Nacido en
Ghana, África, William Boyd (1952) -proveniente de una familia escocesa- pasó
gran parte de su infancia entre su país natal y Nigeria. Al comienzo de su
adolescencia se instaló en Gran Bretaña para estudiar en la Gordonstoun School
de Moray, Escocia. Luego continuaría sus estudios de Arte y Filosofía en las
universidades de Niza, de Glasgow y en Oxford, donde posteriormente fue
profesor. Se inició en la literatura en 1981 con la novela "A good man in
Africa” (Un buen hombre en África), a la que seguirían, entre otras, “Stars and
bars” (Barras y estrellas), “The blue afternoon” (La tarde azul), “Nat Tate. An american artist” (Nat Tate. Un artista americano), “Ordinary
thunderstorms” (Tormentas cotidianas) y “Sweet caress. The many lives of Amory
Clay” (Suave caricia. Las
muchas vidas de Amory Clay). “La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido
común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve grieta de luz
entre dos eternidades de oscuridad”. Así, Vladimir Nabokov (1899-1977) abría su
autobiografía “Speak, memory” (Habla, memoria). Para Boyd, la mejor forma de
arte construida para examinar y dilucidar las muchas complejidades de esa
“breve grieta de luz” era la novela. Sin embargo, el canon literario tradicional
británico se ha ido reformando en los últimos años por la aparición de una
generación de escritores procedentes de países lejanos y culturas diferentes,
lo que ha provocado una considerable transformación en el ámbito de los géneros
literarios. Tal vez sea esa la razón por la cual Boyd señalara no hace mucho
que en los tiempos actuales habría en el público lector un renovado interés
“por las formas artísticas muy concentradas”, agregando que cuando al lector
llega un buen cuento, éste “es como una píldora vitamínica: puede proporcionar
una descarga comprimida de placer intelectual selectivo, no menos intenso que
el que nos causa una novela, aunque tardemos menos en consumirlo. Tal vez sea
lo que, en estos tiempos, buscamos cada vez como lectores: una experiencia a
modo de bomba fragmentada estética que actúe con implacable brevedad y eficacia
concentrada”. Efectivamente, en la actualidad, el relato corto goza de una gran
vitalidad y de un mayor respeto tanto por parte de los propios escritores como
de los críticos y académicos que trabajan en el ámbito de la literatura en
lengua inglesa. Cada vez se publican más obras dedicadas a estudiar el cuento
en general o las colecciones de cuentos de determinados autores. También son
muchas más las antologías de cuentos que se publican en editoriales de
prestigio.
Boyd participa también de este auge que ha cobrado el relato breve y
ha publicado hasta el momento los libros de cuentos “On the yankee station” (En
la estación yanqui), “The destiny of Nathalie X” (El destino de Nathalie X),
“Fascination” (Fascinación) y “The dreams of Bethany Mellmoth” (Los sueños de
Bethany Mellmoth), además de varios cuentos en revistas como “Granta” y
“Prospect Magazine”. En una entrevista aparecida en el diario español “El País”
el 9 de junio de 2010, declaraba: “Creo que un cuento y una novela son
sorprendentemente diferentes. Se escriben de diferente manera y se leen de
diferente manera. No es una cuestión de extensión. Creo que las dos son formas
de arte y tienen el mismo valor. Algunas personas describen el cuento como un
cuarteto de cuerdas y lo comparan con la novela que sería una orquesta
sinfónica. Esta es una metáfora fallida porque implica una diferencia en
fuerza. Es mejor pensar que las dos son formas poéticas: el poema lírico y el
poema épico, esta comparación no implica que uno sea inferior al otro”. Lo que
sigue a continuación es un artículo de William Boyd que apareció en la edición
del 2 de octubre de 2004 del diario británico "The Guardian” bajo el
título "Brief encounters”. Poco después, el 26 de diciembre de ese mismo
año, apareció publicado en el diario argentino “La Nación” con el título “Larga
vida al cuento”.
“¿Aristócratas?
Los mismos cuerpos feos y sucios, la misma vejez desdentada, la misma muerte
repugnante que las verduleras”. Esta observación proviene de un cuaderno de
apuntes que Anton Chejov llevó en los últimos doce años de su vida (1892-1904).
Allí anotó jirones de diálogos que había oído por casualidad, anécdotas,
aforismos, nombres interesantes e ideas germinales de cuentos breves. La cita
pertenece a esta última categoría. Cuanto más se lee a Chejov, tanto más fácil
resulta imaginar el cuento que podría haber salido de esta sombría comparación.
El concepto está bien expresado y sigue siendo tan válido como lo era en la
Rusia del siglo XIX: la muerte es la gran niveladora. Pero hay algo más
interesante: estas pocas palabras pueden guiarnos hacia un modo inicial de
comprender el cuento, contrapuesto a su hermana más corpulenta, la novela.
Afirmaría que es posible escribir un cuento inspirado en su hermana más
corpulenta, la novela. Afirmaría que es posible escribir un cuento inspirado en
las palabras de Chejov, pero ellas no bastarían para una novela.
En opinión
de William Faulkner, es más difícil escribir un cuento que una novela. Algunos
escritores rara vez lo abordan, o bien, escriben apenas media docena en toda su
vida. Otros parecen sentirse perfectamente cómodos con esta forma y luego la
abandonan. Y están aquellos que ven el desafío en la novela.
Sin embargo,
muchos grandes cuentistas se mantuvieron apartados de la forma extensa en
general: Chejov, Jorge Luis Borges, Katherine Mansfield, V.S. Pritchett, Frank
O’Connor.
¿Qué
atractivos tiene para un escritor? Importa recordar que el cuento, tal como lo
conocemos, es un fenómeno relativamente reciente. Entre mediados y fines del
siglo XIX, en Estados Unidos y Europa, la aparición de las revistas de venta
masiva y una nueva generación de lectores cultos de clase media provocaron un
florecimiento del cuento que, posiblemente, duró un siglo. Al principio, muchos
escritores se sintieron atraídos por él como una fuente de ingresos, sobre todo
en Estados Unidos: Nathaniel Hawthorne, Herman Melville y Edgar Allan Poe
costearon sus carreras de novelistas, menos lucrativas, escribiendo cuentos. En
la década del ‘20, “The Saturday Evening Post” pagó 4.000 dólares a
Francis Scott Fitzgerald por un cuento (unos 40.000, al valor actual). En los
años ‘50, hasta John Updike calculaba que podía mantener a su esposa y sus pequeños
hijos con sólo vender a la “New Yorker” cinco o seis cuentos por año.
Los tiempos han cambiado. Si bien algunas revistas (“New Yorker”, “Esquire”, “Playboy”)
son generosas y pagan más que sus equivalentes británicas, ningún escritor
actual podría repetir la proeza de Updike.
En cierto
modo, la popularidad del género, y aun su disponibilidad, siempre han estado a
merced de consideraciones comerciales, en mayor medida que las de la novela.
Cuando publiqué mi primera colección de cuentos, “En resumidas cuentas”,
estos libros eran rutina en muchas editoriales británicas. Ya no. Además, había
un mercado, pequeño pero estable. Un cuentista podía colocar su obra en medios
muy diversos, pero todo este discurso en torno al dinero y las estrategias
enmascara el atractivo tenaz de la forma. En definitiva, la frecuentamos porque
ella activa un conjunto diferente de mecanismos mentales. Melville escribió
cuentos mientras avanzaba trabajosamente con “Moby Dick” y dijo: “Mi
deseo de que tengan ‘éxito’ (como le dicen) brota únicamente de mi bolsillo, no
de mi corazón”. Sin embargo, por entonces escribió algunas obras de narrativa
breve hoy clásicas: “Bartleby” y “Benito Cereno”, entre otras.
Escribir
un cuento y leerlo son experiencias distintas de la escritura y la lectura de
una novela. A mi entender, básicamente se contraponen la compresión y la
expansión. Pero volvamos al pequeño “memento mori” de Chejov sobre
las aristócratas y las verduleras, y a mi comentario: vemos allí que las ideas
y la inspiración que impulsarán una novela, por sucintas que sean, deben ser
aptas para un acrecentamiento y una elaboración infinitos. En cambio, en casi
todos los cuentos, lo esencial es destilarlos, reducirlos. Tampoco es una
simple cuestión de longitud: hay cuentos de veinte páginas mucho más cargados y
grávidos de significados que una novela de cuatrocientas páginas. Hablamos de
una categoría de ficción en prosa totalmente distinta.
Es usual
comparar la novela con una orquesta y el cuento breve con un cuarteto de
cuerdas. Esta analogía me resulta falsa porque, al referirse exclusivamente al
tamaño, nos lleva a conclusiones erróneas. La música producida por dos
violines, una viola y un violonchelo nunca puede sonar, ni de lejos, como la
producida por decenas de instrumentos, pero es imposible diferenciar un párrafo
o página de un cuento de los de una novela. Ambos géneros utilizan recursos
idénticos: lenguaje, argumento, personajes y estilo. Al cuentista no le es
denegado ninguno de los instrumentos literarios requeridos por los novelistas.
Para tratar de precisar la esencia de las dos formas, es más pertinente
comparar la poesía épica con la lírica. Digamos que el cuento es el poema
lírico de la ficción en prosa y la novela su epopeya.
Hay muchas
definiciones del cuento. Pritchett lo describió como “algo vislumbrado al pasar
con el rabillo del ojo”. Updike dijo: “Estos empeños de apenas unos miles de
palabras retienen los sucesos, apuros, crisis y alegrías de mi vida con mayor
fidelidad que mis novelas”. Angus Wilson, el autor de “Cicuta y después”,
señaló: “En mi pensamiento, los cuentos y las obras teatrales van juntos.
Tomamos un punto en el tiempo y desarrollamos la acción a partir de allí; no
hay espacio para desarrollarla hacia atrás”. Cada escritor lo interpreta a su
modo: es la epifanía fugaz y cotidiana, la autobiografía sumergida, una
cuestión de estructura y rumbo. Podría citar más definiciones, algunas
contradictorias, otras forzadas, pero todas (cada una a su modo) hasta cierto
punto convincentes. Si la casa de la novela tiene muchas ventanas, también
parece tenerlas la casa del cuento.
En veinte
años, he publicado treinta y ocho cuentos, reunidos en tres libros. Habrá otros
cuatro o cinco sueltos: creaciones juveniles publicadas en revistas
universitarias o algún encargo para un aniversario. Sea como fuere, lo que me
atrae, una y otra vez, a este género es su variedad, la seductora posibilidad
de adoptar voces, estructuras, estilos y efectos diferentes. Por eso decidí que
valdría la pena intentar una categorización un poco más minuciosa, tratar de
clasificar sus múltiples variantes. Al
examinar la obra de otros escritores, llegué gradualmente a la conclusión de
que hay siete categorías, en las que caben casi todos los tipos de cuento.
Algunas se traslaparán, o bien, una de ellas tomará algo de otra sin ningún
parentesco aparente, pero en general incluyen todas las especies del género.
Tal vez, en esta diversidad, comencemos a ver qué tienen en común.
1. El “event-plot
story” (una traducción aproximada sería “cuento basado en una trama de hechos”).
Es una expresión acuñada por el escritor inglés William Gerhardie en 1924, en
un libro sobre Chejov, fascinante pese a su brevedad. Gerhardie la usa para
diferenciar los cuentos de Chejov de todos los anteriores. En éstos, casi sin
excepción, lo más importante es la estructura argumental; la narrativa se
adapta al molde clásico: exposición, nudo y desenlace. Chejov puso en marcha
una revolución, cuyos reverberos persisten aún hoy. En sus cuentos, no abandonó
la trama, pero sí la asemejó a la de nuestra vida: aleatoria, misteriosa,
mediocre, áspera, caótica, ferozmente cruel, vacía. El estereotipo del “event-plot
story”, en cambio, es el desenlace efectista que hizo famoso a O. Henry pero
que también fue muy utilizado en los cuentos de fantasmas (los de W. W. Jacobs,
por ejemplo) y de detectives (Arthur Conan Doyle). Yo diría que hoy parece muy
anticuado, por lo artificioso, aunque Roald Dahl ganó cierta fama con una
variación macabra sobre el tema y es de uso corriente entre los narradores de
historias inverosímiles, como Jeffrey Archer.
2. El
cuento chejoviano. Chejov es el padre del cuento moderno; su formidable influjo
todavía se hace sentir en todas partes. Cuando publicó “Dublineses”, en
1914, James Joyce sostuvo, llamativamente, que no había leído a Chejov (desde
1903, había ediciones inglesas de la mayoría de sus obras), pero esta
referencia precisa peca de gran falsedad. Dublineses, una de las obras más
admirables que se hayan publicado jamás dentro del género, debe mucho a Chejov.
En otras palabras, Chejov liberó la imaginación de Joyce del mismo modo en que,
más tarde, el ejemplo de Joyce liberaría la de otros.
¿Cuál es
la esencia del cuento chejoviano? “Era hora de que los escritores,
especialmente los que son artistas, reconocieran que en este mundo nada se comprende”,
escribió Chejov a un amigo. A mi entender, quiso decir que debemos observar la
vida en toda su banalidad, su tragicomedia, y rehusarnos a juzgarla. Rehusarnos
a condenarla y a ensalzarla. Registrar las acciones humanas tal como son y
dejar que hablen por sí solas (hasta donde puedan hacerlo), sin manipularlas,
censurarlas ni elogiarlas. De ahí su famosa réplica, cuando le pidieron que
definiera la vida: “¿Me preguntan qué es la vida? Es como si me preguntaran qué
es una zanahoria. Una zanahoria es una zanahoria y punto”. Las inferencias de
esta cosmovisión, expresadas en sus cuentos, han ejercido un influjo asombroso.
Katherine Mansfield y Joyce fueron de los primeros en escribir con una
mentalidad chejoviana, pero la frialdad desapasionada e impávida de Chejov
frente a la condición humana resuena en escritores tan disímiles como William
Trevor y Raymond Carver; Elizabeth Bowen, John Cheever, Muriel Spark y Alice
Munro.
3. El
cuento “modernista” (en la órbita de las lenguas anglosajonas, el término “modernista”
alude a las vanguardias de principios del siglo XX). Titulé así este apartado
para introducir a Ernest Hemingway, la otra presencia gigantesca en el cuento
moderno, y transmitir la idea de oscuridad, de dificultad deliberada. El aporte
revolucionario más obvio de Hemingway fue su estilo lacónico y recortado; no
temía repetir los adjetivos más comunes, en vez de buscar sinónimos. Su otra
gran contribución -donación- fue una opacidad intencional. Al leer sus primeros
cuentos (casualmente son, de lejos, sus mejores obras) comprendemos la
situación al instante. Un joven sale a pescar y, al caer la noche, acampa. En
un café, se reúnen varios mozos. En “Colinas como elefantes blancos”, una
pareja espera un tren en una estación. Están tensos. ¿Ella se ha hecho un
aborto? Eso es todo. Sin embargo, de algún modo, Hemingway envuelve este cuento
y los otros, con todas las complejidades encubiertas de un oscuro poema.
Sabemos que hay significados ocultos; el cuento es tan memorable por la
inaccesibilidad del subtexto. La oscuridad voluntaria da resultado en el
cuento; a lo largo de una novela, puede ser muy tediosa. Esta idea de la oscuridad
se superpone parcialmente con la categoría siguiente.
4. El
cuento cripto-lúdico. Aquí, la narración presenta su superficie desconcertante
de un modo más abierto, como una especie de desafío al lector; recordamos de
inmediato a Borges y Nabokov. En estos cuentos, hay un significado por
descubrir y descifrar, mientras que en Hemingway nos fascina su inasequibilidad
exasperante. Un cuento de Nabokov, pongamos por caso “Primavera en Fialta”, fue
escrito para que el lector atento lo desenmarañe (quizá le lleve varios
intentos), pero detrás de esa tentación hay un espíritu fundamentalmente
generoso. El mensaje implícito es: “Sigue excavando y descubrirás más cosas.
Esfuérzate más y tendrás tu recompensa”. El lector está dispuesto a todo. Entre
los grandes del cuento críptico o “narración reprimida” figura Rudyard Kipling;
en cierto modo, es un genio no reconocido del género. Cuentos como “Mary
Postgate” o “La señora Bathurst” son maravillosamente complejos por sus
envolturas múltiples. Los críticos todavía mantienen vehementes debates en
torno a sus interpretaciones correctas.
5. La “mininovela”.
Su nombre lo dice todo. Es una de las primeras formas que adoptó el cuento
(otra es el “event-plot story”). Hasta cierto punto, es un híbrido -mitad
novela, mitad cuento- que intenta lograr en unas pocas decenas de páginas lo
que una novela consigue en cuatrocientas: una larga lista de personajes y
abundantes detalles realistas. El gran cuento de Chejov, “Mi vida”, pertenece a
esta categoría. Abarca un lapso prolongado; los personajes se enamoran, se
casan, tienen hijos, se separan y mueren. De algún modo, comprime en cincuenta
y tantas páginas el contenido de una novela victoriana en tres tomos. Estos
cuentos tienden a ser muy largos -están a un paso de la novela breve- pero sus
pretensiones son claras. Evitan la elipsis y la alusión; acumulan hechos
concretos, como si quisieran decirnos: “¿Ves? No necesitas cuatrocientas
páginas para retratar una sociedad”.
6. El
cuento poético-mítico. En fuerte contraste con la anterior, se diría que quiere
apartarse al máximo de la novela realista. Esta categoría es amplia e incluye
casos tan disímiles como las viñetas de las páginas, concisas y brutales, que
Hemingway intercala en su colección de cuentos En nuestro tiempo; los cuentos
de Dylan Thomas y D.H. Lawrence; las divagaciones cavilosas de J.G. Ballard por
el espacio interior y los extensos poemas en prosa de Ted Hughes o Frank
O´Hara. Es casi un poema y va desde el fluir del pensamiento hasta la impenetrabilidad
de una sentencia.
7. El
falso cuento biográfico. Es la categoría, en apariencia, más difícil de
definir. Podría decirse que es el cuento que, en forma deliberada, toma y copia
las propiedades de otros géneros literarios fuera de la narrativa: la historia,
el reportaje, las memorias. Borges suele jugar con esta técnica. La generación
más joven de escritores norteamericanos contemporáneos, con su afición
presuntuosa por las notas fuera de texto y las remisiones bibliográficas, es
otro ejemplo del género (o, más exactamente, representa un híbrido de cuento “modernista”
y biográfico). Otra variante consiste en introducir lo ficticio en la vida de
personajes reales. He escrito cuentos cortos sobre Brahms, Wittgenstein, Braque
y Cyrill Connolly en los que narré episodios imaginarios de sus vidas; eso sí,
hice toda la investigación previa que habría requerido un ensayo. Según una
definición muy válida, la biografía es “una ficción concebida dentro de los
límites de los hechos observables”. El falso cuento biográfico juega con esta
paradoja, en su intento de aprovechar las virtudes de la narrativa para
presentar supuestos hechos reales.
Hoy,
especialmente en el Reino Unido, donde vivo y escribo, es más difícil que nunca
publicar un cuento. Las posibilidades de que disponíamos los escritores jóvenes
en los años ‘80 están casi agotadas. A pesar de estas contrariedades prácticas,
creo que el género está experimentando una especie de resurgimiento, tanto aquí
como en Estados Unidos. La explicación sociocultural de este fenómeno sería,
tal vez, el aumento masivo de los cursos de escritura creativa con títulos
reconocidos. El cuento es el instrumento pedagógico perfecto para este tipo de
educación. Cabe suponer que las decenas de miles de cuentos que se escriben (y
se leen) en estas instituciones cultivan el gusto por esa forma, como lo hizo
la circulación masiva de revistas a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
No
obstante, intuyo que podría haber otra razón que explique por qué, en realidad,
los lectores de cuentos nunca desaparecieron del todo. Y esto no tiene nada que
ver con la extensión del texto. Un cuento bien escrito no cuadra con la cultura
del spot televisivo: es demasiado denso, sus efectos son demasiado complejos
para una digestión fácil. Si el espíritu de los tiempos influye en esto, quizá
sea una señal de que nos estamos acercando a una preferencia por las formas
artísticas muy concentradas. Un buen cuento es como una píldora vitamínica:
puede proporcionar una descarga comprimida de placer intelectual selectivo, no
menos intenso que el que nos causa una novela, aunque tardemos menos en
consumirlo. Leer un cuento como “Los muertos” de Joyce; “En el barranco” de
Chejov, o “Un lugar limpio y bien iluminado” de Hemingway, es enfrentar una
obra de arte compleja y cabal, ya sea profunda o perturbadora, conmovedora o
tenebrosamente cómica. No importa que lo leamos en quince minutos: su potencia
es patente y enfática. Tal vez sea eso lo que, en estos tiempos, buscamos cada
vez más como lectores: una experiencia a modo de bomba fragmentadora estética
que actúe con implacable brevedad y eficacia concentrada.
Como
escritores, nos volcamos hacia el cuento por otros motivos. En última
instancia, creo, porque nos ofrece la oportunidad de variar la forma, el tono,
la narrativa y el estilo de manera muy rápida e impresionante. Angus Wilson
dijo que había empezado a escribirlos porque podía comenzar y terminar uno en
un fin de semana, antes de tener que volver a su trabajo en el Museo Británico.
Por cierto, exige un esfuerzo real, pero no es prolongado como el de la novela,
con sus años de gestación y ejecución. Una semana podemos escribir un “event-plot
story” y a la siguiente un cuento lúdico-biográfico. En el cuaderno de apuntes
que mencioné al principio, Chejov se refirió a este mismo placer. Había copiado
algo de Alphonse Daudet que, evidentemente, también despertó fuertes ecos en
él. Todos los escritores de cuentos comprenderán el sentido de sus palabras: “¿Por
qué son tan breves tus cantos? -le preguntaron cierta vez a un pájaro-. ¿Acaso
porque tu aliento es muy corto?”. El pájaro respondió: “Tengo muchos,
muchísimos cantos y me gustaría cantarlos todos”.