“¿Por qué
leer a Ariosto, a Homero, a Plinio, a Balzac, a Stendhal, a Montale...?” se preguntó
Italo Calvino (1923-1985) en más de una ocasión. “Un clásico es un libro
inmortal que nunca termina de decir lo que tiene que decir -comentó alguna vez
en una entrevista-. Cuanto más cree uno conocerlos, tanto más nuevos,
inesperados e inéditos resultan”. Desde esa convicción escribió a lo largo de
su vida numerosos ensayos, entre ellos “Sulla fiaba” (De fábula), “Una pietra
sopra. Discorsi di letteratura e società” (Punto y aparte. Ensayos sobre
literatura y sociedad), “Perché leggere i classici” (Por qué leer los
clásicos), “Mondo scritto e mondo non scritto” (Mundo escrito y mundo no
escrito), “La tradizione popolare nelle fiabe” (La tradición popular de los
cuentos) y “Collezione di sabbia” (Colección de arena). Licenciado en
Literatura en la Universidad de Turín con una tesis sobre Joseph Conrad
(1857-1924), este escritor italiano se interesó como pocos por los entresijos
de la creación literaria y por sus repercusiones humanas. Su obra es una mezcla
original de fantasía, curiosidad científica y especulación metafísica; un deseo
de indagar en los mecanismos de la escritura, en sus impedimentos y en los
significados que se esconden detrás de las palabras y de las cosas. Esto se
puede apreciar en sus novelas “Il sentiero dei nidi di ragno” (El sendero de
los nidos de araña), “Il barone rampante” (El barón rampante), “Il cavaliere
inesistente” (El caballero inexistente), “Le città invisibili” (Las ciudades
invisibles) y “Se una notte d'inverno un viaggiatore” (Si una noche de invierno
un viajero); y en sus libros de cuentos “Gli amori difficili” (Los amores
difíciles), “Le cosmicomiche” (Las cosmicómicas) y “Sotto il sole giaguaro”
(Bajo el sol jaguar), por nombrar sólo algunos.
“La vida
de un relato -opinaba- yace en su ceñirse a unas determinadas leyes internas,
que son como el alma del relato. La consistencia es la capacidad de un relato
de perseverar en su ser, de seguir sus propias leyes aun cuando su consistencia
se ve amenazada. Digo de los relatos lo mismo que decía Spinoza en su famosa
doctrina del conato, aquella de que cada uno se esfuerza en cuanto está a su
alcance por perseverar en su ser”. En 1970 escribió el prólogo de “Racconti
fantastici del XIX secolo” (Cuentos fantásticos del XIX), obra que incluía
obras de, ente otros prestigiosos escritores, Ernst T.A. Hoffmann (1776-1822),
Prosper Mérimée (1803-1870), Nathaniel Hawthorne (1804-1864), Edgar Allan Poe
(1809-1849), Nikolai Gogol (1809-1852), Charles Dickens (1812-1870), Iván
Turgueniev (1818-1883), Guy de Maupassant (1850-1893), Robert Louis Stevenson
(1850-1894) y Rudyard Kipling (1865-1936). Dicha introducción es lo que sigue a
continuación.
El cuento
fantástico es uno de los productos más característicos de la narrativa del
siglo XIX y, para nosotros, uno de los más significativos, pues es el que más
nos dice sobre la interioridad del individuo y de la simbología colectiva. Para
nuestra sensibilidad de hoy, el elemento sobrenatural en el centro de estas
historias aparece siempre cargado de sentido, como la rebelión de lo
inconsciente, de lo reprimido, de lo olvidado, de lo alejado de nuestra
atención racional. En esto se ve la modernidad de lo fantástico, la razón de su
triunfal retorno en nuestra época. Notamos que lo fantástico dice cosas que nos
tocan de cerca, aunque estemos menos dispuestos que los lectores del siglo
pasado a dejarnos sorprender por apariciones y fantasmagorías, o nos inclinemos
a gustarlas de otro modo, como elementos del colorido de la época.
El cuento
fantástico nace entre los siglos XVIII y XIX sobre el mismo terreno que la
especulación filosófica: su tema es la relación entre la realidad del mundo que
habitamos y conocemos a través de la percepción, y la realidad del mundo del
pensamiento que habita en nosotros y nos dirige. El problema de la realidad de
lo que se ve: caras extraordinarias que tal vez son alucinaciones proyectadas
por nuestra mente; cosas corrientes que tal vez esconden bajo la apariencia más
banal una segunda naturaleza inquietante, misteriosa, terrible, es la esencia
de la literatura fantástica, cuyos mejores efectos residen en la oscilación de
niveles de realidad inconciliables.
Tzvetan
Todorov, en su “Introducción a la literatura fantástica” (1970), sostiene que
lo que distingue a lo “fantástico” narrativo es precisamente la perplejidad
frente a un hecho increíble, la indecisión entre una explicación racional y
realista, y una aceptación de lo sobrenatural. El personaje del incrédulo
positivista que interviene a menudo en este tipo de cuentos, visto con
compasión y sarcasmo porque debe rendirse frente a lo que no sabe explicar, no
es, sin embargo, refutado por completo. El hecho increíble que narra el cuento
fantástico debe dejar siempre, según Todorov, una posibilidad de explicación
racional, a no ser que se trate de una alucinación o de un sueño (buena
tapadera para todos los pucheros). En cambio, lo “maravilloso”, según Todorov
se distingue de lo “fantástico” por presuponer la aceptación de lo inverosímil
y de lo inexplicable, como en las fábulas o en “Las mil y una noches”
(distinción que se adhiere a la terminología literaria francesa, donde “fantastique”
se refiere casi siempre a elementos macabros, tales como apariciones de
fantasmas de ultratumba. El uso italiano, en cambio, asocia más libremente
fantástico a fantasía; en efecto, nosotros hablamos de lo fantástico “ariostesco”,
mientras que según la terminología francesa se debería decir “lo maravilloso
ariostesco”).
El cuento
fantástico nace a principios del siglo XIX con el romanticismo alemán, pero ya
en la segunda mitad del XVIII la novela “gótica” inglesa había explorado un
repertorio de motivos, de ambientes y de efectos (sobre todo macabros, crueles
y pavorosos) que los escritores del Romanticismo emplearon profusamente. Y dado
que uno de los primeros nombres que destaca entre éstos (por el logro que
supone su “La maravillosa historia de Peter Schlemihl”) pertenece a un autor
alemán nacido francés, Adilbert von Chamisso, que aporta una ligereza propia
del XVIII francés a su cristalina prosa alemana, vemos que también el
componente francés aparece como esencial desde el primer momento. La herencia
que el siglo XVIII francés deja al cuento fantástico del Romanticismo es de dos
tipos: por un lado, la pompa espectacular del “cuento maravilloso” (de los
cuentos de hadas de la corte de Luis XIV a las fantasmagorías orientales de “Las
mil y una noches” descubiertas y traducidas por Galland) y, por otro, el estilo
lineal, directo y cortante del “cuento filosófico” volteriano, donde nada es
gratuito y todo tiende a un fin.
Si el “cuento
filosófico” del siglo XVIII había sido la expresión paradójica de la Razón
iluminista, el “cuento fantástico” nace en Alemania como sueño con los ojos
abiertos del idealismo filosófico, con la declarada intención de representar la
realidad del mundo interior, subjetivo, de la mente, de la imaginación, dándole
una dignidad igual o mayor que a la del mundo de la objetividad y de los
sentidos. Por tanto, ésta también se presenta como cuento filosófico, y aquí un
nombre se destaca por encima de todos: Hoffmann. Elegir un
cuento que represente todo Hoffman es particularmente cruel. “El hombre de la
arena”, en el que los personajes y las imágenes de la tranquila vida burguesa
se transfiguran en apariciones grotescas, diabólicas, aterradoras, como en las
pesadillas, es el más conocido (porque es un texto, podríamos decir, “obligatorio”.
Si consideramos la difusión de la influencia declarada de Hoffmann en las
distintas literaturas europeas, podemos asegurar que, al menos para la primera
mitad del siglo XIX, “cuento fantástico” es sinónimo de “cuento a lo Hoffmann”.
En la literatura rusa el influjo de Hoffmann produce frutos milagrosos, como
los “Cuentos de San Petersburgo” de Gogol; pero hay que advertir que, antes
incluso de cualquier inspiración europea, Gogol había escrito extraordinarios
relatos de brujería en sus dos libros de cuentos ambientados en el campo
ucraniano. Desde un primer momento la tradición crítica ha considerado la
literatura rusa del siglo XIX bajo la perspectiva del realismo, pero, de igual
modo, el desarrollo paralelo de la tendencia fantástica de Pushkin a
Dostoyevski se advierte con claridad. Precisamente en esta línea, un autor de
primera fila como Leskov adquiere su plena proporción.
En
Francia, Hoffmann ejerce una gran influencia sobre Charles Nodier, sobre Balzac
(sobre el Balzac declaradamente fantástico y sobre el Balzac realista con sus
sugestiones grotescas y nocturnas) y sobre Théophile Gautier, de quien podemos
hacer partir una ramificación del tronco romántico que jugará un papel
importante en el desarrollo del cuento fantástico: la esteticista. En cuanto al
aspecto filosófico, en Francia lo fantástico se tiñe de esoterismo iniciático
de Nodier a Nerval, o de teosofía a lo Swedenborg, como en Balzac y Gautier.
Gérard de Nerval crea un nuevo género fantástico: el “cuento sueño” (“Sylvie Aurélia”),
sostenido por la densidad lírica más que por la estructura de la trama. En lo
que respecta a Mérimée, con sus historias mediterráneas (y también nórdicas: la
sugerente “Lokis”), con su arte para fijar la luz y el alma de un país en una
imagen que al punto se convierte en emblemática, abre al género fantástico una
nueva dimensión: el exotismo.
Inglaterra
pone un especial placer intelectual en jugar con lo macabro y lo terrible: el
ejemplo más famoso es el “Frankenstein” de Mary Shelley. El patetismo y el
humor de la novela victoriana dejan cierto margen para que siga actuando la
imaginación “negra”, “gótica”, con renovado espíritu: nacen los cuentos de
fantasmas, cuyos autores acaso hacen gala de un guiño irónico pero, mientras
tanto, ponen sobre el tapete algo de sí mismos, una verdad interior que no
aparecerá en los manierismos del género. La propensión de Dickens por lo
grotesco y macabro no sólo tiene cabida en sus grandes novelas, sino también en
sus producciones menores, tales como las fábulas navideñas y las historias de
fantasmas. Digo producciones porque Dickens (como Balzac) programaba su trabajo
con la determinación de quien actúa en un mundo industrial y comercial (y de
ese modo nacen sus mejores obras) y publicaba periódicos de narrativa escritos
en su mayor parte por él mismo, pero pensados para dar cabida también a las
colaboraciones de sus amigos. Entre estos escritores de su círculo (que incluye
al primer autor de novelas policíacas, Wilkie Collins), hay uno que tiene un
puesto de relieve en la historia del género: Le Fanu, irlandés de familia
protestante, primer ejemplo de “profesional” de los cuentos de fantasmas, ya
que prácticamente no escribió otra cosa que historias de fantasmas y de horror.
Se afirma por entonces una “especialización” en el cuento fantástico que se
desarrollará ampliamente en nuestro siglo (tanto a nivel de literatura popular
como de literatura de realidad, pero a menudo a caballo entre ambas). Esto no
implica que Le Fanu deba considerarse como un mero artesano (lo que más tarde
será Bram Stoker, el creador de “Drácula”), al contrario: el drama de las
controversias religiosas da vida a sus cuentos, así como la imaginación popular
irlandesa y una vena poética grotesca y nocturna (véase “El juez Harbottle”) en
la que reconocemos una vez más la influencia de Hoffmann.
Lo común
de todos estos autores tan distintos que he nombrado hasta aquí consiste en
poner en primer plano una sugestión visual. Y no es casual. Como decía al principio,
el verdadero tema del cuento fantástico del siglo XIX es la realidad de lo que
se ve: creer o no creer en apariciones fantasmagóricas, vislumbrar detrás de la
apariencia cotidiana otro mundo encantado o infernal. Es como si el cuento
fantástico, más que cualquier otro género, estuviera destinado a entrar por los
ojos, a concretarse en una sucesión de imágenes, a confiar su fuerza de
comunicación al poder de crear «figuras». No es tanto la maestría en el
tratamiento de la palabra o en perseguir el fulgor del pensamiento abstracto
que se narra, como la evidencia de una escena compleja e insólita. El elemento “espectáculo”
es esencial en la narración fantástica: no es de extrañar que el cine se haya
alimentado tanto de ella.
Pero no
podemos generalizar. Si en la mayor parte de los casos la imaginación romántica
crea en torno a sí un espacio poblado de apariciones visionarias, existe
también el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es invisible, más que
verse se siente, entra a formar parte de una dimensión interior, como estado de
ánimo o como conjetura. Incluso Hoffmann, que tanto se complace en evocar
visiones angustiosas y demoníacas, tiene cuentos en los que pone en juego una
apretada economía de elementos espectaculares, con predominio de las imágenes
de la vida cotidiana. Por ejemplo, en “La casa deshabitada” bastan las ventanas
cerradas de una casucha ruinosa en medio de los ricos palacios del Unter den
Linden, un brazo de mujer y luego un rostro de muchacha que asoman, para crear
una expectación llena de misterio: tanto mayor por cuanto estos movimientos no
son observados directamente, sino que se reflejan en un espejillo cualquiera
que adquiere la función de espejo mágico.
La
ejemplificación más clara de estas dos direcciones podemos encontrarla en Poe.
Sus cuentos más típicos son aquellos en los que una muerta vestida de blanco y
ensangrentada sale del féretro en una casa oscura cuyo fastuoso mobiliario
respira un aire de disolución. “La caída de la casa Usher” constituye la más
rica elaboración de este tipo. Pero tomemos “El corazón delator”: las
sugestiones visuales, reducidas al mínimo, se han concentrado en un ojo abierto
de par en par en la oscuridad, y toda la tensión se centra en el monólogo del
asesino.
Poe ha
sido, después de Hoffmann, el autor que más ha influido sobre el género
fantástico europeo. La traducción de Baudelaire debía funcionar como el
manifiesto de un nuevo planteamiento del gusto literario; y sucedió que los
efectos macabros y “malditos” fueron acogidos más fácilmente que la lucidez de
raciocinio que es el más importante rasgo distintivo de este autor. He hablado
en primer lugar de su fortuna europea porque en su patria la figura de Poe no
resultaba tan emblemática como para identificarla con un género literario concreto.
Junto a él, incluso un poco antes que él, hubo otro gran americano que alcanzó
en el cuento fantástico una intensidad extraordinaria: Nathaniel Hawthorne.
Hawthorne
es, ciertamente, el que logra profundizar más en una concepción moral y
religiosa, tanto en el drama de la conciencia individual como en la
representación sin paliativos de un mundo forjado por una religiosidad
exasperada, como el de la sociedad puritana. Muchos de sus cuentos son obras
maestras (tanto de lo fantástico visionario, el aquelarre de “El joven Goodman
Brown”, como de lo fantástico introspectivo en “Egotismo, o la serpiente en el
pecho”), pero no todos: cuando se aleja de los escenarios americanos (como en
la demasiado famosa “La hija de Rappaccini”) su inventiva puede permitirse los
efectos más previsibles. Pero en las obras mejores sus alegorías morales,
siempre basadas en la presencia indeleble del pecado en el corazón humano,
tienen una fuerza para visualizar el drama interior que sólo será igualada en
nuestro siglo por Franz Kafka (sin duda existe un antecedente de “El castillo”
kafkiano en uno de los mejores y más angustiosos cuentos de Hawthorne: “Mi
pariente el comandante Molineaux”).
Habría que
decir que antes de Hawthorne y Poe lo fantástico en la literatura de los
Estados Unidos tenía ya su tradición y su clásico: Washington Irving. Y no
debemos olvidar un cuento emblemático como “Peter Rugg, el hombre ausente” de
William Austin (1824). Una misteriosa condena divina obliga a un hombre a
correr en calesa junto a su hija, sin poder detenerse nunca perseguido por el
huracán a través de la inmensa geografía del continente; un cuento que expresa
con elemental evidencia los componentes del naciente mito americano: poder de
la naturaleza, predestinación individual, intensidad aventurera.
Es, en
suma, una tradición de lo fantástico ya adulta la que Poe hereda (a diferencia
de los románticos de principios del siglo XIX) y transmite a sus seguidores,
que a menudo no son más que epígonos y manieristas (algunos de ellos ricos en
colores de la época, como Ambrose Bierce). Hasta que con Henry James nos
encontramos frente a una nueva directriz.
En
Francia, el Poe que a través de Baudelaire se ha hecho francés no tarda en
hacer escuela. Y el más interesante de sus continuadores en el ámbito
específico del cuento es Villiers de l’Isle Adam, que en “Vera” nos ofrece una
eficaz puesta en escena del tema del amor que continúa más allá de la tumba, y
en “La tortura de la esperanza”, uno de los ejemplos más perfectos de lo
fantástico puramente mental.
A finales
de siglo, sobre todo en Inglaterra, se abren los caminos que serán recorridos
por el género fantástico en el siglo XX. Es en Inglaterra donde se perfila un
tipo de escritor refinado al que le gusta disfrazarse de escritor popular, y su
disfraz tiene éxito porque no lo emplea con condescendencia, sino con desenfado
y empeño profesional, y esto es sólo posible cuando se sabe que sin la técnica
del oficio no hay sabiduría artística que valga. R.L. Stevenson es el más feliz
ejemplo de esta disposición de ánimo; pero junto a él debemos considerar dos
casos extraordinarios de genialidad inventiva, así como de dominio del oficio:
Kipling y Wells.
Lo
fantástico de los cuentos hindúes de Kipling es exótico, pero no en el sentido
esteticista y decadente, sino en cuanto que nace del contraste entre el mundo
religioso, moral y social de la India y el mundo inglés. Lo sobrenatural a
menudo es una presencia invisible, aunque sea terrorífica, como en “La marca de
la bestia”; a veces el escenario del trabajo cotidiano, como el de “Los
constructores del puente”, se desgarra y, en una aparición visionaria, se
revelan las antiguas divinidades de la mitología hindú. Kipling ha escrito
también muchos cuentos fantásticos de ambiente inglés donde lo sobrenatural es
casi siempre invisible (como en “Ellos”) y domina la angustia de la muerte.
Con Wells
se inaugura la ciencia ficción, un nuevo horizonte de la imaginación que
conocerá un gran desarrollo en la segunda mitad de nuestro siglo. Pero el genio
de Wells no reside sólo en formular hipótesis maravillosas y terrores futuros
desvelando visiones apocalípticas; sus cuentos extraordinarios se basan siempre
en un hallazgo de la inteligencia que puede ser muy simple. “El caso del
difunto señor Elvesham” trata de un joven que es nombrado heredero universal
por un viejo desconocido a condición de que acepte tomar su nombre. He aquí que
se despierta en casa del viejo; se mira las manos: están arrugadas; se mira al
espejo: él es el viejo; entonces se da cuenta de que el viejo ha tomado su
identidad y su persona y está viviendo su juventud. Exteriormente todo es
idéntico a la normal apariencia de antes; pero la realidad es de un horror sin
límites.
Quien con
más facilidad conjuga el refinamiento del literato de calidad y el brío del narrador
popular (entre sus autores favoritos siempre citaba a Dumas) es R.L. Stevenson.
En su corta vida de enfermo llegó a hacer muchas obras perfectas, de las
novelas de aventuras a “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde”, y numerosas
narraciones fantásticas muy breves: “Olalla”, historia de vampiresas en la
España napoleónica (el mismo ambiente de Potocki, a quien no sé si él llegó a
leer); “Janet, la torcida”, historia escocesa de brujería; los “Cuentos de los
mares del sur”, donde con pluma ligera muestra lo mágico del exotismo (y
también exporta motivos escoceses adaptándolos a los ambientes de la
Polinesia); “Markheim”, que sigue el camino de lo fantástico interiorizado,
como “El corazón delator” de Poe, con una presencia más marcada de la conciencia
puritana.
Uno de los
más firmes seguidores de Stevenson es precisamente un escritor que no tiene
nada de popular: Henry James. Con este escritor, que no sabemos si llamar
americano, inglés o europeo, el género fantástico del siglo XIX tiene su última
encarnación o, mejor dicho, desencarnación; ya que se hace más invisible e
impalpable que nunca: una emanación o vibración psicológica. Es necesario
considerar el ambiente intelectual del que nace la obra de Henry James, y
particularmente las teorías de su hermano, el filósofo William James, sobre la
realidad psíquica de la experiencia: podemos decir que a finales de siglo el
cuento fantástico vuelve a ser cuento filosófico como a principios de siglo.
Los
fantasmas de los cuentos de fantasmas de Henry James son muy evasivos: pueden
ser encarnaciones del mal sin rostro o sin forma, como los diabólicos
servidores de “Otra vuelta de tuerca”, o apariciones bien visibles que dan
forma sensible a un pensamiento dominante, como “Sir Edmund Orme”, o
mixtificaciones que desencadenan la verdadera presencia de lo sobrenatural,
como en “El alquiler del fantasma”. En uno de los cuentos más sugestivos y
emocionantes, “El rincón feliz”, el fantasma apenas entrevisto por el
protagonista es el mismo que él habría sido si su vida hubiese tomado otro
camino; en “La vida privada” hay un hombre que sólo existe cuando otros lo
miran, en caso contrario se disipa, y otro que, sin embargo, existe dos veces,
porque tiene un doble que escribe los libros que él no sabría escribir.
En la literatura
italiana del XIX lo fantástico representa algo “menor”. Antologías especiales
como “Poesías y relatos” de Arrigo Boito, y “Relatos negros de la bohemia”, así
como algunos textos de escritores más conocidos por otros aspectos de su obra,
de Emilio de Marchi a Luigi Capuana, pueden ofrecer preciosos hallazgos y una
interesante documentación sobre el gusto de la época.