La lectura
fue una de las grandes actividades de Ricardo Piglia. Hubo autores que se
convirtieron en la estela de su obra e imaginario, por lo que dedicó buena
parte de su carrera a la publicación de críticas y ensayos sobre escritores
argentinos como Macedonio Fernández (1874-1952), Jorge Luis Borges (1899-1986)
y Roberto Arlt (1900-1942), además de los extranjeros Antón Chéjov (1860-1904),
James Joyce (1882-1941), Franz Kafka (1883-1924), Ernest Hemingway (1899-1961)
y Witold Gombrowicz (1904-1969). Su pasión por los mecanismos de la ficción lo
llevó a convertirse en uno de los mayores creadores de teorías literarias de
los últimos tiempos, proponiendo herramientas de análisis del relato,
reflexionando sobre la literatura desde la imaginación hasta el pensamiento
crítico o rastreando el punto de inflexión entre la realidad y la ficción. “Los
escritores -decía- trabajamos con la ilusión de inventar una lengua propia. Por
supuesto que es una ilusión imposible, pero siempre está la ilusión de dejar
una marca. La lengua tiene una virtud: sabemos que no hay propiedad privada en
el lenguaje. Vivimos en una sociedad en la que todo está marcado por la
propiedad privada, pero el lenguaje es de todos. Uno lo usa y luego lo deja
seguir. Pero pareciera que, por momentos, los escritores tendemos a dejar
alguna marca que permita pensar que hemos conseguido hacer de esa lengua una
lengua propia”.
Su obra,
que ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y portugués, está
compuesta por las novelas “Respiración artificial”, “La ciudad ausente”, “Plata
quemada”, “Blanco nocturno” y “El camino de Ida”; y los libros de cuentos
“Jaulario”, “La invasión”, “Nombre falso”, “Prisión perpetua”, “Cuentos
morales”, “El pianista” y “Los casos del comisario Croce”. Entre sus ensayos
pueden mencionarse “Crítica y ficción”, “Formas breves”, “Diccionario de la novela
de Macedonio Fernández”, “El último lector”, “Teoría del complot”, “La forma
inicial”, “Las tres vanguardias” y “Escritores norteamericanos”. También se han
publicado los diarios personales que comenzó a escribir cuando tenía dieciséis
años bajo el título “Los diarios de Emilio Renzi” divididos en tres tomos: “Los
años de formación (1957-1967)”, “Los años felices” (1968-1975) y “Un día en la
vida (1976 - 1982)”. El arte de Piglia, en definitiva, puede considerarse como
el resultado de una vida dedicada al estudio y ejecución de dos grandes
actividades intelectuales: la narración y la indagación sobre el proceso
narrativo. En “Formas breves” realiza un repaso por algunas de sus obsesiones
académicas: las relaciones entre psicoanálisis y literatura, las traducciones y
otros muchos temas. El volumen se cierra con “Nuevas tesis sobre el cuento”,
texto en el que Piglia despliega toda su experiencia y perspicacia en el
estudio de las estructura de algunos de los cuentos más perfectos de la
literatura. La última parte de ese capítulo es lo que sigue a continuación.
El arte de
narrar se funda en la lectura equivocada de los signos. Como las artes
adivinatorias, la narración descubre un mundo olvidado en unas huellas que
encierran el secreto del porvenir. El arte de narrar es el arte de la
percepción errada y de la distorsión. El relato avanza siguiendo un plan férreo
e incomprensible y recién al final surge en el horizonte la visión de una
realidad desconocida: el final hace ver un sentido secreto que estaba cifrado y
como ausente en la sucesión clara de los hechos.
Los
cuentos de Borges tienen la estructura de un oráculo: hay alguien que está ahí para
recibir un relato, pero hasta el final no comprende que esa historia es la suya
y que define su destino. Hay entonces una fatalidad en el fin y un efecto
trágico que Poe (que había leído a Aristóteles) conocía bien. La experiencia de
errar y desviarse en un relato se basa en la secreta aspiración de una historia
que no tenga fin; la utopía de un orden fuera del tiempo donde los hechos se
suceden, previsibles, interminables y siempre renovados.
En el
fondo todos somos la tía de Flannery, queremos que la historia continúe...,
sobre todo si la novia ha quedado abandonada en una estación de servicio. Todas
las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia vida. Lejanas,
oscuras, son mundos paralelos, vidas posibles, laboratorios donde se
experimenta con las pasiones personales. Los relatos nos enfrentan con la
incomprensión y con el carácter inexorable del fin pero también con la felicidad
y con la luz pura de la forma. La tía de Flannery está “en la vida” y en la
vida hay cruces, redes, circulaciones y los finales se asocian con el olvido,
con la separación y con la ausencia. Los finales son pérdidas, cortes, marcas
en un territorio; trazan una frontera, dividen. Escanden y escinden la
experiencia. Pero al mismo tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo continúa.
Borges ha
construido uno de sus mejores textos sobre el carácter imperceptible de la noción
inevitable de límite y ése es el título de una página escrita en 1949,
escondida en “El hacedor”, y atribuida al oscuro y lúcido escritor uruguayo
Julio Platero Haedo. Dice así: “Hay una línea de Verlaine que no volveré a
recordar. Hay una calle próxima que está vedada a mis pasos. Hay un espejo que
me ha visto por última vez. Hay una puerta que he cerrado hasta el fin del
mundo. Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos) hay alguno que ya
nunca abriré”. Basado en el oxímoron y en el desdoblamiento, Borges narra el
fin, como si lo viviera en el presente: está allá y es lejano pero ya está aquí,
inolvidable, inadvertido. Por supuesto esa marca en el tiempo, ese revés, es la
diferencia entre la literatura y la vida. Cruzamos una línea incierta que
sabemos que existe en el futuro, como en un sueño.
Proyectarse
más allá del fin, para percibir el sentido, es algo imposible de lograr, salvo
bajo la forma del arte. El poeta Carlos Mastronardi ha escrito: “No tenemos un
lenguaje para los finales. Quizá un lenguaje para los finales exija la total
abolición de otros lenguajes”. Para evitar enfrentarnos con este lenguaje
imposible (que es el lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican
los finales establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el
flujo de la experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta
minutos de Freud son un ejemplo de ese tipo de finales. La literatura en cambio
trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo
espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo
ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta.
En el
fondo la trama de un relato esconde siempre la esperanza de una epifanía. Se
espera algo inesperado y esto es cierto también para el que escribe la
historia. Bergman ha contado muy bien cómo se le ocurrió el final de un
argumento (es decir como descubrió lo que quería contar). “Primero vi cuatro
mujeres vestidas de blanco, bajo la luz clara del alba, en una habitación. Se
mueven y se hablan al oído y son extremadamente misteriosas y yo no puedo
entender lo que dicen. La escena me persigue durante un año entero. Por fin
comprendo que las tres mujeres esperan que se muera una cuarta que está en el
otro cuarto. Se turnan para velarla”. Es “Gritos y susurros”. Lo que quiere
decir un relato sólo lo entrevemos al final: de pronto aparece un desvió; un
cambio de ritmo, algo externo; algo que está en el cuarto de al lado. Entonces
conocemos la historia y podemos concluir.
Cada
narrador narra a su manera lo que ha visto ahí. Hemingway por ejemplo contaría
una conversación trivial entre las tres mujeres sin decir nunca que se han reunido
para velar a una hermana que muere. Kafka en cambio contaría la historia desde
la mujer que agoniza y que ya no puede soportar el murmullo ensordecedor de las
hermanas que cuchichean y hablan de ella en el cuarto vecino. Una historia se
puede contar de manera distinta, pero siempre hay un doble movimiento, algo incomprensible
que sucede y está oculto. El sentido de un relato tiene la estructura del
secreto (remite al origen etimológico de la palabra “secernere”, poner aparte),
está escondido, separado del conjunto de la historia, reservado para el final y
en otra parte. No es un enigma, es una figura que se oculta.
Borges ha
narrado en un sueño la sustracción de esa imagen secreta que irrumpe al final
como una revelación y permite por fin entender. El sueño está en “Siete noches”
y su forma es perfecta. Cuenta Borges: “Me encontraba con un amigo, un amigo
que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Muy cambiado y muy triste. Su rostro
estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizás por la culpa. Tenía
la mano derecha dentro del saco. No podía verle la mano que ocultaba el lado
del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: ‘Pero mi
pobre amigo’, le dije, ‘¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!’. Me respondió:
‘Sí, estoy muy cambiado’. Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la
garra de un pájaro”.
Hasta que
no se revela lo que se ha escondido, la historia es apenas el relato de un
encuentro, melancólico y trivial, entre dos amigos. Pero luego, con un gesto,
todo cambia y se acelera y se vuelve nítido. Por supuesto lo extraño es que el
hombre tenga desde el principio la mano escondida. Que tenga una garra de
pájaro y que Borges en el sueño vea recién al final lo terrible del cambio, lo
terrible de su desdicha, ya que está convirtiéndose en un pájaro. El argumento,
en un instante, gira y encuentra su forma, el relato está en esa mano que está
oculta. La forma se condensa en una imagen que prefigura la historia completa. Hay
algo en el final que estaba en el origen y el arte de narrar consiste en postergarlo,
mantenerlo en secreto y hacerlo ver cuando nadie lo espera.
Kafka
tiene razón: el comienzo de un relato todavía incierto e impreciso, se anuda
sin embargo en un punto que concentra lo que está por venir. Borges en un
momento de su conferencia sobre Nathaniel Hawthorne, en 1949, narra el núcleo
primero de un cuento antes de que el argumento se desarrolle y cobre vida (como
Kafka quería). “Su muerte fue tranquila y misteriosa, pues ocurrió en el sueño.
Nada nos veda imaginar que murió soñando y hasta podemos inventar la historia
que soñaba -la última de una serie infinita- y de qué manera la coronó o la
borró la muerte. Algún día, acaso, la escribiré y trataré de rescatar con un
cuento aceptable esta deficiente y harta digresiva lección”. Ese cuento por
supuesto fue “El sur”, y para escribirlo (en 1953) Borges tuvo que inclinarse
sobre esa microscópica trama inicial e inferir de ahí la vida de Dahlmann que,
en el momento de morir de una septicemia en un hospital, sueña una muerte
feliz, a cielo abierto. Tuvo, quiero decir, que imaginar la vívida escena en la
que el tímido y gentil bibliotecario Juan Dahlmann empuña el cuchillo que acaso
no sabrá manejar y sale a la llanura.
La idea de
un final abierto que es como un sueño, como un resto que se agrega a la
historia y la cierra, está en varios cuentos de Borges y la forma se percibe
claramente cuando se analiza el final de una historia que es el modelo ejemplar
de cierre para Borges, el cierre de la literatura argentina, podríamos decir. Me
refiero al final de “El gaucho Martín Fierro”. Es una escena que Borges ha
contado y vuelto contar varias veces (sería mejor decir recitado y citado en distintas
ocasiones). Dice, como todos sabemos, así: “Cruz y Fierro de una estancia / una
tropilla se arriaron / por delante se la echaron /como criollos entendidos / y
pronto sin ser sentidos / por la frontera cruzaron. /Y cuando la habían pasao /una
madrugada clara / le dijo Cruz que mirara / las últimas poblaciones / y a
Fierro dos lagrimones / le rodaron por la cara”.
La obra se
cierra con dos figuras que se alejan y que se borran rumbo a un incierto
porvenir. Y esas dos lágrimas silenciosas lloradas en el alba, al emprender la
travesía tierra adentro, impresionan más que una queja y son una cifra de la pérdida
y del fin de la historia. Junto a la estampa inolvidable de esos dos gauchos
que al amanecer se pierden en la lejanía, la clave de ese final es la aparición
de un narrador que estaba oculto en el lenguaje. Todo el poema ha sido narrado
por Martín Fierro, como una suerte de autobiografía popular, pero de pronto, en
el cierre, surge otro; alguien que ha sido en verdad el que ha contado esa
historia y que ha estado ahí, desde el principio.
La voz que
distancia y cierra el relato es la marca que, en la forma, permite el cruce
final. Se queda de este lado de la frontera y ellos se van. “Y siguiendo el
fiel del rumbo, / se entraron en el desierto, / no sé si los habrán muerto / en
alguna correría / pero espero que algún día / sabré de ellos algo cierto. / Y
ya con estas noticias / mi relación acabé, / por ser ciertas las conté, / todas
las desgracias dichas: / es un telar de desdichas /cada gaucho que usté ve”. La
irrupción del sujeto que ha construido la intriga define uno de los grandes sistemas
de cierre en la ficción de Borges.
Voy a usar
el ejemplo de dos relatos que ya he citado: en “La muerte y la brújula” en el
momento en que el argumento se está por duplicar, cuando Lönnrot cruza el
límite que divide la trama y va hacia el sur y hacia la muerte, surge de
pronto, como un fantasma, la voz del que ha narrado invisible la historia. “Al
sur de la ciudad de mi cuento fluye un riachuelo de aguas barrosas, infamados
de curtiembre y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al
amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al
pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por
conocer esa clandestina visita...”. El que
narra está por abandonar a Lönnrot a su suerte prepara de ese modo taimado y
fraudulento la irrupción final e insospechada de Scharlach el Dandy. El que
narra dice la verdad. Lönnrot tiene ahí la clave del enigma pero la entiende al
revés y el narrador indiferente lo mira desviarse y seguir obstinado hacia la
muerte. “Lönnrot
consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach.
Después la desechó...”.
En “Emma
Zunz” hay una escena vertiginosa donde la historia cambia y es otra, más
antigua y más enigmática. Emma le entrega su cuerpo a un desconocido para
vengarse del hombre que ha infamado a su padre y en ese momento extraordinario
en el que toda la trama se anuda, el que narra irrumpe en el relato para hacer
ver que hay otra historia en la historia y un nuevo sentido, a la vez nítido e
inconcebible, para la atribulada comprensión de Emma Zunz. “En aquel tiempo
fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas, ¿pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para
mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito.
Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa
horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió
enseguida en el vértigo”.
Esa
estructura de caleidoscopio y de doble fondo se sostiene sobre una pequeña
maquinación imperceptible: la íntima voz que (como en el poema de Hernández) ha
marcado el tono y el registro verbal de la historia se identifica y se hace ver
y define desde afuera el relato y lo cierra. Su entrada es la condición del
final; es el que ha urdido la intriga y está del otro lado de la frontera, más
allá del círculo cerrado de la historia. Su aparición, siempre artificial y
compleja, invierte el significado de la intriga y produce un efecto de paradoja
y de complot.
Parte de
la extraordinaria concentración de las pequeñas máquinas narrativas de Borges
obedece a ese doble recorrido de una trama común que se une en un punto. Ese
nudo ciego conduce al descubrimiento de la enunciación (a la enunciación como
descubrimiento y corte). Si usamos la conocida metáfora del realismo, podríamos
decir que hay una fisura en la ventana que duplica y escinde lo que se ve del
otro lado del jardín. El gran vidrio está rajado y hay una luz en la casa y en
el rombo de los losanges, amarillos, rojos y verdes, se vislumbra la vaga
sombra de un rostro. Comprendemos que hay otro que estaba ahí desde el
principio y que es él quien ha definido los hechos del mundo.
“Las
ruinas circulares” es una versión temática de este procedimiento: el que sueña
ha sido soñado y ese descubrimiento ya es clásico en la obra de Borges... La
epifanía está basada en el carácter cerrado de la forma; una nueva realidad es
descubierta, pero el efecto de distanciamiento opera dentro del cuento, no por
medio de él. En Borges asistimos a una revelación que es parte de la trama. El
extrañamiento, la “ostranenie”, la visión pura es interna a la estructura: “El
Aleph” es en este sentido un modelo ejemplar. En ese universo en miniatura
vemos un acontecimiento que se modifica y se transforma. El cuento cuenta un cruce,
un pasaje, es un experimento con el marco y con la noción de límite.
Hay un
mecanismo mínimo que se esconde en la textura de la historia y es su borde y su
centro invisible. Se trata de un procedimiento de articulación, un levísimo
engarce que cierra la doble realidad. La verdad de una historia depende siempre
de un argumento simétrico que se cuenta en secreto. Concluir un relato es
descubrir el punto de cruce que permite entrar en la otra trama. Ése es el
puente que hubiera buscado Borges si hubiera tenido que contar la historia de
Chuang Tzu. En principio hubiera corregido el relato, con un toque preciso y
técnico se hubiera apropiado de la intriga y hubiera inventado otra versión,
sin preocuparse por la fidelidad al original (y si lo han visto traducir a
Borges sabrán lo que quiero decir).
Un
cangrejo es demasiado visible y demasiado lento para la velocidad de esta
historia, hubiera pensado Borges, y lo habría cambiado, primero por un pájaro y
luego, en la versión definitiva, por una mariposa. “Chuang Tzu (hubiera escrito
Borges) dibujó una mariposa, la mariposa más perfecta que jamás se hubiera visto”.
El aletear frágil de la mariposa fija la fugacidad de la historia y su movimiento
invisible. Borges hubiera entrevisto, en ese latido lateral, la luz de otro
universo. La mariposa lo hubiera llevado al sueño de Chuang Tzu. Ustedes lo
recuerdan: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabía al despertar si era
un hombre que había soñado que era una mariposa o una mariposa que ahora soñaba
ser un hombre”. Borges tendría dos historias y podría entonces empezar a
escribir un relato.
Pero ¿cuál
es la historia secreta? Es decir, ¿dónde concluir? Si está primero la historia
del sueño entonces el cuadro, decide su sentido y corta la ambigüedad. Chuang
Tzu sueña una mariposa y luego la pinta. Pero ¿qué sucede (hubiera pensado
Borges) si invierto el orden? Chuang Tzu pinta la mariposa y luego sueña y no
sabe al despertar si es un hombre que ha soñado ser una mariposa o una mariposa
que ahora sueña que es un hombre. De ese modo la historia del cuadro -a la
manera de “La metamorfosis” de Kafka pero también a la manera de “El retrato de
Dorian Grey” de Oscar Wilde- es la historia de una mutación y de un destino.
El cuadro
es un espejo de lo que está por suceder y es el anuncio de un cambio aterrador.
Chuang Tzu tarda y posterga porque siente o alucina que se transforma en lo que
quiere pintar. Borges
hubiera concluido el relato con una meditación sobre la vastedad de la
experiencia y sobre los círculos del tiempo. Cito a Borges ahora, de su
conferencia sobre Hernández: “Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto
tiempo le había llevado pintar uno de sus nocturnos y que respondió: ‘Toda mi
vida’”. Y toda mi vida debe entenderse de modo literal: ha dado su vida, la
entregó a cambio de la obra y se ha convertido en el objeto que intentó
representar.
El arte de
narrar es un arte de la duplicación; es el arte de presentir lo inesperado; de saber
esperar lo que viene, nítido, invisible, como la silueta de una mariposa contra
la tela vacía. Sorpresas, epifanías, visiones. En la experiencia siempre
renovada de esa revelación que es la forma, la literatura tiene, como siempre,
mucho que enseñarnos sobre la vida.