MEDIDA CONTRA LA
VIOLENCIA
Bertolt Brecht
Alemania
(1898-1956)
En
los tiempos de la ilegalidad, un día llegó a casa del señor Egge un agente que
le mostró un documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en
el cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría a
pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que pidiera, y todo
hombre que se cruzara en su camino debería asimismo servirle. Y el agente se
sentó en una silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta
hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:
-
¿Estás dispuesto a servirme?
El
señor Egge lo cubrió con una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al
igual que aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No
obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que siempre se
abstuvo: decir aunque solo fuera una palabra. Transcurridos los siete años
murió el agente, que había engordado de tanto comer, dormir y dar órdenes. El
señor Egge lo envolvió entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la
casa, lavó el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un suspiro de alivio y
respondió:
-
No.
EL ÚLTIMO CUENTO
Juan Carlos García Reig
Argentina
(1960-1999)
-
En sus cuentos breves el tema de la muerte suele aparecer con cierta
frecuencia, ¿a qué se debe?
-
No es un tema privativo de mis cuentos, habrá notado que en la vida cotidiana
también suele aparecer con cierta frecuencia.
-
¿No teme jugar con la muerte?
-
Soy un escritor temerario.
-
¿Qué está escribiendo ahora?
-
Un cuento trivial: el escritor que dialoga con la Muerte y la muy pícara lo
sorprende en la mitad de una palabra.
-
¿Cuál palabra?
-
No lo sé, pero seguramente le va a faltar la última sílaba y el cuento quedará
inconclu
EL RAMO AZUL
Octavio Paz
México
(1914-1998)
Desperté,
cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor
caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del
foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no
pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al
ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche,
enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra
en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas
con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho
estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando
la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño,
sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo
entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:
-
¿Dónde va señor?
-
A dar una vuelta. Hace mucho calor.
-
Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.
Alcé
los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía
nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto
salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a
trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré
el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los
grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también
habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto
sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el
serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas,
frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era
una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo
sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves
chispas, como un cometa minúsculo. Caminé largo rato, despacio. Me sentía
libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta
felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que
alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir
nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras
calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez
más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que
pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz
dulce:
-
No se mueva señor, o se lo entierro.
Sin
volver la cara pregunté:
-
¿Qué quieres?
-
Sus ojos, señor -contestó la voz suave, casi apenada.
-
¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero.
No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a
matarme.
-
No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.
-
Pero, ¿para qué quieres mis ojos?
-
Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay
pocos que los tengan.
-
Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.
-
Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.
-
No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.
-
No se haga el remilgoso -me dijo con dureza-. Dé la vuelta.
Me
volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro.
Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de
la luna.
-
Alúmbrese la cara.
Encendí
y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El
apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas
de los pies y me contempló intensamente. La llama me quemaba los dedos. La
arrojé. Permaneció un instante silencioso.
-
¿Ya te convenciste? No los tengo azules.
-
¡Ah, qué mañoso es usted! -respondió-. A ver, encienda otra vez.
Froté
otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.
-
Arrodíllese.
Me
hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia
atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía
lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.
-
Ábralos bien -ordenó.
Abrí
los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.
-
Pues no son azules, señor. Dispense.
Y
despareció. Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me
incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el
pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún
frente a la puerta. Entré sin decir palabra. Al día siguiente huí de aquel
pueblo.
PASATIEMPOS
Isabel Wagemann
Chile
(1972)
Un
botón es un objeto redondo y amigable. Suelo mezclarlos con las monedas de mi
cartera. En la panadería, me gusta pagar con uno amarillo y, sin inmutarme,
pedir el cambio. Era de dos euros, decir, y enfadarme si la vendedora,
desconcertada, me enseña el botón. Yo insisto en los céntimos que -a esa
altura- afirmo a gritos que me quieren robar. Lo mejor es cuando salgo de allí
con mi barra de pan, recojo del suelo las monedas que me ha tirado la chica, y
las mezclo, sin prisa, entre los botones de mi cartera.
TODO LO CONTRARIO
Mario Benedetti
Uruguay
(1920-2009)
-
Veamos -dijo el profesor-. ¿Alguno de ustedes sabe qué es lo contrario de in?
-
Out -respondió prestamente un alumno.
-
No es obligatorio pensar en inglés. En español, lo contrario de in (como
prefijo privativo, claro) suele ser la misma palabra, pero sin esa sílaba.
-
Sí, ya sé: insensato y sensato, indócil y dócil, ¿no?
-
Parcialmente correcto. No olvide, muchacho, que lo contrario del invierno no es
el vierno sino el verano.
-
No se burle, profesor.
-
Vamos a ver. ¿Sería capaz de formar una frase, más o menos coherente, con
palabras que, si son despojadas del prefijo in, no confirman la ortodoxia
gramatical?
-
Probaré, profesor: “Aquel dividuo memorizó sus cógnitas, se sintió fulgente pero
dómito, hizo ventario de las famias con que tanto lo habían cordiado, y aunque
se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnio, ya
que le preocupaban la flación y su cremento”.
-
Sulso pero pecable -admitió sin euforia el profesor.
LABERINTO
Miguel Bravo Vadillo
España
(1971)
Se
sienta frente al espejo y se quita la máscara. En un alarde de inspiración, el
actor se pregunta si debajo de aquel disfraz no habrá muchos otros encubriendo
su verdadero ser. Entonces, no bastándole con haberse desprendido de su
personaje, decide no volver a aparecer en público hasta haber descubierto su yo
auténtico. “Debo alcanzar esta meta aunque sea pasando hambre”, se dice,
haciendo suyas las palabras de Séneca. Cargado de paciencia, comienza a
despojarse de todo lo artificioso que encuentra en sí mismo: prejuicios y
apariencias que había ido acumulando a lo largo de toda una vida de sufrimiento
y sueño. Pero cada vez que cree haber alcanzado su genuina e incontestable
naturaleza, no tarda en preguntarse, suspicaz, si aquello no será otra máscara.
“El mundo es el escenario donde los hombres –personajes que adoptamos infinidad
de máscaras– representamos el teatro de la vida. Entonces, ¿qué puede haber
bajo una máscara, sino otra?”, reflexiona. Absorto en su inagotable tarea,
pasaron los años. Nadie volvió a saber de él. Un buen día, su joven hijo (ya
convertido en toda una persona) decidió salir en su busca. Cual místico
Telémaco, rastreó las huellas del padre adentrándose por los intrincados
senderos de la metafísica. El buen muchacho se temió lo peor cuando, en pleno
desierto conceptual, encontró el esqueleto de un hombre.
EL GRAFFITI
Yenitza Anseume
Venezuela
(1978)
Caminó
mirando aquella enorme pared. Sus manos estaban equipadas con algunos de los
mejores aerosoles de color que pudo obtener en las rebajas. Pero también
derramaban sudor. Estaba nervioso. Se detuvo ante la inmensidad que se había
ampliado ante su rostro. Sin titubeos se fundió en la locura de los colores.
Pintó. Cada línea era como él. Era como un brote o una extensión de su ser. En
cada movimiento su aerosol soltaba la tensión y la pasión que brotaba de su
alma. Sin darse cuenta sus miedos se fueron. Y danzaban sus muñecas en el arte
que lo llenaba. Colores. Líneas. Sombras. Brillos. Volumen. La pared toda se
llenó de formas increíbles que hablaban de su mundo interior. Al terminar la
miró. En ella se miró a sí mismo como un espejo revelador. Había silencio pero
también había mucha gente a su alrededor como si fuera un espectáculo.
Aplaudieron. No miraban el graffiti. Lo miraban a él. No lo supo hasta ese
momento. Había pintado toda la ciudad.
CAMBIO DE PLANES
María Carvajal
España
(1977)
-
Buenas noches. Soy Susan, la jefa de su marido. Me temo que él va a tener que
venir a trabajar esta noche. A última hora de la tarde nos ha entrado un pedido
muy urgente. Siento tener que molestarles para esto un viernes por la noche.
Ah… por cierto, no se preocupe, se le compensará con otro día libre.
-
Buenas noches. Soy Roxanne, la esposa de su amante. Me temo que él no va a ir.
A última hora de la tarde ha sentido un dolor fuerte en el pecho y hemos tenido
que ir al hospital. Siento tener que decirle que en un arrebato de sinceridad,
creyendo que iba a morir, me lo ha contado todo. Ah… por cierto, no se
preocupe, solo eran gases. Nada grave…
TATUAJE
Ednodio Quintero
Venezuela
(1947)
Cuando
su prometido regresó del mar, se casaron. En su viaje a las islas orientales,
el marido había aprendido con esmero el arte del tatuaje. La noche misma de la
boda, y ante el asombro de su amada, puso en práctica sus habilidades: armado
de agujas, tinta china y colorantes vegetales dibujó en el vientre de la mujer un
hermoso, enigmático y afilado puñal. La felicidad de la pareja fue intensa, y
como ocurre en esos casos: breve. En el cuerpo del hombre revivió alguna
extraña enfermedad contraída en las islas pantanosas del este. Y una tarde,
frente al mar, con la mirada perdida en la línea vaga del horizonte, el marino
emprendió el ansiado viaje a la eternidad. En la soledad de su aposento, la
mujer daba rienda suelta a su llanto, y a ratos, como si en ello encontrase
algún consuelo, se acariciaba el vientre adornado por el precioso puñal. El
dolor fue intenso, y también breve. El otro, hombre de tierra firme, comenzó a
rondarla. Ella, al principio esquiva y recatada, fue cediendo terreno.
Concertaron una cita. La noche convenida ella lo aguardó desnuda en la penumbra
del cuarto. Y en el fragor del combate, el amante, recio e impetuoso, se le
quedó muerto encima, atravesado por el puñal.
¿VALES LO QUE TIENES?
Gustavo Fingier
Argentina
(1964)
Felipe
era un hombre humilde, que trabajaba en su pequeña herrería. En su pueblo era
marginado por su situación social. Cansado de los desprecios, un día confió a
su amigo Pedro, con la condición de que guardara muy bien su secreto, que había
heredado una gran fortuna, que seguía con la herrería porque le gustaba el
trabajo, y que nadie debía enterarse de su herencia puesto que todos
recurrirían a él por su dinero. Pedro esa misma noche se lo comentó a su
esposa, pidiéndole antes discreción. En pocos días todo el pueblo lo sabía, pero
nadie decía nada porque era un secreto. Felipe comenzó a ser invitado a las
fiestas del pueblo, pero se negaba a concurrir. Finalmente, por pedido de un
grupo representativo y del propio Alcalde, comenzó a participar de las
distintas reuniones. La forma en que era tratado distaba mucho del que recibía
el humilde herrero. Más tarde fue elegido para integrar el Consejo del pueblo.
El Banco le dio un préstamo para modernizar su taller sin pedirle garantías.
Cada vez tenía más trabajo y con su vida sencilla, llegó a ser una persona
adinerada. Con el tiempo se hizo tan importante, que se convirtió en Alcalde.
Un día, en una conversación entre amigos, con las personalidades más
importantes del pueblo, uno de ellos se animó y le confesó:
-
Debo ser sincero con vos, todos conocemos tu secreto, sabemos de la fortuna que
heredaste.
-
En honor a tu sinceridad, les diré la verdad. Nunca existió dicha fortuna.