17 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (VI). Italo Calvino


“¿Por qué leer a Ariosto, a Homero, a Plinio, a Balzac, a Stendhal, a Montale...?” se preguntó Italo Calvino (1923-1985) en más de una ocasión. “Un clásico es un libro inmortal que nunca termina de decir lo que tiene que decir -comentó alguna vez en una entrevista-. Cuanto más cree uno conocerlos, tanto más nuevos, inesperados e inéditos resultan”. Desde esa convicción escribió a lo largo de su vida numerosos ensayos, entre ellos “Sulla fiaba” (De fábula), “Una pietra sopra. Discorsi di letteratura e società” (Punto y aparte. Ensayos sobre literatura y sociedad), “Perché leggere i classici” (Por qué leer los clásicos), “Mondo scritto e mondo non scritto” (Mundo escrito y mundo no escrito), “La tradizione popolare nelle fiabe” (La tradición popular de los cuentos) y “Collezione di sabbia” (Colección de arena). Licenciado en Literatura en la Universidad de Turín con una tesis sobre Joseph Conrad (1857-1924), este escritor italiano se interesó como pocos por los entresijos de la creación literaria y por sus repercusiones humanas. Su obra es una mezcla original de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica; un deseo de indagar en los mecanismos de la escritura, en sus impedimentos y en los significados que se esconden detrás de las palabras y de las cosas. Esto se puede apreciar en sus novelas “Il sentiero dei nidi di ragno” (El sendero de los nidos de araña), “Il barone rampante” (El barón rampante), “Il cavaliere inesistente” (El caballero inexistente), “Le città invisibili” (Las ciudades invisibles) y “Se una notte d'inverno un viaggiatore” (Si una noche de invierno un viajero); y en sus libros de cuentos “Gli amori difficili” (Los amores difíciles), “Le cosmicomiche” (Las cosmicómicas) y “Sotto il sole giaguaro” (Bajo el sol jaguar), por nombrar sólo algunos.
“La vida de un relato -opinaba- yace en su ceñirse a unas determinadas leyes internas, que son como el alma del relato. La consistencia es la capacidad de un relato de perseverar en su ser, de seguir sus propias leyes aun cuando su consistencia se ve amenazada. Digo de los relatos lo mismo que decía Spinoza en su famosa doctrina del conato, aquella de que cada uno se esfuerza en cuanto está a su alcance por perseverar en su ser”. En 1970 escribió el prólogo de “Racconti fantastici del XIX secolo” (Cuentos fantásticos del XIX), obra que incluía obras de, ente otros prestigiosos escritores, Ernst T.A. Hoffmann (1776-1822), Prosper Mérimée (1803-1870), Nathaniel Hawthorne (1804-1864), Edgar Allan Poe (1809-1849), Nikolai Gogol (1809-1852), Charles Dickens (1812-1870), Iván Turgueniev (1818-1883), Guy de Maupassant (1850-1893), Robert Louis Stevenson (1850-1894) y Rudyard Kipling (1865-1936). Dicha introducción es lo que sigue a continuación.

El cuento fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que nos tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo pasado a dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos a gustarlas de otro modo, como elementos del colorido de la época.
El cuento fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo terreno que la especulación filosófica: su tema es la relación entre la realidad del mundo que habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de lo que se ve: caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más banal una segunda naturaleza inquietante, misteriosa, terrible, es la esencia de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos residen en la oscilación de niveles de realidad inconciliables.
Tzvetan Todorov, en su “Introducción a la literatura fantástica” (1970), sostiene que lo que distingue a lo “fantástico” narrativo es precisamente la perplejidad frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y realista, y una aceptación de lo sobrenatural. El personaje del incrédulo positivista que interviene a menudo en este tipo de cuentos, visto con compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo que no sabe explicar, no es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que narra el cuento fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de explicación racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño (buena tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo “maravilloso”, según Todorov se distingue de lo “fantástico” por presuponer la aceptación de lo inverosímil y de lo inexplicable, como en las fábulas o en “Las mil y una noches” (distinción que se adhiere a la terminología literaria francesa, donde “fantastique” se refiere casi siempre a elementos macabros, tales como apariciones de fantasmas de ultratumba. El uso italiano, en cambio, asocia más libremente fantástico a fantasía; en efecto, nosotros hablamos de lo fantástico “ariostesco”, mientras que según la terminología francesa se debería decir “lo maravilloso ariostesco”).
El cuento fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero ya en la segunda mitad del XVIII la novela “gótica” inglesa había explorado un repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente. Y dado que uno de los primeros nombres que destaca entre éstos (por el logro que supone su “La maravillosa historia de Peter Schlemihl”) pertenece a un autor alemán nacido francés, Adilbert von Chamisso, que aporta una ligereza propia del XVIII francés a su cristalina prosa alemana, vemos que también el componente francés aparece como esencial desde el primer momento. La herencia que el siglo XVIII francés deja al cuento fantástico del Romanticismo es de dos tipos: por un lado, la pompa espectacular del “cuento maravilloso” (de los cuentos de hadas de la corte de Luis XIV a las fantasmagorías orientales de “Las mil y una noches” descubiertas y traducidas por Galland) y, por otro, el estilo lineal, directo y cortante del “cuento filosófico” volteriano, donde nada es gratuito y todo tiende a un fin.
Si el “cuento filosófico” del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón iluminista, el “cuento fantástico” nace en Alemania como sueño con los ojos abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los sentidos. Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann. Elegir un cuento que represente todo Hoffman es particularmente cruel. “El hombre de la arena”, en el que los personajes y las imágenes de la tranquila vida burguesa se transfiguran en apariciones grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las pesadillas, es el más conocido (porque es un texto, podríamos decir, “obligatorio”.
Si consideramos la difusión de la influencia declarada de Hoffmann en las distintas literaturas europeas, podemos asegurar que, al menos para la primera mitad del siglo XIX, “cuento fantástico” es sinónimo de “cuento a lo Hoffmann”. En la literatura rusa el influjo de Hoffmann produce frutos milagrosos, como los “Cuentos de San Petersburgo” de Gogol; pero hay que advertir que, antes incluso de cualquier inspiración europea, Gogol había escrito extraordinarios relatos de brujería en sus dos libros de cuentos ambientados en el campo ucraniano. Desde un primer momento la tradición crítica ha considerado la literatura rusa del siglo XIX bajo la perspectiva del realismo, pero, de igual modo, el desarrollo paralelo de la tendencia fantástica de Pushkin a Dostoyevski se advierte con claridad. Precisamente en esta línea, un autor de primera fila como Leskov adquiere su plena proporción.
En Francia, Hoffmann ejerce una gran influencia sobre Charles Nodier, sobre Balzac (sobre el Balzac declaradamente fantástico y sobre el Balzac realista con sus sugestiones grotescas y nocturnas) y sobre Théophile Gautier, de quien podemos hacer partir una ramificación del tronco romántico que jugará un papel importante en el desarrollo del cuento fantástico: la esteticista. En cuanto al aspecto filosófico, en Francia lo fantástico se tiñe de esoterismo iniciático de Nodier a Nerval, o de teosofía a lo Swedenborg, como en Balzac y Gautier. Gérard de Nerval crea un nuevo género fantástico: el “cuento sueño” (“Sylvie Aurélia”), sostenido por la densidad lírica más que por la estructura de la trama. En lo que respecta a Mérimée, con sus historias mediterráneas (y también nórdicas: la sugerente “Lokis”), con su arte para fijar la luz y el alma de un país en una imagen que al punto se convierte en emblemática, abre al género fantástico una nueva dimensión: el exotismo.
Inglaterra pone un especial placer intelectual en jugar con lo macabro y lo terrible: el ejemplo más famoso es el “Frankenstein” de Mary Shelley. El patetismo y el humor de la novela victoriana dejan cierto margen para que siga actuando la imaginación “negra”, “gótica”, con renovado espíritu: nacen los cuentos de fantasmas, cuyos autores acaso hacen gala de un guiño irónico pero, mientras tanto, ponen sobre el tapete algo de sí mismos, una verdad interior que no aparecerá en los manierismos del género. La propensión de Dickens por lo grotesco y macabro no sólo tiene cabida en sus grandes novelas, sino también en sus producciones menores, tales como las fábulas navideñas y las historias de fantasmas. Digo producciones porque Dickens (como Balzac) programaba su trabajo con la determinación de quien actúa en un mundo industrial y comercial (y de ese modo nacen sus mejores obras) y publicaba periódicos de narrativa escritos en su mayor parte por él mismo, pero pensados para dar cabida también a las colaboraciones de sus amigos. Entre estos escritores de su círculo (que incluye al primer autor de novelas policíacas, Wilkie Collins), hay uno que tiene un puesto de relieve en la historia del género: Le Fanu, irlandés de familia protestante, primer ejemplo de “profesional” de los cuentos de fantasmas, ya que prácticamente no escribió otra cosa que historias de fantasmas y de horror. Se afirma por entonces una “especialización” en el cuento fantástico que se desarrollará ampliamente en nuestro siglo (tanto a nivel de literatura popular como de literatura de realidad, pero a menudo a caballo entre ambas). Esto no implica que Le Fanu deba considerarse como un mero artesano (lo que más tarde será Bram Stoker, el creador de “Drácula”), al contrario: el drama de las controversias religiosas da vida a sus cuentos, así como la imaginación popular irlandesa y una vena poética grotesca y nocturna (véase “El juez Harbottle”) en la que reconocemos una vez más la influencia de Hoffmann.
Lo común de todos estos autores tan distintos que he nombrado hasta aquí consiste en poner en primer plano una sugestión visual. Y no es casual. Como decía al principio, el verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es la realidad de lo que se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas, vislumbrar detrás de la apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal. Es como si el cuento fantástico, más que cualquier otro género, estuviera destinado a entrar por los ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes, a confiar su fuerza de comunicación al poder de crear «figuras». No es tanto la maestría en el tratamiento de la palabra o en perseguir el fulgor del pensamiento abstracto que se narra, como la evidencia de una escena compleja e insólita. El elemento “espectáculo” es esencial en la narración fantástica: no es de extrañar que el cine se haya alimentado tanto de ella.
Pero no podemos generalizar. Si en la mayor parte de los casos la imaginación romántica crea en torno a sí un espacio poblado de apariciones visionarias, existe también el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es invisible, más que verse se siente, entra a formar parte de una dimensión interior, como estado de ánimo o como conjetura. Incluso Hoffmann, que tanto se complace en evocar visiones angustiosas y demoníacas, tiene cuentos en los que pone en juego una apretada economía de elementos espectaculares, con predominio de las imágenes de la vida cotidiana. Por ejemplo, en “La casa deshabitada” bastan las ventanas cerradas de una casucha ruinosa en medio de los ricos palacios del Unter den Linden, un brazo de mujer y luego un rostro de muchacha que asoman, para crear una expectación llena de misterio: tanto mayor por cuanto estos movimientos no son observados directamente, sino que se reflejan en un espejillo cualquiera que adquiere la función de espejo mágico.
La ejemplificación más clara de estas dos direcciones podemos encontrarla en Poe. Sus cuentos más típicos son aquellos en los que una muerta vestida de blanco y ensangrentada sale del féretro en una casa oscura cuyo fastuoso mobiliario respira un aire de disolución. “La caída de la casa Usher” constituye la más rica elaboración de este tipo. Pero tomemos “El corazón delator”: las sugestiones visuales, reducidas al mínimo, se han concentrado en un ojo abierto de par en par en la oscuridad, y toda la tensión se centra en el monólogo del asesino.
Poe ha sido, después de Hoffmann, el autor que más ha influido sobre el género fantástico europeo. La traducción de Baudelaire debía funcionar como el manifiesto de un nuevo planteamiento del gusto literario; y sucedió que los efectos macabros y “malditos” fueron acogidos más fácilmente que la lucidez de raciocinio que es el más importante rasgo distintivo de este autor. He hablado en primer lugar de su fortuna europea porque en su patria la figura de Poe no resultaba tan emblemática como para identificarla con un género literario concreto. Junto a él, incluso un poco antes que él, hubo otro gran americano que alcanzó en el cuento fantástico una intensidad extraordinaria: Nathaniel Hawthorne.
Hawthorne es, ciertamente, el que logra profundizar más en una concepción moral y religiosa, tanto en el drama de la conciencia individual como en la representación sin paliativos de un mundo forjado por una religiosidad exasperada, como el de la sociedad puritana. Muchos de sus cuentos son obras maestras (tanto de lo fantástico visionario, el aquelarre de “El joven Goodman Brown”, como de lo fantástico introspectivo en “Egotismo, o la serpiente en el pecho”), pero no todos: cuando se aleja de los escenarios americanos (como en la demasiado famosa “La hija de Rappaccini”) su inventiva puede permitirse los efectos más previsibles. Pero en las obras mejores sus alegorías morales, siempre basadas en la presencia indeleble del pecado en el corazón humano, tienen una fuerza para visualizar el drama interior que sólo será igualada en nuestro siglo por Franz Kafka (sin duda existe un antecedente de “El castillo” kafkiano en uno de los mejores y más angustiosos cuentos de Hawthorne: “Mi pariente el comandante Molineaux”).
Habría que decir que antes de Hawthorne y Poe lo fantástico en la literatura de los Estados Unidos tenía ya su tradición y su clásico: Washington Irving. Y no debemos olvidar un cuento emblemático como “Peter Rugg, el hombre ausente” de William Austin (1824). Una misteriosa condena divina obliga a un hombre a correr en calesa junto a su hija, sin poder detenerse nunca perseguido por el huracán a través de la inmensa geografía del continente; un cuento que expresa con elemental evidencia los componentes del naciente mito americano: poder de la naturaleza, predestinación individual, intensidad aventurera.
Es, en suma, una tradición de lo fantástico ya adulta la que Poe hereda (a diferencia de los románticos de principios del siglo XIX) y transmite a sus seguidores, que a menudo no son más que epígonos y manieristas (algunos de ellos ricos en colores de la época, como Ambrose Bierce). Hasta que con Henry James nos encontramos frente a una nueva directriz.
En Francia, el Poe que a través de Baudelaire se ha hecho francés no tarda en hacer escuela. Y el más interesante de sus continuadores en el ámbito específico del cuento es Villiers de l’Isle Adam, que en “Vera” nos ofrece una eficaz puesta en escena del tema del amor que continúa más allá de la tumba, y en “La tortura de la esperanza”, uno de los ejemplos más perfectos de lo fantástico puramente mental.
A finales de siglo, sobre todo en Inglaterra, se abren los caminos que serán recorridos por el género fantástico en el siglo XX. Es en Inglaterra donde se perfila un tipo de escritor refinado al que le gusta disfrazarse de escritor popular, y su disfraz tiene éxito porque no lo emplea con condescendencia, sino con desenfado y empeño profesional, y esto es sólo posible cuando se sabe que sin la técnica del oficio no hay sabiduría artística que valga. R.L. Stevenson es el más feliz ejemplo de esta disposición de ánimo; pero junto a él debemos considerar dos casos extraordinarios de genialidad inventiva, así como de dominio del oficio: Kipling y Wells.
Lo fantástico de los cuentos hindúes de Kipling es exótico, pero no en el sentido esteticista y decadente, sino en cuanto que nace del contraste entre el mundo religioso, moral y social de la India y el mundo inglés. Lo sobrenatural a menudo es una presencia invisible, aunque sea terrorífica, como en “La marca de la bestia”; a veces el escenario del trabajo cotidiano, como el de “Los constructores del puente”, se desgarra y, en una aparición visionaria, se revelan las antiguas divinidades de la mitología hindú. Kipling ha escrito también muchos cuentos fantásticos de ambiente inglés donde lo sobrenatural es casi siempre invisible (como en “Ellos”) y domina la angustia de la muerte.
Con Wells se inaugura la ciencia ficción, un nuevo horizonte de la imaginación que conocerá un gran desarrollo en la segunda mitad de nuestro siglo. Pero el genio de Wells no reside sólo en formular hipótesis maravillosas y terrores futuros desvelando visiones apocalípticas; sus cuentos extraordinarios se basan siempre en un hallazgo de la inteligencia que puede ser muy simple. “El caso del difunto señor Elvesham” trata de un joven que es nombrado heredero universal por un viejo desconocido a condición de que acepte tomar su nombre. He aquí que se despierta en casa del viejo; se mira las manos: están arrugadas; se mira al espejo: él es el viejo; entonces se da cuenta de que el viejo ha tomado su identidad y su persona y está viviendo su juventud. Exteriormente todo es idéntico a la normal apariencia de antes; pero la realidad es de un horror sin límites.
Quien con más facilidad conjuga el refinamiento del literato de calidad y el brío del narrador popular (entre sus autores favoritos siempre citaba a Dumas) es R.L. Stevenson. En su corta vida de enfermo llegó a hacer muchas obras perfectas, de las novelas de aventuras a “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, y numerosas narraciones fantásticas muy breves: “Olalla”, historia de vampiresas en la España napoleónica (el mismo ambiente de Potocki, a quien no sé si él llegó a leer); “Janet, la torcida”, historia escocesa de brujería; los “Cuentos de los mares del sur”, donde con pluma ligera muestra lo mágico del exotismo (y también exporta motivos escoceses adaptándolos a los ambientes de la Polinesia); “Markheim”, que sigue el camino de lo fantástico interiorizado, como “El corazón delator” de Poe, con una presencia más marcada de la conciencia puritana.
Uno de los más firmes seguidores de Stevenson es precisamente un escritor que no tiene nada de popular: Henry James. Con este escritor, que no sabemos si llamar americano, inglés o europeo, el género fantástico del siglo XIX tiene su última encarnación o, mejor dicho, desencarnación; ya que se hace más invisible e impalpable que nunca: una emanación o vibración psicológica. Es necesario considerar el ambiente intelectual del que nace la obra de Henry James, y particularmente las teorías de su hermano, el filósofo William James, sobre la realidad psíquica de la experiencia: podemos decir que a finales de siglo el cuento fantástico vuelve a ser cuento filosófico como a principios de siglo.
Los fantasmas de los cuentos de fantasmas de Henry James son muy evasivos: pueden ser encarnaciones del mal sin rostro o sin forma, como los diabólicos servidores de “Otra vuelta de tuerca”, o apariciones bien visibles que dan forma sensible a un pensamiento dominante, como “Sir Edmund Orme”, o mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de lo sobrenatural, como en “El alquiler del fantasma”. En uno de los cuentos más sugestivos y emocionantes, “El rincón feliz”, el fantasma apenas entrevisto por el protagonista es el mismo que él habría sido si su vida hubiese tomado otro camino; en “La vida privada” hay un hombre que sólo existe cuando otros lo miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces, porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir.
En la literatura italiana del XIX lo fantástico representa algo “menor”. Antologías especiales como “Poesías y relatos” de Arrigo Boito, y “Relatos negros de la bohemia”, así como algunos textos de escritores más conocidos por otros aspectos de su obra, de Emilio de Marchi a Luigi Capuana, pueden ofrecer preciosos hallazgos y una interesante documentación sobre el gusto de la época.