En su
obra, el instinto, el azar, el goce de los sentidos, el humor, el juego, la
ruptura del orden cronológico y espacial, están presentes como una forma del
existir en el mundo. “La otra orilla”, “Bestiario”, “Final del juego”, “Las
armas secretas”, “Todos los fuegos el fuego”, “Octaedro”, “Alguien que anda por
ahí”, “Queremos tanto a Glenda” y “Deshoras”, sus libros de cuentos, son una
muestra de ello. Y mucho más lo son, desde un punto de vista de ruptura con
todos los encasillamientos de los géneros literarios tradicionales, sus libros
“La vuelta al día en ochenta mundos” (una obra estructurada en base a
asociaciones personales e improvisaciones que incluye con una diagramación
extremadamente original una gran variedad de discursos verbales: ensayos,
citas, poemas, cuentos y fragmentos biográficos, y de discursos no verbales:
pictóricos, gráficos y fotográficos), “Historias de cronopios y de famas” (un
originalísimo conjunto de sátiras, ironías, apuntes, juegos de palabras,
estampas y viñetas, bajo el signo del más lúdico surrealismo y de un lenguaje
antiliterario y cuidadosamente desenfadado) y “Último round” (libro en el que
sobresalen la técnica del collage, con recortes periodísticos, comentarios y
mezcla de poesía y prosa, y un predominio en todos ellos del humor, la ternura
y la ironía en la búsqueda de una nueva expresión de la realidad). Justamente a
éste último pertenece el ensayo “Del cuento breve y sus alrededores”, texto que
sigue a continuación, en el que expone distintos puntos claves que se deben
tener en cuenta al momento de escribir.
Alguna vez
Horacio Quiroga intentó un “Decálogo del perfecto cuentista”, cuyo mero título
vale ya como una guiñada de ojo al lector. Si nueve de los preceptos son
considerablemente prescindibles, el último me parece de una lucidez impecable:
“Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente
de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se
obtiene la vida en el cuento”.
La noción
de pequeño ambiente da su sentido más hondo al consejo, al definir la forma
cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión he llamado su esfericidad; pero a
esa noción se suma otra igualmente significativa, la de que el narrador pudo
haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí
debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el
exterior, sin que los límites del relato se vean trazados como quien modela una
esfera de arcilla. Dicho de otro modo, el sentimiento de la esfera debe
preexistir de alguna manera al acto de escribir el cuento, como si el narrador,
sometido por la forma que asume, se moviera implícitamente en ella y la llevara
a su extrema tensión, lo que hace precisamente la perfección de la forma
esférica.
Estoy
hablando del cuento contemporáneo, digamos el que nace con Edgar Allan Poe, y que
se propone como una máquina infalible destinada a cumplir su misión narrativa
con la máxima economía de medios; precisamente, la diferencia entre el cuento y
lo que los franceses llaman “nouvelle” y los anglosajones “long short
story" se basa en esa implacable carrera contra el reloj que es un cuento
plenamente logrado: basta pensar en “El barril de amontillado” de Poe, en
“Felicidad” de Katherine Mansfield, en “Las ruinas circulares” de Borges y “Los
asesinos” de Hemingway. Esto no quiere decir que cuentos más extensos no puedan
ser igualmente perfectos, pero me parece obvio que las narraciones arquetípicas
de los últimos cien años han nacido de una despiadada eliminación de todos los
elementos privativos de la “nouvelle” y de la novela, los exordios, circunloquios,
desarrollos y demás recursos narrativos; si un cuento largo de Henry James o de
D.H. Lawrence puede ser considerado tan genial como aquéllos, preciso será
convenir en que estos autores trabajaron con una apertura temática y
lingüística que de alguna manera facilitaba su labor, mientras que lo siempre
asombroso de los cuentos contra el reloj está en que potencian vertiginosamente
un mínimo de elementos, probando que ciertas situaciones o terrenos narrativos
privilegiados pueden traducirse en un relato de proyecciones tan vastas como la
más elaborada de las “nouvelles”.
Lo que
sigue se basa parcialmente en experiencias personales cuya descripción mostrará
quizá, digamos desde el exterior de la esfera, algunas de las constantes que
gravitan en un cuento de este tipo. Vuelvo al hermano Quiroga para recordar que
dice: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño
ambiente de tus personajes, de los que pudiste ser uno”. La noción de ser uno
de los personajes se traduce por lo general en el relato en primera persona,
que nos sitúa de rondón en un plano interno. Hace muchos años, en Buenos Aires,
Ana María Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la
primera persona, creo que con referencia a los relatos de “Las armas secretas”,
aunque quizá se trataba de los de “Final del juego”. Cuando le señalé que había
varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo
libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una
primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar
monótonamente la serie de relatos del libro.
En ese
momento, o más tarde, encontré una suerte de explicación por la vía contraria,
sabiendo que cuando escribo un cuento busco instintivamente que sea de alguna
manera ajeno a mí en tanto demiurgo, que eche a vivir con una vida
independiente, y que el lector tenga o pueda tener la sensación de que en
cierto modo está leyendo algo que ha nacido por sí mismo, en sí mismo y hasta
de sí mismo, en todo caso con la mediación pero jamás la presencia manifiesta
del demiurgo. Recordé que siempre me han irritado los relatos donde los
personajes tienen que quedarse como al margen mientras el narrador explica por
su cuenta (aunque esa cuenta sea la mera explicación y no suponga interferencia
demiúrgica) detalles o pasos de una situación a otra. El signo de un gran
cuento me lo da eso que podríamos llamar su autarquía, el hecho de que el
relato se ha desprendido del autor como una pompa de jabón de la pipa de yeso.
Aunque parezca paradójico, la narración en primera persona constituye la más
fácil y quizá mejor solución del problema, porque narración y acción son ahí
una y la misma cosa. Incluso cuando se habla de terceros, quien lo hace es
parte de la acción, está en la burbuja y no en la pipa. Quizá por eso, en mis
relatos en tercera persona, he procurado casi siempre no salirme de una
narración “strictu senso”, sin esas tomas de distancia que equivalen a un
juicio sobre lo que está pasando. Me parece una vanidad querer intervenir en un
cuento con algo más que con el cuento en sí.
Esto lleva
necesariamente a la cuestión de la técnica narrativa, entendiendo por esto el
especial enlace en que se sitúan el narrador y lo narrado. Personalmente ese
enlace se me ha dado siempre como una polarización, es decir que si existe el
obvio puente de un lenguaje yendo de una voluntad de expresión a la expresión
misma, a la vez ese puente me separa, como escritor, del cuento como cosa
escrita, al punto que el relato queda siempre, con la última palabra, en la
orilla opuesta. Un verso admirable de Pablo Neruda: “Mis criaturas nacen de un
largo rechazo”, me parece la mejor definición de un proceso en el que escribir
es de alguna manera exorcizar, rechazar criaturas invasoras proyectándolas a
una condición que paradójicamente les da existencia universal a la vez que las
sitúa en el otro extremo del puente, donde ya no está el narrador que ha
soltado la burbuja de su pipa de yeso. Quizá sea exagerado afirmar que todo
cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son
productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la
objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno neurótico; de todas
maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe esa polarización, como
si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de la manera más
absoluta de su criatura, exorcizándola en la única forma en que le era dado
hacerlo: escribiéndola.
Este rasgo
común no se lograría sin las condiciones y la atmósfera que acompañan el
exorcismo. Pretender liberarse de criaturas obsesionantes a base de mera
técnica narrativa puede quizá dar un cuento, pero al faltar la polarización
esencial, el rechazo catártico, el resultado literario será precisamente eso,
literario; al cuento le faltará la atmósfera que ningún análisis estilístico
lograría explicar, el aura que pervive en el relato y poseerá al lector como
había poseído, en el otro extremo del puente, al autor. Un cuentista eficaz
puede escribir relatos literariamente válidos, pero si alguna vez ha pasado por
la experiencia de librarse de un cuento como quien se quita de encima una
alimaña, sabrá de la diferencia que hay entre posesión y cocina literaria, y a
su vez un buen lector de cuentos distinguirá infaliblemente entre lo que viene
de un territorio indefinible y ominoso, y el producto de un mero “métier”.
Quizá el rasgo diferencial más penetrante -lo he señalado ya en otra parte- sea
la tensión interna de la trama narrativa. De una manera que ninguna técnica
podría enseñar o proveer, el gran cuento breve condensa la obsesión de la
alimaña, es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases
para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que
lo rodea, arrasarlo a una sumersión más intensa y avasalladora. De un cuento
así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al
que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento,
muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. El hombre que escribió
ese cuento pasó por una experiencia todavía más extenuante, porque de su
capacidad de transvasar la obsesión dependía el regreso a condiciones más
tolerables; y la tensión del cuento nació de esa eliminación fulgurante de
ideas intermedias, de etapas preparatorias, de toda la retórica literaria
deliberada, puesto que había en juego una operación en alguna medida fatal que
no toleraba pérdida de tiempo; estaba allí, y sólo de un manotazo podía
arrancársela del cuello o de la cara. En todo caso así me tocó escribir muchos
de mis cuentos; incluso en algunos relativamente largos, como “Las armas
secretas”, la angustia omnipresente a lo largo de todo un día me obligó a
trabajar empecinadamente hasta terminar el relato y sólo entonces, sin cuidarme
de releerlo, bajar a la calle y caminar por mí mismo, sin ser ya Pierre, sin
ser ya Michèle.
Esto
permite sostener que cierta gama de cuentos nace de un estado de trance,
anormal para los cánones de la normalidad al uso, y que el autor los escribe
mientras está en lo que los franceses llaman un “état second”. Que Poe haya
logrado sus mejores relatos en ese estado (paradójicamente reservaba la
frialdad racional para la poesía, por lo menos en la intención) lo prueba más acá
de toda evidencia testimonial el efecto traumático, contagioso y para algunos
diabólico de “El corazón delator” o de “Berenice”. No faltará quien estime que
exagero esta noción de un estado ex-orbitado como el único terreno donde puede
nacer un gran cuento breve; haré notar que me refiero a relatos donde el tema
mismo contiene la “anormalidad”, como los citados de Poe, y que me baso en mi
propia experiencia toda vez que me vi obligado a escribir un cuento para evitar
algo mucho peor. ¿Cómo describir la atmósfera que antecede y envuelve el acto
de escribirlo? Si Poe hubiera tenido ocasión de hablar de eso, estas páginas no
serían intentadas, pero él calló ese círculo de su infierno y se limitó a
convertirlo en “El gato negro” o en “Ligeia”.
No sé de
otros testimonios que puedan ayudar a comprender el proceso desencadenante y
condicionante de un cuento breve digno de recuerdo; apelo entonces a mi propia
situación de cuentista y veo a un hombre relativamente feliz y cotidiano,
envuelto en las mismas pequeñeces y dentistas de todo habitante de una gran
ciudad, que lee el periódico y se enamora y va al teatro y que de pronto,
instantáneamente, en un viaje en el subte, en un café, en un sueño, en la
oficina mientras revisa una traducción sospechosa acerca del analfabetismo en
Tanzania, deja de ser él-y-su-circunstancia y sin razón alguna, sin preaviso,
sin el aura de los epilépticos, sin la crispación que precede a las grandes
jaquecas, sin nada que le dé tiempo a apretar los dientes y a respirar hondo,
es un cuento, una masa informe sin palabras ni caras ni principio ni fin, pero
ya un cuento, algo que solamente puede ser un cuento y además en seguida,
inmediatamente, Tanzania puede irse al demonio porque este hombre meterá una
hoja de papel en la máquina y empezará a escribir aunque sus jefes y las
Naciones Unidas en pleno le caigan por las orejas, aunque su mujer lo llame
porque se está enfriando la sopa, aunque ocurran cosas tremendas en el mundo y
haya que escuchar las informaciones radiales o bañarse o telefonear a los
amigos.
Hay la
masa que es el cuento, hay la angustia y la ansiedad y la maravilla, porque
también las sensaciones y los sentimientos se contradicen en esos momentos,
escribir un cuento así es simultáneamente terrible y maravilloso, hay una
desesperación exaltante, una exaltación desesperada; es ahora o nunca, y el
temor de que pueda ser nunca exacerba el ahora, lo vuelve máquina de escribir
corriendo a todo teclado, olvido de la circunstancia, abolición de lo
circundante. Y entonces la masa negra se aclara a medida que se avanza,
increíblemente las cosas son de una extrema facilidad como si el cuento ya
estuviera escrito con una tinta simpática y uno le pasara por encima el
pincelito que lo despierta.
Escribir
un cuento así no da ningún trabajo, absolutamente ninguno; todo ha ocurrido
antes y ese antes, que aconteció en un plano donde “la sinfonía se agita en la
profundidad”, para decirlo con Rimbaud, es el que ha provocado la obsesión, el
coágulo abominable que había que arrancarse a tirones de palabras. Y por eso,
porque todo está decidido en una región que diurnamente me es ajena, ni
siquiera el remate del cuento presenta problemas, sé que puedo escribir sin
detenerme, viendo presentarse y sucederse los episodios, y que el desenlace
está tan incluido en el coágulo inicial como el punto de partida. Me acuerdo de
la mañana en que me cayó encima “Una flor amarilla”: el bloque amorfo era la
noción del hombre que encuentra a un niño que se le parece y tiene la
deslumbradora intuición de que somos inmortales. Escribí las primeras escenas
sin la menor vacilación, pero no sabía lo que iba a ocurrir, ignoraba el
desenlace de la historia. Si en ese momento alguien me hubiera interrumpido
para decirme: “Al final el protagonista va a envenenar a Luc”, me hubiera
quedado estupefacto. Al final el protagonista envenena a Luc, pero eso llegó
como todo lo anterior, como una madeja que se desovilla a medida que tiramos;
la verdad es que en mis cuentos no hay el menor mérito literario, el menor
esfuerzo. Si algunos se salvan del olvido es porque he sido capaz de recibir y
transmitir sin demasiadas pérdidas esas latencias de una psiquis profunda, y el
resto es una cierta veteranía para no falsear el misterio, conservarlo lo más
cerca posible de su fuente, con su temblor original, su balbuceo arquetípico.
Lo que
precede habrá puesto en la pista al lector: no hay diferencia genética entre
este tipo de cuentos y la poesía como la entendemos a partir de Baudelaire.
Pero si el acto poético me parece una suerte de magia de segundo grado,
tentativa de posesión ontológica y no ya física como en la magia propiamente
dicha, el cuento no tiene intenciones esenciales, no indaga ni transmite un
conocimiento o un “mensaje”. El génesis del cuento y del poema es sin embargo
el mismo, nace de un repentino extrañamiento, de un desplazarse que altera el
régimen “normal” de la conciencia; en un tiempo en que las etiquetas y los
géneros ceden a una estrepitosa bancarrota, no es inútil insistir en esta
afinidad que muchos encontrarán fantasiosa. Mi experiencia me dice que, de
alguna manera, un cuento breve como los que he tratado de caracterizar no tiene
una estructura de prosa. Cada vez que me ha tocado revisar la traducción de uno
de mis relatos (o intentar la de otros autores, como alguna vez con Poe) he
sentido hasta qué punto la eficacia y el sentido del cuento dependían de esos
valores que dan su carácter específico al poema y también al jazz: la tensión,
el ritmo, la pulsación interna, lo imprevisto dentro de parámetros pre-vistos,
esa libertad fatal que no admite alteración sin una pérdida irrestañable. Los
cuentos de esta especie se incorporan como cicatrices indelebles a todo lector
que los merezca: son criaturas vivientes, organismos completos, ciclos
cerrados, y respiran. Ellos respiran, no el narrador, a semejanza de los poemas
perdurables y a diferencia de toda prosa encaminada a transmitir la respiración
del narrador, a comunicarla a manera de un teléfono de palabras. Y si se
pregunta: Pero entonces, ¿no hay comunicación entre el poeta (el cuentista) y
el lector?, la respuesta es obvia: La comunicación se opera desde el poema o el
cuento, no por medio de ellos. Y esa comunicación no es la que intenta el
prosista, de teléfono a teléfono; el poeta y el narrador urden criaturas
autónomas, objetos de conducta imprevisible, y sus consecuencias ocasionales en
los lectores no se diferencian esencialmente de las que tienen para el autor,
primer sorprendido de su creación, lector azorado de sí mismo.
Breve coda
sobre los cuentos fantásticos. Primera observación: lo fantástico como
nostalgia. Toda “suspension of disbelief” (suspensión de la incredulidad) obra
como una tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al
hombre. En esa tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de
Ortega: hay hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia,
hay una hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el
momento en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente
para dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Segunda
observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal ordinario. Su irrupción
altera instantáneamente el presente, pero la puerta que da al zaguán ha sido y
será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la alteración momentánea dentro de
la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que lo excepcional pase
a ser también la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las
cuales se ha insertado. Descubrir en una nube el perfil de Beethoven sería
inquietante si durara diez segundos antes de deshilacharse y volverse fragata o
paloma; su carácter fantástico sólo se afirmaría en caso de que el perfil de
Beethoven siguiera allí mientras el resto de la nube se conduce con su
desintencionado desorden sempiterno. En la mala literatura fantástica, los
perfiles sobrenaturales suelen introducirse como cuñas instantáneas y efímeras
en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una señora que se ha ganado el
odio minucioso del lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto
gracias a una mano fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana
sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos el autor se cree obligado a
proveer una “explicación” a base de antepasados vengativos o maleficios
malayos. Agrego que la peor literatura de este género es sin embargo la que
opta por el procedimiento inverso, es decir el desplazamiento de lo temporal
ordinario por una especie de “full-time” de lo fantástico, invadiendo la casi
totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural, como en
el socorrido modelo de la casa encantada donde todo rezuma manifestaciones
insólitas, desde que el protagonista hace sonar el aldabón de las primeras
frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina espasmódicamente el
relato.
En los dos
extremos (insuficiente instalación en la circunstancia ordinaria, y rechazo
casi total de esta última) se peca por impermeabilidad, se trabaja con materias
heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que no hay ósmosis,
articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen que hacer allí
esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una apuesta se
instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de cuentos que
abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear para
fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se toma un cerdo, se lo
ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se prepara
con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para seguir
apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa y el
cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un fracaso,
por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que es
precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo
fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos
saborear estremecidamente.