Juan Bosch
(1909-2001), cuentista, novelista, ensayista, educador e historiador
dominicano, esbozó su teoría del cuento luego de haber publicado varios
volúmenes de relatos cortos: “Camino real”, “La muchacha de la Guaira”, “Ocho
cuentos” y “Cuentos de Navidad”, y una cantidad de cuentos que aparecían
publicados en periódicos y revistas de su país. Forzado a exiliarse por razones
políticas, a su regreso esos cuentos más otros publicados en ediciones
independientes en el extranjero, se reunieron en tres volúmenes: “Cuentos
escritos antes del exilio”, “Cuentos escritos en el exilio” y “Más cuentos
escritos en el exilio”.
El precursor del cuento dominicano escribió además un
par de novelas (“La mañosa” y “El oro y la paz”) y una numerosa cantidad de
ensayos mayoritariamente vinculados a la política. Luego de haber cursado
estudios en la Universidad de Santo Domingo ejerció el magisterio mediante
charlas, conferencias y conversatorios que realizó por todo el país, mientras
dirigía la página literaria del periódico “Listín Diario”, en el cual se
perfiló como crítico de arte y ensayista.
En
“Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”, cuya primera parte puede leerse a
continuación, la estética y la poética que expone Bosch favorece la integración
entre teoría y práctica, tan importante para la creatividad humana.
El cuento
es un género antiquísimo, que a través de los siglos ha tenido y mantenido el
favor público. Su influencia en el desarrollo de la sensibilidad general puede
ser muy grande, y por tal razón el cuentista debe sentirse responsable de lo
que escribe, como si fuera un maestro de emociones o de ideas. Lo primero
que debe aclarar una persona que se inclina a escribir cuentos es la intensidad
de su vocación. Nadie que no tenga vocación de cuentista puede llegar a
escribir buenos cuentos. Lo segundo se refiere al género. ¿Qué es un cuento? La
respuesta ha resultado tan difícil que a menudo ha sido soslayada incluso por
críticos excelentes, pero puede afirmarse que un cuento es el relato de un
hecho que tiene indudable importancia. La importancia del hecho es desde luego
relativa, mas debe ser indudable, convincente para la generalidad de los
lectores. Si el suceso que forma el meollo del cuento carece de importancia, lo
que se escribe puede ser un cuadro, una escena, una estampa, pero no es un
cuento.
“Importancia”
no quiere decir aquí novedad, caso insólito, acaecimiento singular. La
propensión a escoger argumentos poco frecuentes como tema de cuentos puede
conducir a una deformación similar a la que sufren en su estructura muscular
los profesionales del atletismo. Un niño que va a la escuela no es materia
propicia para un cuento, porque no hay nada de importancia en su viaje diario a
las clases; pero hay sustancia para el cuento si el autobús en que va el niño
se vuelca o se quema, o si al llegar a su escuela el niño halla que el maestro
está enfermo o el edificio escolar se ha quemado la noche anterior.
Aprender a
discernir dónde hay un tema para cuento es parte esencial de la técnica. Esa técnica
es el oficio peculiar con que se trabaja el esqueleto de toda obra de creación:
es la “tekné” de los griegos o, si se quiere, la parte de artesanado
imprescindible en el bagaje del artista.
A menos
que se trate de un caso excepcional, un buen escritor de cuentos tarda años en
dominar la técnica del género, y la técnica se adquiere con la práctica más que
con estudio. Pero nunca debe olvidarse que el género tiene una técnica y que
ésta debe conocerse a fondo. Cuento quiere decir llevar cuenta de un hecho. La
palabra proviene del latín “computus”, y es inútil tratar de rehuir el
significado esencial que late en el origen de los vocablos. Una persona puede
llevar cuenta de algo con números romanos, con números árabes, con signos
algebraicos; pero tiene que llevar esa cuenta. No puede olvidar ciertas
cantidades o ignorar determinados valores. Llevar cuenta es ir ceñido al hecho
que se computa. El que no sabe llevar con palabras la cuenta de un suceso, no
es cuentista.
De paso
diremos que una vez adquirida la técnica, el cuentista puede escoger su propio
camino, ser “hermético” o “figurativo” como se dice ahora, o lo que es lo
mismo, subjetivo u objetivo; aplicar su estilo personal, presentar su obra
desde su ángulo individual; expresarse como él crea que debe hacerlo. Pero no
debe echarse en olvido que el género, reconocido como el más difícil en todos
los idiomas, no tolera innovaciones sino de los autores que lo dominan en lo
más esencial de su estructura.
El interés
que despierta el cuento puede medirse por los juicios que les merece a
críticos, cuentistas y aficionados. Se dice a menudo que el cuento es una
novela en síntesis y que la novela requiere más aliento en el que la escribe.
En realidad los dos géneros son dos cosas distintas; y es más difícil lograr un
buen libro de cuentos que una novela buena. Comparar diez páginas de cuento con
las doscientas cincuenta de una novela es una ligereza. Una novela de esa
dimensión puede escribirse en dos meses; un libro de cuentos que sea bueno y
que tenga doscientas cincuenta páginas, no se logra en tan corto tiempo. La
diferencia fundamental entre un género y el otro está en la dirección: la
novela es extensa; el cuento es intenso.
El
novelista crea caracteres y a menudo sucede que esos caracteres se le rebelan al
autor y actúan conforme a sus propias naturalezas, de manera que con frecuencia
una novela no termina como el novelista lo había planeado, sino como los
personajes de la obra lo determinan con sus hechos. En el cuento, la situación
es diferente; el cuento tiene que ser obra exclusiva del cuentista. Él es el
padre y el dictador de sus criaturas; no puede dejarlas libres ni tolerarles
rebeliones. Esa voluntad de predominio del cuentista sobre sus personajes es lo
que se traduce en tensión por tanto en intensidad. La intensidad de un cuento
no es producto obligado, como ha dicho alguien, de su corta extensión; es el
fruto de la voluntad sostenida con que el cuentista trabaja su obra.
Probablemente es ahí donde se halla la causa de que el género sea tan difícil,
pues el cuentista necesita ejercer sobre sí mismo una vigilancia constante, que
no se logra sin disciplina mental y emocional; y eso no es fácil.
Fundamentalmente,
el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su
material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda
esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más
atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado
primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el
primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento
escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir. El
verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del
género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor
consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica
no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo
fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener
sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose.
El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay
grandes cuentistas, como Antón Chejov, que apenas lo usaron. “A la deriva”, de
Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente
impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora
bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.
No importa
que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea
deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar
interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos
del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista
debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el
destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una
sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente
justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y
fuerza. Kippling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo
que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco
y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.
La manera
natural de comenzar un cuento fue siempre el “había una vez” o “érase una vez”.
Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro;
ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de
cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a
menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con
éste, y pintándola en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El
cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero
acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del
cuento, a fin de evitar que el lector se canse.
Saber
comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio
estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase
donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión
de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor
queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura
en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto:
despertando de golpe el interés del lector. El antiguo “había una vez” o “érase
una vez” tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El
cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus
cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los
mejores cuentos de Maupassant, de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga,
quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del
cuento se refiere.
Comenzar
bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad,
sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento.
Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la “tekné” del
género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado
formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar
el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su
personalidad creadora. Ese oficio
es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los
escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo.
Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un
buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo,
de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de
apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras
tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del
cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la
capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la
delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el
oficio no podían construir.
En sus
primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se
le impone; los personajes y sus circunstancias le arrastran; un torrente de
palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el
cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo
hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la
técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el
caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que
descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los
principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son
inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.
La
búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de
la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras
-búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así
para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o
de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de
trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su
concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir. Esa parte
de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo
la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han
sucedido, “temas para novelas y cuentos” que no interesan al escribir porque
nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la
selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que
estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente
el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y
el trabajo con que se gana la vida.
Escribir
cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en
su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es
esto: el que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en
la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir
con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene
que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer
para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a
conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy
rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.
El cuento
es un género literario escueto, al extremo de que un cuento no debe construirse
sobre más de un hecho. El cuentista, como el aviador, no levanta vuelo para ir
a todas partes y ni siquiera a dos puntos a la vez; e igual que el aviador se
halla forzado a saber con seguridad adonde se dirige antes de poner la mano en
las palancas que mueven su máquina.
La primera tarea que el cuentista debe
imponerse es la de aprender a distinguir con precisión cuál hecho puede ser
tema de un cuento. Habiendo dado con un hecho, debe saber aislarlo, limpiarlo
de apariencias hasta dejarlo libre de todo cuanto no sea expresión legítima de
su sustancia; estudiarlo con minuciosidad y responsabilidad. Pues cuando el
cuentista tiene ante sí un hecho en su ser más auténtico, se halla frente a un
verdadero tema. El hecho es el tema, y en el cuento no hay lugar sino para un
tema.
Ya he dicho que aprender a discernir
dónde hay un tema de cuento es parte esencial de la técnica del cuento.
Técnica, entendida en la “tekné” griega, es esa parte de oficio o artesanado
indispensable para construir una obra de arte. Ahora bien, el arte del cuento
consiste en situarse frente a un hecho y dirigirse á él resueltamente, sin
darles caracteres de hechos a los sucesos que marcan el camino hacia el hecho;
todos esos están subordinados al hecho hacia el cual va el cuentista; él es el
tema.
Aislado el tema, y debidamente estudiado
desde todos sus ángulos, el cuentista puede aproximarse a él como más le
plazca, con el lenguaje que le sea habitual o connatural, en forma directa o
indirecta. Pero en ningún momento perderá de vista que se dirige hacia ese
hecho y no a otro punto. Toda palabra que pueda darle categoría de tema a un
acto de los que se presentan en esa marcha hacia el tema, toda palabra que
desvíe al autor un milímetro del tema, están fuera de lugar y deben ser
aniquiladas tan pronto aparezcan; toda idea ajena al asunto escogido es yerba
mala, que no dejará crecer la espiga del cuento con salud, y la yerba mala,
como aconseja el Evangelio, debe ser arrancada de raíz.
Cuando el cuentista esconde el hecho a la
atención del lector, lo va sustrayendo frase a frase de la visión de quien lo
lee pero lo mantiene presente en el fondo de la narración y no lo muestra sino
sorpresivamente en las cinco o seis palabras finales del cuento, ha construido
el cuento según la mejor tradición del género. Pero los casos en que puede
hacer esto sin deformar el curso natural del relato no abundan. Mucho más
importante que el final de sorpresa es mantener en avance continuo la marcha
que lo lleva del punto de partida al hecho que ha escogido como tema. Si el
hecho se halla antes de llegar al final, es decir, si su presencia no coincide
con la última escena del cuento, pero la manera de llegar a él fue recta y la
marcha se mantuvo en ritmo apropiado, se ha producido un buen cuento.
Todo lo contrario resulta si el
cuentista está dirigiéndose hacia dos hechos; en ese caso la marcha será
zigzagueante, la línea no podrá ser recta, lo que el cuentista tendrá al final
será una página confusa, sin carácter; cualquier cosa, pero no un cuento. Hace
poco recordaba que cuento quiere decir llevar la cuenta de un hecho. El origen
de la palabra que define el género está en el vocablo latino “computus”, el
mismo que hoy usamos para indicar que llevamos cuenta de algo. Hay un oculto
sentido matemático en la rigurosidad del cuento; como en las matemáticas, en el
cuento no puede haber confusión de valores.
El cuentista avezado sabe que su tarea
es llevar al lector hacia ese hecho que ha escogido como tema; y que debe
llevarlo sin decirle en qué consiste el hecho. En ocasiones resulta útil
desviar la atención del lector haciéndole creer, mediante una frase discreta,
que el hecho es otro. En cada párrafo, el lector deberá pensar que ya ha
llegado al corazón del tema; sin embargo no está en él y ni siquiera ha
comenzado a entrar en el círculo de sombras o de luz que separa el hecho del
resto del relato.
El cuento debe ser presentado al lector
como un fruto de numerosas cáscaras que van siendo desprendidas a los ojos de
un niño goloso. Cada vez que comienza a caer una de las cáscaras, el lector
esperará la almendra de la fruta; creerá que ya no hay cortezas y que ha
llegado el momento de gustar el anhelado manjar vegetal. De párrafo en párrafo,
la acción interna y secreta del cuento seguirá por debajo de la acción externa y visible; estará oculta por las acciones accesorias, por una actividad que en
verdad no tiene otra finalidad que conducir al lector hacia el hecho. En suma,
serán cáscaras que al desprenderse irán acercando el fruto a la boca del
goloso.
Ahora bien, en cuanto al hecho que da el
tema, ¿cómo conviene que sea? Humano, o por lo menos humanizado. Lo que
pretende el cuentista es herir la sensibilidad o estimular las idea del lector;
luego, hay que dirigirse a él a través de sus sentimientos o de su pensamiento.
En las fábulas de Esopo como en los cuentos de Rudyard Kipling, en los relatos
infantiles de Andersen como en las parábolas de Oscar Wilde, animales,
elementos y objetos tienen alma humana. La experiencia íntima del hombre no ha
traspasado los límites de su propia esencia; para él, el universo infinito y la
materia mensurable existen como reflejo de su ser. A pesar de la creciente
humildad a que lo somete la ciencia, él seguirá siendo por mucho tiempo el rey
de la creación, que vive orgánicamente en función de señor supremo de la
actividad universal. Nada interesa al hombre más que el hombre mismo. El mejor
tema para un cuento será siempre un hecho humano, o por lo menos relatado en
términos esencialmente humanos.
La
selección del tema es un trabajo serio y hay que acometerlo con seriedad. El
cuentista debe ejercitarse en el arte de distinguir con precisión cuándo un
tema es apropiado para un cuento. En esta parte de la tarea entra a jugar el
don nato del relatador. Pues sucede que el cuento comienza a formarse en el
acto, en ese instante de la selección del hecho-tema. Por sí solo, el tema no
es en verdad el germen del cuento, pero se convierte en tal germen precisamente
en el momento en que el cuentista lo escoge por tema. Si el tema no satisface ciertas
condiciones, el cuento será pobre o francamente malo aunque su autor domine a
perfección la manera de presentarlo. Lo pintoresco, por ejemplo, no tiene
calidad para servir de tema; en cambio puede serlo, y muy bueno, para un
artículo de costumbre o para una página de buen humor. El tema requiere un peso específico que
lo haga universal. Puede ser muy local en su apariencia, pero debe ser
universal en su valor intrínseco. El sufrimiento, el amor, el sacrificio,
heroísmo, la generosidad, la crueldad, la avaricia, son valores universales,
positivos o negativos, aunque se presenten en hombres y mujeres cuyas vidas no
traspasan las lindes de lo local; son universales en el habitante de las
grandes ciudades, en el de la jungla americana o en el de los iglús esquimales.
Todo lo
dicho hasta ahora se resume en estas pocas palabras: si bien el cuentista tiene
que tomar un hecho y aislarlo de sus apariencias para construir sobre él su
obra, no basta para el caso un hecho cualquiera; debe ser un hecho humano que
conmueva a los hombre, y debe tener categoría universal. De esa especie de
hechos está lleno el mundo; están llenos los días y las horas, y adónde quiera
que el cuentista vuelva los ojos hallará hechos que son buenos temas. Ahora
bien, si en ocasiones esos hechos que nos rodean se presentan en tal forma que
bastaría con relatarlos para tener cuentos, lo cierto es que comúnmente el
cuentista tiene que estudiar el hecho para saber cuál de sus ángulos servirá
para un cuento.