Ya
retirado de la actividad docente, Enrique Anderson Imbert continuó con su
pasión por la escritura, incursionando en los géneros más diversos. Así, de su
producción novelística pueden citarse “Evocación de sombras en la ciudad
geométrica”, “La buena forma de un crimen” e “Historia de una rosa / Génesis de
una luna”. También fue autor de una abundante cantidad de libros de cuentos,
entre ellos, “El gato de Cheshire”, “La locura juega al ajedrez”, “El tamaño de
las brujas”, “El anillo de Mozart” y “El leve pedro”. En uno de sus ensayos se
preguntó: “¿Qué es lo que hace que un texto sea literario? ¿Y cómo se distingue
de lo no literario? La Filosofía ya nos ha dado la respuesta. La realidad en sí
-nos dijo Kant- es incognoscible: sólo conocemos fenómenos. Las sensaciones se
convierten en intuiciones al entrar en las formas de nuestra sensibilidad y las
intuiciones se convierten en conceptos al entrar en las formas de nuestro
entendimiento. El conocimiento es una síntesis de intuiciones integradas en
conceptos y conceptos abstraídos de intuiciones. Las intuiciones sin concepto
serían ciegas y los conceptos sin intuición estarían vacíos. Esta actividad
simbolizadora parece dividirse en dos tendencias: una ‘discursiva’, que parte de
un concepto y, expandiendo cada vez más su área de generalizaciones, acaba por
proponer un sistema de explicaciones racionales; y otra ‘metafórica’, que se
concentra en la expresión de una experiencia personal mediante imágenes
concretas. En la tendencia discursiva el poder de la lógica reduce a frío
esqueleto la riqueza y la plenitud de la experiencia original. En la tendencia
metafórica, en cambio, el poder artístico libera la vida en forma de ficción. La
literatura es una de las formas de la ficción. ‘Fictiō-ōnis’ viene de ‘fingere’,
que si no me he olvidado del latín que me enseñaron en el colegio significaba,
a veces, fingir, mentir, engañar, y a veces modelar, componer, heñir. En ambas
acepciones podría decirse que el cuento es ficticio pues a veces simula una
acción que nunca ocurrió y a veces moldea lo que sí ocurrió pero apuntando más
a la belleza que a la verdad”. A continuación, el capítulo “Génesis del cuento”
del ensayo “Teoría y técnica del cuento”.
Introducción.
Ricardo Güiraldes, en “Don Segundo Sombra”, creó a un gaucho que entretiene a
sus amigos contando cuentos folklóricos. Don Segundo ha dicho: “Te voy a contar
un cuento”. Y Fabio comenta: “Quedé un rato a la espera. Don Segundo nos dejaba
caer, así, en un reino de ficción. Íbamos a vivir en el hilo de un relato.
Saldríamos de una parte a otra. ¿De dónde y para dónde?”. De ese pasaje podrían
extraerse las dos explicaciones -histórica y psicológica- de la génesis del
cuento. Histórica porque describe una situación narrativa oral que está
documentada en todos los períodos de la civilización; y psicológica porque
describe la voluntad con que un hablante se prepara para suspender el ánimo de
un oyente y el sentimiento de éste ante el anuncio de un viaje imaginario.
No es
difícil imaginar que los hombres, siempre, en todas partes, se contaron cuentos
y que ya entre los cavernícolas algunos debieron de haberse distinguido en el
arte de contar. De esas proezas verbales no sabemos nada. Sólo podemos conocer
los pocos cuentos que se conservan en textos legibles; y como las primeras
civilizaciones con escritura aparecieron hace más de cuatro mil años
-Mesopotamia, Egipto, India- todas las conjeturas sobre los orígenes del cuento
y el paso del cuento dicho al cuento escrito son inverificables.
Muestrario
de conjeturas. Conjeturas religiosas: Dios dio al hombre la gracia de contar y
probablemente Adán fue el primer cuentista de maravillas. Conjeturas
mitológicas: mitos primitivos que explicaban los misterios del universo se
personificaron después en héroes de cuentos. Conjeturas
simbolistas: autores iniciados en un sistema de creencias lanzaron mensajes en
forma de cuentos; en cada cuento, una clave. Conjeturas
psicoanalíticas: deseos y temores reprimidos en la subconsciencia se
manifestaron en sueños y fantasías y de allí se configuraron en cuentos. Conjeturas
evolucionistas: en el nivel más bajo de la conciencia los conflictos se
liberaron en el lenguaje irracional, imaginativo del cuento popular, cuento que
evolucionó junto con la evolución humana. Conjeturas
antropológicas: costumbres de sociedades primitivas se reflejaron en cuentos;
abandonadas esas costumbres, los cuentos sobrevivieron con un interés nuevo,
independientemente del significado de las costumbres iniciales. Conjeturas
ritualistas: ritos que se dejaron de practicar fueron comentados en forma de
mitos y por intermedio del mito se convirtieron en cuentos.
Podríamos
salir al encuentro de esas conjeturas con reflexiones escépticas. Por ejemplo:
que la creación de un adánico cuentista es en sí un cuento. Que ni conocemos
cuentos prehistóricos ni podemos documentar la relación de la sociedad
prehistórica con los cuentos prehistóricos que sí conocemos. Que la literatura
no tiene prehistoria porque, por definición, es Historia. Que interpretar los
cuentos folklóricos como alegorías en las que los personajes representan ideas
filosóficas no hace justicia al talento de los cuentistas, hombres que en sus
momentos de ocio miran alrededor y se divierten inventando personajes y
situaciones. Que los hombres no siempre creen sino que a veces simulan creer, y
que aun en las primeras elaboraciones literarias de lo maravilloso hay ironías.
Que “los primeros cuentos del mundo” describen refinamientos y aun lujos de
civilizaciones muy avanzadas. Que no hay ni un sólo cuento que haya salido
completo de un mito también completo, y mucho menos de un rito previo. Que
afirmar que tal cuento escrito procedió de un cuento oral es tan arbitrario
como afirmar que tal cuento oral procedió de un cuento escrito. Que las etimologías
alegóricas de los nombres de héroes de cuentos han sido refutadas por la
ciencia. Que quienes encuentran claves simbólicas en un cuento son los mismos
que las pusieron allí precisamente para poder encontrarlas luego. Que el cuento
es una creación consciente y que una subconsciencia conocida por la conciencia
deja de ser subconsciente. Que los cuentos que podemos leer, lejos de revelar
una evolución de la mente humana o un progreso técnico, prueban que el anónimo
autor de “Gilgamesh” era un hombre tan sofisticado como Leopoldo Lugones. Que
los cuentos míticos más antiguos que conservamos ya acusan una actitud
escéptica ante los mitos.
En cuanto
las conjeturas de que los cuentos se originaron en una comunidad primitiva y de
allí se difundieron por el resto del mundo, o, al revés, de que los cuentos
surgieron de lugares y épocas diversas y, aunque se parezcan en sus temas, son
independientes entre sí -es decir, las conjeturas monogenistas y poligenistas-
lo más prudente sería combinarlas. Es evidente que ciertas tramas de cuentos
han aparecido en diferentes lenguas, culturas, naciones sin que la similitud
pueda explicarse con una causa conocida. Los estudiosos no tienen más remedio
que recurrir a hipótesis. Una de ellas es la monogenética. En una sociedad
primigenia (no cuesta imaginarla anterior a la mítica Torre de Babel) hubo un
protocuento del que han descendido todos los cuentos que conocemos. Esta
hipotética explicación no es más verificable que la explicación teológica de
que los animales de hoy descienden de las parejas que en el Arca de Noé se
salvaron del diluvio universal. La opuesta hipótesis poligenista explica con la
psicología la repetición de las mismas tramas narrativas: esperanzas, deseos,
son constantes humanas e inspiran cuentos que constantemente las reflejan.
Cada una
de estas dos hipótesis puede ser sugerente, y aun útil, pero ninguna de ellas
vale como explicación verdadera, única, aplicable a todos los cuentos. Tal
cuento que aparece en “El conde Lucanor” sí deriva de uno que se difundió desde
la India por varias culturas hasta llegar a España; pero, en cambio, tal otro
cuento, también de “El conde Lucanor”, coincide con uno de la India, no porque
la India sea su remota fuente, sino porque hombres de la India y de España, por
ser hombres, sintieron y pensaron lo mismo.
Orígenes
históricos. Vayamos primero a los orígenes históricos: en el Cercano Oriente,
Egipto, Israel, Grecia, Roma, India, China, etc. En todas las literaturas se
distinguen dos momentos. Primero, cuando el cuento se mezcla con funciones
narrativas tales como la historia, la mitografía, la epopeya, el drama, la
poesía elegíaca, la oratoria, la epistolografía, la erudición, etc. Y segundo,
cuando el narrador adquiere conciencia de estar escribiendo cuentos autónomos con
vistas a un género independiente. En la literatura griega, por ejemplo, hay un
momento en que el cuento aparece como una mera digresión en la Historia de
Herodoto; y otro momento en que el cuento se recorta con redonda unidad, como
en Luciano.
Para leer
los primeros cuentos del mundo tenemos que desprenderlos, pues, de una gran
masa de escritos. Una vez desprendidos observamos que, además, los cuentos se
desprenden de conversaciones. Así como todos los seres humanos llevamos la
marca de nuestro nacimiento, que es el ombligo, los primeros cuentos del mundo
llevan la marca de su nacimiento, que es la conversación de donde salen.
Conversadores se ponían a contar acontecimientos extraordinarios que se
desviaban de la situación ordinaria en que los conversadores estaban. El
cuento, en sus orígenes históricos, fue una diversión dentro de una
conversación; y la diversión consistía en sorprender al oyente con un repentino
“excursus” en el curso normal de la vida.
Daré unos
pocos ejemplos. Las inscripciones cuneiformes en tablitas de arcilla que hace
cuatro mil años celebraban las aventuras del héroe sumerio Gilgamesh, en la Mesopotamia,
participaban del arte de la escritura y del arte de la conversación pues más que
para ser leídas esas tablitas servían para que los recitadores les echaran una
mirada y luego improvisaran adaptando el relato al público del momento, sea con
omisiones, sea con añadidos. En esas conversaciones, uno de los temas solía
ser, precisamente, el de la conversación. Gilgamesh, en busca de la inmortalidad,
visita al viejo Utnapishtim. Conversan, y de pronto Utnapishtim le cuenta cómo,
avisado por un dios, había construido un arca, en la que se salvaron, él y sus
animales, cuando sobrevino el Diluvio universal. Todos conocen por la “Biblia”
el mito del Arca de Noé y el Diluvio; pero su primera versión fue el cuento con
que Utnapishtim divirtió a Gilgamesh, en una conversación.
Otro
ejemplo. Los jeroglíficos sobre rollos de papiro, en Egipto, solían describir
una situación en la que varios personajes, al conversar, contaban cuentos. En
un papiro de hace cuatro mil años, encontramos una conversación entre el rey Keops
y sus hijos. El rey está aburrido y los hijos lo entretienen, uno tras otro,
contándole cuentos de maravillas. Otro ejemplo. En Homero (siglo IX a.C.),
además de las aventuras que surgen directamente de la acción hay escenas en que
los personajes, alejados de esa acción, se ponen a conversar. Así, conversando
en el palacio de Alcinoo, cuenta Odiseo sus aventuras con los Cíclopes, con
Circe, con las Sirenas, con Calipso. Acaso sea Luciano de Samosata (ca. 120-200
d.C.) el primer escritor de quien pueda decirse que fue consciente de que el
cuento era un género independiente. Por eso es sintomático su diálogo “Tóxaris
o sobre la amistad”, donde oímos cómo los cuentos se van desprendiendo de una
conversación. Dialogan el griego Menipo y el escita Tóxaris sobre en cuál de
sus respectivas patrias se cultiva mejor la amistad. Cada uno cuenta cinco
ejemplos contemporáneos de lealtad entre amigos. El diálogo, pues, es un mero
marco: lo que valen son los cuentos.
En la
literatura latina las dos obras maestras de prosa narrativa -el “Satiricón” de
Petronio (siglo I d.C.) y “El asno de oro” de Apuleyo (siglo II d.C.)- enmarcan
en conversaciones varios cuentos de altísimo mérito artístico. En el “Satiricón”
un personaje, Eumolpo, está conversando y de repente le viene a la boca el
cuento de la viuda de Efeso. En “El asno de oro” la doncella Carita está
quejándose de su desdichado cautiverio y una vieja, para divertirla, le cuenta la
historia de Cupido y Psique. En la literatura de la India hubo varias
colecciones de cuentos. Una de ellas, “Panchatantra” -o sea, “cinco libros”,
compuestos probablemente entre los siglos IV a.C. y IV d.C.-, tiene unas
setenta narraciones enmarcadas en una breve introducción que cuenta cómo un
viejo religioso se pone a impartir a tres príncipes ignorantes e indolentes los
principios de la sabiduría práctica y lo hace mediante ejemplos. Me eximo de
otros ejemplos parecidos de Israel, India, China, Japón, Persia, Arabia. Ejemplos
todos que pertenecen a la antigüedad; pero en las literaturas medievales y modernas,
cuando el cuento ya se ha constituido en un género autónomo, también encontramos
los mismos procedimientos para mostrar cuentos como momentos de una conversación.
Dejemos de
lado las novelas donde hay cuentos intercalados para concentrarnos en
colecciones de cuentos. Inmediatamente nos saltan a la vista varias formas, de
las cuales dos son importantes: la del armazón común de cuentos combinados y la
del marco individual de un cuento. Lo que aquí corresponde destacar es que, en
las obras literarias, los armazones y marcos están simulando las condiciones de
una conversación; y que en esa conversación imaginaria el cuento nos interesa
con la misma fuerza con que, en una conversación real, despierta nuestra
curiosidad el suceso que alguien se ha puesto de repente a contar.
La
creación del cuento. La creación de un cuento implica un “esquema dinámico de
sentido”. El término es de Henri Bergson (“La energía espiritual”). Lo
describió así. Nuestra mente, siempre pero notablemente en el instante de la
invención, salta hacia una forma. La mente arranca de una idea problemática y
procura su solución. Es como un movimiento de concentración. “Nos transportamos
de un salto al resultado completo, al fin que se trata de realizar: todo el
esfuerzo de invención es entonces una tentativa para colmar el intervalo, por
encima del cual hemos saltado, y llegar de nuevo a este mismo fin siguiendo esta
vez el hilo continuo de los medios que la realizarían... El todo se ofrece como
un esquema, y la invención consiste precisamente en convertir el esquema en
imagen”.
Pensemos
en un cuentista en el instante de concebir un cuento. Ha intuido un conflicto y
su esfuerzo tiende a que la intuición adquiera un cuerpo literario. Se pone a
escribir. Su intuición era incorpórea pero el “esquema dinámico de sentido” de
esa intuición se lanza de un brinco hacia una forma literaria. El esquema
dinámico -que era simple y abstracto- atraviesa un medio de imágenes y se va
vistiendo de imágenes. Las imágenes son el medio en que el esquema dinámico
inicial se desarrolla y completa. La invención del cuentista va, pues, “de lo
abstracto a lo concreto, del todo a las partes y del esquema a la imagen”.
Ahora bien: “el esquema no tiene por qué permanecer inmutable durante el curso
de la operación. Es modificado por las imágenes mismas con que trata de
llenarse. A veces no queda ya nada del esquema primitivo en la imagen definitiva...
Los personajes creados (por el cuentista) reobran sobre la idea o el
sentimiento que están destinados a expresar. Aquí está sobre todo la parte imprevista;
está, podríamos decir, en el movimiento por el cual la imagen se vuelve hacia el
esquema para modificarlo o hacerlo desaparecer. Pero el esfuerzo propiamente
dicho es sobre el trayecto que va del esquema -invariable o cambiante- a las
imágenes que deben llenarlo”.
Ocurre que
“en lugar de un esquema único, de formas inmóviles y rígidas, cuya concepción
distinta se forma de una vez, puede haber un esquema elástico o movedizo, en
cuyos contornos el espíritu rehúsa detenerse porque espera su decisión de las
imágenes mismas que el esquema debe atraer para formarse un cuerpo. Pero, sea fijo
o móvil, durante el desarrollo del esquema en imágenes es cuando surge el sentimiento
del esfuerzo intelectual”. Digamos, aplicando esta última frase de Bergson al caso
del narrador: durante el desarrollo del esquema en imágenes es cuando surge el sentimiento
del esfuerzo artístico para convertir la idea de una situación conflictiva en
un cuento. La intuición que Bergson describió como un salto podría describirse
también como un movimiento circular de la conciencia.
Junto con
la intuición opera la técnica de la composición y el estilo. El vencer obstáculos
en el proceso de la expresión -obstáculos que la conciencia se impone por el placer
de superarlos- incide sobre la intuición misma; excitada, la intuición engendra
otras. Sé que esta descripción es muy vaga, pero no creo que falsifique las
descripciones -mucho más largas y ricas en detalles anecdóticos- que muchos
narradores suelen dar de sus maneras de escribir. La bibliografía sobre
confidencias y autocríticas de cuentistas es inmensa. De estas confidencias y autocríticas
hay una que me importa destacar porque aclara el proceso de la creación
artística en general y del cuento en particular. Horacio Quiroga, en su “Decálogo
del perfecto cuentista” (“El Hogar”, Buenos Aires, 10-IV-1925), dictó: “No
escribas bajo la impresión de la emoción. Déjala morir y evócala luego”. Artistas
de todas las lenguas y épocas han dicho lo mismo en diferentes palabras. Una cosa
es el sentimiento espontáneo y otra ese sentimiento contemplado y objetivado en
formas artísticas. Me siento vivir. Siento que estoy viviendo en una realidad llena
de cosas, de seres, de vidas semejantes a la mía. De pronto siento que de todo
lo que vivo y percibo en mi circunstancia me interesa especialmente algo que ha
ocurrido.
Sea que
eso ha ocurrido y lo recuerdo o está ocurriendo de verdad y ahora lo presencio,
sea que solamente se me ha ocurrido en la imaginación, estimulada por una
experiencia real o por una lectura, lo cierto es que siento deseos de contado.
El sentimiento con que reacciono a las acciones ocurridas o imaginadas -sentimiento
de agrado, desagrado, extrañeza, compasión, ridiculez, curiosidad, etc.- no me
llevaría nunca, por sí solo, al cuento. Es una mera disposición sentimental que
da coherencia a sensaciones heterogéneas, es una materia prima que se ofrece a
posibles elaboraciones, es el aleteo del pájaro antes de volar, es la
invitación a un viaje, es el pálpito de que se ha descubierto un rumbo valioso.
Para que el sentimiento me lleve al cuento es necesario que lo contemple y objetive.
Sólo cuando lo intuyo, cuando lo veo recortado dentro de mi conciencia, cuando
le doy forma puedo decir que me acerco al arte de contar. Gracias a mi
autocontemplación, gracias a que he objetivado una zona de mi subjetividad,
aquel sentimiento de agrado o de desagrado que había experimentado ante
personas y situaciones asciende de la vida práctica al reino de la fantasía, y
entonces aun lo desagradable es fuente de un nuevo placer: el placer de dar
forma a la vida del sentimiento, el placer estético. Ha habido una depuración,
una catarsis. En el mirarse vivir aumenta la distancia entre el sentimiento
espontáneo y el sentimiento configurado, la agitación se tranquiliza y la
temperatura del arte es más fría que la de la vida. El cuento, una vez concebido
y escrito, es una emoción que vivió, murió y, por obra y gracia del Espíritu
Evocador, resucitó transmutada en belleza.
La
literatura. Si aún las artes llamadas del Espacio existen como experiencia de
quien las produce o las mira, nadie va a disputar el carácter temporal de la
Literatura y, dentro de ella, el género que estamos estudiando: el cuento. Aun
los teóricos que se refieren a la “forma espacial” de una narración dan por
sobreentendido que en el término “espacial” late una connotación de temporalidad:
lo que nos quieren decir es que unas formas se nos antojan menos temporales que
otras. Sin duda hay narradores que intentan espacializar sus cuentos. Para dar
la apariencia de que su cuento es espacial esos cuentistas lo componen en
varias direcciones y con varias velocidades. Simulan que están mirando la
acción como se mira una arquitectura o un grupo escultórico a fin de que el
lector crea que su percepción del cuento es tan reversible como la del arte
plástico. Pero aún en estos casos, por mucho que se finja que se da al lector
la libertad de leer a saltos, lo cierto es que el cuento se desenvuelve palabra
a palabra en el orden en que está impreso. En el cuento más caprichoso el
desorden es un orden. El cuento no está obligado a presentar una secuencia de
acontecimientos en una línea progresiva, pero cada unidad -parte, sección,
párrafo- sigue ciertas convenciones de sucesión, no sólo en la sintaxis de las
palabras, sino también en el arreglo de incidentes, sentimientos, pensamientos.
Los saltos de la acción para adelante, para atrás, para los costados pueden
producir en el lector la ilusión de una coexistencia espacial pero son saltos
en el tiempo.