“¿Cómo se
convierte alguien en escritor?”, se planteaba Ricardo Piglia (1941-2017) en sus
diarios. “No es una vocación, no es una decisión tampoco; se parece más bien a
una manía, un hábito, una adicción y, al final, se convierte en un modo de
vivir como cualquier otro”. Autor de ficciones y de numerosos ensayos que
pueden contarse entre los más notables de la literatura contemporánea, Piglia
se licenció en Historia en la Universidad de La Plata. Fue profesor de
Literatura en la Universidad de Buenos aires y profesor emérito de las
universidades de California, Harvard y Princeton de Estados Unidos. También fue
director de las revistas “Literatura y Sociedad”, “Los Libros” y “Punto de
Vista” a la par de trabajar durante un largo tiempo en varias editoriales. En
una de ellas, durante los años ’60, dirigió la colección “Serie Negra”, en la
que impulsó la novela policíaca de autores como Raymond Chandler (1888-1959),
Dashiell Hammett (1894-1961), Horace McCoy (1897-1955) y David Goodis
(1917-1967). Más adelante, Piglia definiría al relato policíaco norteamericano
como “materialista”. “Basta pensar en el lugar que tiene el dinero en estos
relatos -escribía en ‘Sobre el género policial’-. Quiero decir, basta pensar en
la compleja relación que establecen entre el dinero y la ley: en primer lugar,
el que representa la ley sólo está motivado por el interés, el detective es un
profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo; en segundo lugar,
el crimen, el delito, está siempre sostenido por el dinero: asesinato, robos,
estafas, extorsiones, secuestros, la cadena es siempre económica”. Como quiera
que fuese, la utilización de esquemas y situaciones del género policial estuvo
presente en la narrativa de Ricardo Piglia. De la mano de su álter ego Emilio
Renzi, frecuentó un género que se inició en Argentina en 1877 (diez años antes de
la aparición del detective británico Sherlock Holmes) con la novela “La huella
del crimen”, firmada por Raúl Waleis, seudónimo del jurista Luis Vicente Varela
(1845-1911). A éste le seguirían luego Paul Groussac (1848-1929) con “La
pesquisa” y “El candado de oro”, Eduardo Holmberg (1852-1937) con “La casa
endiablada” y “La bolsa de huesos”, y Víctor Juan Guilllot (1899-1940) con
“Historias sin importancia” y “El alma en el pozo”, obras todas ellas que
sentaron las bases del género en la Argentina. Al leer los escritos de Piglia,
tanto los ficcionales (novelas, cuentos) como los no ficcionales (ensayos,
entrevistas), se percibe que ellos tienen como base la trasgresión porque,
según sus propias declaraciones, él escribía ficción y crítica al mismo tiempo.
Decía además que le interesaba trabajar esa zona en donde la ficción y la
verdad se cruzan, pues “no hay un campo propio de la ficción. De hecho todo se
puede ficcionalizar. La ficción sin duda trabaja con la verdad, pero a la vez
construye un discurso que no es ni verdadero ni falso, ni pretende serlo. Y en
ese matiz entre verdad y falsedad se juega el efecto de la ficción. Es falso
pero también es verdadero o a la inversa”. A continuación puede leerse su
ensayo “Tesis sobre el cuento”, aparecido en el libro “Formas breves” en 1986.
A éste le sigue la primera parte de “Nueva tesis sobre el cuento”, que formó
parte de la reedición de ese libro en 1999.
I- En uno
de sus cuadernos de notas Chéjov registra esta anécdota: “Un hombre, en Montecarlo,
va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”. La forma clásica
del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito. Contra
lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse) la intriga se plantea
como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la
historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de
la forma del cuento. Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.
II- El
cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato
del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El
arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios
de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un
modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final
de la historia secreta aparece en la superficie.
III- Cada
una de las dos historias se cuenta de modo distinto. Trabajar con dos historias
quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos
acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas.
Los elementos esenciales de un cuento tienen doble función y son usados de
manera diferente en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el
fundamento de la construcción.
IV- En “La
muerte y la brújula”, al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar
un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la
historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al
tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönrot una
trampa mística y filosófica? Borges le consigue ese libro para que se instruya.
Al mismo tiempo usa la historia 1 para disimular esa función: el libro parece
estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una
causalidad irónica. “Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier
hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la
Historia secreta de los Hasidim”. Lo que es superfluo en una historia, es
básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de “Las
1001 noches” en “El Sur”; como la cicatriz en “La forma de la espada”) de la
materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa que es un
cuento.
V- El
cuento es un relato que encierra un relato secreto. No se trata de un sentido
oculto que depende de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una
historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está
puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras
se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del
cuento. Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento y
de sus variantes.
VI- La
versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood
Anderson, y del Joyce de “Dublineses”, abandona el final sorpresivo y la
estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla
nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento
clásico a la Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento
moderno cuenta dos historias como si fueran una sola. La teoría del iceberg de
Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más
importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho,
con el sobreentendido y la alusión.
VII- “El
gran río de los dos corazones”, uno de los relatos fundamentales de Hemingway,
cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams)
que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway
pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con
tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia del otro
relato. ¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chéjov? Narrar con
detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego y la
técnica que usa el jugador para apostar y el tipo de bebida que toma. No decir
nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el
lector ya lo supiera.
VIII-
Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta, y narra
sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y
oscuro. Esa inversión funda lo “kafkiano”. La historia del suicidio en la
anécdota de Chéjov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda
naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo
elíptico y amenazador.
IX- Para
Borges la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para
atenuar o disimular la esencial monotonía de esa historia secreta, Borges
recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los
cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento. La historia visible,
el juego en la anécdota de Chéjov, sería contada por Borges según los
estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una
partida en un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado
de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio
sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de
un hombre en una escena o acto único que define su destino.
X- La
variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió
en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges
narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta
con los materiales de una historia visible. En “La muerte y la brújula”, la
historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo sucede con
Acevedo Bandeira en “El muerto”; con Nolan en “Tema del traidor y del héroe”;
con Emma Zunz. Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los
problemas de la forma de narrar.
XI- El
cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto.
Reproduce la busca siempre renovada de una experiencia única que nos permita
ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión
instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana terra
incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud. Esa
iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.
Nueva
tesis sobre el cuento. Estas tesis son en realidad un pequeño catálogo de
ficciones sobre el final, sobre la conclusión y el cierre de un cuento, y han
estado desde el principio inspiradas en Borges y en su particular manera de cerrar
sus historias: siempre con ambigüedad, pero a la vez siempre con un eficaz
efecto de clausura y de inevitable sorpresa. Borges, sabemos, dijo varias veces
que varios de sus cuentos habían sido su primer cuento y esto quiere decir,
quizá, que los comienzos son siempre difíciles, inciertos, que tuvo varias
partidas falsas como en las cuadreras, como en la conocida diatriba de José
Hernández contra su amigo Estanislao del Campo (“parece que sin largar se
cansaran en partidas”), mientras que el fin es siempre involuntario o parece
involuntario pero está premeditado y es fatal.
Hay un
juego entre la vacilación del comienzo y la certeza del fin, que ha sido muy
bien definido por Kafka en una nota de su “Diario”. Escribe Kafka el 19 de
diciembre de 1914: “En el primer momento el comienzo de todo cuento es
ridículo. Parece imposible que ese nuevo, e inútilmente sensible cuerpo, como
mutilado y sin forma, pueda mantenerse vivo. Cada vez que comienza, uno olvida
que el cuento, si su existencia está justificada, lleva en sí ya su forma
perfecta y que sólo hay que esperar a que se vislumbre alguna vez en ese
comienzo indeciso, su invisible pero tal vez inevitable final”. Esta noción de
espera y de tensión hacia el final secreto (y único) de un relato breve quiere
ser el punto de partida de estas notas.
Hay una
historia que cuenta Ítalo Calvino en “Seis propuestas para el próximo milenio”
que puede ser vista como una síntesis fantástica de la conclusión de una obra.
Entre sus muchas virtudes, Chuang Tzu tenía la de ser diestro en el dibujo. El
rey le pidió que dibujara un cangrejo. Chuang Tzu respondió que necesitaba
cinco años y una casa con doce servidores. Pasaron cinco años y el dibujo aún
no estaba empezado. “Necesito otros cinco años”, dijo Chuang Tzu. El rey se los
concedió. Trascurrieron diez años, Chuang Tzu tomó el pincel y en un instante,
con un solo gesto, dibujó un cangrejo, el cangrejo más perfecto que jamás se
hubiera visto.
Antes que
nada ésta es una historia sobre la gracia, sobre lo instantáneo y también sobre
la duración. Hay un vacío, todo queda en suspenso, y el relato se pregunta si
la espera (que dura años) forma o no parte de la obra. Como el
relato trata sobre un artista, su núcleo básico es el tiempo y las condiciones
materiales de trabajo: en este sentido el cuento es un tratado sobre la
economía del arte. Se establece un contrato entre el pintor y el rey: la
dificultad reside, vamos a recordar a Marx, en medir el tiempo de trabajo
necesario en una obra de arte y por lo tanto la dificultad para definir
(socialmente) su valor. El arte es
una actividad imposible desde el punto de vista social porque su tiempo es
otro, siempre se tarda demasiado (o demasiado poco) para “hacer” una obra. ¿Cuánto
tiempo, después de todo, emplea Chuang Tzu para dibujar el cuadro? En
definitiva el cuento que cuenta Calvino es una fábula (moral) sobre la forma
(una fábula sobre la moral de la forma), es decir, una parábola sobre el final
y sobre la terminación (una parábola sobre el cierre y sobre lo que le da forma
a una obra).
Para
empezar, el relato de Chuang Tzu se cierra al revés. Hay una expectativa (no
puede pintar) y una solución que es inversa a lo que el sentido común está
esperando que pase. La solución parece una paradoja (pero no lo es) porque no
hay relación lógica entre los años “perdidos” y la rapidez de la realización.
El final implica, antes que un corte, un cambio de velocidad. Existen tiempos
variables, momentos lentísimos, aceleraciones. En esos movimientos de la
temporalidad se juega la terminación de una historia. Una continuidad debe ser
alterada: algo traba la repetición.
Podríamos
por ejemplo preguntarnos cómo habría narrado Kafka (que era un maestro en el
arte de los finales infinitos) este relato. Kafka mantendría la imposibilidad
de la salvación en un universo sin cambios: el relato contaría la postergación
incesante de Chuang Tzu. Los plazos son cada vez más largos pero la paciencia
del rey no tiene límites. Los años pasan. Chuang Tzu envejece y está a punto de
morir. Una tarde el anciano pintor que agoniza recibe la visita del rey. El
soberano debe inclinarse sobre el lecho para ver el pálido rostro del artista:
con gesto tembloroso Chuang Tzu busca debajo del lecho y le entrega el cangrejo
perfecto que ha dibujado hace años pero que no se ha atrevido a mostrar.
Kafka nos
haría suponer que, para todos, el cuadro es perfecto y está terminado, menos
para Chuang Tzu.
¿Qué
quiere decir terminar una obra? ¿De quién depende decidir que una historia está
terminada? Flannery O'Connor, la gran narradora norteamericana, contaba una
historia muy divertida. “Tengo una tía que piensa que nada sucede en un relato
a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en
el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana. Después de la
ceremonia el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un
parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, ésa es
una historia completa. Y sin embargo yo no pude convencer a mí tía de que ése
fuera un cuento completo. Mi tía quería saber qué le sucedía a la hija idiota
luego del abandono”. Los finales son formas de hallarle sentido a la
experiencia. Sin finitud no hay verdad, como dijo el discípulo de Husserl. Y
por lo visto la tía de Flannery no ha encontrado el sentido de esa historia.
El final
pone en primer plano los problemas de la expectativa y nos enfrenta con la
presencia del que espera el relato. No es alguien externo a la historia, (no es
la tía de Flannery), es una figura que forma parte de la trama. En el cuento de
O'Connor (“La vida que salves puede ser la tuya”) es la anciana avara que se
quiere sacar de encima a la hija tonta: es ella quien recibe el impacto
inesperado del final; para ella está destinada la sorpresa que no se narra. Y
también por supuesto la moraleja. Pierde el auto y no puede desprenderse de la
hija. Hay un
resto de la tradición oral en ese juego con un interlocutor implícito; la
situación de enunciación persiste cifrada y es el final el que revela su
existencia.
En la
silueta inestable de un oyente, perdido y fuera de lugar en la fijeza de la
escritura, se encierra el misterio de la forma. No es el narrador oral el que
persiste en el cuento sino la sombra de aquel que lo escucha. “Estas
palabras hay que oírlas, no leerlas”, dice Borges en el cierre de “La trama”,
en “El hacedor”, y en esa frase resuena la altiva y resignada certidumbre de
que algo irrecuperable se ha ido. Habría mucho que decir sobre la tensión entre
oír y leer en la obra de Borges. Una obra vista como el éxtasis de la lectura
que teje sin embargo su trama en el revés de una mitología sobre la oralidad, y
sobre el decir un relato.
El arte de
narrar para Borges gira sobre ese doble vínculo. Oír un relato que se pueda
escribir, escribir un relato que se pueda contar en voz alta. En ese punto
Borges se opone a la novela y ahí debe entenderse su indiferencia frente a
Proust o a Thomas Mann (pero no frente a Faulkner, en quien percibe la
entonación oral de la prosa, percibe el carácter confuso y digresivo de un
narrador oral que cuenta una historia sin entenderla del todo). Borges
considera que la novela no es narrativa, porque está demasiado alejada de las
formas orales, es decir, ha perdido los rastros de un interlocutor presente que
hace posible el sobreentendido y la elipsis, y por lo tanto la rapidez y la
concisión de los relatos breves y de los cuentos orales. La
presencia del que escucha el relato es una suerte de extraño arcaísmo, pero el
cuento como forma ha sobrevivido porque tuvo en cuenta esa figura que viene del
pasado. Su lugar cambia en cada relato pero no cambia su función: está ahí para
asegurar que la historia parezca al principio levemente incomprensible y como
hecha de sobreentendidos y de gestos invisibles y oscuros.
Un ejemplo
a la vez inquietante y perfecto de esa estructura es el cuento de Borges “El
Evangelio según Marcos”, en el que unos paisanos analfabetos y creyentes oyen
la lectura de la pasión de Cristo, se convierten en protagonistas fatales del
poder de la letra, y deciden llevar a la vida (como versiones enfurecidas de
“Don Quijote” o de “Madame Bovary”) lo que han comprendido en las palabras
proféticas de los libros sagrados. Borges ha
usado con gran sutileza las posibilidades de la situación oral y en varios de
sus cuentos (desde “Hombre de la esquina rosada” de 1927 a “La noche de los
dones” de 1975) él mismo ocupa el lugar del que recibe el relato. Un hombre
servicial y abstraído llamado Borges está en un almacén de espejos altos en el
sur de la ciudad o en un patio de tierra en una casa de altos o en el hondo
jardín de una quinta de Adrogué, y un amigo o un desconocido se acerca y le
cuenta una historia que él comprende a medias y que misteriosamente lo implica.
En sus
mejores cuentos trabaja esa estructura hasta el límite y la complejiza y la
convierte en el argumento central. En “La muerte y la brújula”, Lönnrot tarda
en comprender que la sucesión confusa de hechos de sangre que intenta descifrar
no es otra cosa que un relato que Scharlach ha construido para él, y cuando lo
comprende ya es tarde. Lo mismo le sucede a Benjamín Otalora en “El muerto”:
vive con intensidad y con pasión una aventura que lo exalta y lo ennoblece y al
final, en una brusca y sangrienta revelación, Azevedo Bandeira le hace ver que
ha sido el pobre destinatario de un cuento contado por un loco lleno de
sarcasmo y de furia. Emma Zunz teje con perversa precisión, y en su cuerpo, una
trama criminal destinada a un interlocutor futuro (la ley) a quien engaña y
confunde y para quien construye un relato que ningún otro podrá comprender.
La misma
relación está por supuesto en “El jardín de senderos que se bifurcan”, en
“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y en “La forma de la espada”, pero es en “Tema del
traidor y del héroe” donde Borges lleva este procedimiento a la perfección. Los
patriotas irlandeses, rebeldes y románticos, son los destinatarios de una
leyenda heroica urdida a toda prisa por el abnegado James Alexander Nolan, con
el auxilio del azar y de Shakespeare, y esa ficción será descifrada muchos años
después por Ryan, el asombrado e incrédulo historiador que reconstruye la
duplicidad de la trama. El relato se dirige a un interlocutor perplejo que va
siendo perversamente engañado y que termina perdido en una red de hechos
inciertos y de palabras ciegas. Su confusión decide la lógica íntima de la
ficción. Lo que comprende, en la revelación final, es que la historia que ha
intentado descifrar es falsa y que hay otra trama, silenciosa y secreta, que le
estaba destinada.