Isaac Asimov (1920-1992) fue un fecundo e inagotable escritor que publicó más de quinientos libros entre cuentos de misterio, novelas de ciencia ficción, historia y divulgación científica. Entre estos últimos, "Asimov's chronology of science and discovery" (Historia y cronología de la ciencia y los descubrimientos) ocupa un lugar destacado. Allí el autor presenta un completísimo panorama sobre los aportes que la ciencia ha hecho a la humanidad en los más diversos campos: la física, la química, la astronomía, la psicología, la medicina, la ecología, la informática, etcétera. No sólo traza cronológicamente la historia de los grandes descubrimientos sino que también exalta las proezas de los hombres de ciencia que los llevaron a cabo y explica la aplicación práctica que cada uno de ellos tuvo en su momento.
Entre los descubrimientos más curiosos, Asimov rescata el que en el año 673 permitió a los bizantinos evitar la caída de Constantinopla en manos de la marina árabe. Los bizantinos tomaron su nombre de Bizancio, una antigua ciudad griega probablemente fundada en el 667 a.C., situada en el estratégico estrecho del Bósforo que une el Mar Negro con el Mar de Mármara. En el año 330, el emperador romano Cayo Flavio Valerio Aurelio Claudio Constantino (272-337) decidió reconstruir y fortificar la antigua ciudad de Zoni. Tras seis años de trabajo, la ciudad se convirtió en segunda capital del Imperio Romano de Oriente siendo rebautizada como Constantinopla.
A mediados del siglo VII, los bizantinos estaban en el cenit de su esplendor tras la recuperación de gran parte de los territorios del antiguo imperio, excepto la península Ibérica, la Galia y Gran Bretaña. Por entonces, la economía bizantina era la más rica de Europa: el nomisma, su moneda de oro, fue moneda oficial de la región del Mediterráneo durante ochocientos años. El imperio se sustentaba en la superioridad de su ejército, cuyo núcleo era la caballería pesada que actuaba como fuerza de choque apoyada por la infantería ligera -arqueros- y la infantería pesada -espadachines con armadura-. Por su parte, la marina bizantina mantenía abiertas las rutas comerciales marítimas, así como las líneas de suministro de la ciudad para evitar que ésta tuviera que rendirse de hambre en caso de asedio.En este contexto apareció una nueva arma: "el fuego griego". Los árabes habían comenzado en 632 una sorprendente serie de conquistas que, en el lapso de cincuenta años, parecieron recrear el viejo imperio persa, arrebatándole el control sobre Siria, Egipto y Palestina a los bizantinos. "Todo parecía indicar la próxima caída de la ciudad de Constantinopla -dice Asimov-, a la que seguirían los antiguos dominios europeos del extinto imperio romano. En 673, al ejército árabe no le separaba de Constantinopla más que el Helesponto, y su flota se concentraba frente a la costa. Parecía que nada iba a poder salvar la ciudad".
Afortunadamente para los bizantinos, en Constantinopla vivía un ingeniero y alquimista nacido en Baalbek (en el actual Líbano) llamado Calínico de Heliópolis, que había llegado a Constantinopla como refugiado. "Calínico -continúa Asimov- inventó una mezcla que contenía nafta, nitrato potásico y óxido de calcio, que tal vez no sólo ardía, sino que continuaba ardiendo en el agua incluso con mayor fuerza. Este fuego griego era expelido mediante tubos contra los barcos de madero de los árabes. El temor a ser víctimas del fuego y la visión horrible del agua ardiendo forzó a la flota árabe a retirarse, y Constantinopla se salvó". Según la tradición, el llamado "fuego griego" era fabricado por Calínico y su familia, quienes mantenían la más rigurosa reserva sobre su fórmula. Se supone que en su composición intervenían diversas sustancias químicas como azufre, resina, cal viva y betún, además de las citadas por Asimov.
Adelantándonos unos seiscientos años en la historia llegamos a la invención del espejo, fechada en 1291 en la muy italiana república de Venecia, la que había pertenecido al imperio Bizantino durante los siglos VI y VII. Allí se había desarrollado una técnica que, mediante el añadido de materias decolorantes al vidrio, permitió conseguir por primera vez uno razonablemente claro y transparente. Hasta entonces, el vidrio había sido casi siempre coloreado y la aparición del incoloro supuso un gran avance, ya que la utilización de copas, vasos, jarras y todo tipo de objetos hechos con ese material resultó del gusto de los venecianos.
"En 1291- cuenta Asimov-, Venecia trasladó su manufactura de vidrio a una isla bien vigilada y dictó severas penas para quien revelara cualquier secreto de fabricación. Se esforzó en mantener un estricto monopolio de tan valioso material y el cristal veneciano continuó considerándose el máximo lujo". Del vidrio incoloro al espejo moderno restaba dar un sólo paso. "En épocas antiguas -continúa Asimov-, las personas podían mirarse en el agua quieta o en la superficie pulida de un metal como el bronce. El agua raras veces permanecía quieta por mucho tiempo, claro está, y el metal pulido resultaba caro. El resultado de ello era que muy pocas personas conocían su propio aspecto, y no podían ejecutar una acción tan simple como arreglarse el cabello. Si una superficie de cristal se revestía por un lado con una lámina de metal, el resultado era un espejo claro, que permitía estudiarse el rostro".
Para la fabricación de los primeros espejos, los artesanos venecianos recubrían delgadas láminas de vidrio con una aleación de mercurio y estaño. Esta fórmula se utilizó casi sin variantes hasta que, en 1836, el químico alemán Justus von Liebig (1803-1873) experimentó exitosamente con plata. La industria veneciana, instalada en la isla de Murano, dominó el mercado europeo hasta fines del siglo XVII. A pesar de la prohibición que pesaba sobre los artesanos vidrieros en cuanto a divulgar los secretos de su arte, la publicación en 1612 del libro "L'arte vetraria" (El arte del vidrio) por el físico y alquimista florentino Antonio Neri (1576-1614), abrió las puertas a la difusión de las técnicas venecianas al resto de Europa, sobre todo a Inglaterra y Alemania, que pasaron a dominar el mercado.
Haciendo otro considerable salto en la historia, nos detenemos en 1941. Por esa época, dos físicos norteamericanos -Vincent Joseph Schaefer (1906-1993) e Irving Langmuir (1881-1957)-, habían estado investigando sobre el fenómeno de la congelación, especialmente en relación a los aviones que volaban a grandes alturas y acumulaban capas de hielo en las alas, lo que los llevaba a estrellarse. "Para estudiar la producción de cristales de hielo -explica Asimov-, Schaefer y Langmuir emplearon una caja refrigerada que mantenía al agua por debajo del punto de congelación. Esperaban que en esa caja el vapor de agua se condensara en torno a las partículas de polvo y formara cristales de hielo. Pero era importante hallar los tipos adecuados de partículas de polvo a fin de utilizarlas como semillas para la formación de hielo. En julio de 1946, durante una ola de calor, Schaefer depositó algo de dióxido de carbono sólido en la caja, a fin de enfriarlo de manera más efectiva. No tardaron en formarse cristales de hielo, que dieron lugar a una tempestad de nieve en miniatura en el interior de la caja. O sea que el dióxido de carbono sólido podía contribuir a la siembra de nubes".
Schaefer y Langmuir, que trabajaban en los laboratorios de la compañía General Electric en Schenectady, Nueva York, realizaron el primero de una serie de experimentos que tuvieron gran repercusión en todo el mundo. "El 13 de noviembre de 1941 -sigue Asimov-, Schaefer sobrevoló en avión una capa de nubes al oeste de Massachusetts, y arrojó algo menos de tres kilogramos de cristales de dióxido de carbono helado. Y se desató una tormenta de nieve. Con tiempo templado, esa tempestad artificial de nieve, iniciada a gran altura, hubiera caído en forma de lluvia, naturalmente. Sin embargo, nunca alcanzó importancia la lluvia artificialmente provocada. En primer lugar, sólo era efectiva con la apropiada clase de nubes: en otras palabras, sólo si, en todo caso, había probabilidad de lluvia. En segundo lugar, la lluvia que podría ser beneficiosa para algunas personas, para otras resultaría temible, con lo que la lluvia artificial daría lugar a infinitos litigios".
Naturalmente, pronto aparecieron supuestos "hacedores de lluvia" que prometían aumentarla o redistribuirla según el gusto del cliente, sobre todo luego de que Bernard Vonnegut (1914-1997) sustituyó el hielo seco por yoduro de plata, un compuesto químico de gran capacidad para absorber el agua y que, tras los experimentos realizados en 1947, demostró una mayor efectividad. A partir de allí, el gobierno de Estados Unidos apoyó los proyectos de investigación que pudieran incrementar la lluvia, logrando, hacia principios de la década del '90, un incremento de las precipitaciones en algo más del 10% con respecto a las lluvias que resultan de los procesos naturales. Actualmente, la modificación del tiempo a través del "sembrado de nubes" es un campo de la ciencia que sigue abierto a la experimentación y los resultados logrados son bastante modestos.