En una
nota aparecida en 1991 en la revista “Humor”, el escritor argentino Mempo
Giardinelli (1947) decía: “Creo, como Marguerite Yourcenar, que un escritor es
aquel que todo acontecimiento que sucede lo tiene que poner en palabras. Decía
Yourcenar que si a un escritor le tiran un guante en la cara, el tipo ni se
ofende ni se pone a gritar ni le da una trompada al otro, sino que agarra el
guante, lo investiga claramente y escribe un texto sobre el guante. Yo tomé así
este hecho. Yo no soy un ensayista, no soy un filósofo ni un pensador,
solamente soy un escritor, un ficcionista, un tipo que tiene algunas ideas de
la realidad y le mezcla un poquito de imaginación y hace un cóctel medio
bastardo y sale literatura”.
Autor de
una docena de novelas entre las que sobresalen “Luna caliente”, “La revolución
en bicicleta”, “Qué solos se quedan los muertos”, “Santo oficio de la memoria”
e “Imposible equilibrio”, ha publicado también los ensayos “Así se escribe un
cuento” y “El género negro. Ensayo sobre novela policial”, y los libros de
cuentos “Vidas ejemplares”, “El castigo de Dios”, “Gente rara”, “Estación
Coghlan”, “La noche del tren”, “Luminoso amarillo” y “9 historias de amor”.
Columnista habitual del diario “Página/12”, fundó y dirigió entre 1986 y 1992
la revista “Puro Cuento”. Además, ha dictado cursos, seminarios y talleres en
universidades y academias tanto de América como de Europa, y enseñó Periodismo
y Literatura en la Universidad Iberoamericana (México), la Universidad Nacional
de La Plata (Argentina) y la Universidad de Virginia (Estados Unidos). El 24 de
abril de 1998 pronunció un discurso en la ceremonia de premiación del Premio
Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” que otorga cada año la
Universidad Tecnológica de Panamá. El texto de dicha alocución -titulado “El
cuento como género literario en América Latina”- es lo que puede leerse a
renglón seguido.
Suelo
sostener que el cuento es un género indefinible, porque si se lo define se lo
encorseta, se lo endurece. Prefiero pensar al cuento como un camino que se hace
sin cesar, una acción perpetua de los seres humanos. No en vano toda la historia
de la humanidad es una narración, primero oral, luego escrita. De modo que me
voy a detener para hacer un breve repaso de aquello que nos fascina y nos
seduce de todo buen cuento literario. Por ejemplo, y en primerísimo plano, la
brevedad y concisión, que es lo mismo que decir la precisión. El maestro
Edmundo Valadés enseñaba que “el cuento escapa a prefiguraciones teóricas, pero
su única inmutable característica es la brevedad”. Y precisamente respecto del
cuento breve (también llamado cuento corto, minificción, microcuento o microficción)
Juan Armando Epple distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad
temática, tensión e intensidad. Pero esas cuatro características yo diría que
son aplicables a todos los cuentos del mundo cualquiera que sea su extensión, y
no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi sostiene que el único modo de
distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, al fin y al cabo
es contado la cantidad de páginas que tiene cada texto.
Pero
también digamos que el criterio fundamental para reconocer un cuento no es sólo
la brevedad, sino lo que Epple llama “su estatuto ficticio”. O sea, es la
invención literaria lo que permite reconocer a un cuento. Epple sostiene que
fue en la Edad Media “cuando se empiezan a discernir, en las expresiones
narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en la
literatura didáctica. Además de las expresiones de la tradición oral y popular
como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el caso o la fábula, en que
interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos de discurso
que se articulan en estatutos genéricos ya decantados en la tradición cultural,
como el ejemplo, la alegoría, el apólogo o la parábola”. La tradición clásica
que se ocupa de reelaborar mitos, historias y leyendas, y la predilección por
la fábula como modalidad narrativa también nos viene del Medioevo. Hoy es una
costumbre arraigada, y hasta abusada, y es una manía falsamente borgeana, la de
mezclar la realidad con ficción, reescribir las viejas mitologías, mezclar
personas verdaderas con personajes apócrifos. Claro que hay “fabulistas”
modernos precisos y preciosos como Arreola, Monterroso o Denevi, pero es su
talento e ingenio lo que da brillo a sus parodias breves y brevísimas, y no la
mera utilización del recurso reelaborador.
Muchos
autores coinciden en que el cuento es el género literario más antiguo del
mundo, aunque para algunos su consolidación literaria se alcanzó tardíamente.
Así lo sugirió Juan Valera en el siglo pasado: “Habiendo sido todo el cuento el
empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien
puede afirmarse que el cuento es el último género literario que vino a
escribirse”.
El crítico
español Arturo Molina García sostiene que “antes del siglo XIX el cuento se
manejaba sin plena consciencia de su importancia como género con personalidad
propia. Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de
belleza, emoción y humanidad que podía contener su brevedad. Hubo buenos
cuentistas, individualmente considerados, con sello personal, pero fueron muy
pocos, fueron casos aislados que sorprendían como destellos. Lo que no había,
desde luego, era una tradición cuentista, cuajada, en ebullición permanente,
como la que comienza a existir a partir del siglo XIX”.
En efecto,
la tradición del cuento moderno de desarrolló en el siglo XIX, y a ello
contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al cuento más
o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y posiblemente hoy
podríamos explicar que esto se debió a las limitaciones de la industria
editorial. El espacio disponible en los medios obviamente era favorable al
cuento, o al folletín por entregas. Acaso ahí esté el antecesor de la
telenovela actual. Como fuere, en mi opinión, eso mismo fue lo que fortaleció
al género en las Américas. Porque publicar novelas imponía la necesidad de una
capacidad industrial (papelera, impresora y encuadernadora) que no teníamos, y
requería de circuitos de distribución en librerías que en nuestra América eran
y siguen siendo tan ineficientes. Por eso las revistas fueron -y son todavía-
no sólo pioneras sino el mejor vínculo entre autores y público. Yo creo que eso
dio lugar al florecimiento del cuento latinoamericano.
Por haber
dirigido la única revista dedicada exclusivamente al cuento que hubo en la
Argentina, he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que
lleva la democracia, y particularmente he seguido la evolución de algunos
autores. Lo más interesante del camino del escritor es su crecimiento
literario. Cuando, por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la
evolución de algunos y luego tiene acceso a sus últimas producciones, es
posible apreciar la curva ascendente con el placer que produce el
reconocimiento de la creación misma.
El
mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente no suficientemente
reconocido) decía que hay dos tipos de escritores: los de imaginación y los de
sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los segundos, “cuando no
tienen genio, son absolutamente intolerables”. Y es verdad, y por eso la verdad
literaria se produce cuando en los cuentos confluyen imaginación con
sentimiento. Y esto es especialmente festejable en países como lo nuestros,
donde hay muchos cuentistas de talento pero donde también -admitámoslo- se
publica demasiado cuento mediocre.
En un
panorama devastado como en mi opinión era el del cuento argentino después de
tanto años de dictaduras, autoritarismo y censura, convenía -siempre conviene-
tener el oído especialmente atento a toda voz que estuviera más allá de la
medianía, la repetición y el cliché. Con la democracia restablecida en 1983
muchas cosas han cambiado en la narrativa de mi patria. Mis impresiones sobre
lo que se está haciendo y lo que puede llegar a ser la cuentística argentina
cuando termine este milenio y empiece el Siglo XXI, son las de un observador
privilegiado que en los últimos quince años ha recibido y leído varios miles de
cuentos producidos a lo largo y a lo ancho de aquel inmenso país.
Conozco la
generosa diversidad de cuentistas que hay allí y hay ya algunos nombres nuevos
de enorme futuro. No es casualidad que no todos son porteños; muchos son del
interior del país y todos son jóvenes escritores pero ya autores de calidad.
Gente de entre treinta y cincuenta años -algunos de ellos sufrieron años de
cárcel o vivieron exilios durante la última dictadura- y que, sin embargo, en
estos años crearon mundos propios y originales que superan holgadamente la
circunstancia de la represión. Ninguno hizo de la tortura y el horror padecidos
su obra creativa y, al contrario, todos cultivan variantes de lo fantástico y
lo experimental. En ellos se siente esa rara virtud señalada por Torri del “horror
por las explicaciones y amplificaciones”, y en muchas de sus tramas es posible
advertir sutilmente -la frase es de Lugones, dice Borges- “el miedo de lo
demasiado tarde”. Hay que destacar también la notable presencia de mujeres en
esa joven cuentística. Ello se debe a que hoy hay mucho más cuento escrito por
mujeres que nunca antes, y a que su calidad y profundidad son riquísimos y
constituyen el fenómeno más destacable de la literatura argentina de este fin
de siglo.
En los
libros de estos y otros autores se notan las influencias de algunos grandes
maestros. Valga pues está reflexión: nada tiene de malo las influencias, y
antes, al contrario, todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia,
libresco, (creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes) en el sentido de que
siempre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos. Eso es
natural y lógico: no podría ser de otro modo salvo que uno fuese ingenuo, un
pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal especie realmente
existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copiamos, aportando. Y para
hacerlo hay que leer, presenciar, experimentar: la literatura, pues, como
conocimiento, como toma y daca, como ontología.
Decía Juan
Rulfo que “todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es mentira,
pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es,
pues, uno de los principios fundamentales de la creación”. Evoco su enseñanza
porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de la
importancia del imaginario como él, y poquísimos lo manejaron con tanta
intuición y sabiduría. “Para mí lo primordial es la imaginación -escribió
Rulfo-. Dentro de estos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando:
la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra
el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta
hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición:
la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está
sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces se
logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio,
la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar”.
La
sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece importante que
la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en estos tiempos en que vivimos
tan saturados de obviedades, lugares comunes, falsificaciones e irracionalidad.
Esto hace que resulte más valioso el empeño de algunos autores por no
explicarlo todo, sin que por ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo
abstruso. Para esto hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la
vez la mejor manera -literaria- de darle brillo a la alusión. Y manera creadora
-dicho sea para completar el juego de palabras- de ilusión. La
verdadera eficacia de la alusión literaria es la que se desvincula del
propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir
a-lo-que-pasa) es la que no se propuso serlo. Y si ya sabemos de toda
literatura que se obliga a imponer discursos, los mata, también sabemos que
toda literatura que carece de discurso, como la que no tiene hechos, se esfuma.
La buena literatura es la que no depende de la voluntad de los escritores, sino
la que proviene simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad sólo se la
sueña, la imagina o alude, como aconseja Augusto Roa Bastos.
Otro
aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Yo prefiero que
autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones,
sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Los prefiero en lugar de
los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta
temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se
tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo. Por eso en mi revista “Puro
Cuento” siempre procuré incluir cuentos que mostrarán los diferentes
paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural), y también nos ocupamos de
cuentos que mostraban las múltiples facetas del amor, el erotismo y la ternura;
el encuentro y el desencuentro entre los seres humanos; la fantasía y el rigor;
las diferentes lenguas que se hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y
lo más extenso; lo clásico y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo
experimental y lo conocido, e infinitos etcéteras.
Siempre
sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor
vialidad tiene. Por la sencilla razón que la gente jamás dejará de contar lo
que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan cuando está bien contado.
Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de muchos editores. Y
digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la
mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de la lengua castellana. En
general, los editores suponen conocer el gusto del público, que, dicen, no
compra libros de cuentos. El público lector -nos dicen- sólo se interesa de
obra de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que
como el cuento no le gusta a la gente, no editan libros de cuentos, con lo cual
el cuento no se vende y ellos confirman que el cuento no gusta. Un perfecto
círculo vicioso que deriva de ser un fenómeno que ya no está regido por las
leyes de la literatura ni del arte, sino por las leyes del mercado.
Se ha
dicho que proceder, en literatura, usando el pasado para la estructuración del
presente, parece haber sido un hallazgo del poeta T.S. Elliot, quien parece que
era tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Pero eso no
necesariamente es verdad. El recurso, en mi opinión, es viejo como la
literatura misma: no me consta que lo desconocieran los griegos, o Shakespeare,
o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en estos años que se inscriben en esa
tradición: uno es el que da título al volumen de mi paisano Carlos Roberto
Morán: “Noticias de Sergio Oberti”, un cuento admirable. Mediante el señalado
recurso de la alusión, y a través de un discurso rayano en lo absurdo, el
cuento se constituye en un obsesivo acopio de noticias falsas e informaciones
erróneas acerca de un personaje que está desaparecido. Toca nuestro reciente
drama nacional de manera inteligente, con delicadeza extrema, para convertirse
-a mi criterio- en uno de los mejores cuentos sobre el tema de los
desaparecidos que se hayan escrito. Somos y no somos: el tema del doble, en una
recreación llena de talento, de poesía, de imaginación. En la tradición de los
mejores cuentos argentinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es
alusión porque es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo
una mirada poética sobre el mundo en que vivimos. Como ustedes advertirán,
estas reflexiones nacen a partir de la experiencia de meditar algunos cuentos
concretos. En el caso de los que Miguel Ángel Molfino, me sucedió algo similar.
Cuando leí por primera vez “La muerte viaja en una Olivetti” sentí que estaba
en uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un
cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo.
Es la historia de un personaje literario que, como un actor de cine, ya ha “trabajado”
en cuentos de Fitzgerald, Hemingway y otros grandes escritores, y que ahora,
viejo y decadente, se encuentra en el Chaco convocado por el autor y presiente
que este autor lo va a matar. Se trata de un cuento antológico, memorable, que
combina la realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa
y poesía, y en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras caras
de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios.
Los
cuentos de estos autores -es evidente- son el resultado de bien digeridas lecturas,
piedras basales para la imaginación, la osadía intelectual y el
experimentalismo. Pienso que todo esto es aplicable a Justo Arroyo y lo
celebro. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se
asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho
conocimiento, y escritores como Arroyo y otros que pueblan el panorama de la
cuentística panameña los tienen de sobra. De ahí la contextura compacta de sus
personajes. Ya lo verán ustedes cuando puedan leer “La pregunta” o “Los sueños
de Sepúlveda”; ya advertirán estas cualidades en el memorable torpe de “El reto”,
en la moralidad ejemplar de “¿Por qué, Vivian?”, en “Última voluntad” y en el
que da título al libro que esta noche celebramos: “Héroes a medio tiempo”.
Pienso que uno siempre tiene que procurar ser la clase de escritor que -más
allá de sus temas- no se repite, no cae siempre a la misma fórmula y no se
reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. Yo
admiró más, y aspiro a ser, esa clase de escritor que siempre busca andar por
caminos difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro,
parafraseando a Miguel Hernández, un rayo que no cesa.
Quizá por
eso ha dejado escrito Borges que la más indiscutible virtud de la cuentística de
Kafka es la invención de situaciones intolerables. Por eso Kafka es un grande,
un precursor y está presente en toda fantasía literaria que dosifica la
imaginación y la provee en medidas exactas y precisas, sin sobrecargas y sin
faltantes. La sabiduría de todo buen cuentista también consiste en saber que
los mejores cuentos de la literatura universal dependen, en última instancia,
de la temperatura emocional que sea capaz de transmitir lo narrado. Todo buen
cuento -lo sabemos- debe tocar alguna fibra íntima en el lector.
Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras ganas
del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el
que nace sencillamente de la inevitabilidad de su existencia. Es decir: se lo escribe
porque no se puede dejar de escribirlo. Es como si el cuento viniera empujando
desde adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que
uno tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo contienen. Y mejor
que explote así, para que no le explote a uno adentro.
El destino
de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector.
Cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para
ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar un
mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es lo que se
llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo)
y eso le creará una empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el
cuento se le torne inolvidable. Esta identificación sólo se logra por medio de
la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el
alma del cuento, que es una alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa
respiración, en los grandes cuentos, será eterna, y ese cuento será clásico
sólo en la medida en que las diferentes generaciones y culturas lo acepten,
reinventen y repitan. Es por eso que “Ligeia”, “El almohadón de plumas” o “El
Aleph”, por ejemplo, son y serán cuentos eternos.
Se sabe:
hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo es
indudable -y desdichado- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera,
pero igualmente el autor debe crear cuento teniendo en cuenta a un lector
ideal. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe querer
que así sea. Es como tirar una botella al mar con un mensaje adentro; hay que
hacerlo con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro, es lo
que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un
intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la
cordialidad de todo cuento: una conversación amable en la que uno monologa y el
otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega a la
seducción del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que
no equivale a hacerle concesiones, ni guiños, ni a darles explicaciones
inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento; he ahí esa amabilidad que me ha
impactado en Justo Arroyo y también en los cuentos de Dimas Lidio Pitty, el
otro finalista de este Premio Rogelio Sinán 1997/98.
No quiero
dejar de referirme también a lo que en retórica y poética se llama con el
vocablo alemán “weltanschauung”, es decir, la visión de mundo o la concepción
del mundo y el universo que todo autor tiene, lo sepa o no. De hecho, todo
cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así
sencillamente porque todo cuentista, todo escritor, tiene siempre una posición
ante la vida y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción
inevitablemente está contenida en todo lo que escribe. De ahí que, cuanto mejor
y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta, generosa,
amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. He ahí la
importancia de la lectura.