20 de febrero de 2019

El cuento. Historia, teoría, análisis y consideraciones (IX). Mempo Giardinelli


En una nota aparecida en 1991 en la revista “Humor”, el escritor argentino Mempo Giardinelli (1947) decía: “Creo, como Marguerite Yourcenar, que un escritor es aquel que todo acontecimiento que sucede lo tiene que poner en palabras. Decía Yourcenar que si a un escritor le tiran un guante en la cara, el tipo ni se ofende ni se pone a gritar ni le da una trompada al otro, sino que agarra el guante, lo investiga claramente y escribe un texto sobre el guante. Yo tomé así este hecho. Yo no soy un ensayista, no soy un filósofo ni un pensador, solamente soy un escritor, un ficcionista, un tipo que tiene algunas ideas de la realidad y le mezcla un poquito de imaginación y hace un cóctel medio bastardo y sale literatura”.
Autor de una docena de novelas entre las que sobresalen “Luna caliente”, “La revolución en bicicleta”, “Qué solos se quedan los muertos”, “Santo oficio de la memoria” e “Imposible equilibrio”, ha publicado también los ensayos “Así se escribe un cuento” y “El género negro. Ensayo sobre novela policial”, y los libros de cuentos “Vidas ejemplares”, “El castigo de Dios”, “Gente rara”, “Estación Coghlan”, “La noche del tren”, “Luminoso amarillo” y “9 historias de amor”. Columnista habitual del diario “Página/12”, fundó y dirigió entre 1986 y 1992 la revista “Puro Cuento”. Además, ha dictado cursos, seminarios y talleres en universidades y academias tanto de América como de Europa, y enseñó Periodismo y Literatura en la Universidad Iberoamericana (México), la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) y la Universidad de Virginia (Estados Unidos). El 24 de abril de 1998 pronunció un discurso en la ceremonia de premiación del Premio Centroamericano de Literatura “Rogelio Sinán” que otorga cada año la Universidad Tecnológica de Panamá. El texto de dicha alocución -titulado “El cuento como género literario en América Latina”- es lo que puede leerse a renglón seguido.

Suelo sostener que el cuento es un género indefinible, porque si se lo define se lo encorseta, se lo endurece. Prefiero pensar al cuento como un camino que se hace sin cesar, una acción perpetua de los seres humanos. No en vano toda la historia de la humanidad es una narración, primero oral, luego escrita. De modo que me voy a detener para hacer un breve repaso de aquello que nos fascina y nos seduce de todo buen cuento literario. Por ejemplo, y en primerísimo plano, la brevedad y concisión, que es lo mismo que decir la precisión. El maestro Edmundo Valadés enseñaba que “el cuento escapa a prefiguraciones teóricas, pero su única inmutable característica es la brevedad”. Y precisamente respecto del cuento breve (también llamado cuento corto, minificción, microcuento o microficción) Juan Armando Epple distingue cuatro condiciones básicas: brevedad, singularidad temática, tensión e intensidad. Pero esas cuatro características yo diría que son aplicables a todos los cuentos del mundo cualquiera que sea su extensión, y no sólo a los breves. Quizá por eso Marco Denevi sostiene que el único modo de distinguir cuento de novela, y cuento largo de cuento breve, al fin y al cabo es contado la cantidad de páginas que tiene cada texto.
Pero también digamos que el criterio fundamental para reconocer un cuento no es sólo la brevedad, sino lo que Epple llama “su estatuto ficticio”. O sea, es la invención literaria lo que permite reconocer a un cuento. Epple sostiene que fue en la Edad Media “cuando se empiezan a discernir, en las expresiones narrativas, formas diferenciales de ficción breve, especialmente en la literatura didáctica. Además de las expresiones de la tradición oral y popular como las leyendas, los mitos, las adivinanzas, el caso o la fábula, en que interesa más el asunto que su formalización literaria, surgen modos de discurso que se articulan en estatutos genéricos ya decantados en la tradición cultural, como el ejemplo, la alegoría, el apólogo o la parábola”. La tradición clásica que se ocupa de reelaborar mitos, historias y leyendas, y la predilección por la fábula como modalidad narrativa también nos viene del Medioevo. Hoy es una costumbre arraigada, y hasta abusada, y es una manía falsamente borgeana, la de mezclar la realidad con ficción, reescribir las viejas mitologías, mezclar personas verdaderas con personajes apócrifos. Claro que hay “fabulistas” modernos precisos y preciosos como Arreola, Monterroso o Denevi, pero es su talento e ingenio lo que da brillo a sus parodias breves y brevísimas, y no la mera utilización del recurso reelaborador.
Muchos autores coinciden en que el cuento es el género literario más antiguo del mundo, aunque para algunos su consolidación literaria se alcanzó tardíamente. Así lo sugirió Juan Valera en el siglo pasado: “Habiendo sido todo el cuento el empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento es el último género literario que vino a escribirse”.
El crítico español Arturo Molina García sostiene que “antes del siglo XIX el cuento se manejaba sin plena consciencia de su importancia como género con personalidad propia. Era un género menor del que no se sospechaban las posibilidades de belleza, emoción y humanidad que podía contener su brevedad. Hubo buenos cuentistas, individualmente considerados, con sello personal, pero fueron muy pocos, fueron casos aislados que sorprendían como destellos. Lo que no había, desde luego, era una tradición cuentista, cuajada, en ebullición permanente, como la que comienza a existir a partir del siglo XIX”.
En efecto, la tradición del cuento moderno de desarrolló en el siglo XIX, y a ello contribuyeron las infinitas publicaciones que abrían sus páginas al cuento más o menos breve. Esto fue muy notorio en América Latina y posiblemente hoy podríamos explicar que esto se debió a las limitaciones de la industria editorial. El espacio disponible en los medios obviamente era favorable al cuento, o al folletín por entregas. Acaso ahí esté el antecesor de la telenovela actual. Como fuere, en mi opinión, eso mismo fue lo que fortaleció al género en las Américas. Porque publicar novelas imponía la necesidad de una capacidad industrial (papelera, impresora y encuadernadora) que no teníamos, y requería de circuitos de distribución en librerías que en nuestra América eran y siguen siendo tan ineficientes. Por eso las revistas fueron -y son todavía- no sólo pioneras sino el mejor vínculo entre autores y público. Yo creo que eso dio lugar al florecimiento del cuento latinoamericano.
Por haber dirigido la única revista dedicada exclusivamente al cuento que hubo en la Argentina, he seguido muy de cerca el desarrollo del género en los años que lleva la democracia, y particularmente he seguido la evolución de algunos autores. Lo más interesante del camino del escritor es su crecimiento literario. Cuando, por razones del azar, uno sigue la trayectoria y la evolución de algunos y luego tiene acceso a sus últimas producciones, es posible apreciar la curva ascendente con el placer que produce el reconocimiento de la creación misma.
El mexicano Julio Torri (exquisito cuentista lamentablemente no suficientemente reconocido) decía que hay dos tipos de escritores: los de imaginación y los de sentimiento. Los primeros suelen ser buenos artesanos; los segundos, “cuando no tienen genio, son absolutamente intolerables”. Y es verdad, y por eso la verdad literaria se produce cuando en los cuentos confluyen imaginación con sentimiento. Y esto es especialmente festejable en países como lo nuestros, donde hay muchos cuentistas de talento pero donde también -admitámoslo- se publica demasiado cuento mediocre.
En un panorama devastado como en mi opinión era el del cuento argentino después de tanto años de dictaduras, autoritarismo y censura, convenía -siempre conviene- tener el oído especialmente atento a toda voz que estuviera más allá de la medianía, la repetición y el cliché. Con la democracia restablecida en 1983 muchas cosas han cambiado en la narrativa de mi patria. Mis impresiones sobre lo que se está haciendo y lo que puede llegar a ser la cuentística argentina cuando termine este milenio y empiece el Siglo XXI, son las de un observador privilegiado que en los últimos quince años ha recibido y leído varios miles de cuentos producidos a lo largo y a lo ancho de aquel inmenso país.
Conozco la generosa diversidad de cuentistas que hay allí y hay ya algunos nombres nuevos de enorme futuro. No es casualidad que no todos son porteños; muchos son del interior del país y todos son jóvenes escritores pero ya autores de calidad. Gente de entre treinta y cincuenta años -algunos de ellos sufrieron años de cárcel o vivieron exilios durante la última dictadura- y que, sin embargo, en estos años crearon mundos propios y originales que superan holgadamente la circunstancia de la represión. Ninguno hizo de la tortura y el horror padecidos su obra creativa y, al contrario, todos cultivan variantes de lo fantástico y lo experimental. En ellos se siente esa rara virtud señalada por Torri del “horror por las explicaciones y amplificaciones”, y en muchas de sus tramas es posible advertir sutilmente -la frase es de Lugones, dice Borges- “el miedo de lo demasiado tarde”. Hay que destacar también la notable presencia de mujeres en esa joven cuentística. Ello se debe a que hoy hay mucho más cuento escrito por mujeres que nunca antes, y a que su calidad y profundidad son riquísimos y constituyen el fenómeno más destacable de la literatura argentina de este fin de siglo.
En los libros de estos y otros autores se notan las influencias de algunos grandes maestros. Valga pues está reflexión: nada tiene de malo las influencias, y antes, al contrario, todos provenimos de ellas. Todo escritor es, en esencia, libresco, (creo que la sugerencia es de Alfonso Reyes) en el sentido de que siempre andamos buscando ideas y asociaciones en los autores que amamos. Eso es natural y lógico: no podría ser de otro modo salvo que uno fuese ingenuo, un pedante o un plagiario sinvergüenza. O un genio, si tal especie realmente existiera. En el arte siempre es así: acopiamos y copiamos, aportando. Y para hacerlo hay que leer, presenciar, experimentar: la literatura, pues, como conocimiento, como toma y daca, como ontología.
Decía Juan Rulfo que “todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación”. Evoco su enseñanza porque pocos autores de la literatura universal fueron tan conscientes de la importancia del imaginario como él, y poquísimos lo manejaron con tanta intuición y sabiduría. “Para mí lo primordial es la imaginación -escribió Rulfo-. Dentro de estos tres puntos de apoyo, está la imaginación circulando: la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar”.
La sutileza es otro de los méritos de todo buen cuento. Y me parece importante que la sutileza se trabaje, se eduque, sobre todo en estos tiempos en que vivimos tan saturados de obviedades, lugares comunes, falsificaciones e irracionalidad. Esto hace que resulte más valioso el empeño de algunos autores por no explicarlo todo, sin que por ello se extravíen en el mar del cripticismo y lo abstruso. Para esto hay que tener un innato sentido de la elusión, que es a la vez la mejor manera -literaria- de darle brillo a la alusión. Y manera creadora -dicho sea para completar el juego de palabras- de ilusión. La verdadera eficacia de la alusión literaria es la que se desvincula del propósito del autor. La literatura más realista (en el sentido de aludir a-lo-que-pasa) es la que no se propuso serlo. Y si ya sabemos de toda literatura que se obliga a imponer discursos, los mata, también sabemos que toda literatura que carece de discurso, como la que no tiene hechos, se esfuma. La buena literatura es la que no depende de la voluntad de los escritores, sino la que proviene simplemente de sus pasiones. Y es que a la realidad sólo se la sueña, la imagina o alude, como aconseja Augusto Roa Bastos.
Otro aspecto importantísimo es la variedad temática y estilística. Yo prefiero que autores y libros me ofrezcan diversidad de casos, motivos, opiniones, sugerencias, posiciones estéticas y puntos de vista. Los prefiero en lugar de los que me ofrecen virtuosismos reiterados, recursos repetidos y hasta temáticas trajinadas, a veces, hasta el hartazgo, como si escribir cuentos se tratara de ejercitar variaciones sobre lo mismo. Por eso en mi revista “Puro Cuento” siempre procuré incluir cuentos que mostrarán los diferentes paisajes latinoamericanos (el urbano y el rural), y también nos ocupamos de cuentos que mostraban las múltiples facetas del amor, el erotismo y la ternura; el encuentro y el desencuentro entre los seres humanos; la fantasía y el rigor; las diferentes lenguas que se hablan en Latinoamérica y el Caribe; lo breve y lo más extenso; lo clásico y lo moderno; lo previsible y lo inesperado; lo experimental y lo conocido, e infinitos etcéteras.
Siempre sostengo que el cuento es el género literario más moderno y el que mayor vialidad tiene. Por la sencilla razón que la gente jamás dejará de contar lo que le pasa, ni de interesarse por lo que le cuentan cuando está bien contado. Y esto es así -y lo seguirá siendo- a pesar de la miopía de muchos editores. Y digo miopía porque es evidente que el cuento es un género que no interesa a la mayoría de las editoriales. Y no sólo a las de la lengua castellana. En general, los editores suponen conocer el gusto del público, que, dicen, no compra libros de cuentos. El público lector -nos dicen- sólo se interesa de obra de largo aliento y/o por los géneros que marcan las modas. De modo tal que como el cuento no le gusta a la gente, no editan libros de cuentos, con lo cual el cuento no se vende y ellos confirman que el cuento no gusta. Un perfecto círculo vicioso que deriva de ser un fenómeno que ya no está regido por las leyes de la literatura ni del arte, sino por las leyes del mercado.
Se ha dicho que proceder, en literatura, usando el pasado para la estructuración del presente, parece haber sido un hallazgo del poeta T.S. Elliot, quien parece que era tan humilde que tuvo la gentileza de atribuírselo a Joyce. Pero eso no necesariamente es verdad. El recurso, en mi opinión, es viejo como la literatura misma: no me consta que lo desconocieran los griegos, o Shakespeare, o Cervantes. Hay dos cuentos que he leído en estos años que se inscriben en esa tradición: uno es el que da título al volumen de mi paisano Carlos Roberto Morán: “Noticias de Sergio Oberti”, un cuento admirable. Mediante el señalado recurso de la alusión, y a través de un discurso rayano en lo absurdo, el cuento se constituye en un obsesivo acopio de noticias falsas e informaciones erróneas acerca de un personaje que está desaparecido. Toca nuestro reciente drama nacional de manera inteligente, con delicadeza extrema, para convertirse -a mi criterio- en uno de los mejores cuentos sobre el tema de los desaparecidos que se hayan escrito. Somos y no somos: el tema del doble, en una recreación llena de talento, de poesía, de imaginación. En la tradición de los mejores cuentos argentinos, es combinación ejemplar de cómo la literatura es alusión porque es una mentira encarnada en la realidad, y es al mismo tiempo una mirada poética sobre el mundo en que vivimos. Como ustedes advertirán, estas reflexiones nacen a partir de la experiencia de meditar algunos cuentos concretos. En el caso de los que Miguel Ángel Molfino, me sucedió algo similar. Cuando leí por primera vez “La muerte viaja en una Olivetti” sentí que estaba en uno de los mejores cuentos que jamás se han escrito. Una joya literaria, un cuento moderno, casi perfecto, que no dudo hubieran adorado Cortázar y Rulfo. Es la historia de un personaje literario que, como un actor de cine, ya ha “trabajado” en cuentos de Fitzgerald, Hemingway y otros grandes escritores, y que ahora, viejo y decadente, se encuentra en el Chaco convocado por el autor y presiente que este autor lo va a matar. Se trata de un cuento antológico, memorable, que combina la realidad y fantasía, tensión e intensidad, clima y firmeza, sorpresa y poesía, y en esencia es un maravilloso acercamiento a una de las otras caras de la literatura: el punto de vista de los personajes literarios.
Los cuentos de estos autores -es evidente- son el resultado de bien digeridas lecturas, piedras basales para la imaginación, la osadía intelectual y el experimentalismo. Pienso que todo esto es aplicable a Justo Arroyo y lo celebro. Cuando se tiene la audacia de probar siempre, y cuando el buscar se asume como un destino literario, hay que tener mucho olfato y mucho conocimiento, y escritores como Arroyo y otros que pueblan el panorama de la cuentística panameña los tienen de sobra. De ahí la contextura compacta de sus personajes. Ya lo verán ustedes cuando puedan leer “La pregunta” o “Los sueños de Sepúlveda”; ya advertirán estas cualidades en el memorable torpe de “El reto”, en la moralidad ejemplar de “¿Por qué, Vivian?”, en “Última voluntad” y en el que da título al libro que esta noche celebramos: “Héroes a medio tiempo”. Pienso que uno siempre tiene que procurar ser la clase de escritor que -más allá de sus temas- no se repite, no cae siempre a la misma fórmula y no se reitera en la utilización de unos pocos recursos más o menos brillantes. Yo admiró más, y aspiro a ser, esa clase de escritor que siempre busca andar por caminos difíciles, nomás porque le apasiona buscar y porque tiene adentro, parafraseando a Miguel Hernández, un rayo que no cesa.
Quizá por eso ha dejado escrito Borges que la más indiscutible virtud de la cuentística de Kafka es la invención de situaciones intolerables. Por eso Kafka es un grande, un precursor y está presente en toda fantasía literaria que dosifica la imaginación y la provee en medidas exactas y precisas, sin sobrecargas y sin faltantes. La sabiduría de todo buen cuentista también consiste en saber que los mejores cuentos de la literatura universal dependen, en última instancia, de la temperatura emocional que sea capaz de transmitir lo narrado. Todo buen cuento -lo sabemos- debe tocar alguna fibra íntima en el lector. Necesariamente. Por eso un buen cuento no es el que surge de las puras ganas del autor, ni es el que deviene de un intento catártico. Un buen cuento es el que nace sencillamente de la inevitabilidad de su existencia. Es decir: se lo escribe porque no se puede dejar de escribirlo. Es como si el cuento viniera empujando desde adentro del autor, abriéndose paso a pesar de todas las resistencias que uno tenga, y de alguna manera explota en las páginas que lo contienen. Y mejor que explote así, para que no le explote a uno adentro.
El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Para ese efecto, el texto debe ser sensible: debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea. Esto es lo que se llama identificación (el lector piensa que le pasó o le podría pasar lo mismo) y eso le creará una empatía, una solidaridad con lo contado, que hará que el cuento se le torne inolvidable. Esta identificación sólo se logra por medio de la sensibilidad del lector, tocada por el texto. Es lo que podríamos llamar el alma del cuento, que es una alma viva, que emite sonidos, titila, respira. Esa respiración, en los grandes cuentos, será eterna, y ese cuento será clásico sólo en la medida en que las diferentes generaciones y culturas lo acepten, reinventen y repitan. Es por eso que “Ligeia”, “El almohadón de plumas” o “El Aleph”, por ejemplo, son y serán cuentos eternos.
Se sabe: hay sensibilidades muy sofisticadas y las hay vulgares. En nuestro tiempo es indudable -y desdichado- que la sensibilidad se ha vuelto chabacana y grosera, pero igualmente el autor debe crear cuento teniendo en cuenta a un lector ideal. Debe saber que alguien, en algún lugar, va a leer su cuento. Debe querer que así sea. Es como tirar una botella al mar con un mensaje adentro; hay que hacerlo con fe en que alguien lo recibirá. Y ese tener presente al otro, es lo que impedirá que el cuento sea una clave autorreferencial, onanista, de un intimismo abstruso, de un cripticismo inexpugnable. Esto hace, claro, a la cordialidad de todo cuento: una conversación amable en la que uno monologa y el otro escucha y responde con su atención inclaudicable, con su entrega a la seducción del narrador. Esto es lo que se llama tener presente al lector, y que no equivale a hacerle concesiones, ni guiños, ni a darles explicaciones inútiles. He ahí la inteligencia del buen cuento; he ahí esa amabilidad que me ha impactado en Justo Arroyo y también en los cuentos de Dimas Lidio Pitty, el otro finalista de este Premio Rogelio Sinán 1997/98.
No quiero dejar de referirme también a lo que en retórica y poética se llama con el vocablo alemán “weltanschauung”, es decir, la visión de mundo o la concepción del mundo y el universo que todo autor tiene, lo sepa o no. De hecho, todo cuento contiene una concepción del mundo, una idea del universo. Y esto es así sencillamente porque todo cuentista, todo escritor, tiene siempre una posición ante la vida y su obra expresa su manera de pensar. Esa concepción inevitablemente está contenida en todo lo que escribe. De ahí que, cuanto mejor y más cultivada sea esa concepción, cuanto más rica, sensible, culta, generosa, amplia y abierta, más ricos serán los contenidos de sus cuentos. He ahí la importancia de la lectura.