Lo que
sigue son fragmentos de distintas intervenciones de Cortázar hablando de los
cuentos. Los textos fueron tomados del artículo “Algunos aspectos del cuento”
publicado en la revista “Casa de las Américas” en 1970; de “La vuelta a Julio
Cortázar en 80 preguntas”, entrevista publicada en la revista “Siete Días” en
1973; de “Julio Cortázar y la literatura revolucionaria”, entrevista publicada
en la revista “El Viejo Topo” en 1981; de “El sentimiento de lo fantástico”,
conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas en 1982;
y del libro “La fascinación de las palabras”, un exhaustivo diálogo que
Cortázar mantuvo con el escritor y periodista uruguayo Omar Prego Gadea
(1927-2014).
En
principio soy -y creo que lo soy cada vez más- muy severo, muy riguroso frente
a las palabras. Lo he dicho, porque es una deuda que no me cansaré nunca de
pagar, que eso se lo debo a Borges. Mis lecturas de los cuentos y de los
ensayos de Borges, en la época en que publicó “El jardín de senderos que se
bifurcan”, me mostraron un lenguaje del que yo no tenía idea. Yo me había
criado dentro del clima del lenguaje romántico, de toda esa literatura que
había leído de niño -en general en traducciones españolas- Walter Scott, Víctor
Hugo, Edgar Allan Poe, los ingleses, los franceses. Mal traducidos, debo
agregar. Y luego los escritores, tanto los argentinos como otros
latinoamericanos y españoles, con una utilización muy (yo no diría barroca,
porque lo barroco es un fenómeno diferente) ampulosa del lenguaje, para volver
a esa palabra, con una adjetivación inútil contra la cual Borges se levantó
inmediatamente.
(…) Lo
primero que me sorprendió leyendo los cuentos de Borges fue una impresión de
sequedad. Yo me preguntaba: “¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho,
pero parecería que más que una adición de cosas se trata de una continua
sustracción”. Y efectivamente, me di cuenta de que Borges, si podía no poner
ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería, lo iba a hacer. O,
en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo
de enumeración que lleva fácilmente al floripondio. Entonces, yo fui un poco el
centinela de mi propio lenguaje, desde muy joven.
(…) Es
preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre
difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su
contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere
echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos
una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un
cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y
la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite
el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis
viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se
puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un
gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos
cuentos verdaderamente grandes
(...) Para
entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con la novela,
género mucho más popular y sobre el que abundan las preceptivas. Se señala, por
ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo
de lectura, sin otro límites que el agotamiento de la materia novelada; por su
parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite
físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede de las veinte páginas,
toma ya el nombre de “nouvelle”, género a caballo entre el cuento y la novela
propiamente dicha. En este sentido, la novela y el cuento se dejan comparar
analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que en una película
es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía
lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el
reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza
estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un
fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal
como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad
de un Cartier Bresson o de un Brassai definen su arte como una aparente
paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados
límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre
de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que
trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el
cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme
se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no
excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una
fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el
fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un
acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos
sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una
especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad
hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas
en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía
que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la
novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por
“knockout”. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente
sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente,
sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado
literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de
sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están
minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier
gran cuento que prefieran y analicen su primera página. Me sorprendería que
encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que
no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único
recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia
abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora,
expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio
del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión
espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes.
(…) El
cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento
significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el
hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa
propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar
episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine
Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una
cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o
histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con
esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho
más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por
ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chejov.
¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces
conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo
que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los
mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña,
insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas
locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces.
Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son
significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una
especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota
reseñada.
(...) Un
cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del
mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que lo
contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un
tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como
si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi
caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen
de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo
no fuera más que una médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza
ajena. Pero esto, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el
hecho esencial y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o
escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes de que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué
razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un
determinado tema? A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es
siempre excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser
extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario,
puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo
excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae
todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el
lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta
ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que
muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de
palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más
actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en
torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como
una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos
y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y más hermoso?
(…) Un
mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor y anodino
para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector y dejará
indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza
misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso
de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida
por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del
tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está
después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista,
frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en
forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el
cuento mismo. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en
el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente
olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la
misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento
está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el
tema crea en su creador.
(…) Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo “William Wilson” de Edgar A. Poe; tengo “Bola de sebo” de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está “Un recuerdo de Navidad” de Truman Capote; “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges; “Un sueño realizado” de Juan Carlos Onetti; “La muerte de Iván Ilich”, de Tolstoi; “Cincuenta de los grandes”, de Hemingway; “Los soñadores”, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
(…) Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo “William Wilson” de Edgar A. Poe; tengo “Bola de sebo” de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está “Un recuerdo de Navidad” de Truman Capote; “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Jorge Luis Borges; “Un sueño realizado” de Juan Carlos Onetti; “La muerte de Iván Ilich”, de Tolstoi; “Cincuenta de los grandes”, de Hemingway; “Los soñadores”, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
(...) Un
verso admirable de Pablo Neruda: “Mis criaturas nacen de un largo rechazo”, me
parece la mejor definición de un proceso en el que escribir es de alguna manera
exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a una condición que
paradójicamente les da existencia universal a la vez que las sitúa en el otro
extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha soltado la burbuja de
su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente
logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos,
pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado
a un medio exterior al terreno neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento
breve memorable se percibe esa polarización, como si el autor hubiera querido
desprenderse lo antes posible y de la manera más absoluta de su criatura,
exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola.
(...)
Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el
tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, hay solamente un
buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes
carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan
un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa
tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras
escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de
intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la
estructura misma del cuento. El cuentista sabe que no puede proceder
acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es
trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del
espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin
embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento
tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y
formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse
por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en
literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal
tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés,
ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James
o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que
debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas.
(…) Los
cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta
escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su
turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra
bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente
bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa
primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas
intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo
llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese
oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo
gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al
lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a
conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o
más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro
momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la
tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten,
sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva
más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre
en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial.
Lo que llamo
intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o
situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la
novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado “El barril de
amontillado” de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca
prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase
estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una
venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida
mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero
pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D.H. Lawrence, de Kafka. En
ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y
yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en la
manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía
estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no
podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de “El barril de amontillado” y
de “Los asesinos”, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre
nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato demorado y caudaloso de Henry
James -“La lección del maestro”, por ejemplo- se siente de inmediato que los
hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los
desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto
la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto
del oficio de escritor.
(…) Casi
todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por
falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer
que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el
optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo
regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de
relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien
cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos
comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry -para quien el
verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las
excepciones a esas leyes- han sido algunos de los principios orientadores de mi
búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado
ingenuo. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos
valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos
o humorísticos.
(…) Para
crear en el lector esa conmoción que lo lleve a leer un cuento, es necesario un
oficio de escritor. Ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr
ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa
la atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después,
terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera
nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede
conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado
en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión… tanto la intensidad de la acción
como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio
de escritor.