La trivialidad del mal, el bastardeo de las palabras, la venalidad de la voluntad y la relatividad de la ética son ya moneda corriente y casi nadie se asombra por ello.
Ante este sombrío panorama los argentinos -sumergidos hasta el cuello en un marasmo de descomunales proporciones- asistimos impávidos a nuestro desmoronamiento como nación soberana al compás de una dirigencia cipaya, egoísta e indiferente. La decadencia, al parecer irrefrenable, gana terreno día a día en desmedro de este país que alguna vez pudimos mostrar con orgullo. Nuestros abuelos inmigrantes que abandonaron la tierra de sus orígenes huyendo de la pobreza y las guerras, pueden dar testimonio fiel de este hecho. Ellos llegaron con lo puesto y, quienes más quienes menos, lograron progresar al tiempo que hacían crecer a la Argentina como ningún otro país hispanoparlante sudamericano. Hoy, en cambio, la usurpación de nuestra riqueza, de nuestra cultura, de nuestras ilusiones, de nuestras esperanzas, se ha vuelto razonable, auténtica, hasta tal punto que nos quieren hacer creer que es eterna e inevitable. Ante este escenario cruel y demoledor, decía Julio Cortázar (1914-1984) "sólo nos queda protagonizar pequeños actos que, aunque por sí solos no resuelvan nada, por lo menos nieguen la exclusividad del despojo y la omnipotencia de la desdicha".
Cada uno de nosotros se encuentra solo en la sociedad y hasta enfrentado a ella. A veces, pareciera que el único recurso que tenemos a nuestro alcance para hacerle frente a la violencia cotidiana que nos oprime es oponerle nuestra propia violencia, aquella que somos capaces de ejercer y esto nos conduce invariablemente a un epílogo signado por la destrucción.
La corrupción por el poder genera a cada instante más fastidio y rencor, y los pequeños logros individuales sólo calman momentáneamente el dolor que sentimos, ya que las jerarquías económicas y sociales no se modifican y el sometimiento y la humillación permanecen incólumes. Habrá que romper entonces la dictadura de los tecnócratas que nos avasalla desde el poder, la conjura de los necios que nos asuela desde los medios y la ignorancia de los lúmpenes que nos traiciona desde las bases, para transformar esta democracia puramente formal que sólo abastece a las clases dominantes, en una democracia inequívocamente popular que atienda las necesidades de las mayorías.
Está claro que los artífices de la globalización, que todo lo someten al espíritu mercantil y monetarista, están profundamente interesados en mantenernos en este estado de miserable postración del que sacan jugoso provecho. Necesitamos un cambio general, y ese cambio debe empezar por las relaciones materiales de la sociedad, las mismas que hasta hoy nos han llevado a esta situación, tanto por acción como por omisión. Decía el novelista inglés Graham Greene (1904-1991) que "la muerte es el único valor absoluto en el mundo. Basta perder la vida para no perder nunca nada más". Al paso que vamos, más temprano que tarde, vamos a perder la vida, pero no como individuos sino como sociedad organizada; y eso también es un valor, si no absoluto, al menos primordial. Los síntomas ya están a la vista.
Por último, más que esperar en condiciones paupérrimas los resultados de promesas que jamás se cumplirán, aguardando en vano la redistribución de la riqueza y el funcionamiento de la justicia, ¿es muy insensato pedir que se tornen más decentes las vidas de los desocupados, los marginales, los excluidos? Ya va siendo tiempo de darle a esas vidas -las nuestras- un verdadero sentido, enmarcado por la dignidad y los derechos, y libre de los caprichos de quienes nos engañan y se enriquecen con nuestro esfuerzo. ¿O acaso es muy insensato esperar que se nos trate con respeto?
Con respecto a nuestros gobernantes -todos-, vale recurrir al filósofo alemán Georg Lichtemberg (1742-1799): "Daría cualquier cosa por saber verdaderamente en provecho de quién se han realizado los actos que se proclama haber hecho por la patria". En cambio, para referirse a lo que pasa con el pueblo, vale recurrir al escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942): "En realidad, uno no sabe que pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches". Es evidente que en ambos casos ya es hora de cambiar: que los honestos reaccionen para que los corruptos dejen de gobernar.